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Franco no confiaba mucho en los aviones desde que los generales José Sanjurjo y Emilio Mola perecieran en sendos accidentes aéreos. Primero viajarían en tren hasta la frontera francesa y luego cruzarían la Francia de Vichy en coche, escoltados por la policía francesa. El viaje tenía carácter secreto, pero la comitiva era tan grande que la gente de las ciudades se echaba a la calle para aplaudirles. Nadie sabía adónde iban, salvo el equipo de confianza de Serrano, los tres ministros que quedaban al mando del gobierno de la nación y el embajador en Vichy, Lequerica. A punto de parar en Arlés para almorzar, se encontraron a un grupo de republicanos españoles que, al ver la bandera de España en uno de los coches, levantaron los puños y vociferaron contra Franco.
Llegaron cansados a la bella localidad transalpina de Bordighera. Se trataba de uno de los pueblos más pintorescos de la Riviera italiana, a tan solo once kilómetros de la frontera francesa. Se quedaron sorprendidos por los hermosos bosques de palmeras que encontraban a su paso. Cuando llegaron a la villa Regina Margherita, dispuesta para su alojamiento, el Duce estaba allí esperándoles, vestido con el uniforme del partido. Franco iba ataviado con el uniforme militar de diario y Serrano Súñer con un traje de Falange correspondiente a su jerarquía de presidente de la Junta Política. Una compañía del segundo regimiento de granaderos de Cerdeña y una sección del 89 regimiento de Artillería les hicieron los honores. En un lugar especialmente habilitado de la residencia tuvieron un primer encuentro que duró tres horas.
—Me alegro de que estén aquí. La situación del conflicto requiere el apoyo de España —comenzó diciendo Benito Mussolini—. En el Eje tenemos la seguridad de que vamos a alcanzar la victoria total, y España no puede permanecer al margen.
—Estamos convencidos de la victoria del Eje —aseguró Franco—. Y nuestro país está demostrando cada día del lado de quién está. El problema que tiene nuestra nación es de suministro de trigo y de gasolina. Recibimos ambos productos de ultramar. Si entráramos en guerra, nos quedaríamos sin pan y sin movilidad. Eso sería condenar a España.
—Ya trataríamos de ver de qué modo se puede solucionar esta cuestión. La forma y fecha de la entrada en el conflicto depende exclusivamente de su decisión…
—Pero es una decisión que no puedo tomar si no se me garantiza el abastecimiento inmediato de trigo, armamento y carburante. No podemos dar el paso al frente para mandar al Ejército a una muerte segura y condenar igualmente a la población a una muerte por inanición. No estamos en condiciones, querido Duce. Y tampoco le oculto que debemos tener por escrito las compensaciones territoriales por un esfuerzo tan grande, después de pasar por una guerra civil.
—Alemania, mi querido amigo, espera una respuesta inmediata. Le pido que analice serenamente todo lo que hemos hablado y maduren una respuesta, asumiendo todas las consecuencias.
—Le voy a hacer una pregunta a la que le pido que me conteste con sinceridad. Si pudiera hacerlo, ¿se saldría de la guerra mundial?
—Ya que me pide sinceridad en mi respuesta… —Durante unos segundos estuvo madurando la respuesta—, pues le diría que sí. Si pudiera abandonaría la contienda.
Esa contestación vino a reforzar la tesis de Franco. Después de tres horas de entrevista, Mussolini les sugirió amablemente que se retiraran a descansar y que pensaran una respuesta definitiva, ya fuese afirmativa o negativa. El siguiente encuentro tendría lugar a la mañana siguiente en Ventimiglia, una población situada en el mar de Liguria. Esta visita, en un momento de máxima tensión, también favorecía a Mussolini, después del encuentro de Franco con Hitler en Hendaya. No acudir hubiera sido un desaire. De esta manera, le situaba en la misma posición relevante que el Führer.
