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Hitler encajó mal las palabras de Mussolini tras su entrevista con Franco. «La esencia de las largas explicaciones españolas es que Madrid no quiere entrar en la guerra», le dijo. Al cabo de unas horas, mandó disolver definitivamente el cuerpo expedicionario que se había preparado para la Operación Félix y dejó de insistir sobre la urgencia de la incorporación de España al conflicto. Culpaba de la indecisión de Franco a su cuñado. «Ese falso, habilidoso con las palabras, ha dado al traste con nuestros planes. España va por libre…».
Pasaron los días y en el domicilio de los Llanzol, Sonsoles de Icaza languidecía ante la falta de noticias de Serrano. Dejó de comer y apenas tenía ganas de salir a la calle. Al final, decidió no levantarse de la cama. Andaba Francisco, su marido, muy preocupado por el cambio de actitud de su mujer. No comprendía que no quisiera ver a nadie y que no tuviera ganas de nada.
—Debes esforzarte por levantarte y salir de casa. Me preocupa mucho verte en ese estado.
—No tengo ganas de nada…
—¿Qué ha ocurrido? Has estado acompañándome a todo tipo de actos y, de repente, te sumes en tus pensamientos. ¿Es por mi culpa? ¿He hecho algo que te haya molestado? —Pensaba que últimamente se le había agriado el carácter y todo lo que hacía o decía parecía incomodarla.
—Por favor… ¡Basta! —Sonsoles se puso una almohada encima de la cabeza. A decir verdad, tenía ganas de llorar. Estaba completamente enamorada de un hombre del que solo tenía noticias por lo que salía en la prensa. Necesitaba verle, hablarle, besarle, amarle… Seguramente no era más que un capricho para él. Se decía a sí misma que era tonta y que debía olvidarle, pero no podía. Tenía que llevar esa amargura en soledad. No la podía compartir con nadie.
Francisco habló con su amigo de Valladolid, Mariano Zumel. Le pidió su opinión como médico y por teléfono le describió lo que podía estar pasándole.
—Mi querido amigo, muchas mujeres caen en una terrible desazón cuando dan a luz. A veces, se desentienden de todo, de sus hijos y de ellas mismas, hundiéndose en una especie de pozo del que cuesta sacarlas. Pero no te preocupes, que me acercaré a Madrid para haceros una visita. Es importante que la obligues a comer, a arreglarse y a salir de la cama.
—Es muy rebelde, doctor.
—Te diré que ese es el precio de casarse con una mujer tan joven. A lo mejor lo que quiere es mayor atención. Quizá un viaje de los dos solos… Deberías atenderla más como mujer, ¿me entiendes?
—Doctor, hago lo que ella quiere que haga. No puedo tomar la iniciativa porque es muy especial. Con ella siempre hay que ir con mucho tacto, se molesta rápidamente con lo que la dices o haces. Claro que sé que no debí casarme con una mujer tan joven, pero me enamoré y ella, además, parecía tenerlo todo tan claro… Sus sentimientos hacia mí, te aseguro que eran y son sinceros. De eso no tengo la menor duda. Su actitud ha cambiado después de nacer Antonio.
—Entonces, tiene que ver con su parto reciente. Muchas mujeres se sienten así. Conozco alguna que incluso ha repudiado a su hijo nada más nacer. Todo eso es transitorio. Dale tiempo y muchos mimos… Le falta una mayor atención.
—Me volcaré con ella. No te preocupes… Estoy deseando que vuelva a ser la misma. Pero ella, que siempre está atenta a todo lo que ocurre en el mundo, no comenta nada ni siquiera cuando nos enteramos del terrible incendio de Santander, que ha arrasado la parte baja de la ciudad. No ha hecho comentario alguno.
—Es cierto que ha sido terrible. Han tenido que ir bomberos de toda España para extinguir el incendio. La ciudad se ha quedado aislada. Menos mal que un barco anclado en el puerto ha podido informar… La verdad es que a perro flaco todo son pulgas, porque la tragedia del tren de pasajeros que por el vendaval fue lanzado al río Urola desde un puente cercano a Zumaya, con cientos de heridos y veinticuatro muertos, no ha sido moco de pavo. ¡Tiempos difíciles, mi querido amigo! No es que sirva de consuelo, pero esto que acabamos de comentar sí es grave, lo de tu mujer es pasajero. Da tiempo al tiempo y repito: mimos y más mimos es lo que necesita tu esposa. Ese es el secreto.
El marqués canceló sus citas de negocios en la Gran Peña y procuró regresar pronto a casa cada tarde. No dejó de acompañarla a todas horas y de halagarla con todo tipo de regalos y obsequios…
—Pero si no quiero nada, Francisco. ¿Por qué te has molestado? —dijo, postrada en la cama mientras abría un pequeño paquete que contenía una sortija de brillantes y un rubí de gran tamaño—. Es precioso…
El marqués se acercó y la besó…
—Tú te mereces mucho más. Todo me parece poco para ti…
Sonsoles rompió a llorar con verdadero desconsuelo. Aquel hombre bueno se deshacía en halagarla y ella no podía corresponderle porque su corazón estaba lejos de esa habitación. Pensó que se estaba convirtiendo en un monstruo. Torturaba a su marido con su actitud, y ella lo único que quería era mayor atención por parte de Serrano Súñer.
