29
Serrano Súñer charlaba con Francisco de Paula. Zita Polo, su mujer, lo hacía con Pura, la marquesa de Huétor. El ministro miraba a la pista y no perdía de vista a Sonsoles. Le daba sorbos a una copa de champán, mientras intentaba seguir una conversación convencional con el marqués.
—Tu mujer baila muy, pero que muy bien…
—Es lo que tiene la diferencia de edad. El que casi nos llevemos veinticinco años me impide bailar con soltura, pero delante de ella, negaré habértelo dicho. Siempre pongo como excusa que no me gusta. Aunque, para ser franco, siempre he sido muy torpe para danzar.
—En las parejas suele ocurrir eso: a uno le gusta una cosa y al otro no. Más que cuestión de edad, es una cuestión de complemento. Yo, por ejemplo, hace tiempo que no bailo, pero he de confesar que me gusta. Mi cargo me lo impide.
—Hoy es un día especial… Olvídate de tu ministerio y diviértete. Tampoco hay tantos momentos así durante el año.
—Mi mujer tampoco baila en estos sitios… Volvemos al tema de los complementos.
Sonsoles apareció allí entre risas. Serrano besó su mano y ella notó una presión especial en aquel gesto. A Zita le dio dos besos en las mejillas. Fue el propio marqués el que propició su nuevo encuentro.
—Serrano, aprovecha que es fin de año, olvídate de tus responsabilidades y baila con mi mujer, que lo está deseando, y a mí me haces un favor.
Todos se echaron a reír y Serrano aceptó la invitación de aquel hombre que no podía ni imaginarse la tormenta interior que estaba precipitando. Salieron a la pista y la estrechó en sus brazos. Ella respiraba agitadamente sin poder pronunciar palabra alguna. Nuevamente el perfume de la marquesa le envolvía. Veía su cuello desnudo y deslizó la mano por su espalda con un movimiento lento que casi se convirtió en una caricia.
—Tenía ganas de verte —dijo él—. No he podido olvidar el beso que nos dimos.
—Yo tampoco —musitó ella. No le salían las palabras, y eso que ella no tenía nunca ningún problema. Intentaba disimular sonriendo cuando descubría a su marido mirándoles.
—Tengo algo en el cajón de mi despacho que te pertenece…
—¿Mi pendiente? —casi paró de bailar.
—Un pendiente no tan bonito como tú.
Continuaron con el baile y él volvió a deslizar su mano por su espalda.
—Me das una gran alegría. Ese pendiente era un regalo de mi marido. Pensé que no volvería a verlo.
—Tendrás que venir a mi despacho a por él.
—Cualquier día de estos me paso y lo recojo.
—Avísame antes, porque puedo estar fuera, ya sabes…
—Esto que estamos haciendo puede ser peligroso… Ramón.
Seguían el compás de la música, pero si esta hubiera dejado de sonar, ellos hubieran continuado bailando, porque no escuchaban más música que la de sus palabras.
—¿Cuándo te ha dado miedo algo? No eres de ese tipo de mujeres.
—Presiento que nos metemos en arenas movedizas…
—Jamás he sentido algo así por ninguna otra mujer —le prometió acercando su boca a su oído.
Aquel gesto le provocó un escalofrío. Su piel se erizó al sentir más próximo el cuerpo de aquel hombre tan atractivo. Vio sus ojos de cerca.
—Por favor, Ramón, me resulta muy difícil bailar contigo susurrándome al oído y viendo a tu mujer y a mi marido mirándonos. Esto es una locura.
—Ha ocurrido y los dos deseábamos que ocurriera.
No supo qué contestar, porque sabía que Serrano tenía razón. Sintió rubor al pensar que se le notaba tanto que moría por él.
—¿Cuándo volveremos a vernos? Necesito volverte a besar —insistió Serrano.
—De entrada, tengo que ir a buscar mi pendiente, ¿recuerdas?
—Hemos de pensar en algún lugar donde podamos estar los dos a solas, fuera del despacho…
—Creo, ministro, que va usted muy rápido —le dijo en broma.
Cesó la música y los dos se quedaron hablando uno frente al otro en mitad de la pista. Se convirtieron en el centro de todas las miradas, pero sabían que no habría otra oportunidad para hablar a solas.
—El martes de la semana que viene estoy en Madrid. Ven a las diez y desayunamos juntos en mi comedor privado… ¿Te parece? —le dijo Serrano.
Sonsoles asintió con la cabeza.
—De todas formas, te llamo el lunes para confirmarlo.
—A primera hora, a las nueve de la mañana.