En la residencia que les habilitaron, Franco y Serrano hablaron de los pros y de los contras de la entrada en el conflicto:
—Es cierto que no concretan qué territorio nos darán en caso de sumarnos a la guerra, pero es posible que no tengamos más remedio que decir que sí. Siempre será mejor aliarnos que ser invadidos.
—Necesitamos tiempo… —dijo Franco pensativo.
—No lo tenemos. Paco, están las cosas mal, pero pueden empeorar. La táctica de ganar tiempo ya se ha acabado. Nos lo ha dicho el Duce con muy buenas palabras. Nos vemos en la obligación de tomar una decisión final que puede tener consecuencias catastróficas para España.
—El Duce ha sido sincero, y cuando le pregunté si se saldría del conflicto si pudiera, ha dicho que sí. Para mí, ese es suficiente argumento. ¿Para qué vamos a entrar nosotros?
—Nos jugamos mucho. Nuestro «no» va a traer consecuencias.
Franco sugirió que se retiraran a descansar antes de volver a verse cara a cara con Mussolini, y así lo hicieron.
Ramón Serrano se tumbó en la cama y recordó la última entrevista que había tenido en Italia con el Duce. En esa ocasión, había acudido a Roma con su mujer, en junio del 39, a la cabeza de la amplia delegación que debía acompañar a los legionarios italianos de vuelta a su país tras la contienda en España. En Roma había tenido que estrechar lazos con Mussolini y cortejar a Ciano, yerno del Duce y ministro de Exteriores, sin desvelar demasiado sus preferencias proalemanas. Además, tenía que congraciarse con el papa Pío XII y exponer al sumo pontífice la espinosa cuestión del patronazgo en el nombramiento de los obispos. En la recepción que le ofrecieron, le sorprendió la fanfarronería de Ciano; le pareció frívolo, de lenguaje soez y, aunque simularon caerse bien, no gozaba de esa amistad que algunos le atribuían. No le ocurrió lo mismo con Mussolini, con el que se sintió cómodo inmediatamente y le pareció que hablaban el mismo lenguaje. Se produjo entre ellos una corriente de simpatía. El Duce ya le había comentado entonces que el gobierno debía descansar en manos de Serrano y la jefatura del estado en las de Franco. El ministro replicó que «no era conveniente que eso lo dijera públicamente». Mussolini estaba convencido de que quien decidía era él.
De aquel viaje, lo que más le impresionó fue conocer al papa Pío XII. Un intelectual refinado y sabio. Un hombre ascético y con carisma. Serrano se quedó muy emocionado, igual que su mujer, que no había podido evitar las lágrimas cuando el papa Pacelli la saludó. Recordaba a su esposa, vestida de traje negro largo y ataviada con una mantilla. Zita tan piadosa y emotiva, pensó. Siempre lloraba en silencio y sin que nadie la viera, pero en aquella ocasión lo hizo a la vista del papa, quien le dijo: «No llore la señora. ¡Qué bella la señora! ¡No llore!». Zita, sensible y ciertamente hermosa, permaneció callada y atenta. Siempre lo hacía. Estuvieron una hora, aunque el protocolo del Vaticano les había asignado cinco minutos. Consiguió que los tres mil legionarios españoles que le acompañaron subieran las escalinatas del Vaticano y fueran recibidos en audiencia por Pío XII. Los legionarios le vitorearon cuando apareció en la sala de Bendiciones. Fue un día memorable.
Serrano demostraba siempre ser un maestro de la palabra y llevarse a las personalidades a su terreno. Con su labia y sus buenas maneras conseguía todo lo que se proponía. Ahora no lo tenía tan claro con su cuñado. Notaba cierta reserva en cuestiones de estado que antes no existía. También es verdad que últimamente discrepaban en muchas cuestiones. La última tenía que ver con las constantes penas capitales que se estaban dictando. Su mujer siempre venía con algún caso de vecinos o conocidos que le pedían un indulto o una rebaja en la pena. Sin embargo, su cuñado era implacable. Entre las miles de peticiones de clemencia, había habido una que destacó por encima de las demás a causa de la persona que la solicitaba. Le dolió que su cuñado no moviera ni un dedo. Se trataba de la súplica que había hecho el exdiputado Honorato de Castro —quien le había visitado y animado en su detención cuando estuvo en la clínica España—. Ahora, desde Bayona le pedía protección para el hermano de su mujer, que había sido jefe de batallón de caballería del Ejército republicano. Intentó con todas sus fuerzas que fuese revocada la pena capital, pero Franco no cedió a sus presiones.
