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A la hora y media de haber nacido Antonio, el último vástago de los Llanzol, ya estaba succionando del pecho del ama de cría recién llegada de Galicia. Lucrecia, que así se llamaba, se había instalado con el servicio dos días antes. Era una mujerona de pechos enormes que bebía leche y malta como si fuera agua. El niño se adhirió a su enorme pezón, y todas las doncellas, junto con el marqués y los niños, a su vez acompañados de sus institutrices, alabaron tanto ímpetu por parte del recién nacido.

A Francisco, de dos años y medio, le llamaba la atención el pecho y lo señalaba con su manita. Frau Elizabeth le riñó. No era de buen gusto señalar. Pero aquel pecho tan grande no solo asombraba al niño sino también a todos los que estaban en el cuarto, recién estrenado, del nuevo miembro de la familia.

Lejos de allí, Sonsoles descansaba bajo la atenta mirada de Matilde que permanecía en una silla pegada a su lecho, sin mediar palabra alguna, solamente observándola. La comadrona acababa de vendarle el pecho para frenar el golpe de leche. Habiendo amas de cría, las damas de la aristocracia no daban de mamar a sus hijos.

Estaba tan cansada que se quedó dormida nada más irse la comadrona. No olvidaría jamás a esa mujer tan fuerte que le había dejado su vientre completamente dolorido. Se prometió a sí misma no volver a quedarse embarazada.

Serrano Súñer recibió la noticia del nacimiento del nuevo hijo de los marqueses de Llanzol al día siguiente. Dudó si llamar o no al domicilio. Finalmente, envió un telegrama. La última vez que había visto a Sonsoles en el palacio de Santa Cruz, el almuerzo había finalizado con excesiva precipitación. Al enterarse de que estaba embarazada, supo que debía alejarse de ella a pesar de que no podía apartarla de su mente. Una llamada de Von Ribbentrop le trajo otros problemas a su cabeza. Un mes después del encuentro de Franco y Hitler en Hendaya, le citaba en el retiro del Führer en los Alpes bávaros, el Nido del Águila. Querían fijar de una vez por todas la fecha de la entrada de España en la guerra. Serrano llamó inmediatamente a Franco y quedaron en reunirse de manera extraordinaria en El Pardo con los militares del gobierno: el general Vigón, ministro del Aire; el almirante Moreno, de Marina, y el general Varela, de Tierra. Ninguno sentía simpatía por Serrano Súñer, pero eran conscientes de que su viaje al chalé alpino de Hitler entrañaba riesgo en todos los sentidos.

Después de varios minutos en los que Serrano expuso los pros y los contras de alinearse con el Eje, Franco volvió a esgrimir el mismo argumento de que «no era el momento». Varela dejó clara su postura con la vehemencia que le caracterizaba.

—¡No se va, y en paz! Ganamos más no yendo.

—Mi general, puede que ir tenga sus inconvenientes, pero si no acudimos, es posible que nos encontremos a los alemanes en Vitoria —replicó Serrano inmediatamente.

Todos tenían claro que España, en esos momentos, no podía embarcarse en esa empresa que tanto apremiaba a Alemania. Nuevamente, necesitaban tiempo. Sería la tercera vez que Serrano expusiese los mismos argumentos ante el Tercer Reich.

El ministro, de regreso a su casa la noche anterior a partir para Alemania, decidió dar un paseo. Iba con un abrigo largo y sombrero. A pesar del frío de la noche, necesitaba caminar. Pensar. Dos escoltas lo seguían con discreción, mientras el chófer conducía lentamente varios metros por delante. Llegó hasta la Carrera de San Jerónimo y una vez que alcanzó la calle Sevilla, se adentró en la calle de Alcalá hacia Cibeles. El olor a churros le hizo recordar a su hermano José que, cuando eran jóvenes, le llevó al baile de la Bombilla para hacerle superar el pudor que sentía cerca de una dama. Las modistillas les ponían ojos acaramelados, y por primera vez sintió de cerca el aroma de una mujer. Sonrió ante aquel recuerdo. Sus hermanos José, Fernando y Eduardo eran una piña. No acababa de superar la ausencia de los dos primeros. Los echaba de menos a todas horas. Con cualquier detalle acudían a su memoria.

