13

El marqués de Llanzol no dejaba de mirar su reloj de bolsillo, regalo de su difunto padre, y comparar la hora con el reloj inglés que presidía el salón, mientras esperaba a su mujer. Los relojes de su hogar tenían que sonar acompasados. Era una de sus manías. Comprobaba cada día el funcionamiento de todos los que había distribuidos por la casa. El tictac de la maquinaria le gustaba tanto que se quedaba ensimismado escuchándolo. Recorría las estancias como el supervisor de un trabajo de precisión. Dejaba para el final el del comedor y esperaba de pie hasta que el minutero marcaba las dos y veinte. Hasta esa hora no se comenzaba a servir la comida. Dos y veinte, ni un minuto arriba, ni un minuto abajo. Pendiente de su reloj de bolsillo, señalaba la hora con la mirada a Juan, el mayordomo, al que confundía siempre con la doncella por su voz atiplada. Desde joven sentía fascinación por los relojes. Nadie los podía tocar excepto él. Todos, hasta los niños, lo sabían.

Era la una de la tarde y ya estaba nervioso. Habían quedado a las dos en el palacio de Santa Cruz con Serrano Súñer. Llamó al mayordomo haciendo sonar una campanilla.

—Señor, dígame…

—Matilde, dígale a mi mujer que no podemos llegar tarde. —Seguía mirando ensimismado la hora de su reloj.

—Así lo haré, pero soy Juan… señor. —El sirviente dobló el espinazo y se fue.

El marqués apretó la mandíbula, le daba rabia la permanente confusión. Se quedó durante unos minutos renegando de su mayordomo y hombre de confianza. No soportaba que fuera tan afeminado.

Esa anécdota acrecentó sus nervios, ya que no quería llegar tarde a la cita con el cuñadísimo. Sabía que era peligroso llevarse mal con él. Desde que se habían vuelto a encontrar en la iglesia había mostrado más afecto hacia su familia, pero no se fiaba. Serrano sabía que él —igual que el resto de la nobleza— era partidario de la restauración de la monarquía y del regreso de Alfonso XIII, que estaba en Roma, en el exilio y con la salud maltrecha. Hoy, desde la prudencia, pensaba sacar el tema aprovechando que iban a comer solos con el ministro.

Francisco de Paula tenía fama de hombre amable y cumplidor. Decidió integrarse en el cuerpo de caballería años antes de que estallara la Guerra Civil. Aunque en la aristocracia no estaba bien visto trabajar, iba cada día al Ministerio del Ejército. Ese viernes, sin embargo, no había acudido a su despacho. Ser militar o religioso eran las únicas salidas profesionales para los varones de las familias con título nobiliario. A él siempre le había gustado el Ejército. Aunque para progresar en la orden militar a la que pertenecía, la de Montesa, debía firmar un compromiso que le obligaba a «no tener comercio ni montar en burro», y nunca lo hizo. Siempre decía bromeando: «¿Y si un día decido tener un burro?». Tampoco le gustaba hablar de la guerra, y eso que su hija le hacía preguntas constantemente. De todas, una le molestaba por encima de las demás: «Papá, ¿has matado muchos rojos?». Cuando su hija sacaba ese tema, siempre la recriminaba con un «eso no se dice».

Por fin salió Sonsoles de su habitación. Se había peinado con un moño recogido en varias capas. Escogió un traje de chaqueta rojo y unos zapatos negros de salón. Estaba bellísima. Se había pintado también los labios de rojo intenso y se había rizado las pestañas, logrando que sus ojos parecieran todavía más grandes.

—Nadie diría que vas a ser madre un día de estos —alcanzó a decir el marqués nada más verla en el salón.

—Querido, no hables de mi estado al ministro. Me aburren las preguntas que siempre vienen a continuación. ¿Me harás ese favor?

—Por supuesto, querida… ¡Vámonos!

Antes de salir, se despidieron de los niños, que, en presencia de la institutriz alemana, se dirigieron a ellos en alemán. Algo que también sacaba de quicio al marqués.

—Estos niños —le dijo a su mujer cuando ya no le escuchaba el servicio— son hijos de españoles y no lo parecen. Yo no les entiendo nada. Está muy bien que aprendan idiomas, pero tienen que hablar español. Sobre todo con su padre. Es inconcebible que, en mi propia casa, mis hijos no se dirijan a mí en español.