—Ya te he advertido que no te metas en estos asuntos, Ramón —había replicado su cuñado, contrariado—. Pertenecen a la jurisdicción militar, y ya sabes la oposición que existe hacia ti entre algunos jefes militares. Solo faltaba que dijeran que tú también quieres intervenir en esas cosas. De manera que me vas a hacer el favor de no entrometerte. ¡Olvídalo!
Pero Ramón no olvidaba. No entendía cómo Franco no movía ni un dedo ante sus peticiones. Tampoco había hecho nada en el caso de su amigo y secretario, Campins. Pudo evitar su muerte y no lo hizo. Ahora tampoco mostraría clemencia por el cuñado del exdiputado. Siempre apelaba a la disciplina y a la aplicación rigurosa del reglamento como base de la obediencia militar. Estas cosas le revolvían por dentro. Su estómago cada vez le molestaba más por cuestiones que no alcanzaba a comprender. El Ejército no podía ver a Serrano y él tampoco podía ver a ningún general del Ejército. La aversión que sentían unos por otros era evidente. Se lo había confesado abiertamente su cuñado.
Antes de conciliar el sueño, pensó también en la última conversación con Galeazzo Ciano, el ministro de Exteriores, en su última visita a España. Había criticado la conducta de Mussolini por dejarse llevar por las pasiones humanas. Serrano no pudo evitar contestarle que «él no era precisamente el más indicado para hacer críticas en el territorio de las intimidades». Ciano se pavoneaba de ser el más escandaloso de los italianos en cuestiones eróticas.
—No importa dedicarse a muchas mujeres —le respondió el conde—. Lo grave y escandaloso, lo que perjudica realmente, es dedicarse asiduamente a una, y este es el caso de Mussolini.
—Me parece más noble, más espiritual —replicó Serrano—, más disculpable, una pasión auténtica, una fatalidad stendhaliana, que la frívola, atropellada y múltiple veleidad.
—Será así, pero eso le hace cometer errores.
Pensó en aquel político italiano, que esta vez no había estado presente en las conversaciones de Bordighera. Sin embargo, se preguntaba por qué le escandalizaba una pasión auténtica y no se sorprendía de frecuentar lechos de diferentes mujeres. Aventuraba que dejarse llevar por una sola pasión hacía a la persona vulnerable y dispuesta a cometer errores. Se preguntaba si su incipiente relación con la marquesa acabaría siendo un error profundo y abismal. A veces se decía que no volvería a repetir un encuentro con ella, pero al momento siguiente no podía dejar de pensar que necesitaba amar a aquella mujer tan fascinante y bella. Evocar a Sonsoles le hacía olvidar el momento tan delicado que estaban viviendo a muchos kilómetros de España. No podía quitarse su bella imagen de la cabeza… Poco a poco se quedó dormido.
Por la mañana, más relajados en su segundo encuentro con Mussolini, se dieron cuenta de que no corrían ningún peligro. Al contrario, el Duce les trataba con una deferencia exquisita. Incluso criticó a Hitler sin ningún reparo:
—Es un fanático. En el momento de emprender la campaña de Noruega, me envió una carta en la que me decía que la suerte estaba echada y que sus soldados iniciaban la ocupación de aquel país en contra de la opinión de sus técnicos. Aseguraba que, por encima de las frías razones de estos, ponía la segura razón de su instinto. ¡Es un audaz! ¡Un iluminado! —Franco y Serrano guardaron silencio ante sus críticas. Antes de hablar de España y del tema que les había llevado hasta allí, Mussolini continuó, cambiando de tema—: Alfonso XIII está agonizando. Le quedan días, horas… Me han informado fuentes cercanas al rey que está despidiéndose de todo y de todos.
