11
Espinosa de los Monteros no tardó en entregar el documento a Von Ribbentrop, que se quedó en Hendaya exclusivamente para esperarle. El embajador no logró averiguar nada del contenido. El ministro alemán tampoco le hizo partícipe del mismo al abrir el sobre, pero sí pudo ver su reacción.
—Este Serrano se va a enterar. ¡Qué ingratitud la de Franco!
Por sus palabras Espinosa intuyó que no habían firmado el protocolo. No hizo preguntas y se fue de allí sin decir nada más. No quería ser el objetivo de la cólera del ministro. Ribbentrop ordenó que le condujeran al aeropuerto más próximo. Su avión, en medio de la niebla aterrizó en Tours, desde donde se dirigió a Montoire. Allí iba a asistir al encuentro entre Hitler y Pétain.
En España, la prensa con la noticia sobre la entrevista entre Franco y Hitler insufló los ánimos de los germanófilos, que aplaudieron hasta el extremo ese encuentro. Se comentaban también esos ocho minutos que tuvo que esperar Hitler a Franco, dándoles más trascendencia de la que tuvieron realmente. La superposición de la imagen de Franco sonriente, brazo en alto, y de Hitler con gesto serio nadie la notó. Vicente Gállego, el fotógrafo y el censor fueron los únicos que supieron que no se había producido la foto tal y como salió en la prensa. La foto había superado a la realidad y nadie les dijo nada. Al contrario, recibieron gran cantidad de felicitaciones.
Franco y la delegación que había estado en Hendaya estuvieron todo el día de viaje de regreso a Madrid. Pudieron comprobar, a través de las ventanillas del tren, lo maltrecho que se había quedado el país tras la guerra. Veían las enormes extensiones de tierra seca y abandonada que se abrían paso ante ellos. El espectáculo era desolador. No había dinero para regar los cultivos, pero tampoco semillas que plantar para dar vida al campo que estaba yermo. La situación era dramática. Franco, Serrano y el barón De las Torres habían jurado no abrir la boca y no lo hicieron durante el viaje de regreso. A ojos del resto de la delegación, España no se había adherido al Eje. El general Moscardó estaba preocupado por la reacción alemana ante lo que él creía que había sucedido: la negativa a la guerra. Fue un viaje largo en donde se habló, sobre todo, de la necesidad de recuperación económica para que España tuviera libertad para tomar decisiones estratégicas. En un aparte, Moscardó conversó con Serrano sobre las últimas ejecuciones que habían tenido lugar cinco días antes en los fosos del castillo de Montjuic. Entre otros, habían sido fusilados el expresidente de la Generalitat, Lluis Companys, y el exministro socialista Julián Zugazagoitia.
Franco, que aparentaba no estar atento a la conversación, tomó la palabra interrumpiéndoles con voz firme:
—Los entregaron las autoridades de ocupación. Se les ha juzgado por el fusilamiento de los generales sublevados en Barcelona y han sido ejecutados. No hay más que decir.
Ante la frialdad de su enérgica respuesta, nadie añadió ni una sola palabra más. Serrano recordó el episodio vivido a comienzos de la guerra en el que su cuñado tuvo en sus manos la vida del que había sido su mejor amigo en la Academia Militar de Zaragoza, el general Campins. Franco, siempre parco en elogios o reconocimiento de méritos, decía de él que era un gran trabajador y organizador y que no había conocido a nadie más incondicional con su jefe. Separados por los destinos, Campins fue nombrado gobernador militar de Granada. Allí fue requerido por Queipo de Llano para participar en el alzamiento nacional. Campins se negó y fue depuesto, detenido, juzgado y fusilado. Después de recordar para sí mismo ese episodio duro y dramático, Serrano cambió de tema. Volvió a hablar en voz alta de la guerra y de la difícil situación de Inglaterra frente al que parecía imparable huracán alemán.
El trayecto fue muy largo y tantas horas sin poder moverse en el mismo vagón lo hicieron más duro aún. Cuando llegaron a Madrid estaban agotados. Había sido un viaje infernal a causa del mal estado de las vías. El traqueteo constante del vagón y los incómodos asientos consiguieron que acabaran todos con dolor en las articulaciones.