A la altura del Banco de España aceleró el paso y dio por concluido el paseo. De repente, sintió la necesidad de regresar a casa. Allí le esperaba su mujer. Se metió en el coche y recordó cómo la había conocido. Aquella noche, previa al viaje en el que podía peligrar su vida, parecía inundada de evocaciones del pasado. Ramona, a la que todos llamaban Zita, la hermana pequeña de Carmen Polo, estaba a punto de cumplir la mayoría de edad, cuando coincidió con ella en un almuerzo con Franco y su mujer en la Academia Militar de Zaragoza. Era una mujer tranquila, serena, de cabello oscuro y muy delgada. Se enamoraron a primera vista. A Serrano le cautivaron sus ojos y su serenidad, a pesar de sus pocos años. Buscaba aquello que le evocaba a su madre, a la que tenía idealizada y de la que le quedaba únicamente un abrazo intenso antes de morir como único recuerdo. Hoy necesitaba sentirse querido, amado… Podía ser su última noche en casa y quería volver a sentir un abrazo fuerte e intenso. Iba a hacer un viaje que quizá no tuviera retorno. Ese era el riesgo. No sabía cómo encajaría el hombre más poderoso del mundo otra negativa del emisario de España. Por tercera vez, Franco le encomendaba rechazar la entrada en la Segunda Guerra Mundial.

No tardó en llegar a su domicilio en la calle General Mola. Necesitaba amar a su mujer y que ella le diera fuerzas para esta misión, posiblemente la más dura y difícil de las que había tenido hasta ahora.

Cuando cerró la puerta de su dormitorio, comenzó a besarla como el hombre desesperado que sabe que esa puede ser su última noche. Zita le correspondió. No le preguntó nada en ese momento. No hacía falta. Sabía que su marido esa noche estaba amándola con la energía del soldado que es consciente de que se va al campo de batalla. Sintió angustia, pero no se lo dijo. La besaba con ansiedad inagotable. Zita captó que aquello parecía una despedida…

—Querido, no es un viaje más, ¿verdad?

—No, no lo es… pero no pienses en eso ahora —le dijo mientras sujetaba su cara con sus dos manos.

Aquella noche se amaron hasta el amanecer. Los dos intuyeron que podía ser su última noche juntos. Se quedaron dormidos desnudos bajo las sábanas de aquella cama donde Ramón le había hecho pocas confidencias. Zita, lejos de reprochárselo, siempre callaba y observaba. En esta ocasión, no entendía por qué Franco tenía que enviar a su marido a Alemania. Había generales, hombres a los que podía exponer más que a él que, a fin de cuentas, era de la familia. Pero percibía que, desde Burgos, el peso del gobierno descansaba en los hombros de su marido. Algo que incomodaba sobremanera a su hermana Carmen. Más de una vez le había hecho alguna insinuación que había llegado a molestarla de verdad. Aquella noche la grabaría para siempre en su memoria.

Serrano madrugó y se despidió sin la fogosidad de la noche anterior. Esa mañana parecía frío. Pocas palabras antes de cerrar la puerta. Una mirada que lo decía todo. Zita no pudo contener las lágrimas. Aquella parecía una partida para siempre.

Orna pisó el acelerador y a cuarenta kilómetros por hora le trasladó hasta el municipio de Barajas, donde siete años antes habían comenzado muy tímidamente los vuelos comerciales. Este nuevo aeropuerto de quinientas fanegas de suelo, con una pista de mil cuatrocientos metros de largo por mil doscientos de ancho de tierra compactada cubierta de hierba, sustituía a las pequeñas pistas de los aeropuertos de Getafe y Carabanchel. Sin embargo, no dejaba de ser una modesta pradera en un espacio eminentemente rural.

A pie de pista le esperaban el barón De las Torres y su inseparable mano derecha, Antonio Tovar.

—¿Preparados? —les preguntó, dando un golpe con la mano en el hombro a su hombre de confianza.

