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La estancia en Roma y participar junto con la realeza europea en las exequias de Alfonso XIII parecía que había logrado sacar a Sonsoles del estado en el que había caído durante dos semanas. Pero, en realidad, no había sido el viaje sino las palabras de Serrano dedicadas a ella, en la conversación con su marido, las que habían obrado el milagro.

No todos los grandes de España se dieron cita a las puertas del Gran Hotel de Roma. El gobierno de Franco había puesto mil y un impedimentos para la salida de españoles que querían acudir a los funerales de Roma. Sobre todo a los que quisieron ir por mar, a bordo del buque Mallorca, finalmente no se les autorizó. Llegaron a decir que «por razones de seguridad marítima». Los Llanzol habían conseguido la ayuda del ministro, pero muchos sufrieron las trabas impuestas por las autoridades para obtener los salvoconductos que les permitieran salir del país. Por lo tanto, no todos los que deseaban estuvieron acompañando al cortejo fúnebre hasta la iglesia de Santa María de los Ángeles. Habían recorrido a pie calles y plazas engalanadas con crespones negros y banderas a media asta. Coraceros reales y carabinieri rindieron, con gran pompa, honores a los restos de Alfonso XIII.

El rey de Italia y emperador de Etiopía iba en medio de los dos hijos varones del rey de España, Juan y Jaime, presidiendo el duelo. Llamaba la atención la poca estatura de Víctor Manuel III al lado de los dos jóvenes. A poca distancia, les acompañaban el príncipe Humberto y los yernos de Alfonso XIII, el príncipe Alessandro Torlonia y el conde Enrico Marone.

Una vez concluido el funeral, los restos mortales fueron trasladados hasta la iglesia de Santa María de Montserrat, que era propiedad de España. Allí reposarían junto a los de dos españoles: Calixto III y Alejandro VI, los papas Borja.

Los marqueses de Llanzol fueron testigos de ese emotivo momento. Sonsoles estaba cansada, pero consiguió apartar a Serrano de su pensamiento. Permanecieron en Roma dos intensos días donde se reunieron con la aristocracia de otros países europeos. Intercambiaron opiniones y fueron testigos del contenido del testamento de Alfonso XIII y de las trabas de Franco a que hubiera acudido más público a la capital italiana.

—Los hijos del rey están verdaderamente enfadados con la actitud del Caudillo.

—No me extraña —aseguró Sonsoles—. Es inconcebible lo que ha hecho con todos nosotros.

—Ya, será mejor que no lo digas muy alto cuando volvamos a Madrid.

—Mejor será que nadie me pregunte.

—Hablando de otra cosa —cortó el marqués—, me ha dicho el conde de Gamazo, administrador de los bienes de la reina que, descontadas la dote de Victoria Eugenia (un dinero que le aportará una renta de seis mil libras anuales) y los gastos del entierro, quedan casi dieciocho millones y medio de pesetas, inmuebles aparte, para repartir entre los hijos.

—¿No decían que el rey no tenía nada en el exilio?

—Piensa que el gobierno provisional republicano se incautó de la mayoría de sus bienes. Esto es una ínfima parte —aseguró el marqués.

—Bueno, mi padre decía que más tiene el rico en su pobreza que el pobre en su riqueza… Además, la reina Victoria Eugenia recuperó sus joyas.

—Sí, eso sí. Fue lo único que recuperó. Su colección de joyas, después de veinticinco años de reinado. Ahora, las hijas —Beatriz y María Cristina— y don Jaime se están quejando por lo desfavorecidos que han quedado a su muerte.

—¿Qué quieres decir?

—Pues se quejan de que don Juan ha sido el más beneficiado con las últimas voluntades del rey. Al parecer, le ha legado solo a él los palacios de Miramar, en San Sebastián, y de la Magdalena, en Santander. Pero hay que tener en cuenta que es el heredero de la corona y va a tener que utilizar todos los medios a su alcance para recuperar el trono.

—Bueno, eso ya será más difícil… —Sonsoles sabía de primera mano que no había ninguna voluntad de que así fuera.

El matrimonio tuvo oportunidad de pasear por Roma y visitar los lugares más emblemáticos de la ciudad. Francisco intentó que superara la tristeza que la embargaba durante las últimas semanas. En uno de los cafés de la Piazza Navona, sacó un paquetito que llevaba consigo desde que salieron de Madrid.

—Toma, querida. Ha sido nuestro aniversario de boda. No hemos estado para celebraciones, pero quiero que tengas este recuerdo de nuestros cinco maravillosos años.

—¡Francisco! ¿Qué es?

—Tú ábrelo.

Abrió la pequeña caja y apareció un anillo con un gran zafiro. Los ojos de Sonsoles se humedecieron.