—Muy bien…
Volvió ella a posar su mano sobre la de Serrano y así salieron de aquella pista. A partir de ese momento, las conversaciones fueron insustanciales. A los pocos minutos, Serrano y su mujer se excusaban y se fueron de allí. Sonsoles siguió bailando toda la noche para disimular, pero su vida se había quedado paralizada en aquel baile. Nada tenía sentido sin él. Miraba a su alrededor y veía todo gris.
El frío de aquella noche y los acontecimientos precipitándose sin freno hicieron que cayera enferma. Nunca había tenido tanta fiebre como aquel primero de enero en el que España entera vivía uno de sus peores temporales de frío y nieve. Cuando Matilde le puso el termómetro, marcaba cuarenta grados.
—Señora, ahora mismo se mete en la cama para sudar. Es la única manera de superar ese frío que ha entrado en su cuerpo. Ayer la vi muy ligera de ropa para la noche tan helada que hacía.
—Simplemente he cogido frío en la garganta. Es mi punto débil. Me quedaré solo hoy en la cama. Tengo cosas que hacer esta semana. —Pensaba en su nueva cita con Serrano.
—Sería una locura que saliera de casa con el tiempo que hace y el mal aspecto que tiene. Hablaré con su marido para que no la deje salir a la calle. ¡Parece una chiquilla…!
—No me pasa nada. Esa fiebre mañana ya habrá desaparecido. Está bien, hoy me meteré en la cama, aunque sea para no oírla. —Se encontraba tan mal que le hizo caso, pero le angustiaba no poder acudir a la cita de Serrano.
Lo cierto es que no lograba pensar con claridad. Cuando la doncella avisó al marqués, que estaba con sus hijos, la encontraron delirando.
—No, por favor. ¡Ten cuidado, que nos pillan! Necesito que estés conmigo. No me dejes…
Cuando su marido la oyó, tuvo claro que aquellas palabras pertenecían a su pasado angustioso durante la guerra, que había pasado sola en San Sebastián. Ni se imaginó que pudiera estar hablando de otro hombre…
—Debió de ser muy duro todo lo que pasó la señora en aquellos años. Por eso —le dijo a la doncella—, no quiere ni oír hablar de la guerra.
El marqués miró el reloj y llamó por teléfono a su amigo médico, Mariano Zummel, pero no le localizó. Avisó entonces a su cuñado que, aunque era pediatra, siempre tendría una opinión más autorizada. Este tenía la comida familiar de primero de año y quedó en pasarse con Anita, su mujer, por la tarde. Le dijo que le llevaría algún medicamento, pero que bebiera muchos líquidos y que le bajaran la fiebre como fuera.
—Debe de creer que yo sé tanto como él, pero no tengo ni idea de cómo hacerlo —reconoció el marqués.
—Señor, confíe en mí, que en mi pueblo lo resolvemos provocando más sudores a base de poner mantas encima del enfermo. El cuerpo reacciona y baja la fiebre.
—Por Dios, ¿cómo va a hacer eso? Se va a asfixiar.
—Hágame caso. Además, le daré un ponche con huevo y unas gotitas de coñac.
—Matilde, me asusta lo que me dice. No le ponga mucho coñac. Primero la va a asfixiar y luego la va a emborrachar —dijo entre dientes.
—Así es como curamos los resfriados y la gripe en mi familia. Mientras viene su cuñado, le iremos bajando la fiebre. No se preocupe.
El marqués se fue de la habitación refunfuñando y nada convencido de sus métodos. No recordaba a su mujer enferma nunca. Confiaba en que la doncella supiera hacer esa labor de enfermera para la que parecía estar muy predispuesta, aunque no tuviera conocimientos.
Cuando por la tarde llegó su cuñado Ricardo, Sonsoles ya no deliraba. Estaba muy pálida y no tenía más que ganas de dormir. No hablaba nada, cosa rara en ella, y tampoco tenía hambre, algo más habitual. El doctor sacó un tubito blanco de aspirinas.
—Le van a dar una por la mañana y otra por la noche. Se encontrará mucho mejor. De todas formas, ya no tiene cuarenta grados, pero por la noche le volverá a subir la temperatura. Es una gripe como una catedral. Son siete días sin moverse de la cama y sin salir de casa…
—No… no… no puedo… —Sonsoles no dijo más, porque a duras penas podía articular palabra.
Salieron todos de la habitación. Estaba claro que durante una semana no estaría en condiciones de moverse. Por más que ella decía que no, nadie entendía su insistencia. Todos estaban convencidos de que seguía delirando.
