59
Sonsoles languidecía en el balneario de Mondariz, tomando las aguas carbogaseosas de los manantiales Gándara y Troncoso, junto a su marido. Estaban en Galicia, en el valle del Tea, a muchos kilómetros de Madrid. Las mañanas y tardes en aquel lugar tan idílico parecían angustiarla. Se le hicieron eternas aquellas jornadas en las que su marido repetía siempre lo mismo:
—El bicarbonato cálcico y el hierro son buenísimos. ¡Bebe, Sonsoles! ¿Has visto que uno se siente mejor nada más tomar las aguas?
—Hay una cosa que se llama el efecto placebo…
—No es cierto. Está comprobado que estas aguas curan todo tipo de dolencias. Da igual que sean de tipo metabólico, del aparato locomotor, del sistema respiratorio, nervioso o cardiovascular…
No soportaba hablar siempre de lo mismo. Los días le parecían anodinos, tristes, grises… igual que su vida. Lo tenía todo, pero le faltaba lo esencial. Estaba muerta. Tenía la sensación de que si la pinchaban, no saldría sangre. Todo aquello no tenía sentido sin él. Estaba enamorada. Mucho. Dispuesta a cualquier locura. El amor le daba sentido al puzle en el que se desarrollaba su existencia.
Miraba a su marido y veía su bondad. Intentaba cada día volver a empezar junto a él, pero sus besos le parecían de hielo y su forma de amar, un trámite. Cerrar los ojos ya no era suficiente. Estaba muerta y Francisco lo notaba. Ya no era la misma desde hacía un año. Su vida había cambiado. El mismo día que conoció a Ramón, supo que él lo llenaría todo.
—No se te ve muy contenta… ¿Te aburres? —le preguntó su marido una de las muchas veces en que la sintió ausente.
—No, no, Francisco. Lo que estoy es reponiendo fuerzas. Estaba muy cansada y lo necesitaba.
—Ya verás cómo este otoño e invierno no nos acatarraremos. Estas aguas son milagrosas. Tienen unas cualidades especiales que no se notan ahora, sino cuando pasen los días.
—Eso espero.
—Esta noche han organizado juegos de salón. ¿Te apetece que vayamos?
—Si quieres te acompaño, pero no me apetece, la verdad.
—Bueno, si tú no quieres… Prefiero estar contigo en la habitación. A mí estas aguas me dan fuerza… Ya sabes.
A Sonsoles le entraron ganas de gritar, pero disimuló.
—Bueno, a mí me tienes muy vista. Vayamos a los juegos.
Prefería aburrirse jugando o charlar con algún conocido. Fingir cada vez se le daba peor.
El balneario estaba de moda. Había recuperado su antiguo esplendor. Por allí habían pasado el rey Alfonso XIII antes de la guerra, el general Primo de Rivera, el científico Isaac Peral, la escritora Emilia Pardo Bazán y hasta el mismísimo Rockefeller. Esas aguas habían extendido su fama por todo el mundo.
Ramón intentó olvidar a Sonsoles, como le había dicho Franco. «Tienes que actuar como la mujer del César», recordó. Pero al cabo de los días necesitaba saber, al menos, algo de ella. Aquella mujer era el motor que le hacía superar la cuesta arriba de su día a día. Tenía curiosidad por saber cómo estaba. Llamó a casa de los marqueses. No lo meditó. Esperó a la hora en que sabía que Francisco salía de casa. Se puso al teléfono un hombre y colgó. Eso mismo hizo durante los tres días siguientes. Al cuarto, le pidió a su secretaria que llamara y que preguntara por la marquesa sin descubrir su identidad.
—Dé un nombre falso. Solo quiero saber dónde está.
A los minutos, su secretaria le daba la solución a una ausencia tan prolongada.
—Los marqueses están fuera de Madrid, tomando las aguas en Mondariz. No volverán hasta dentro de una semana.
Serrano se puso de mal humor. Pensó que Sonsoles intentaba recuperar el amor de su marido. Abrió el primer cajón de su mesa y sacó aquel pendiente que había sido el detonante de su relación. Lo apretó en su mano derecha. Necesitaba verla. Debía alejarse de ella, pero su corazón se lo impedía. ¿Qué estarán haciendo ahora? ¿Me habrá olvidado? Decidió salir esa noche en la que se hacía tantas preguntas. Se fue al bar de Chicote. Tomaría una copa nada más y volvería a casa. Se encontró con camaradas de Falange con los que estuvo conversando. En la barra, una joven rubia con el pelo recogido no le quitaba ojo. Preguntó al camarero de quién se trataba. Le dijo que era una buena clienta de allí. Se levantó de la mesa y cuando la joven fue a encender un cigarrillo, le dio fuego.