—No te das cuenta de que corren nuevos tiempos. Además, debes comprender que las institutrices hablan mal el español. Si los niños están conversando en alemán en estos momentos, les cuesta cambiar de idioma. ¡Anda, olvídalo! Todos los hijos de nuestros amigos también están aprendiendo alemán. Ya me gustaría hablarlo a mí con la fluidez con que lo hablan mis hermanas. —Antes de que ella naciera su padre estuvo destinado en Berlín—. Hay que adaptarse a los nuevos tiempos.

El chófer les esperaba en las cocheras del edificio. Salieron de allí con destino al palacio que se encontraba en la plaza de la Provincia. Al enfilar la calle de Alcalá, observaron una cola larguísima de gente que daba la vuelta a la manzana, a la altura del número 100. El racionamiento proporcionaba semanalmente un mínimo apenas suficiente para que pudiera subsistir una familia: cincuenta gramos de aceite, cuarto kilo de ternera o cien gramos de azúcar… previo corte del cupón de la cartilla de abastecimiento. El hambre hacía que algunas de esas personas que esperaban durante horas su turno se desmayaran. Dos manzanas más arriba, había otra cola inmensa para la leche. Hombres y mujeres, con sus lecheras en la mano, aguardaban pacientemente su ración.

—España se ha convertido en el país de las colas. Es inconcebible este espectáculo —comentó Sonsoles, mirando por la ventanilla del coche—. Creo que hay que hacer cola hasta para conseguir tabaco.

—Para esa cola también es necesaria una cartilla. Lo que ocurre es que se presta a muchos trapicheos. Los no fumadores la «alquilan» a buen precio a los amigos.

—Hasta para fumar hay negocio. Es increíble. De todas formas, mientras no desaparezcan tantas colas, España no tirará hacia adelante.

—Querida, el pueblo come gracias a las cartillas de racionamiento, si no estarían muertos de hambre por la calle. Nosotros tenemos la inmensa suerte de tener aceite y productos que nos proporciona nuestro amigo Zumel. Sus enfermos le pagan con verduras, carne y aceite, y de esa manera nos puede dar género a los amigos. Los pueblos y las ciudades de provincias no tienen el hambre que se sufre en las grandes ciudades. Por otro lado, a los mandos del Ejército no nos va a faltar nunca de comer. Afortunadamente. De modo que no te preocupes. ¡Cambia esa cara!

—No tengo otra, querido. No parece que vayamos a alcanzar la normalidad nunca.

Según bajaban por la calle de Alcalá, alcanzaron a ver todavía una cola más larga.

—Mira, esa otra debe de ser para hacerse el nuevo Documento Nacional de Identidad.

—Dan ganas de no salir a la calle… —siguió refunfuñando. Después de unos momentos en silencio, Sonsoles continuó—: Me ha dicho Pura que en los sótanos de El Pardo hay salas y salas llenas de comida: garbanzos, arroz, lentejas, aceite, vino…

—Serán habladurías.

—No, no, se lo ha comentado Carmen Polo. Hacen acopio de tanto género para que no pase como en la guerra, que faltaba de todo. Ahora tienen ahí para dar de comer a un regimiento.

—De estas cosas es mejor que no hables en público.

—Bueno, ahora estamos solos.

Su marido señaló con el dedo al mecánico-conductor pidiéndole más prudencia. Guardaron silencio hasta que entraron a la plaza de la Provincia, su destino. El matrimonio Díez de Rivera llegaba a las dos menos diez al palacio de Santa Cruz. Atravesaron la plaza pequeña y adoquinada, bordearon la fuente de Orfeo que presidía el centro y llegaron al gran portalón de madera donde les paró un funcionario vestido con uniforme. Cuando hablaron de su cita con Serrano, el funcionario hizo una llamada y a los cinco minutos llegó una señorita vestida de gris oscuro para acompañarles hasta la salita de espera. Subieron las grandes escalinatas de piedra, alfombradas con todo lujo por la Real Fábrica de Tapices.