—Quiero que te levantes… Te lo pido por favor. Hazlo por mí y por los niños —le dijo Francisco mientras le acariciaba el cabello.
—No tengo fuerzas… Te lo aseguro. No puedo levantarme. Quiero, pero no puedo. —En realidad, deseaba estar pendiente del teléfono. Su vida dependía de una llamada que no llegaba. La esperaba mañana, tarde y noche, permanentemente en vela. Solo salía de esa especie de letargo para atender el teléfono.
—Querida, esta noche vas a arreglarte para mí. Necesito verte bien. Le voy a pedir a Matilde que te vista y cenaremos tú y yo juntos. Solos. Sin niños y sin institutrices.
—No, no me quiero mover de la cama…
—Hoy te vas a levantar, porque lo digo yo. —Nunca había visto a su marido tan autoritario. En el fondo, le gustaba su nueva actitud. Pensó que su vida no podía depender de esa voz al otro lado del teléfono. Se decía a sí misma que no debía estar tan centrada en un hombre que solo pensaba en mandar y apenas dedicaba tiempo a los sentimientos. Necesitaba a su lado a un hombre que estuviera pendiente de ella. Quería rechazar en su mente a Ramón Serrano Súñer, pero al instante revivía aquella sensación de su cuerpo entre sus brazos que jamás había experimentado con nadie.
Matilde la ayudó a vestirse y a peinarse. A pesar de su cuidadosa indumentaria, parecía la sombra de Sonsoles, sus ojeras se veían muy profundas y, como llevaba días sin comer, sus fuerzas eran exiguas.
—Nos tiene a todos muy preocupados. Yo soy la única que sé lo que le pasa y me da miedo solo de pensarlo —susurró la doncella a su oído.
—No sé a qué se refiere, pero no tengo fuerzas para rebatirla.
—Tiene que pensar en su familia. Últimamente tiene muchas preocupaciones en la cabeza. Hay amistades muy peligrosas que solo han enturbiado su vida. Usted puede vivir muy feliz con su marido y con sus hijos. No tiene necesidad de nada más…
—Matilde, le prohíbo que me hable así. He creído en su confianza y ahora no la rompa —le contestó, nerviosa.
—Señora, le pido disculpas si me he excedido en mi cometido, pero me veo en la obligación, porque la quiero y la respeto, de decirle que desde que fue usted al despacho de aquel hombre tan poderoso, ya no es la misma. Desconozco si tiene relación o no, pero a mí me lo parece.
—Haga el favor de retirarse. Acepto sus disculpas, pero usted no es quién para decirme lo que tengo y lo que no tengo que hacer. Me siento muy mal. Eso es lo que me pasa. Estoy débil y no le busque más explicaciones.
—¿Cómo no va a estar débil? Si no come… —dijo esta frase, saliendo ya de la habitación.
Cuando Sonsoles se sentó frente al espejo, casi no se reconoció. No parecía ella. Se dio cuenta de que si la llamaba Serrano para concertar un nuevo encuentro, ella no estaría presentable. Pensó que debía volver a la vida. Había estado sumida en una especie de letargo. Nada le interesaba que no fuera él. Necesitaba oír la radio, leer la prensa… Era lo único que la motivaba. Evidentemente, nadie la entendía. Era consciente de que lo que tenía solo lo podía curar Serrano Súñer. Pero había regresado a España y no la llamaba. Alguna de sus hermanas le había comentado que se rumoreaba que andaba enamoriscado de una artista. Se hablaba de Concha Piquer. Sus ramos de flores tras sus actuaciones eran sonados. ¿Sería que ella había dejado de gustarle? ¿Se habría enamorado de la cantante o serían habladurías?
Al mismo tiempo, Serrano Súñer, en plena crisis diplomática, hacía verdaderos esfuerzos para no llamarla. Intentaba olvidarla con todas sus fuerzas. De momento, seguía el consejo del ministro Ciano de que era un error alimentar una sola pasión. Le gustaban las mujeres y procuraba fijarse en aquellas damas con las que no compartía más que una tarde. No podía permitirse una relación paralela a la de su esposa. Intuía que si la pasión por Sonsoles iba a más, no sería un amor de un día. Aquella mujer le haría perder el sentido a cualquiera. Era una relación envenenada, pensaba. No se lo podía permitir. No había que ser muy listo para saber que un idilio duradero podía poner en peligro su relación con Franco. Al fin y a la postre, Carmen Polo y su mujer eran hermanas. No quería imaginarse las consecuencias tan terribles que podría tener si esa relación cuajara y durara más tiempo de lo razonable. Pero se había quedado a las puertas de amarla en su despacho. Sonsoles no era igual que las demás. Poseía un carácter y una forma de ser que la hacía diferente al resto. Lo volvía loco. No podía apartarla de su pensamiento, pero no la llamaría. No quería…
Sonó el teléfono en casa de los Llanzol. Como estaban cenando el marqués y la marquesa solos, el mayordomo atendió la llamada. Juan tomó el recado, y en los postres les comunicó que había llamado el embajador español en Gran Bretaña, el duque de Alba.