—Tenemos que mejorar nuestras vías de comunicación. En las actuales circunstancias, estamos prácticamente aislados. También necesitamos mejores maquinistas. ¡A este que nos ha traído y llevado no quiero volver a verlo! —Franco decidía y los demás cumplían sus órdenes.
De noche, antes de regresar a casa, cuando Serrano puso el pie en el palacio de Santa Cruz para firmar papeles, tenía a un diplomático esperándole. Llevaba horas sentado en la sala de visitas, aunque la reunión no estaba prevista en su agenda. Se trataba del embajador británico, sir Samuel Hoare. El viejo político, que olía los problemas antes de que se produjeran, no esperó a que lo invitaran. Quería que el ministro le relatara los términos exactos del encuentro entre Hitler y Franco. Churchill le había pedido información inmediata y el gobernador de Gibraltar, sir Clive Liddell, le había solicitado tiempo. Necesitaba, como mínimo, tres meses de paz para poder reforzar su defensa ante las amenazas de una invasión alemana por territorio español.
—Señor embajador, no tenía prevista su visita y se hará cargo de mi cansancio tras un viaje tan largo y en tan malas condiciones como el que acabo de hacer —le dijo Serrano, contrariado, nada más verle.
—Lo entiendo, señor ministro. Sin embargo, tiene usted que comprender que la situación es de extrema gravedad. Mi país quiere saber los términos de las conversaciones entre Franco y Hitler. ¿De qué lado se ha posicionado España?
—Es evidente que de haberse producido una inclinación de España por el Eje se sabría. —Serrano tragó saliva—. España no puede olvidar que Hitler nos ayudó en la guerra, pero tampoco estamos dispuestos a abandonar nuestra posición de neutralidad.
Tenía que aparentar seguridad en lo que decía. Se acordaba de las palabras de Hitler: «Es muy importante que este acuerdo permanezca en secreto. Los latinos son muy charlatanes. El efecto sorpresa es clave con el enemigo y el enemigo en estos momentos se llama Inglaterra». Sir Samuel Hoare era mucho más que el embajador del país con el que parecía que, tarde o temprano, entrarían en guerra. Era un diplomático que había desempeñado las más variopintas misiones para su país: había sido jefe del servicio secreto británico en Rusia y el primer oficial británico que negoció con Mussolini después del colapso italiano en Caporetto. También había pertenecido al gabinete británico de Guerra, primero como Lord del Sello Privado, codo con codo con el primer ministro Chamberlain, después como secretario del Aire para finalmente regresar al Ministerio de Guerra. Fueron nueve años intensos en los principales departamentos del estado británico. Y desde mayo de 1940 había aceptado la urgente misión, ya con Winston Churchill a la cabeza, de controlar la península Ibérica, punto estratégico para el país. Había renunciado definitivamente a su escaño como parlamentario de Chelsea para venir a Madrid. Estaba claro que era un político con el colmillo retorcido y había que ser muy cauteloso con él.
—Señor embajador —continuó Serrano Súñer—, España se ha ofrecido como mediadora. Nuestro país no puede combatir, usted lo sabe, no tenemos medios. Sin embargo, sí podemos ocupar esa posición de mediación que nos proporcione en Europa un protagonismo del que ahora carecemos.
—Esas palabras suyas me tranquilizan. España sabe a qué se expone si toma partido por el Eje. De todas formas, aunque usted habla de neutralidad, la prensa española no disimula y se ha puesto al servicio de la embajada alemana. Solo hay que leer los periódicos. Están convencidos de que la derrota de los aliados será cuestión de pocos meses. Sería conveniente, ya que usted tiene tanto poder, que se despertara en los medios una corriente favorable a la causa aliada.
—Señor Hoare, no le consiento que hable así. También sería interesante que la prensa inglesa hablara mejor de nuestro régimen…
—Mejor podríamos hablar si se nos reconociera lo mucho que podemos ayudar a España con nuevos acuerdos económicos. Da la sensación de que usted está en permanente oposición. Su país necesita toneladas de trigo, caucho, petróleo y algodón. Las importaciones del Imperio británico podrían ampliarse, pero todo son trabas. Piense que sin esas mercancías España se paralizaría.
