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Serrano mandó a su secretaria que hiciera pasar a los embajadores de Gran Bretaña y de Estados Unidos a su despacho. El ministro no quería dedicarles mucho tiempo, máxime cuando era difícil que creyeran lo que les tenía que decir.

—Dígales que tengo poco tiempo y a los quince minutos entre usted a comunicar que tengo otra reunión. Me ha entendido, ¿verdad?

La secretaria, que era mujer de pocas palabras, se limitó a asentir con la cabeza y a cumplir con aquella orden dada por su jefe. A los dos minutos allí estaban los dos embajadores más críticos con su gestión. Sir Samuel Hoare mantuvo las formas aunque fue duro en su manera de hablar y expresarse, pero el embajador Weddell no tuvo ningún tipo de miramientos a la hora de explicarle el malestar del pueblo americano ante una nueva reunión con Hitler, y, en esta ocasión, en su residencia de Berchtesgaden. Serrano Súñer no tardó en irritarse. Pensaba que ambos embajadores no eran conscientes de con quién estaban hablando. Se lo hizo saber inmediatamente.

—Señores, no me van a dar ustedes lecciones de cómo tengo que llevar a cabo la política exterior de mi país. He ido al Nido del Águila a pedir trigo y alimentos a Hitler. No he tenido más remedio, porque ustedes nos los están negando y la situación de España es insostenible. Pero mi país seguirá siendo neutral en el conflicto mundial, si eso es lo que les preocupa. No nos hemos movido ni un ápice de la posición en la que estábamos. Espero que les haya quedado claro, porque no estoy dispuesto a que vuelvan a entrar en mi despacho con el poco respeto con el que lo han hecho hoy.

—Señor ministro, solicito inmediatamente una entrevista personal con el Caudillo —pidió el embajador americano con un tono de voz acalorado—. Quiero transmitirle en persona un mensaje amistoso del presidente Roosevelt y, al tiempo, sentar las bases de un programa de asistencia norteamericana para España. Nosotros queremos colaborar para que la situación mejore, pero da la impresión de que usted nos pone todo tipo de cortapisas.

—No le voy a consentir que siga hablando en ese tono. Además, si quiere reunirse con Franco en lugar de hacerlo conmigo, yo no pongo ningún inconveniente, pero verá que es del todo imposible. Soy su canal de transmisión y cuanto antes lo acepte, le irá mejor.

—Señor ministro —tomó la palabra Hoare—, tiene usted que comprender la honda preocupación del pueblo americano y del pueblo británico.

—El señor Weddell me está faltando al respeto… —replicó Serrano.

—Más bien interpreto que quiere hacer llegar a Franco la opinión de Roosevelt, su presidente, igual que yo quiero transmitirle la de Winston Churchill sobre la importancia de la neutralidad de España. Tiene que comprendernos, porque todo en nuestro entorno y en los periódicos españoles nos hace pensar todo lo contrario. Es decir, parece evidente que España está del lado del Eje.

—Esa es una falsedad, no voy a seguir insistiendo en que me ofenden sus palabras —afirmó Serrano, visiblemente enfadado.

—¿Y cómo interpreta esto? —El embajador americano le mostró una carta con un sello alemán—. Esta carta, expedida a través del correo español y distribuida en la propia España, lleva de forma visible la señal del sello de la censura alemana. La inteligencia nos dice que la censura extranjera dentro de un país es un indicador de la poca independencia y soberanía que tiene ese país, es decir, el gobierno español.

—Ya no voy a seguir escuchándoles… —Se puso en pie, invitándoles a que abandonaran su despacho.

En ese momento entró su secretaria anunciando que tenía que atender a otra visita que ya estaba esperando. Los embajadores se marcharon con más preocupación de la que habían traído. Antes de salir, el embajador británico se giró y se dirigió a Serrano:

—¡No se olvide de los navycerts tan necesarios para su país!

Serrano Súñer dio un manotazo sobre su escritorio cuando ambos abandonaron su despacho. Hoare y Weddell, por su parte, decidieron incrementar sus gestiones diplomáticas y sus contactos con otros hombres del gobierno, así como con los generales menos proclives al régimen nazi.

—Mi querido amigo —le dijo Hoare a Weddell—, nos toca una labor más allá de la diplomacia. Le aconsejo que avive a sus servicios de inteligencia porque, de no ser así, podemos ver a España con el Eje en poco tiempo, aunque el ministro se empeñe en decir lo contrario. Yo le aseguro que ya estoy manos a la obra. —Pensaba en la sustanciosa suma de dinero que recibirían los generales que desaconsejaran a Franco entrar en la Segunda Guerra Mundial.

Por su parte, el embajador americano tomó la decisión de hablar con el SIS, el Secret Intelligence Service, para que enviaran un mayor número de agentes infiltrados a España. El FBI estaba reclutando a centenares de nuevos miembros. En menos de un año, de ochocientos noventa y ocho agentes pasaron a tener infiltrados mil quinientos noventa y seis en todo el mundo. Pero no todos contaban con la formación suficiente para acceder al Servicio Secreto. Estaba claro que había una condición indispensable en el caso de España y es que debían conocer el idioma. En ese caso, el número se reducía sustancialmente. El problema es que pocos sabían cómo moverse por territorio español sin despertar sospechas. Solo había tres maneras: fingir ser agentes de Bolsa, ejecutivos del acero o hacerse pasar por periodistas. Esto último era más sencillo porque no tenían más que coger una libreta y una pluma y comenzar a hacer preguntas sin ningún reparo.

El embajador americano debía hacer caso al embajador inglés, que le llevaba siglos de ventaja. La inteligencia militar británica practicaba el espionaje y contraespionaje desde el reinado de Isabel I, en el siglo XVI. Weddell se pondría en contacto con Percy Foxworth, el cortés agente especial responsable de la oficina del FBI en Nueva York, al que todo el mundo llamaba Sam. Desde el 1 de julio de 1940 estaba al frente del Servicio Secreto de Inteligencia, por designio de Hoover. Desde los veintidós años, J. Edgar Hoover trabajaba para el estado, en distintas misiones dentro del Departamento de Justicia en Washington. Ahora tenía cuarenta y cinco y se había especializado en encontrar enemigos extranjeros y deshacer complots reales e imaginarios. Era el azote del comunismo y de todo extranjero que se instalara en Estados Unidos bajo la más mínima sospecha. Había practicado la persecución indiscriminada y la represión sistemática. Este servicio se sostenía con fondos de una cuenta secreta creada por el presidente Roosevelt. El Congreso no sabía nada de ello y ninguna ley lo autorizaba.

Hoover enseñó a su pupilo, Foxworth, a actuar al margen de la ley. En aquellos años, el FBI había instalado sin orden judicial más de seis mil escuchas telefónicas y casi dos mil micrófonos ocultos en nombre de la seguridad nacional americana. Todo era válido para proteger a los Estados Unidos. Había llegado el momento de ayudar al embajador en España. Serrano Súñer era una amenaza para el pueblo americano y para el pueblo inglés. Estaba más cerca del Eje de lo que aparentaba. Estaba claro que había que pararle como fuera. Todo hombre tiene un punto flaco. Sólo quedaba encontrarlo. Le protegía la cercanía a su cuñado Francisco Franco, por lo que había que romper esa unión como fuera. Esa sería su misión a partir de ese momento.

Si Samuel Hoare estaba trabajando duramente para que la idea de neutralidad llegara al Caudillo a través de sus generales, Alexander Wilbourne Weddell iba a hacerlo en el desprestigio del hombre fuerte del gobierno, el cuñadísimo Ramón Serrano Súñer.