—¡Es precioso! Gracias —le dio un beso en la mejilla—. ¡Qué detallista eres!

—Te mereces todo. Solo quiero que no estés triste.

Se dio por satisfecho cuando su esposa volvió a sonreír. Esa sonrisa le devolvía a él la vida. Tenía miedo de que una mujer tan joven se cansara de un hombre que ya peinaba canas como él. Para Francisco de Paula estaba claro que su esposa necesitaba atención y salir de viaje más a menudo. Se prometió a sí mismo hacerlo con cierta frecuencia.

Cuando regresaron a España, observaron con agrado que Franco había decretado tres días de luto nacional por la muerte del soberano. Cuando Sonsoles llamó a su hermana Carmen, estaba eufórica. Le narró con todo lujo de detalle la experiencia que había vivido en la capital italiana. A su vez, su hermana mayor le contó que las expresiones de luto habían surgido de forma espontánea en las ventanas y portales de las casas, en todas las ciudades de España.

—Quizá, después de comprobar la pena del pueblo por su rey, el gobierno ha reaccionado.

—Ha sido increíble la cantidad de impedimentos que se han puesto para que la sociedad no fuera allí. No te lo puedes imaginar. A pesar de todo, estuvieron muchas casas europeas representadas. Me he alegrado de ir. Don Juan nos lo ha agradecido mucho. Estuvo cariñoso y amable con nosotros.

—¿Sabes que nos llegó al periódico una inesperada nota que el gobierno se encargó de distribuir a la prensa?

—¿Qué decía? —preguntó Sonsoles con curiosidad.

—Pues que había «muerto lejos de la patria» y que había servido «fervorosamente los destinos desde su puesto de rey». La nota daba por hecho la vuelta de sus restos a España.

—¿Cuándo? Eso sí que me sorprende. —Pensó que Serrano habría mediado.

—No han dado fecha, han dicho simplemente que «en su día, el gobierno acordará los medios necesarios para el traslado de los restos al panteón del real monasterio de El Escorial». Eso es tanto como decir que, de momento, no hay fecha.

—Ya me extrañaba…

—Lo que me ha parecido muy raro es que nos hayan prohibido escribir artículos recordatorios o biográficos o de exaltación a la figura del rey.

—¡Qué barbaridad!

—Fíjate hasta dónde llega el tema, que a un periodista le han llegado a prohibir hasta un elogio al castellano porque lo relacionaba con el lenguaje de Cervantes, de Santa Teresa y de Alfonso X el Sabio. La última mención fue suprimida con un lápiz rojo por considerarse propaganda política.

—Bueno, eso ya es de analfabetos…

Hubo un silencio en la conversación. Las dos se percataron de que habían sido demasiado imprudentes. Carmen intentó dar un giro a lo que hablaban comentando que, esa misma tarde —el 4 de marzo—, Franco presidiría los funerales por Alfonso XIII en el templo nacional de San Francisco el Grande de Madrid. Nada más oírlo, la cabeza de Sonsoles se puso a dar vueltas. Imaginó que Serrano Súñer estaría allí. Despidió rápidamente a su hermana y buscó a su marido, que estaba poniendo en hora todos los relojes de la casa después de dos días sin hacerlo.

—Francisco, me ha dicho mi hermana que esta tarde se celebrará un funeral por el rey, presidido por Franco. ¡Tenemos que estar ahí!

—Sí, estaba informado de ello. Yo iré, pero tú deberías quedarte en casa descansando. El viaje ha sido una verdadera paliza.

—¡Pero si va a estar toda la aristocracia!

—Va a haber un problema de espacio. Te vas a marear. Me ha dicho mi hermano Ramón que se espera la llegada de monárquicos que están desperdigados por todas partes del mundo. Pueden asistir fácilmente tres o cuatro mil personas.

—Yo iré contigo. ¿He ido a Roma y no voy a acudir a un funeral que se celebra en Madrid, presidido por Franco?

—Al menos, llama a Pura que va con Carmen Polo… Te asegurarás un sitio preferente.

—No, yo voy contigo.

Aquel gesto de su mujer le gustó. No quiso contradecirla, ya que otra vez tenía ganas de acompañarle y de salir de casa.

Matilde, su doncella, estuvo varios minutos cepillando su pelo. Después preparó un baño caliente y, finalmente, la ayudó a vestirse. Se atavió de luto riguroso. Estaba delgada, pero bellísima. Sus ojeras tras el viaje se habían mitigado. Se pintó los labios de rojo y cuando su marido la requirió para irse, ya estaba arreglada. Se puso un sombrero que recogía su pelo y dejaba caer sobre sus ojos un velo de rejilla negro, dándole un aire sofisticado y misterioso.