—Este edificio que hoy parece tan solemne era una cárcel de corte —le explicó Francisco a su mujer en voz baja mientras seguían a aquella mujer vestida de gris.

Sonsoles le hizo un gesto para que callara, al tiempo que admiraba los grandes cuadros que colgaban por las paredes de aquel edificio tan suntuoso.

—Esperen aquí —les pidió su acompañante al pasar a un gran salón donde había un reloj francés presidiendo la estancia sobre una mesa—. El señor ministro les recibirá en cuanto pueda.

El marqués se acercó a examinar de cerca aquel reloj dorado. No llevaban ni cinco minutos esperando cuando apareció de nuevo la secretaria seria y de pocas palabras para acompañarles hasta el despacho.

Serrano estaba al fondo de la amplia habitación de pie. Una mesa de madera de caoba con dos adornos metálicos y geométricos destacaba entre el escaso mobiliario que había en la estancia, junto a la bandera de España y dos grandes fotos de Franco y de Primo de Rivera presidiendo el frontal de la pared. No muy lejos, en la pared contigua, se exhibían dos cuadros más, uno de la batalla de Gibraltar y otro más grande del rey Alfonso XIII de niño, vestido con chorreras y en actitud sonriente.

Al otro lado de la habitación había un tresillo con dos butacones de color beige y otro reloj bañado en oro, en el que se fijó el marqués inmediatamente. Este reloj del siglo XIX descansaba sobre una mesita de mármol verde oscuro.

—Mis queridos amigos, pasen, por favor. —Serrano salió a su encuentro, levantándose de su mesa.

Saludó en primer lugar a Sonsoles con un beso en la mano, taladrándola con la mirada. Después cumplimentó al marqués con un cálido apretón de manos. Tomaron asiento en las dos sillas tapizadas en azul oscuro que se encontraban al otro lado de la mesa.

—Gracias por acudir a mi invitación —les dijo Serrano—. Tenía ganas de enseñarles este palacio por dentro y descubrirles el patrimonio que ha sobrevivido a la guerra. Sonsoles, como sé que le gusta el arte —se dirigió a ella—, quería mostrarle los tapices de Goya que están en una sala contigua.

Oír su nombre pronunciado por él provocó en Sonsoles una agitación en su pecho. No se quitó el abrigo en ese momento para que no quedara en evidencia su embarazo. El hecho de que hiciera frío dentro del palacio justificó su actitud.

—Este palacio, mi querido amigo —comentó el marqués—, fue cárcel, ¿verdad? Hay quien cree que pertenecía a la familia de los marqueses de Santa Cruz y duques de Santo Mauro. Me inclino más por lo de la cárcel, aunque por su belleza nadie lo diría. ¿De dónde viene el nombre?

—Que yo sepa, se llamó palacio de Santa Cruz porque no solo da a la plaza de la Provincia, sino que también colinda con la plaza de Santa Cruz, porque ahí estaba ubicada la iglesia de Santa Cruz que luego se trasladó a Atocha. Pero está en lo cierto, porque este edificio en origen fue cárcel de corte. El pueblo llano tenía otra cárcel, que era la de la plaza de la Villa. Aquí todo está salpicado de recuerdos de nuestra historia.

—Me resulta fascinante —añadió Sonsoles.

—Sabía que estas historias le iban a gustar, ya se lo dije a su marido —sonrió él—. Bueno, pasemos a un salón contiguo en donde podremos comer con tranquilidad.

Se dirigieron al salón privado, a través de una doble puerta con llave que tenía el despacho justo en un lateral. Primero cruzaron una especie de hall donde había una escalera que solo era utilizada por el ministro y alguna de sus visitas, y un ascensor, de los primeros que se habían instalado en Madrid con la firma de Jacobo Schneider, también con doble puerta de madera con cuarterones y otra de madera y cristal.

—Esta zona me hace olvidar que estoy en el ministerio. Aquí me puedo relajar un poco a la hora de la comida cuando no tengo ningún compromiso relacionado con el cargo.