Llegó el lunes y cuando se fue su marido intentó marcar el teléfono del Ministerio de Exteriores pero no atinaba. No veía bien. La fiebre seguía alta. Se dio por vencida. No llamaría a Serrano. Eso la hizo empeorar las siguientes horas. Igual pasó cuando llegó el martes y seguía en cama, con todo el cuerpo dolorido y sin poder hacer mucho más que esperar a que pasara aquella gripe con la que comenzó el año. No fue hasta el cuarto día cuando ya se incorporó con varios almohadones en la cama y pudo marcar el teléfono. Como siempre, contestó la secretaria, pero esta vez no le pasó con el ministro. Insistió en que dejara constancia de que había llamado la marquesa de Llanzol. A las nueve de la mañana del día siguiente recibió la llamada de Serrano Súñer.
—¿Sonsoles de Icaza?
—Soy yo, Ramón —lo conoció inmediatamente—. He querido llamarte estos días atrás, pero he caído enferma… Y no podía ni sostener el teléfono.
—¿Qué te ha ocurrido? Te vi espléndida la noche del 31…
—Cogí frío o con estos acontecimientos, ya sabes…, pues se ve que he caído enferma. Estoy a base de aspirinas.
—Si tuvieras algún problema para conseguirlas, yo te puedo proporcionar todas las que quieras. Hemos recibido grandes cantidades de Alemania.
—No, mi cuñado es médico. No tengo ningún problema para obtenerlas. Ramón, siento mucho no haber podido ir… bueno, ya sabes. —No se atrevía a ser demasiado explícita por teléfono.
—No digas nada más. Lo importante es que te restablezcas pronto. Volveremos a intentarlo, ¿te parece?
—¡Claro!
—Yo te llamaré. Estos días tengo muchos viajes, pero no dejaré de pensar…
—Y yo…
No hubo más conversación. Ninguno de los dos olvidaba a las operadoras telefónicas que solían escuchar las conversaciones y había que ser cauto. Pasaron los días, y Serrano no llamaba. Empezó a intranquilizarse. Su salud mejoró y pronto comenzó a ponerse de pie. Después de una semana en cama, le costó volver a su vida normal. Su hija también cayó enferma con gripe y quien no se separó de su lado ni un solo día fue el marqués. Este tuvo oportunidad de hablar con la niñera americana, que era la que sabía más español de las dos institutrices. Le cayó bien. Parecía muy interesada por su trabajo y le preguntó muchas cosas del ministerio, de Franco y de otras personalidades. Nada parecido a la institutriz alemana, que no se esforzaba en comunicarse con él. Solo hablaba en alemán y él no entendía ni palabra. Cuando su mujer estuviera completamente restablecida, le hablaría de ella. Después se lo volvió a pensar y se dio cuenta de que si lo hacía, la echaría y traería a otra como la alemana. Era la primera vez que había entrado en casa alguien agradable, pensaba. Decidió no mencionarlo.
Durante esos días, Sonsoles siguió los pasos de Serrano por los periódicos. El ministro había dado un duro discurso en Barcelona del que se había hecho eco toda la prensa. Había acudido al Consejo Nacional de la Sección Femenina, en donde había expresado su preocupación por el «paréntesis anormal» en las relaciones Iglesia-estado, reconoció el problema del hambre y avisó sobre una posible «reacción desesperada» de España si los aliados les negaban el pan. Estaba lanzando un aviso tanto a los aliados como al Eje.
Serrano reaccionaba así públicamente para acallar los rumores que le habían llegado de Alemania. Hitler, en el alto Consejo de Guerra, había mostrado su preocupación por los avances de los enemigos en Grecia, Albania, Libia y África Oriental. El almirante Raeder había insistido en la necesidad de cerrar el estrecho de Gibraltar y Hitler podía estar preparando un ultimátum contra España. Serrano, por este motivo, intentaba tensar la cuerda de los aliados para que llegara ayuda a España, sabiendo que el canciller alemán iba a volver a forzar su entrada en la Segunda Guerra Mundial y habría que dar el paso.
Todos los acontecimientos hacían imposible un nuevo encuentro entre el ministro y la marquesa. Los constantes viajes de Serrano Súñer por España y sus responsabilidades de gobierno se lo impedían. En la casa de los Llanzol también hubo más movimiento que nunca, porque, antes de que se hiciera oficial, supieron que el rey Alfonso XIII iba a abdicar. Estaba claro que su muerte estaba próxima. El conde de los Andes y Juan Vigón, antes de entregar a Franco una copia del acta de abdicación, en días previos —el 15 de enero— acudieron al domicilio de los Llanzol. Ese mismo día se iba a protocolizar la abdicación en la embajada de España en Roma. Entre aristócratas y personas cercanas a la monarquía allí reunidas, dieron la noticia. Igualmente narraron con todo lujo de detalles las palabras del rey a su hijo Juan de Borbón antes de hacerlo.