—Doy por concluida esta reunión. Estoy muy cansado para seguir atendiendo sus ofensivas palabras. Creo que ha escuchado lo que quería oír de mi boca. De modo que, si me disculpa…
—Está bien. Volveremos a vernos pronto, señor ministro.
Sir Samuel Hoare se fue del palacio a las once de la noche. Minutos después Serrano Súñer abandonaba el ministerio. Su chófer, Orna, le esperaba con la puerta del coche abierta para llevarle a casa. Las ojeras de su jefe ponían en evidencia las pocas horas de sueño de los dos últimos días.
Al día siguiente, amaneció Madrid con el cielo encapotado. Amenazaba lluvia, y la ciudad con dos gotas se convertía en un auténtico barrizal. En el hogar de los Llanzol se repetía la rutina del desayuno en aquella habitación de matrimonio, que era tan grande como el salón.
—Tengo que ir a un solemne funeral por los caballeros de las órdenes de Calatrava, Montesa y Alcántara muertos en combate —anunció el marqués—. He quedado con mis hermanos para ir a la iglesia de las Comendadoras de Santiago, donde se va a celebrar el acto religioso. Bueno, estará allí toda la sociedad. ¿Querrás venir?
—Quita, quita —rechazó Sonsoles—. No quiero regodearme en los desastres de la guerra. Ya sabes que necesito quitármela de la cabeza. ¡Estoy harta de guerra! Parece que no sabemos hablar de otra cosa.
—No te preocupes. Lo entiendo. Hoy no faltará nadie puesto que va Serrano, ya sabes cómo es la gente.
Fue saber que iba Serrano y Sonsoles se quedó bloqueada. Casi no podía respirar. Acababa de decirle a su marido que no quería ir a ese tipo de actos, pero ahora todo cambiaba. Deseaba volver a ver a aquel hombre que tanto la había impactado. Su marido estaba terminando de ponerse la guerrera de caballero de Montesa y ella estaba todavía sin arreglar. Había que pensar algo rápido.
—Has dicho que van a ir tus hermanos, ¿verdad? —le preguntó Sonsoles.
—Sí.
—¿Les acompañarán sus mujeres?
—No se lo he preguntado, pero imagino que sí.
—Pues… no te voy a dejar solo. —Tenía que optar por el papel de buena esposa. De no ser así, no parecería coherente que cambiara de opinión en cuestión de segundos.
—¿Estás diciendo que me vas a acompañar? —le preguntó, incrédulo ante lo que estaba oyendo, mientras terminaba de abrocharse la guerrera—. Casi no tienes tiempo para arreglarte. No te molestes. Sé que no te gusta ir a estas cosas. Por eso no te había dicho nada.
—Mal hecho, querido. No me gusta que todos vayan acompañados y tú no. Me pongo un traje de chaqueta negro y me pinto los labios. No tardo nada. Estaré en un abrir y cerrar de ojos. —Le dio un beso y se metió en el cuarto de baño.
Al cerrar la puerta se apoyó en el lavabo y dio un grito ahogado de alegría. Volver a ver a Serrano era su máxima ilusión. Su corazón estaba completamente desbocado. No se lo podía creer. Se miró al espejo y pensó que no era su mejor día. Intentó disimular sus ojeras. Se pintó los labios de rojo y se aplicó en las mejillas un poco de color que retiró de su boca. Respiraba nerviosa. Estaba alterada. Se recogió el pelo y se colocó uno de los muchos sombreros negros que guardaba en su vestidor. No llamó a Matilde, su doncella, para que la ayudara. Eligió el traje de chaqueta negro que más disimulaba su estado. Se puso unos zapatos salón de tacón alto, un collar de perlas y ya estaba lista.
Su marido no había terminado de leer el periódico, no se lo podía creer.