En esta zona solía comer solo, con algún miembro de su equipo o con embajadores y miembros del cuerpo diplomático. Hoy, de forma excepcional, lo hacía con ellos. Aquel almuerzo no tenía sentido, únicamente era una excusa para ver de nuevo a la marquesa. Sonsoles pensaba que solo podía ser ese el motivo. La sala contenía una mesa larga con dos bolas del mundo al fondo. Los muros del palacio, de un metro de grosor, estaban a la vista en esta habitación. Había un tresillo, dos butacas y un bargueño con un reloj que llamó la atención del marqués.

—¡Caray! Un ángel de la muerte sosteniendo el mundo y una leyenda: «La muerte es vida». ¡Es extraordinario!

—Yo me fijo más en los ángeles que le acompañan. A mí el ángel de la muerte no me interesa nada. ¡Lagarto, lagarto! —exclamó Serrano.

Se echaron los tres a reír. El marqués se dirigió al otro extremo de la sala para observar con fascinación otro reloj de caja alta con péndulo de la gran colección que había en el palacio. Sonsoles y Serrano hablaron a solas.

—Está guapísima, Sonsoles.

—Muchas gracias, Ramón —respondió ella, sosteniéndole firmemente la mirada.

Serrano la hubiera piropeado más, pero la situación era de opereta. Se encontraba cerca el marido y aquel impulso que sentía era absurdo. Para sacarle de aquel estado, Sonsoles se lanzó a hablar algo nerviosa.

—Ramón, ¿es cierto que en este palacio se oyen lamentos? Eso me ha dicho la condesa de Elda.

—Bueno, yo escucho aquí otro tipo de lamentos —bromeó—. Si estos muros hablaran… Se conservan en el sótano los calabozos de aquella cárcel de corte. Si quieren verlos…

—Yo, desde luego, no tengo curiosidad —contestó Sonsoles—. ¿Quién construyó el palacio? —le preguntó.

—Juan Gómez de Mora. Se habrán fijado —volvió a hablar en voz alta para que le escuchara el marqués—, antes de entrar en mi despacho, en que hay dos patios grandes. Uno era el patio de audiencias, donde se juzgaba a la gente, y otro el patio de los calabozos, donde estaban los presos. Se inauguró con Felipe IV. Ya entonces se decía que parecía más un palacio que una cárcel. Después de siglo y medio siendo cárcel y palacio de audiencias, pasó a ser Ministerio de Ultramar, y tras el desastre del 98 fue Ministerio de Estado, y por último, en el 38, Ministerio de Exteriores. Entremedias hubo un incendio en el que se perdió mucho, muchísimo de la historia de estos muros. En fin, la vida de este edificio ha sido muy azarosa.

—Nadie diría que había sido una cárcel. —Sonsoles pareció impresionada con aquel relato—. Desde luego, los patios cerrados con tanta luz son preciosos.

—Bueno, el cerramiento y la cristalera de los patios son recientes. Los hizo construir el duque de Alba hace diez años.

—Es cierto, ahora que lo dice, me ha venido a la memoria… —intervino el marqués acercándose a ellos—. Se empeñó mi buen amigo, Jacobo, el duque de Alba, en hacer un cerramiento de hierro y cristal, algo totalmente nuevo. Ha quedado muy bonito. Si no fuera así, sería imposible estar por aquí en invierno sin coger una pulmonía.

El ambiente fue distendido. Entre la sopa de cocido que sirvieron y los garbanzos, acompañados de verdura y carne —Sonsoles aborrecía los guisos y más el cocido, que le parecía de mal gusto—, tanto el anfitrión como la invitada no dejaron de lanzarse miradas.

—Como es usted tan castiza, he pensado que le gustaría una comida muy madrileña.

Sonsoles sonrió, por no replicar que jamás se comía cocido en su casa, salvo el servicio. Su marido lo sabía, pero él se adaptaba perfectamente a cualquier tipo de menú.

—Yo en la guerra comí tortilla con gorgojos —le comentó a Serrano—, y me supo de maravilla, después de días y días sin otra cosa que comer. Todo me gusta, no tengo ningún problema.

Entre plato y plato, hubo un momento en el que Francisco de Paula aprovechó para hablar del rey Alfonso XIII. Serrano le escuchó atentamente, pero hubiera preferido seguir hablando con Sonsoles. Estaba guapísima. Le obsesionaban sus ojos verdes y su boca pintada de carmín rojo. Parecía prestar atención al marqués, pero su mente estaba en otro lugar. Hubiera dado cualquier cosa por quedarse a solas con ella. Le parecía enigmática y a la vez muy divertida. Intelectual y terriblemente bella.