Cuando llegaron a la basílica de San Francisco el Grande y se bajaron del coche, el público allí congregado para ver a las personalidades se puso a aplaudir, como siempre que ella aparecía en un acto. Los guardias de la puerta le abrieron paso y, a pesar de lo llena que estaba la capilla, tuvieron acceso a un sitio reservado. A los pocos minutos, llegaron los ministros del gobierno. Tardaron algo más en hacerlo Franco y su cuñado. Los aplausos del público precedieron a su entrada en el templo. Todos se giraron para verlos llegar. Sonsoles, no. Siguió con la mirada puesta en el altar. Se colocaron de tal manera que la marquesa tenía a Zita dos filas por delante junto a su hermana Carmen Polo y Pura, su cuñada. Comenzó el oficio religioso y observó que Serrano Súñer, mientras miraba hacia donde estaba su mujer, la descubrió entre los asistentes. Se cruzaron las miradas. Había fuego, magnetismo. No podían dejar de mirarse. Desde luego, pensó, ella no iba a ser quien bajara la vista. Era tan descarada la mirada que hubo un momento en el que Zita giró su cuerpo para ver de quién se trataba y la vio a ella. Se saludaron con la cabeza. Sonsoles decidió entonces desviar la mirada. Fingió un mareo y su marido la ayudó a sentarse. A partir de ese momento, estuvo ausente del oficio religioso. Pensó que lo mejor que podía pasarle era no volver a verle. No quiso mirarle de nuevo y se pasó toda la ceremonia sentada.

Al finalizar, en respetuoso silencio, salieron todos de la basílica. Ya fuera, los asistentes comenzaron a saludarse. Sonsoles pensó que las autoridades se habrían retirado. Se relajó al creer que Serrano ya se habría ido. Sin embargo, cuando quiso darse cuenta, oyó la voz del ministro a su espalda. Ella no se giró, siguió hablando con sus cuñadas, pero su marido sí se dio la vuelta. Fue Francisco el que llamó la atención de su mujer para que saludara a Serrano Súñer. Sonsoles se volvió y, al verle, creyó que las piernas le iban a fallar. Le dio la mano con frialdad y apenas abrió la boca, limitándose a musitar unas palabras de pura cortesía:

—Encantada de verle, señor ministro.

—El gusto es mío —mientras besaba su mano con calidez la miraba a los ojos.

Su actitud fría y protocolaria llamó la atención de su marido y quiso excusarla.

—Ya te había comentado que mi mujer no se encontraba muy bien…

—¿Qué te ocurre, Sonsoles?

—Nada de importancia. Estoy inapetente… Nada más. No entiendo, Francisco, por qué tienes que hablar de ello…

—Bueno, muchas gracias por agilizar nuestra salida a Italia y conseguirnos dos salvoconductos en tan poco tiempo —cortó el marqués la conversación, desviándola de aquel tema que sabía molestaba a su mujer—. Muchos otros no consiguieron llegar a tiempo… No tuvieron la misma suerte que nosotros.

Sonsoles hizo un gesto con la cabeza y les dejó a los dos hablando. Se giró para seguir con la conversación que mantenía con su cuñada, como si lo que dijera el ministro careciera de interés para ella. Escuchó cómo su marido y él se despedían a los pocos minutos. No se dio la vuelta. Tampoco hizo ademán de mirarle para despedirse ella también. Estaba ofendida. Pura la notó extraña…

—¿Te ocurre algo?

—¡No! ¿Por qué lo dices? —Se recolocó la rejilla negra que cubría sus ojos.

—Te noto rara, la verdad…

—No anda buena —intervino su marido, uniéndose a la conversación—. Ha estado encamada varios días antes de nuestro viaje, y poco a poco va estando mejor.

—Será eso… —Pura no lo dijo muy convencida. Parecía que leía el pensamiento de Sonsoles—. Antes el ministro te caía bien… —insistió.

—Ni bien ni mal… Trato a todo el mundo de la misma forma. No tengo por qué hacer el rendibú a nadie porque sea cuñado de Franco o ministro. A mí, esas cosas me dan igual, ya lo sabes.

—Eso no quita para que te haya visto algo cortante.

—Tampoco estoy contenta después de las pegas que han puesto a tantos nobles para salir fuera de España. ¿Te parece que es para estar sonriendo? Si sigo un minuto más hablando, se lo hubiera soltado.

—No, no, Sonsoles. En esa guerra no te metas —le advirtió su marido una vez más—. Es mejor que sigamos llevándonos bien. Déjate de reivindicaciones.

—Pues no me lo pongas a tiro, porque me he quedado con las ganas de decir dos o tres cosas. Y tú, Pura, imagino que algo le dirás a Carmen al respecto…

—No, hija. Yo con Carmen no quiero meter la pata. No hemos hablado de eso. Sí hemos comentado la vida azarosa de Alfonso XIII. Sobre todo, lo mucho que le han gustado las mujeres. Se dice que con la actriz Carmen Ruiz de Moragas ha tenido varios hijos: una niña y un niño. El hijo varón, por lo visto, es un calco del rey.