—Me ha dicho que le llame en cuanto le sea posible, señor marqués.
—Pero ¿cómo no me ha avisado, Juan?
—Señor, estaban cenando después de tanto tiempo sin que lo hiciera la señora…
—Por Dios, un día me va a llamar el rey y no me va a avisar.
—Señor, le pido disculpas, pero…
—Aquí no hay peros… Haga el favor de solicitar una conferencia con Londres. ¡Con lo que tardan! Le pido que no piense y que haga su trabajo, que para eso le pago.
—Sí, señor. Le vuelvo a pedir disculpas —dijo las últimas frases todavía con la voz más aflautada que de costumbre.
Sonsoles y Francisco se quedaron pensando qué motivo tendría la llamada del duque. Hacía tiempo que no tenían noticias suyas. Estaban verdaderamente intrigados cuando sonó el teléfono. La operadora ya había conseguido la conferencia con Londres.
—Mi querido Jacobo, me alegro mucho de saber de ti.
—Apreciado Francisco, no te llamo con buenas noticias.
—¿Qué ocurre?
—Salgo para Roma y te aconsejo que hagas lo mismo. El rey está agonizando.
—¿Ha llegado su hora?
—Me ha llamado Juan y me ha dicho que a su padre le ha dado una angina de pecho. La reina le ha pedido que avise a los incondicionales para estar preparados. Esto se acaba, Francisco.
—¿Su madre?
—Sí, se han reconciliado. Victoria Eugenia acude cada mañana a la suite del Gran Hotel de Roma y allí pasa todo el día junto a él. Alfonso incluso se ha confesado y comulgado. Ha intensificado su fe a medida que ve que se acerca su final. Ha pedido perdón a todos y solo quiere que se rece cerca de él.
—Vamos a prepararlo todo para ir a Roma.
—Él mismo le ha dicho a Ena en inglés que es el final: This is quickly coming to an end… Debemos estar ahí, Francisco. No puede morir solo en el exilio.
—Allí estaremos. Me imagino que Franco, cuando se produzca el fatal desenlace, traerá sus restos a España.
—Te aseguro que no lo hará. No va a mover un dedo.
—Será mejor que no hablemos de esto por teléfono, ya sabes. —El marqués siempre era cauto.
—Yo salgo para Roma.
—Está bien, voy a organizar el viaje. Por favor, no dejes de mantenerme informado.
A la mañana siguiente, a la una y media de la tarde, los marqueses recibieron otra llamada en su domicilio. Esta vez era de Vegas Latapié. Les comunicaba la muerte del rey. Había ocurrido a las doce menos cinco minutos de la mañana de ese día, 28 de febrero. La noticia corrió como la pólvora entre la sociedad. Francisco le pidió a su mujer que le acompañara a Roma. Eso activó a la marquesa. Pidieron al mayordomo y a la primera doncella que prepararan el equipaje. Marido y mujer necesitaban un permiso urgente para salir fuera de España. El marqués no dudó en llamar a Serrano Súñer al ministerio.
—¿En qué puedo ayudarte, Francisco? —contestó el ministro, sorprendido por la llamada. El estómago le dio una punzada.
—Mi querido amigo, necesito de tu favor para conseguir dos permisos para salir fuera de España.
—¿Vais al entierro del rey?
—Veo que ya estás informado. Queremos ir mi mujer y yo. ¿Crees que será posible?
—¡Por supuesto! Siento mucho la noticia.
—¡Ya!
—Preséntale mis respetos a tu mujer…
—Así lo haré. No está bien de salud…
—¿Qué le ocurre?
—Nada grave, espero. Está débil y con pocas ganas de hacer nada. Debe de ser por su reciente maternidad.
Serrano Súñer imaginó que algo tenía que ver él en el estado de ánimo de la marquesa. Su estómago volvió a darle otra punzada.
—Te doy las gracias por acelerar los trámites.
—Es un placer.
Francisco habló con su mujer de los preparativos del viaje. Sonsoles permanecía en la cama.
—Está todo arreglado. Serrano Súñer nos va a echar una mano. Si no, sería imposible.
—¿Cómo? —A Sonsoles se le aceleró el corazón.
—He llamado al ministro y se ha portado bien, las cosas como son…
Sonsoles, que ya estaba incorporada, apoyada en dos almohadas, disimuló y se hundió en la cama.
—¿Te ha dicho algo sobre mí?
—¡Qué me va a decir, mujer! Bueno, lo clásico, que te presentara sus respetos…
Sonsoles ya no preguntó más. Le martilleaban en su cabeza las palabras de Serrano: «Presenta mis respetos a tu mujer». Pensó que eso significaba mucho. Se acordaba de ella. Podía no haber dicho nada y, sin embargo, la había mencionado en su conversación… Al cabo de unos minutos, se levantó.