—Gracias… —dijo la joven mirándole a los ojos azules.
—De nada. Es un placer. ¿A qué te dedicas? —preguntó con curiosidad.
—Soy vicetiple de Celia Gámez. Después de una función, lo que menos tengo son ganas de irme a dormir.
Le echó el humo del cigarrillo a los ojos con una enorme sensualidad y provocación. Le sonaba la cara de aquel hombre, pero no alcanzaba a saber quién era. Su forma de hablar le gustó.
—¿A qué te dedicas tú? —preguntó ella con descaro.
—A trabajar para los demás —le dijo divertido, al comprobar que no sabía con quién estaba hablando.
Orna se presentó de golpe en el interior del local y cortó la conversación.
—Perdone que le interrumpa, señor. Creo que debería venir conmigo cuanto antes.
Serrano pagó la copa de aquella cantante y bailarina de revista y se fue rápidamente sin esperar la vuelta. Pero sí le dedicó una sonrisa de despedida a aquella mujer que durante segundos le hizo olvidar.
Fue salir de Chicote y se encontró con dos hombres trajeados y con sombrero que llevaban un buen rato a las puertas del establecimiento esperando.
—Perdone, señor ministro. No me gustaban las pintas de esos dos tipos que estaban ahí merodeando y observando todo.
—Le doy las gracias. Quizá ha evitado que se extienda otro bulo sobre mí. Además, ya es hora de volver a casa.
Empezaba a pensar que estaba enloqueciendo. Intentaba conocer a otra mujer que mitigara el dolor de la ausencia. Simplemente quería distraerse. La imagen de Sonsoles con su marido le atormentaba. La simple idea de no volver a verla le provocaba cierta inquietud… Mientras regresaba a su casa por la calle de Alcalá, se sintió muy solo. No era una sensación nueva para él. Solo. Terriblemente solo. La echaba de menos. Seguramente ella nunca podría imaginarse cuánto. Aquel amor se parecía a un veneno. Sabía que le perjudicaba, pero era más fuerte que su voluntad.
La División Azul seguía su avance hacia la batalla. El viernes 26 de septiembre estaban ya a cuarenta kilómetros de Smolensko, pero recibieron la orden de descansar. La región era pantanosa y un frío húmedo calaba los huesos de los voluntarios. Los mosquitos se cebaron con todos. Por «Radio Macuto» supieron que la división nunca llegaría a Smolensko, sino que regresaría a Orsha y después se dirigiría hacia el Norte. Había un cambio en las órdenes. Tenían que dar la vuelta y deshacer el terreno andado. Solo Muñoz Grandes y el Estado Mayor sabían que la División Azul había sido trasladada del Noveno Ejército, del Grupo de Ejércitos de Centro, al Dieciséis. Cambiaban, además, de grupo: pasaban a pertenecer a los Ejércitos del Norte. Los voluntarios españoles eran excluidos de la Operación Tifón. Ya no habría desfile de la victoria en la plaza Roja, como tantas veces habían imaginado. El primer grupo, que avanzaba por campo abierto al norte de Nóvgorod, se convirtió en blanco de los cañones rusos emplazados en la ventajosa posición de la orilla oriental. Los españoles, sin posibilidad de ponerse a cubierto, tuvieron las primeras bajas. «Han sido los hermanos de la Pasionaria los que han lanzado este ataque», decían los guripas. El segundo grupo de artillería atravesó la zona de fuego entre Navolok, Stipenka y Motorovo sin sufrir daños. El relevo de la 126.ª división se hallaba en marcha. Parte de la División Azul ya estaba en el frente. Solo aguardaban impacientes la orden de Hitler para empezar la ofensiva. Por lo tanto, unas unidades esperaban ya en la línea de fuego y otras se encontraban aún de camino, embarcando en trenes a cuatrocientos cincuenta kilómetros de distancia. No tardaron mucho en aparecer las primeras nieves. Escaseaban el combustible y la comida, y aquella marcha se hizo lenta y no exenta de problemas.
Los marqueses de Llanzol regresaron a Madrid al cabo de quince días, en los que montar a caballo y jugar al golf salvaron a Sonsoles de morir de aburrimiento. Después de un par de días en los que se organizaron de nuevo para continuar con su rutina, empezó a dar vueltas en su cabeza la idea de volver a ver a Ramón. Al mismo tiempo, se decía a sí misma que no debía llamarle por teléfono, sino que tenía que esperar. Aquella relación había muerto antes de afianzarse. Tenía que aprender a olvidarle. ¿Pero cómo? ¿Se acordaría de ella? Le entristecía la idea de que no pensara en ella. Se le ocurrió llamar a su mujer, Zita. A fin de cuentas, se habían hecho amigas. ¿Estaría enterada de los rumores que circulaban sobre su relación? Decidió salir de dudas y llamó a su casa.