—Serán habladurías…

—De habladurías, nada. Este niño que tanto se parece al rey tendrá unos doce años y en su cara tiene el vivo retrato de Alfonso XIII. Esto lo sabe todo su entorno.

—¿Y se ha acordado el rey de ellos en su testamento?

—Parece ser que le pidió a uno de sus albaceas que nunca les falte de nada.

Sonsoles, aunque intervenía, no estaba muy atenta a la conversación. Pensaba en cómo la había mirado Serrano durante la misa. Incluso su mujer se había girado para saber a quién observaba tan atento. No entendía el motivo por el que no había vuelto a llamarla. Las piernas se le doblaron otra vez. Seguía débil. Su marido la sujetó por el brazo. Parecía que iban a despedirse cuando apareció Ramón, el hermano de Francisco y marido de Pura.

—No paran de hablar en los distintos corrillos que se han formado de la relación que mantenía Franco con el rey. Están diciendo que era estrecha, que se profesaban ambos verdadera admiración, aunque sus contactos se hubieran enfriado en los últimos tiempos.

—Bueno —saltó Sonsoles—, no solo se enfriaron, sino que no existían. Las relaciones han sido tensas. Nos lo ha dicho su hijo Juan.

—No se puede olvidar el afecto que se tenían. Alfonso XIII nombró a Franco gentilhombre de cámara, concesión regia que otorgaba a personas de su más estrecha confianza. Desde ese momento, tuvo acceso directo al Palacio Real de Madrid. Convendría que se supiera lo mucho que se apreciaban…

—Las cosas cambian. Ahora no podía verle. Pensaba que era un desagradecido —continuó Sonsoles.

—Tiene razón —afirmó Francisco—. Le pidió al rey que fuera su padrino de boda y este aceptó. Boda que, por cierto, tuvo que posponer dos veces por requerimiento del rey para que actuara en África, en la guerra de Marruecos. Pero son cosas que Franco parece haber olvidado…

—Pienso que no lo ha olvidado —añadió Pura—. Al final, a Carmen la llevó del brazo hasta el altar el general Losada, en representación suya. En la guerra apoyó el alzamiento, se cartearon, pero luego…

—En los últimos tiempos no había aprecio alguno —continuó el marqués de Llanzol—. Vamos a llamar a las cosas por su nombre.

—Bueno, el rey se fue al exilio. Desde allí todo se ve más fácil —continuó Pura.

—Todo lo contrario —dijo Francisco—. Alfonso XIII, ante todo, era español antes que rey. Sin duda, el momento más angustioso y amargo de su vida fue el día en que abandonó España camino del exilio. Nos comentó don Juan que no olvidó nunca cómo vio desaparecer, desde la cubierta del barco en el que partía, la costa española. Al parecer, lloró como un niño.

—Estamos hablando de un hombre joven —continuó Sonsoles—, no había cumplido los cincuenta y cinco años. Ese exilio y no poder regresar a su país cuando acabó la guerra le han ido minando la salud. Todo eso con los problemas derivados de su mala relación con la reina, la boda de su hijo Alfonso y su consiguiente renuncia a sus derechos dinásticos por la hemofilia. Las muertes del propio Alfonso y de Gonzalo en diferentes accidentes de tráfico. La renuncia de su hijo Jaime, sordomudo. El desengaño que se llevó con Franco al esperar que lo llamara a Madrid, cosa que no hizo nunca, y la abdicación en su hijo Juan… Su corazón no lo aguantó.

—Franco tendría sus razones fundadas para no restituir al rey en la jefatura del estado español —señaló Ramón—. Habrá sido la influencia de Serrano Súñer, porque más de una vez este dijo que los males de España desaparecerían cuando se marchara Alfonso XIII. Seguramente, pensarían que su vuelta sería un pretexto para alterar el orden y dividir a los españoles.

—Eso sería antes de la guerra. Te lo digo porque Sonsoles y yo hemos comido con Serrano Súñer y su opinión sobre el rey era extraordinaria.

—Bueno, el cuñadísimo cambia al sol que más calienta —añadió Pura.

—No, si la culpa de todo la va a tener Serrano…

Después de pronunciar esas palabras, Sonsoles tiró de la manga a su marido. Este comprendió que aquella conversación no conducía a ninguna parte. Se despidieron para volver a casa. Sonsoles deseaba meterse en la cama de nuevo. No soportaba que hablaran mal del hombre que no lograba quitar de su pensamiento. Todo volvía a quedarse a oscuras para ella.