—Serrano, perdone mi atrevimiento… —comenzó Francisco.

—Por favor, vamos a tutearnos —le pidió el ministro.

—Está bien, gracias. Ramón, me gustaría comentarte, por tu proximidad con Franco, el mal estado de salud de su majestad el rey. Franco ha ganado la guerra y, por supuesto, el mérito es suyo, pero…

—Y de tantos patriotas como tú, Francisco, perdona que te interrumpa.

—Muchas gracias… lo que le quería decir, perdón, te quería decir es que Alfonso XIII se fijó en Franco y le apoyó cuando todavía no era nadie. Lo apadrinó en su boda, lo ascendió a coronel de la Legión, lo hizo gentilhombre de la Cámara, primer director de la Academia General, a pesar de su juventud. Apoyó con dinero el alzamiento… Sería justo que pudiera regresar a España. Hay una deuda moral con el rey.

—Mi querido amigo, cada cosa depende de las circunstancias. Ahora ese tema no es prioritario, como puedes imaginarte. Franco controla los tiempos. Es el momento de la recuperación de España y de tomar constantes decisiones a nivel internacional. Ahora, nuestra nación tiene que establecer el orden y sentar las bases para una patria con futuro. De todas formas, hablaré con el Generalísimo y le trasladaré tu preocupación.

—Perdona mi atrevimiento, pero me sentía en la obligación…

—Creo que deberías enseñarnos esos tapices de Goya que nos han traído hasta aquí —intervino Sonsoles, tuteándolo también e intentando distender el ambiente.

—En cuanto nos sirvan el postre, prometo daros una vuelta por el palacio.

Siguieron hablando. Sonsoles apenas comía. Movía los alimentos de sitio y poco más. Además de no gustarle la comida, estaba inapetente.

—¿No está a tu gusto? —le preguntó Serrano.

—Bueno, mi mujer come muy poco —salió al paso el marqués.

—Está todo estupendo. Simplemente, estoy algo mareada… —alcanzó a decirle.

—Claro, ten en cuenta que se encuentra en estado de buena esperanza —añadió el marqués bajo la mirada asesina de su mujer.

Serrano, después de unos segundos en silencio, siguió hablando:

—No sabía que estuvieras embarazada. Desconocía que… —Parecía que le estaba pidiendo disculpas por las palabras que le acababa de dirigir y por las miradas que le había lanzado desde el primer día que la conoció.

—Ni tú ni nadie —continuó el marqués, después de tener la sensación de haber metido la pata hasta el fondo—. Sus embarazos pasan inadvertidos a todos. No sé dónde mete a los niños. Es el tercero…

—No soy una mujer como todas las demás, aborrezco hablar de estos temas. Preferiría que dejáramos de comentar mi embarazo, como olvida mi marido, y charláramos de otros asuntos.

El enfado la ponía todavía más bella. Serrano, confundido, siguió preguntando:

—¿Para cuándo la buena nueva?

Sonsoles permaneció en silencio.

—Para dentro de una semana, pero ya sabes que las matemáticas exactas no se cumplen en cuestiones de partos. Influyen la luna y las propias mujeres que son una incógnita para los hombres… —El marqués sabía que ella estaría enfadada durante varios días.

—En lo de la incógnita tienes toda la razón del mundo. —La miró con cierta distancia—. Mi mujer también está a punto de dar a luz. Estoy esperando que me llame en cualquier momento.

—¡Qué casualidad! —exclamó el marqués—. ¿Cuántos hijos tienes?

—Este que nazca será el sexto. Tengo dos gemelos, Fernando y José, de ocho años; Jaime, de cinco; Francisco, de dos; Ramón, de nueves meses y, ahora, el que nazca… Confío que entre tanto chico sea una niña.

—¡Qué seguidos los has tenido!