—¿Está la señora? Llama la marquesa de Llanzol.
A los pocos segundos, Zita contestó al teléfono.
—¿Cómo estás, Sonsoles? Me alegro de saber de ti.
Estaba tan cariñosa como siempre. Sonsoles creyó que no sabía nada de las habladurías que la relacionaban con su marido. Respiró tranquila.
—He estado quince días fuera. Francisco y yo hemos ido a tomar las aguas.
—Hay quien dice que después de tomar las aguas es más fácil quedarse embarazada.
—¡Quita, quita! Que ya tengo tres niños y los tres muy pequeños. Mira, al menos, venimos descansados. Necesitábamos estar solos. Ahora, también te diré que he venido saturada de marido…
Zita se rio al otro lado de la línea.
—¿Sabes lo que ha sido estar juntos todo el día? No te rías, que es verdad. Ahora, ya la cosa cambia en Madrid. Verle día, tarde y noche me satura.
—Me encantaría poder hacer lo mismo con Ramón. A mí no solo no me cansaría, sino que sería algo que nos vendría muy bien. No estamos solos nunca.
Sonsoles escuchaba atenta. Aquella mujer reclamaba estar más tiempo con su marido. Se sintió mal. Lo que ella deseaba era exactamente lo mismo.
—¿Cómo le van las cosas a tu marido?
—Bueno, ya sabes, tremendamente liado. Ahora está siguiendo muy de cerca los movimientos de la División Azul. Todo son problemas, Sonsoles. Si le dedicara veinticuatro horas al trabajo, tampoco acabaría. Yo noto que todos los acontecimientos le están preocupando tanto que no come. Está delgadísimo. Le quedan grandes todos los trajes.
Sonsoles quiso creer que estaba inapetente porque seguía enamorado de ella. Con aquel dato creyó saber que no la había olvidado. Era un amor demasiado grande como para borrarlo.
—Eso se soluciona comiendo bien, pero no tendrá ni tiempo para hacerlo.
—Claro, sus comidas de trabajo le impiden comer como es debido, y ya por la noche, viene agotado, sin ganas ni de sentarse a la mesa. Lo hace por los niños, pero apenas prueba bocado. Bueno, ya sabes que padece mucho del estómago.
—Nadie sabe lo que alguien padece hasta que pasas por lo mismo. En fin, solo quería saber de vosotros. Tengo que dejarte porque me voy a la peluquería de las hermanas Zabala. Me han dado hora. Ahora están muy solicitadas.
—Sí, mi hermana y yo también vamos a ellas. Igual coincidimos un día.
—Sí, seguro que nos veremos en algún acto y si no, quedamos…
—Pues sí, es probable que nos veamos. Ya sabes que soy amiga de pocos actos.
Cuando se despidió, Sonsoles tuvo la sensación de que no quería quedar con ella. Su despedida fue poco concreta. A lo mejor conocía los rumores y no quería alimentar más a las lenguas de doble filo. Zita siempre pecaba de prudente.
Aquella mañana de otoño se arregló para ir a la peluquería. Tenía buena cara. Había dormido mucho y durante los últimos días no había hecho otra cosa más que cuidarse.
—Señora, se la ve muy guapa y muy descansada —le dijo Matilde mientras la ayudaba a vestirse.
—Sí, Matilde, pero me he aburrido mucho. Necesito salir a ver Madrid y a moverme. Se me cae la casa encima. Quiero ir a la peluquería. ¿Me acompañará?
—Sí, señora.
Media hora después, el mecánico las dejaba frente al hotel Palace.
—No nos venga a buscar. Matilde y yo cogeremos un taxi de vuelta. Vaya a recoger a mi marido al ministerio —ordenó la marquesa al conductor.
Cuando entraron en la peluquería, Matilde se sentó a esperar y la marquesa pasó directamente a lavarse el pelo. Saludó a todas las conocidas que estaban allí. Se dio cuenta de que murmuraban. No bajó la mirada. Al revés, adoptó una actitud más altiva. Imaginaba lo que estarían comentando y no le importó.
Rosita Zabala la atendió con el mismo afecto de siempre. La marquesa tenía tanto estilo que todo lo que le hiciera en el pelo lo lucía como nadie. Se esmeraba en peinarla a la última. Conocía su amistad con Balenciaga y aprovechaba para preguntarle por tendencias y novedades en moda. Que acudiera a su peluquería, sabiendo lo exquisita que era para todo, también ayudaba a su negocio.