—¡Estás guapísima! Es todo un detalle que no quieras que vaya solo. —Dejó el periódico sobre la mesa, dio un sorbo a aquel sucedáneo de café y se dispusieron a salir de casa—. De todas formas, como voy a sustituir al general Espinosa, no podré estar contigo en la misa. Me lo ha pedido el embajador y, por lo tanto, tendré que estar entre las autoridades.
—Eso es lo de menos… ¡Cuánto honor! —exclamó ella mientras cogía su bolso y se ponía el abrigo con la ayuda de su marido que, vestido de militar, parecía más apuesto.
El chófer les llevó hasta la iglesia en un coche que tenía un artefacto adosado a la parte trasera que parecía una joroba. Gracias a ese invento se podía sustituir el encendido del motor que era de gasolina por una carburación basada en la combustión de la leña o del carbón. La gasolina escaseaba y la que conseguían de los americanos era para el coche que conducía la marquesa, un Chrysler verde.
Cuando llegaron a la iglesia de las Reales Comendadoras de Santiago había mucha gente, arremolinada observando a las autoridades y personalidades que acudían al acto. La lluvia no impedía la curiosidad de la gente, que miraba y aplaudía dependiendo de las medallas que lucieran en su pecho los caballeros de las distintas órdenes militares que allí se habían dado cita.
Delante de ellos entró el general Millán Astray, al que muchos reconocieron y aplaudieron con vivas a España y a Franco. Pasó también el director general de Bellas Artes, el marqués de Lozoya. Al mismo tiempo que ellos, llegaron el duque del Infantado, vestido de la orden militar de Santiago, y el marqués de Velada, que iba ataviado con el traje de la orden de Calatrava. El público renovó los aplausos. Los caballeros creían que era por sus trajes vistosos, pero, en realidad, la gente aplaudía a aquella mujer tan espectacular que caminaba como una reina.
«¿Quién es?», se preguntaban. Alguien apuntó que se trataba de una persona en representación de la familia real, que estaba en el exilio. A decir verdad, no sabían quién era, pero la marquesa se llevó una buena ración de aplausos.
La sociedad en pleno ya estaba en el interior de la iglesia ocupando los bancos de madera. Todavía no iba a comenzar el acto porque no había llegado el ministro Serrano Súñer. Se lo dijo su cuñada Pura nada más verla, extrañada de que acudiera a un acto como ese.
—¿Tú por aquí? Alabado sea el Señor…
—Pura, no seas exagerada. ¿Vais a venir todas y yo no?
—No sería la primera vez, pero me alegro de que estés aquí. No falta nadie, ¿te das cuenta?
—Sí, sí, ya veo. ¿Me hacéis un hueco con vosotros? —No se quitó el abrigo negro que llevaba. Así disimularía su embarazo.
El marqués, que se estaba despidiendo de ella para acudir al lugar preferente que le habían reservado, fue el primero en saludar al ministro. Entró enérgicamente en el templo dejando a sus espaldas unos aplausos atronadores de un público que le agradecía que España no entrara en una nueva guerra. Iba también vestido con un traje militar negro. Sus críticos solían decir que era el único civil del gobierno que diseñaba sus propios trajes militares. Sonsoles escuchó su voz poderosa y rotunda a sus espaldas y creyó que sus piernas se negarían a sostenerla. No miró para atrás, puesto que sería de mala educación, pero sintió su mirada clavada en su cuerpo.
—Marqués, no permitiré que su mujer se siente tan atrás. Tiene un lugar preferente en los primeros bancos.
—¡Sonsoles! —la llamó su marido cuando ella se estaba colocando en el banco junto a su cuñada—. ¡Ven, por favor! —insistió. Sonsoles odiaba que la llamaran a voces, pero esta vez se lo perdonó.