—Sí… —Parecía haber perdido el interés por su invitada—. Bueno, pues si queréis os enseño el palacio…

—Las mujeres seguimos siendo mujeres aunque estemos embarazadas. Y eso parece ser que los hombres lo olvidan. —No dijo más, y se levantó evidentemente molesta. Esa frase se la dirigía al ministro. Se puso su abrigo nuevamente e intentó disimular su enfado y su embarazo.

Serrano Súñer cambió su discurso y dejó de mirarla como hasta ahora lo había estado haciendo. Sonsoles se sentía muy indignada con su reacción. Ya no le prestó el más mínimo interés a las explicaciones sobre el solemne edificio de estilo herreriano y los cuadros que allí se guardaban. Sin embargo, intentó disimular.

Serrano, con menos entusiasmo que antes de saber la noticia, les enseñó la galería de los pensionados.

—Tenemos pintores pensionados, becados, en Roma que copian la pintura clásica italiana y la envían a España. Por eso, podemos contemplar esta pintura. —Señaló una copia de un Rafael majestuoso: El triunfo de la religión.

Poco después les pasó al salón de Embajadores donde se encontraban los tapices de Goya.

—Aquí es donde celebramos las audiencias cuando los embajadores nos presentan sus cartas credenciales —contó el ministro.

—¡Qué maravilla! —exclamó el marqués por halagar a Serrano, ya que su mujer prácticamente había caído en el mutismo—. Esos tapices están elaborados sobre dibujos del propio Goya, ¿verdad?

—Sí, sí, elaborados sobre cartones de Goya. Llegó a la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, así se llamaba a finales del siglo XVIII, como modelista y le dio un gran impulso.

Los tapices dejaban a la vista las escenas que tanto le gustaban al genial pintor: niños inflando una vejiga, adolescentes jugando a soldados, mozas con un cántaro… Finalmente, Serrano se detuvo ante una gran pintura de Sorolla.

—Aquí tienen la presentación de Alfonso XIII junto a su madre María Cristina. Es bonito, ¿verdad? —preguntó, dirigiéndose a Sonsoles.

—Sí, muy bonito —se limitó a decir ella.

—Este cuadro me gusta mucho —añadió el marqués, contemplando a la reina vestida de blanco y plata con un gran manto que salía de su espalda y adornada con una corona, pendientes y collar de perlas. Alfonso lucía sobre el uniforme el Toisón de Oro.

Serrano tampoco se mostraba muy locuaz. La tensión en el ambiente se podía cortar. A Sonsoles le parecía que todas aquellas salas tenían olor a rancio —estaba muy sensible con los olores—. El marqués, en cambio, disfrutaba con todo aquello. Principalmente cuando el ministro le descubrió la magnífica colección de relojes. El que más le llamó la atención fue uno que estaba encima de una mesa de pata de garra. Un reloj de oro con dos angelotes sujetando la esfera.

—¡Qué maravilla! —no dejaba de repetir mientras Sonsoles estaba a punto de gritar.

A las cinco, la secretaria vestida de gris informó al ministro que ya tenía una visita esperándole. Después de pedirles disculpas, Serrano se despidió de ellos.

—Ha sido un verdadero placer haberos acompañado en este paseo por el ministerio. Esta es vuestra casa para cuando deseéis.

—Igual le digo, señor ministro. Perdón, te digo. Para nosotros sería un honor recibirte en nuestra casa.

—Muchas gracias por todo, señor ministro —dijo escuetamente Sonsoles, arrastrando lo de señor para poner de nuevo distancia entre ellos, mientras Serrano volvía a besar su mano.

Cuando salieron de allí y subieron al coche, la marquesa no tardó en mostrar a su marido el enfado que sentía:

—No sé qué entiendes por «No se lo digas al ministro». Sabes perfectamente que no me gusta que se hable de mis embarazos.

—Es un embarazo, no se trata de una enfermedad. Debes de estar a punto de dar a luz porque te pones de un genio endemoniado…

Ya no volvieron a dirigirse la palabra en todo el trayecto. Sonsoles estaba agitada. Tenía ganas de gritar allí mismo, pero se mordió los labios. Era consciente de que en el momento en el que Serrano se enteró de su estado había cambiado su actitud hacia ella. Eso la indignaba mucho más. La vuelta a casa se le hizo larguísima. Por primera vez en mucho tiempo, se le humedecieron los ojos.