A Rosita le habían llegado los rumores de su relación con Serrano Súñer días atrás. En la peluquería se sabía todo. Las señoras hablaban abiertamente como si estuvieran ante su confesor. Se podía decir que la peluquera era la mujer mejor informada de Madrid. Solo acudían allí primeras damas y la aristocracia. Todo lo que se rumoreaba llegaba a sus oídos.
—¿Por qué hoy me miran tanto tus clientas?
—Imagino que porque está guapísima, Sonsoles. Parece imposible que tenga tres hijos. Conserva el tipo como cuando era novia del marqués.
—La verdad es que me recupero rápido de los embarazos. Es cierto.
—Bueno, es que cuando está usted embarazada tampoco se la nota. Un poquitín de tripita y nada más. Nunca sabemos dónde mete a los niños.
Sonsoles se echó a reír, pero se fijó en cómo la miraban las clientas. Era consciente de que en Madrid se hablaba de sus amores con Serrano Súñer. No le disgustaba del todo, pero intentó despistar.
—Mi marido y yo acabamos de estar quince días tomando las aguas en Mondariz. Ha sido estupendo irnos solos, sin niños. Más que unas vacaciones, parecía una luna de miel.
—Cuánto me alegro, Sonsoles. A veces, son necesarios esos parones en la rutina para que la relación no se estanque y se pierda.
—Nuestra relación nunca ha estado estancada…
—Bueno, es una forma de hablar. —Rosita se dio cuenta de que había metido la pata. Pensó que lo que comentaba la gente sobre sus amores con Serrano no eran más que habladurías…
Matilde leía una revista mientras peinaban a la marquesa. Otra doncella esperaba también a que acabaran de arreglar a su señora. Comenzó a conversar con ella.
—¿Tienes mucho trabajo?
—No me puedo quejar —contestó Matilde secamente.
—¿Qué tal es tu señora?
—¿Por qué lo pregunta? —prefirió tratarla de usted.
—No, por nada. Como se da esa importancia tu señora…
—Mi señora no se da importancia. Es así.
—Me han dicho que se la relaciona con el cuñado de Franco.
Matilde se enfureció.
—¿Quién le ha dicho a usted —quería guardar las distancias— esa mentira? A quien haya sido, dígale de mi parte que se meta en sus asuntos. Mi señora es muy amiga de doña Ramona Polo, no del marido. Haga el favor de ir con estos cuentos a otra parte.
—Está bien, no se enfade —la mujer cambió el tratamiento—. Solo le contaba lo que se va diciendo por ahí.
—Hay demasiada gente que no tiene nada mejor que hacer y eso da malos pensamientos. ¡Ya está bien! —Se quedó refunfuñando durante un buen rato.
Matilde pensó que todas aquellas habladurías no eran más que envidia. Demasiado guapa, bien vestida y elegante para ese Madrid de la posguerra, se dijo a sí misma. No tuvo que esperar mucho. Sonsoles salió peinada con un recogido. A su paso, todas las cabezas se volvían. No había nadie que pisara con más seguridad que ella.
Salieron de la peluquería y cruzaron de acera. Había muchas personas arremolinadas en la puerta del hotel Palace.
—¡Matilde, pregunte qué pasa!
La doncella se dirigió hacia la multitud y preguntó. Enseguida salió de dudas.
—Acaba de entrar Serrano Súñer con un grupo de altos cargos —le explicó uno de los allí congregados.
Rápidamente se fue a contárselo a la marquesa.
—Acaba de pasar Serrano Súñer y se ha formado un tumulto a su paso. Nada más.
Al oír su nombre, Sonsoles se tropezó y se torció ligeramente el tobillo. Disimuló. Se fueron a la esquina con el paseo del Prado para parar a un taxi. Orna las vio pasar. Acababa de dejar al ministro en el hotel. Fue a su encuentro y detuvo el coche…
—¿Señora marquesa? ¿Quiere que las lleve a algún sitio? Acabo de dejar al ministro y me voy a comer a casa. No me cuesta nada llevarlas a ustedes adonde quieran.
Sonsoles conocía perfectamente a Orna. Dudó pero accedió. Necesitaba sentarse donde él lo hacía, oler su aroma…
—Está bien.
Se metieron en el coche de Serrano Súñer y a los quince minutos llegaron a casa.
—Muchas gracias. Le pido que le traslade al ministro mi agradecimiento —salió Matilde por un lado del coche y la marquesa por el otro. Antes de bajarse, sacó de su bolso un pañuelo bordado con sus iniciales y lo dejó caer al suelo del coche.
Orna no se dio cuenta y se fue de allí sin percatarse del pañuelo. Tenía una hora y media antes de volver a recoger de nuevo al ministro.