9
Caminando parecía una reina. Tenía algo que la hacía diferente a las demás mujeres y no era solo su belleza. Antes de acudir al encuentro con sus cuñados, fue a dar un beso a sus dos hijos, que ya estaban acostados.
Primero se dirigió al cuarto de Sonsoles, la mayor, de cuatro años, que todavía estaba despierta. Su habitación se situaba justo en el centro de la casa. Al lado tenía un cuarto de juegos, que compartía con su hermano.
—Mamá, ¡qué guapa estás! —exclamó la pequeña con admiración desde la cama—. No te he visto en todo el día. —Pasaba más tiempo con su padre que con su madre, a la que muchos días solo veía por la mañana, en la cama, antes de sus clases.
—Muchas gracias, hija. He tenido muchas cosas que hacer fuera de casa. —No era nada cariñosa. No sabía expresar sus afectos—. Mañana por la mañana te veré. Ahora a dormir, que papá y mamá tienen que recibir a los tíos. ¿Todo bien? —preguntó a miss Mary, la institutriz inglesa, una mujer que vestía de oscuro y que siempre parecía seria, con gesto como de enfado. Llevaba el pelo corto y en su rostro destacaba su nariz prominente.
—Perfecto, señora marquesa. Salvo que la niña ha querido ir a la zona de servicio y la he castigado de rodillas de cara a la pared.
—No se le ha perdido nada con el servicio. Ha hecho usted muy bien.
—Pero, mamá… solo quería escuchar la radio.
—Nada. No tienes que bajar a la zona de servicio. Te lo tengo dicho. No hay nada más que hablar. Tienes que portarte correctamente. ¡Hasta mañana!
Se fue al cuarto de Francisco sin querer prolongar la conversación con su hija, a pesar de que esta se quedó mohína. El niño ya estaba dormido. Lo miró y se limitó a hablar con la institutriz alemana, frau Elizabeth, en voz baja.
—Hoy he tenido un día muy ajetreado. ¿Ha ido todo bien?
—Sí, todo ha ido bien, señora. —Llevaba más años en casa que la institutriz inglesa y tenía algo más de confianza con ella. También vestía de oscuro, pero su pelo rubio era más largo que el de miss Mary. Lo llevaba recogido en una coleta que recorría su cabeza a modo de diadema. Era igualmente rigurosa con los niños, pero la temían más. De hecho, los niños hablaban fluidamente el alemán.
—Puede irse a descansar. No se olvide de decirle a la segunda doncella que se levante y eche un vistazo al niño durante la noche. ¡Es tan pequeño!
—Esté tranquila, señora. ¡Buena cena!
Las institutrices comían y cenaban con la familia, excepto cuando venían invitados. Las dos se intercambiaban los niños para hablarles indistintamente en inglés y en alemán a lo largo del día. Sonsoles estaba convencida de que hablar idiomas sería lo único que les abriría las puertas a una sociedad mejor que la que tenían. Así se lo había transmitido su padre y así lo hacía ella con sus hijos.
Cerró la puerta y se encaminó al salón. No había estado prácticamente en todo el día en casa. Se decía a sí misma que tenía muchas cosas en qué pensar y que, a fin de cuentas, los niños estaban perfectamente atendidos.
Su primera doncella salió nuevamente a su encuentro:
—¿Quiere algo más la señora?
—Me molestan estos zapatos que ha elegido. ¡Acuérdese de ponerlos en una horma!
—Señora, está embarazada. En cuanto dé a luz, le quedarán anchos…
—Haga lo que le digo.
Matilde no dijo nada más y observó cómo Sonsoles se dirigía hacia el salón. Cuando llegó, sus cuñados acababan de entrar por la puerta. Su marido ya se encontraba con ellos.
—¿Queridos, cómo estáis? —los saludó, dirigiéndose a ellos para besarles. Notaba las piernas hinchadas. Sin embargo, no había renunciado a ponerse tacones.