En otro momento hubiera declinado la invitación. No había nada más molesto para ella que cambiarse de sitio. Ahora era distinto. Al salir de aquel banco de la iglesia, se encontró con la mirada del hombre que le quitaba el sueño. Sus ojos se clavaron en ella como dos puñales. Cruzaron sus miradas y el tiempo nuevamente se detuvo. Mientras caminaban juntos por el centro de la iglesia siguiendo al marqués, solo sentía la respiración de su cuerpo. Estaba nerviosa. Serrano se dirigió a ella:
—Es un placer volver a verla, señora marquesa. Su presencia es lo único bueno que me ha pasado en estos últimos días y le aseguro que recuerdo machaconamente el momento en el que la conocí. —Le dijo la frase casi al oído. Habían llegado a las primeras filas y le hizo un gesto educado, invitándola a sentarse en el primer banco. Luego, él y su marido subieron hasta el altar precedidos por los representantes de cada orden militar. Lo tuvo enfrente durante toda la ceremonia. Serrano no apartaba su mirada de ella. Sonsoles, en cambio, no le miró en ese momento, pero sabía que él no dejaba de hacerlo.
El duque del Infantado tomó la palabra en nombre de todos los caballeros muertos…
—… en esta guerra de cruzada, más gloriosa aún si cabe que la pasada Reconquista. Recuerden que se necesitaron muchos años para reconquistar nuestra patria y para unir a los españoles. Sin embargo, en la guerra contra el poder soviético han bastado tres años para que el genio del Generalísimo lo haya conseguido. Hoy rendimos honores a nuestros caídos y los tenemos más presentes que nunca. Sin su sacrificio, no estaríamos aquí…
Sonsoles no escuchaba. Miró al frente y se encontró con los ojos de Serrano. No apartó la vista. Se quedó quieta, sosteniendo la mirada de aquel hombre tan seguro de sí mismo. Estaba muy atractivo con aquel traje negro que hacía resaltar todavía más su pelo rubio y sus ojos azules. Era evidente que sentía algo por ella. No lo disimulaba. Su marido, que estaba cerca de él, escuchaba atentamente el discurso del duque del Infantado, ajeno al terremoto que se estaba produciendo en el interior de su mujer. Había electricidad en aquella mirada de acero de Serrano Súñer. Una mirada que provocaba en Sonsoles una especie de descarga que recorría su cuerpo de arriba a abajo. Se preguntaba qué tenía aquel hombre que le hacía tan especial. Por su parte, Serrano, después de haber pasado una de las jornadas más largas y difíciles de los últimos meses, se encontraba observando con atención a aquella mujer tan bella y altiva. Su belleza se convirtió en el descanso que necesitaba su mente. Le hacía gracia su nariz, su boca de labios carnosos y sus ojos verdes. Su imagen parecía un sueño entre tantos hombres tullidos y malheridos tras la contienda. No entendía cómo podía estar casada con aquel hombre que le doblaba la edad y que no parecía tener más atractivo que sus títulos y su dinero. Le sacó de sus pensamientos el movimiento de la gente tras la bendición del sacerdote que oficiaba la misa. Comenzó a despedirse de todos y cuando llegó al marqués de Llanzol, le invitó a comer en el palacio de Santa Cruz.
—Será para mí un honor, señor ministro —le dijo Francisco de Paula, halagado ante tanta amabilidad.
—Me pondré en contacto con usted. Espero que venga acompañado de su esposa, a la que tanto interesa el arte. Les mostraré el patrimonio que se ha podido salvar, a pesar de la guerra.
—Será un honor. No me he traído una tarjeta —le contestó, rebuscando en los bolsillos de su guerrera.
—No se preocupe, me dará su teléfono el servicio de seguridad.
No había nada ni nadie que se escapara de su control. La única forma de llegar a aquella mujer sería llamando a su casa con el permiso de su marido.
Hizo ademán de saludarla. De hecho, se detuvo en la primera fila, pero parecía imposible llegar a ella por el tumulto que se formó a su paso. Todo el mundo quería saludarle. Sonsoles ni se inmutó. Se quedó en el sitio esperando a su marido. Ella no acudía al encuentro de nadie y no iba a cambiar. El gesto de aquella mujer que no se alteraba ni siquiera ante él le despertó algo más que curiosidad. No tenía nada que ver con su esposa, Zita, a la que todo le turbaba. Era un encanto, la quería, era la madre de sus hijos…, pero la marquesa parecía la más misteriosa de las féminas que hubiera conocido nunca.