25

Serrano Súñer llegó a la una de la tarde al palacio de El Pardo acompañado de su mujer y de sus hijos. El día era soleado, pero muy frío. Al salir del coche, un aire gélido y envolvente les acompañó hasta las escaleras de entrada.

Zita le notaba serio desde hacía días. Achacaba su estado de ánimo a las muchas preocupaciones relacionadas con su cargo. Daba la sensación de que le costaba desconectar de todos los problemas internacionales derivados de la Segunda Guerra Mundial.

El ministro tenía intención de aprovechar esta jornada para hablar con Franco, sin las constantes interrupciones de los militares que le rodeaban. Pero al entrar en el salón de Tapices se frustraron sus intenciones al darse cuenta de que no podría hablar a sus anchas con su cuñado. También había sido invitado a comer su amigo íntimo de cacerías y pesca, Max Borrell. Eso significaba que hablarían de caza durante toda la comida y poco podría hacer por sacar el tema de la participación de España en la contienda internacional. Borrell era un hombre de muchos silencios y poco dado a la charla. Franco y él podían estar cazando y pescando sin dirigirse apenas la palabra. Cuando entraron en el salón del palacio, Franco estaba comentando una cacería de patos y faisanes en los jardines de Aranjuez que proyectaba para el siguiente fin de semana.

—Cazar en un lugar tan lleno de arbustos a orillas del Tajo requiere de cierta estrategia… Ramón —se dirigió a su cuñado, que entraba en la estancia—, deberías unirte a nosotros para la cacería que estamos proyectando.

—Alfonso XIII, cuando cazaba en esa zona, caminaba sigilosamente por los pequeños caminos que están protegidos por arbustos, hasta llegar a las casetas de los cazadores. Allí no queda otra que esperar agazapado hasta que toquen la corneta —comentó Max.

—¿Un toque de corneta para cazar patos? —preguntó extrañado Serrano.

—Sí, la corneta asustará a los patos que estén posados en el Tajo y, en ese momento, cuando huyan por encima de los árboles, aprovecharemos para disparar.

—Pues sí que lo tenéis todo calculado… —replicó Serrano, sonriendo ante una estrategia tan premeditada para cazar patos y faisanes—. Esta mañana me han informado de que han cazado a varios «pájaros» de las Brigadas Internacionales.

—¡Qué bueno! —exclamó Max. Franco no abrió la boca.

—Entre ellos iba Antonio Barba, que tuvo una intervención muy destacada contra las tropas nacionales —siguió dando información Serrano.

Franco sacó una libreta pequeñita y anotó algo que no compartió ni con su amigo ni con su cuñado.

—¿Qué sabéis de Andrés Zala? —preguntó Serrano refiriéndose a otro amigo de su cuñado al ver que este delante de su familia no quería comentar ningún tema político. Los dos, Max y Andrés, le acompañaban en sus salidas, porque Franco no ampliaba su escaso círculo de amistades así como así.

—Andrés también vendrá la semana que viene a cazar —contestó Franco.

—Sigue con tan buen humor como siempre —añadió Carmen, que se unía a la conversación junto con su hermana Zita.

No había aperitivo en El Pardo, ni copas previas al almuerzo. Alejandro, el maître, interrumpió para pedir a los comensales que pasaran al comedor.

—Habéis tenido suerte, hoy ha hecho la comida el cocinero que tiene mejor mano —dijo Carmen mientras los invitados se sentaban a la mesa.

Sirvieron un consomé, después una merluza rellena y, por último, un turnedós con guisantes. Sentados con los invitados se encontraban los ayudantes de servicio que se fueron después del postre, al igual que los hijos mayores de Serrano y la única hija de Franco, Carmen, a la que todos llamaban Nenuca.