Pura la miró de arriba abajo y, mientras se quitaba la piel que llevaba al cuello, le dijo:
—Cada día estás más flaca, y eso que estás embarazada. No te veo con buena cara. ¿No estarás dejando de comer? Espero que no hagas tonterías. Tu vestido es ideal…
—Ya sabes… Balenciaga.
—No entiendo por qué motivo solo te puedes vestir de él, hay otros diseñadores igual de buenos.
—Porque no me gusta coincidir con nadie. Ya le ha pasado a alguna que tú conoces… Es mejor saber que llevas algo que es tan caro y tan exclusivo que resulta imposible que alguien pueda ponerse lo mismo que tú.
Las mujeres se quedaron rezagadas mientras los hombres ya estaban con una copa de vino en la mano.
—Pura, ¿qué tal todo por El Pardo? Carmen tendrá que estar especialmente preocupada —preguntó Sonsoles.
—¿Por qué? —Su cuñada la miró, extrañada por la pregunta.
—Porque Franco y Serrano están con Hitler y es posible que Alemania nos fuerce a entrar en guerra. Otra contienda sería la ruina total. Confío en que Serrano vuelva a conseguir que no sea así.
—Hija, qué repentina confianza tienes en él. Yo, desde luego, en quien confío es en Franco. No se deja amilanar, ni le tiembla el pulso ante Hitler ni ante nadie.
—Espero que no entremos en guerra… —Se quedó con la mirada perdida. Seguía pensando en él.
Pura interpretó aquel silencio como preocupación por sus hijos y por su familia.
—No te preocupes. Lo que tenga que ser, será. Confiemos en la Providencia…
Se sentaron todos a la mesa y comenzaron a cenar. Juan, el mayordomo, vestido de librea, servía el primer plato con excesivo ceremonial, y la doncella del comedor le ayudaba. Esa noche cenaban «Huevos Bella Elena» de primero y «Lenguado Menier» de segundo. A Sonsoles le gustaba bautizar cada plato con un nombre. Mientras comían, el mayordomo y su ayudante reponían las copas de vino y estaban atentos a recoger los platos en cuanto los señores de la casa finalizaban. Esa era la consigna. Como Sonsoles comía poquísimo, acababa la primera.
—Pero ¿a qué velocidades coméis? —protestó Pura al ver que comenzaban a recoger los platos sin que hubiera terminado—. A mí no me da tiempo a acabar el plato cuando vengo a esta casa.
—Si no hablaras tanto, sí te daría tiempo —le dijo su marido.
—Tienes razón, Pura —salió Francisco en defensa de su cuñada—, aquí no se puede uno dormir con el plato. En cuanto te descuidas, te lo quitan.
Hablaban como si el servicio no estuviera observándoles. Sonsoles ya no les veía. Conversaba con desparpajo, como si fueran invisibles. A los postres, salió el tema de la destitución de Beigbeder, el anterior ministro de Exteriores.
—No entiendo cómo un hombre tan profesional como él ha podido caer en las manos de una espía inglesa —comentó Francisco—. Lo dejó todo por ser ministro: era el alto comisario en Marruecos, jefe territorial de Falange en la zona de nuestro Protectorado, miembro del primer Consejo Nacional de Falange… Y ahora, le pierde una mujer.
—Los hombres sois muy tontos —añadió Pura con media sonrisa—. Os dejáis llevar por los encantos de las jóvenes, y luego pasa lo que pasa.
Aquella afirmación molestó a Sonsoles —la diferencia de edad con su marido era muy evidente—, pero en esta ocasión prefirió no contestar. Sí lo hizo Francisco.
—Bueno, Pura, no todas las jóvenes son iguales. Esta tenía hilo directo con el Foreign Office. Estamos hablando de una espía.
—Antes de que Beigbeder se levantase de la cama, la estrategia de España ya era conocida por el embajador Samuel Hoare y, por extensión, por el mismísimo Churchill —intervino su hermano Ramón.
—Ha sido un imprudente —admitió Pura, recriminando la actitud del que había sido ministro en el anterior gabinete de Franco.
—El amor tiene estas cosas —apostilló Sonsoles.