—Sí, conocíamos su precaria salud —fue lo único que dijo Franco—. Tengo que decir que no es el momento para que se restablezca la monarquía en España.
—Estoy de acuerdo, a pesar del afecto que siento por el rey de Italia, al que considero el amigo más querido, pero monarquía y dictadura es un monstruo con dos cabezas.
Los dos le dieron la razón, pero tampoco querían ahondar en esa herida. Al cabo de un rato, insistió en el interés de Alemania por su ingreso en la guerra.
—Hitler me pide que les conmine a entrar en el conflicto. Igualmente, me habla de la necesidad para el Eje de la cesión de bases como Cádiz y Ferrol.
—Eso no es posible, mi querido Duce. España es una e indivisible.
Franco repitió su punto de vista, ya conocido por Mussolini, y negó más ayuda de la que ya tenían Alemania e Italia en España sin necesidad de ceder territorio. Después de escuchar sus argumentos, Mussolini no insistió.
—Comprendo que es muy grande la responsabilidad de decidir la entrada de un pueblo entero en la guerra. En todo caso, debería ser en el momento menos oneroso para España y más útil para la causa común.
El Duce se negaba a hacerles una petición concreta y mucho menos, a presionarles. Se limitó a reflexionar en voz alta. Al terminar la conversación y acompañarles hasta su residencia, un grupo de gente comenzó a vitorearle.
—Estará orgulloso —comentó Serrano— de las muestras de cariño…
—No lo crea, el pueblo me odia —le contestó en un tono amigable—. Piense que son las horas malas. Si mañana todo va bien, el pueblo me volverá a querer de nuevo. Estas cosas no cuentan en política, nosotros somos como los artistas.
Mussolini finalmente no pudo cumplir el encargo de Hitler. Acabó dejándose arrastrar por sus invitados españoles. Al día siguiente, llamó al Führer diciéndole que se conformara con mantener a España en el papel de «aliado político del Eje», pero sin forzar su intervención en la lucha.
Franco y Serrano salieron camino de España pasando por Francia. Harían una escala más para entrevistarse en Montpellier con el mariscal Pétain, jefe de un país ocupado. El viaje salió mucho mejor de lo que habían previsto. El hombre que estaba al frente del pobre estado de Vichy todavía tenía cierta aureola de prestigio, aunque la imagen de una Francia reducida impresionaba por su derrota y sometimiento. El mariscal jefe de aquella Francia había dispuesto un almuerzo en honor de sus ilustres vecinos.
Las conversaciones fueron muy protocolarias. Se habló fundamentalmente de la conveniencia de no irritar a los alemanes y de evitar un nuevo desplazamiento hacia Occidente del centro de gravedad de la guerra. Tras el almuerzo emprendieron viaje de regreso a España. Cuando entraban en el coche y se despedían del mariscal, de la garganta de Serrano Súñer salió un grito:
—¡Viva Francia!
El mariscal lo agradeció y les despidió con la mano levantada hasta que le perdieron de vista. El viaje que habían proyectado en principio como peligroso había servido, en realidad, para estrechar los lazos con los pueblos vecinos.
Sin embargo, en la prensa italiana el encuentro apareció como una reivindicación del gobierno italiano al español del dinero que debían tras la ayuda que Italia había prestado a España durante la Guerra Civil. Italia tenía que justificar ante Alemania un viaje con tan escasos resultados.
Cuando la marquesa vio en los periódicos las fotos de Franco y Serrano con Mussolini y Pétain, todavía se sintió más halagada. Antes de emprender un viaje de tanta trascendencia, había pensado en ella. Su marido no acababa de comprender el inusitado interés que mostraba ahora por la política…