Antes de coger el Junkers Ju 52 que había hecho el primer vuelo entre Madrid y Lisboa un año antes, Serrano miró hacia la solitaria terminal de pasajeros que se erigía en mitad de la nada como fiel testigo del vuelo que iban a hacer. El avión al que se subió casi sin pronunciar una palabra era de origen alemán, pero pertenecía a la flota del Ejército del Aire. Era un monoplano de ala baja con tren de aterrizaje fijo y revestimiento metálico. Se trataba de uno de los aviones preferidos de Adolf Hitler y el más representativo de la Alemania nazi. Por lo tanto, la fuerza aérea española era heredera directa de la Luftwaffe y de la aviación fascista italiana. Desde el fin de la guerra se hacían pocos vuelos por la escasez de fuel que había en España. Para esta ocasión, no obstante, no hubo problema.

Estaba previsto que el Junkers hiciera dos escalas. La primera en el aeropuerto de Roma, Ciampino, a quince kilómetros al sureste de la capital italiana. Repondrían combustible y viajarían al aeropuerto de Múnich, Riem. La tercera etapa del viaje la harían en tren hasta Berchtesgaden, la localidad alemana fronteriza con Austria, donde les esperaría Von Ribbentrop. El Führer les había convocado en su residencia de montaña, el Berghof.

Hizo el vuelo hasta Roma prácticamente en silencio. Quizá contagiado por Franco, que tenía aversión a los aviones, había embarcado con cierto recelo, ya que eran frecuentes los sabotajes. A pesar de saber que contaba con muchos enemigos, Serrano Súñer no dudó en ir en avión, ya que, de otra forma, el viaje se prolongaría durante días.

Aunque las turbulencias les acompañaron durante todo el vuelo, no hicieron ni el más mínimo comentario. Parecían absortos en sus pensamientos. Todos temían no salir vivos de esta nueva misión o no volver a España tras ser detenidos, sin poder impedir la invasión alemana. Cuando aterrizaron, les esperaba el diplomático español Agustín de Foxá. Aprovecharon para estirar las piernas y verbalizar en voz alta lo delicado de la misión y, en caso de que las cosas se torcieran, pidieron al conde de Foxá que lograra la mediación de Mussolini. Una hora después volvían a volar rumbo a Alemania. Al llegar se encontraron con el embajador Espinosa de los Monteros, que iba a acompañarles en el último tramo del viaje que harían en tren hasta Berchtesgaden.

Serrano le hizo un saludo protocolario y no disimuló su animadversión. Sabía que seguía con su campaña contra él entre los alemanes y en El Pardo. Era conocedor de sus frases: «Poco adicto a la causa alemana», «Amigo solo de Italia», «Exdiputado católico lleno de prejuicios y reservas clericales y liberales». Serrano pensaba que la operación de desprestigio podía haber llegado hasta el entorno de Hitler. De camino hacia la frontera con Austria, explotó.

—España se juega mucho en este viaje. Haga el favor de estar de nuestro lado. Le pido que guarde sus palabras contra mí y cierre su boca a la mentira, señor embajador.

—Señor ministro, no sé a qué vienen esas afirmaciones. Me está usted ofendiendo —se indignó Espinosa.

—Usted sabe perfectamente a qué me refiero. Por si no es consciente, me entero de todo. No va a conseguir enemistarme con Franco por mucho que usted vaya diciendo que quiero monopolizar el poder y quitarle al Generalísimo la gloria de la amistad con el Führer. Sí, no ponga esa cara, porque sabe que es verdad…

—Señores, deberíamos centrarnos en una estrategia de cara a las próximas horas —terció el barón De las Torres—. No es el lugar para esta conversación. —Iban solos en el vagón del tren, pero seguramente alguien podría escucharles.

—Solo diré una cosa más antes de zanjar esta conversación —espetó Serrano—. Escúcheme bien, Espinosa. Cuando el ministro habla, el embajador calla. Y cuando hable el ministro alemán y yo aún no haya respondido, no se prodigue usted en gestos de adhesión con lo que está diciendo la otra parte. Lo que usted ha hecho, general, ha sido pasarse al moro delante de mis narices. —A Serrano le gustaba emplear con los generales frases que había escuchado a Franco en numerosas ocasiones.

—Yo me debo a España. No me gustan sus insinuaciones.

—Ahora, calle y haga el favor de obedecer.

Se hizo el silencio en el vagón. Ya nadie habló hasta que el tren se detuvo en Berchtesgaden. Toda la zona estaba especialmente vigilada porque se trataba de un objetivo estratégico para las fuerzas aliadas. Cuando bajaron del tren solo había militares en el andén.