—Le llamó a su domicilio en la calle Parioli —informó el conde de los Andes—, y este acudió a los pocos minutos al hotel donde se alojaba el rey. No intuía lo que su padre le iba a decir. Estaban solos los dos en la habitación y le entregó un borrador de su último manifiesto como rey a los españoles. «Mi testamento», le dijo. Un documento manuscrito con alguna tachadura. Y allí mismo se lo leyó. «No quiero que me heredes cuando haya muerto —le comentó—. Quiero pasarte “los trastos” en vivo, ya». Y le mostró su renuncia al trono.
Hubo un murmullo entre los asistentes a esa reunión. Alguno empezó a cuestionar la persona de don Juan como heredero. Vigón respondió inmediatamente:
—Es la voluntad de Alfonso XIII. Por otra parte, hizo todo lo que estuvo en su mano para que su otro hijo, Jaime, entendiera que tenía que renunciar. No fue un trago fácil, pero el propio rey dice que se portó bien, ¡más que bien! Si bien el monarca añadió algo más en esa conversación; según me contó don Juan, le dijo: «Comprenderás que después de esto ya no me queda más que morirme para que Franco te llame y se vaya…». En los próximos días Franco nos recibirá y le haremos partícipe de la voluntad del rey. Algo tendrá que hacer y decir.
—Hay que intentar que regrese antes de su muerte. Ya sé, marqués, que usted está actuando —le dijo el conde a Francisco de Paula—, pero ahora apelo a todos ustedes a que muevan sus hilos para conseguirlo. Hoy mejor que mañana.
Todos allí se comprometieron a seguir intentándolo. Lo harían a la desesperada por ver si el rey, aunque fuera para morir, pudiera regresar a España. Sonsoles callaba y observaba desde la distancia. En aquella reunión no había mujeres. Estas escuchaban discretamente y tomaban un té cerca de sus maridos, pero no al lado. No hablaban. Sonsoles sabía por su conversación con Serrano que sus esfuerzos eran inútiles. No había nada que hacer. Franco no iba a ceder el paso a don Juan.
Antes de marcharse, el conde de los Andes y Vigón hicieron una crítica a Franco. Esta vez bajaron el tono de su voz:
—El rey ya le ha dicho a don Juan que Franco se va a resistir. Lo sabe. Le ha aconsejado igualmente: «Tú ten correa y no te impacientes. A Franco nunca le perderá una palabra de más. Es como un búho callao, lo ve todo, lo sabe todo; pero él, callao».
—Se ve que conoce bien a Franco —apostilló el marqués.
—Sí, sí —continuó el conde—. El rey le comentó que ganar la guerra era mérito de Franco, pero toda su carrera se la debía a él. Y esta es una realidad que no conviene olvidar.
Todos los asistentes corroboraron las palabras del monarca. Consideraban que si Franco había llegado a ser Generalísimo de los Ejércitos era, entre otras cosas, por el apoyo expreso de Alfonso XIII.
Días después, cuando Franco conoció la noticia, se enfadó. Así se lo hizo saber a los dos mensajeros, mostrándose muy contrariado.
—¿Qué falta hace esa abdicación? ¡Son ganas de hacerse notar! —les comentó.
Posteriormente, con su cuñado fue más explícito:
—Un rey destronado no tiene corona para abdicar.
Cuando su cuñado le habló de los derechos dinásticos, acordándose de la petición de la marquesa de Llanzol para que el rey viniera a España aunque solo fuera para morir, Franco le contestó cortante:
—No quiero oír hablar más de ese tema, ni de derechos dinásticos, ni de legítima titularidad del trono. —No podía pensar en otro régimen político que no fuera el suyo—. A don Juan, igual que a su padre, le está prohibido el paso a España hasta que yo diga.
Desde ese día, don Juan se convertía en un problema para el Caudillo: rey de España en el exilio, sin trono, sin poder, pero rey. Pasó a engrosar la lista de los enemigos del régimen.
—No quiero leer ni oír nada relacionado con esto, ¿me entiendes, Ramón?
Serrano Súñer sabía perfectamente qué significaba eso. A partir de ese momento, el ministro pondría en marcha una campaña para silenciar la monarquía en la prensa o simplemente deformar su naturaleza histórica. Estaba acostumbrado a manejar los hilos de los medios de comunicación desde que desempeñara el cargo de ministro del Interior y luego de la Gobernación. A pesar de estar en Exteriores, su control sobre lo que se hacía y decía en el nuevo régimen seguía siendo total.