Fuera de la estancia, Prieto se encontraba de servicio esperando cubrir cualquier necesidad de la Señora. Solo, sentado en una de las sillas para ujieres, le daba vueltas a la cabeza. Tenía todas las llaves de los almacenes. Pensó que ese era el día. Franco y su mujer estaban en plena comida de domingo con invitados. Había en el palacio menos personal. Nadie preguntaría por él durante algunos minutos, los suficientes para poder coger algo de comida para sus hijos. Tragó saliva y no lo meditó. Bajó las escaleras hasta alcanzar el patio de los Borbones, donde se encontraban no solo las escopetas de caza, sino los sacos de arroz, el aceite… Buscó la llave y abrió la puerta con nerviosismo. Miró a un lado y a otro. Aparentemente, no había nadie vigilando. Se aseguró de cerrar la puerta por dentro y comenzó a pasear por el pasillo que formaban los sacos de arroz en el suelo. Solo pensaba en sus hijos. Miró una de las bolsas que estaba rota y empezó a coger a puñados el arroz que se metía como podía en los bolsillos del uniforme. Cuando se dio cuenta de que se notaban los bultos que formaba el arroz en sus pantalones, se puso a respirar agitadamente. El sudor le caía por la frente. «Pero ¿qué estoy haciendo?», se repetía una y otra vez. Sin embargo, había tomado la decisión. Se sacó algo de arroz de los bolsillos y lo metió en los de atrás. Se aseguró de que por fuera no se notara, se secó el sudor de su frente con la mano y salió con aparente tranquilidad del almacén. Cerró la puerta y respiró cuando comenzó de nuevo a subir la escalera. El hecho estaba consumado.

La comida ya había terminado y los comensales se encontraban de nuevo en el salón de Tapices, donde tomaban el café, momento que aprovechó Serrano para hacer un aparte y cruzar unas palabras con su cuñado.

—Paco, no podremos sujetar a los alemanes por mucho tiempo en la frontera. Hitler nos volverá a llamar y habrá que meditar mucho qué decimos. Si no ponemos fecha a nuestra entrada en el conflicto, deberíamos compensarle con algo —Franco le miraba sin decir palabra—. Estamos dejando que reposten sus barcos en nuestras aguas y sus aviones en nuestro suelo, pero tendríamos que pensar en algo más. Lo digo porque hay que contener sus ansias expansionistas. Lo vi con mis propios ojos, tenían nuestra península repleta de banderas alemanas. Me consta que no se les ha quitado de la cabeza entrar por la fuerza.

—Bueno… —se limitó a decir Franco. Sacó de nuevo la pequeña libreta que siempre llevaba consigo. Anotó algo y cambió de tema. Eso dejó perplejo a su cuñado—. Max, ven aquí con nosotros —pidió a su amigo, dando por zanjada la conversación.

Cuando Max se acercó, Serrano sintió otra de sus punzadas en el estómago. Debía pensar en una participación simbólica o intermedia con Alemania. Le daba la sensación de que nadie era consciente, excepto él, de la gravedad de la situación. Desconectó por completo de la charla que su cuñado mantenía con Max.

—¡Llame a Juanito! —le dijo al maître.

A los pocos minutos se presentó Juanito, el ayudante de cámara que se encargaba de despertarle cada día junto con su médico, Vicente Gil, y de atenderle en todo aquello que necesitara. Franco le pidió que le trajera la última escopeta que le habían regalado. Cuando salió a buscar a Prieto, este ya estaba en su sitio. Por segundos no lo habían pillado. Tal y como le habían pedido, subió la última escopeta que había entrado en palacio…

Las mujeres hablaban en un aparte de su hermana Isabel. En un momento se acercó Nenuca y le preguntó a su madre:

—Oye, mamá, ¿quién manda en España, papá o el tío Ramón?

—¿Por qué preguntas esas cosas? —replicó su madre.

—Algunas amigas me han dicho que quien manda es el tío.

—Son cosas de niños —dijo Zita, saliendo al paso al ver la cara de enfado que se le había puesto a su hermana.

Aquellas palabras de su hija se le quedaron grabadas a Carmen en la cabeza… Miró a su cuñado y lo vio serio y ausente de la conversación que mantenían su marido y Max. Le pareció que empezaba a haber cierta distancia entre ellos. Pensaba que tantas salidas de Ramón, tantas entrevistas con altos mandatarios estaban creando una imagen que eclipsaba el trabajo de su marido. Hablaría con él para que dejara las cosas claras ante sus allegados y la opinión pública.

Antes de concluir la jornada y a punto de despedirse, las hermanas quedaron en verse de nuevo para el homenaje de Balenciaga en casa de la marquesa de Llanzol. Serrano prestó atención.

—No me apetece mucho ir, pero no tengo más remedio —dijo Zita—. ¡Me ha llamado la propia marquesa!

—Sí, su cuñada Pura me ha insistido tanto que iré, pero no me quedaré mucho tiempo.

—Pues allí nos vemos…

Se despidieron amistosamente. Pero Carmen, a raíz de la pregunta de su hija, se quedó con un gesto serio y de preocupación… Había que bajarle los humos a Ramón como fuera. Pensó en no volver a alabarle en público en detrimento de su marido. Hablaría con Carrero Blanco para que vigilara los pasos de su cuñado.