—Eso ni era amor ni nada de nada, querida. Aquí hablamos de que estos hombres se creen invulnerables, jóvenes, atractivos… y no se dan cuenta de que hacen el ridículo. Ya me dirás qué se le había perdido a Beigbeder con esa jovencita. ¿Cómo fue tan tonto de no sospechar nada?
—Pudo ser una encerrona, una trampa que les montó alguien que quisiera destituirle… A lo mejor se la tenían jurada —afirmó de nuevo Sonsoles.
—Pues como no sea Serrano… Es el más beneficiado con esta historia —puntualizó Pura.
Sonsoles tosió y decidió beber agua. No esperaba el nombre de Serrano en la boca de su cuñada.
—Serrano no ha ganado como ministro de Exteriores —dijo Ramón—. Más bien todo lo contrario. Se ha quedado sin los hilos que tanto le gustaba manejar desde el Ministerio de la Gobernación. Tiene muchos enemigos entre los militares. Te lo digo con conocimiento de causa.
—No me extrañaría, ha pisado muchos callos. Pero Franco lo quiere cerca y ahí estará, aunque haya muchos que no le puedan ni ver —siguió Pura malmetiendo.
—Pues el otro día me pareció un hombre muy enérgico y con las ideas muy claras —apostilló el marqués de Llanzol—. Creo que Franco hace bien en tenerle cerca. Me da la sensación de que descansa mucho en su conocimiento de leyes.
—Pues que no descanse tanto, porque hay quien dice que tiene demasiado poder —señaló Pura, arremetiendo contra él una vez más—. La misma Carmen Polo siempre le hace reproches. Que se dedique a Exteriores y que deje el gobierno de España en manos de su cuñado. Con esto de que sabe de leyes da la sensación de que siempre le está dando lecciones a Franco.
—Qué mentes más pequeñas… Cuando vemos a alguien preparado, enseguida lo criticamos. ¿Y no será mejor que en el gobierno haya alguien que sepa de algo más que de trincheras? No entiendo este afán nuestro de cuestionarlo todo. Los españoles somos unos envidiosos. En cuanto alguien despunta… a por él. —Todos se callaron ante la defensa inesperada que hizo Sonsoles en voz alta.
—No sabía que te cayera tan bien Serrano —dijo su cuñado.
—Conversaron gran parte de la noche en el Ritz Y… eso une mucho —observó Pura, sonriendo.
—Sonsoles siempre defenderá a aquel que esté preparado. Le gusta la gente instruida —añadió su marido, defendiéndola—. Por algo se casó conmigo…
Todos se rieron. Se distendió el ambiente hablando de la excesiva amistad de Beigbeder con el embajador inglés. Lo habían visto varias veces paseando con él por los aledaños del Palace. Incluso cogidos del brazo, sin ocultar a nadie su amistad.
—No son buenos tiempos para airear amistades con ingleses. Los alemanes tienen las de ganar. Está claro del lado que hay que posicionarse —aseguró Ramón.
Sonsoles y Pura hicieron un aparte conversando de otras cosas más caseras. Comenzaron a hablar del pan. Echaban de menos el pan blanco. Después de la guerra, solo se comía un pan negro que nada tenía que ver con aquel de trigo que recordaban de su infancia.
—No sabe a nada —admitió Pura.
—Sí, pero es mejor que el amarillo que te dan con la cartilla de racionamiento. De todas formas, los niños lo aborrecen. El otro día, Sonsolitas se encontró hasta un trozo de bramante en la miga. No me extraña que lo tiren debajo del radiador. Les parece espantoso y tienen toda la razón.
—Estos niños son un caso serio… Tenían que haber pasado la guerra en Madrid. Mira, conozco a un tendero que tiene harina, trigo, chocolate, tabaco… todo de estraperlo. Le he comprado hasta unas medias extraordinarias que no se rompen nunca. Las consigue de barcos americanos. —Pura bajó la voz para que el servicio no se enterara de lo que estaba diciendo.
La noche se alargó hablando ellos de sus negocios y ellas del servicio y de la dificultad para encontrar buenas institutrices. Cuando los marqueses se fueron a la cama, el reloj marcaba las doce de la noche.