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Serrano Súñer no tardó en marcar el teléfono de Thomsen, el jefe del partido nazi en España. Los alemanes residentes en diferentes puntos de la geografía española eran quince mil aproximadamente. La mayoría se había lanzado en masa a por carnés del partido para no estar bajo sospecha. Antes de marcar su número, informó Tovar de la avalancha de afiliados de los últimos meses. Hans Thomsen vivía en Madrid, en un chalé de la colonia El Viso con su mujer, Lizzie, y sus hijos.
—Mi querido amigo, le llamo confidencialmente —le saludó Serrano—. Quisiera hablar con usted con la amistad que me une al pueblo alemán.
—Señor ministro, dígame. —Thomsen hablaba español con un marcado acento alemán.
—Quisiera que viniera a mi despacho. Tengo ganas de cambiar impresiones sobre el transcurso de la guerra. Usted sabe cuál es mi posición. Si la población no sufriera hambruna, hoy ya estaríamos con el Eje. Mientras llega ese momento, me ofrezco gustosamente para ayudar al pueblo alemán y al partido más de lo que ya estamos haciendo. Usted sabe que no oculto a nadie mi admiración hacia el Führer.
—Siempre se puede hacer más. Le agradezco el ofrecimiento. Aprovecho la oportunidad que me brinda para informarle de que algunas de sus embajadas están sirviendo de puente para que lleguen a España gran cantidad de judíos que huyen de diferentes países europeos. Eso va en contra de la amistad que nos profesa…
—No me consta esto que usted me está diciendo —replicó Serrano contrariado.
—Pues póngase en contacto con la embajada de España en Sofía, o con el consulado de España en Burdeos. Me interesaría saber qué está pasando allí. Me han llegado informaciones de que España se está llenando de judíos…
—Debe de haber algún error o tendrá alguna explicación. Eso no está ocurriendo, porque, de ser como usted dice, yo estaría informado. De todas formas, llamaré a mis diplomáticos y le tendré al corriente.
Serrano Súñer estaba molesto con lo que acababa de escuchar. Esos hechos alimentaban la animadversión hacia su persona. Pidió a su secretaria que le pasara con Julio Palencia, embajador plenipotenciario en la capital de Bulgaria desde hacía poco menos de un año. Cuando la conferencia estuvo preparada, habló con él en un tono muy desabrido.
—Señor Palencia, dígame qué está pasando en la embajada para que los alemanes me tengan que sacar los colores con los judíos que ustedes protegen.
—Señor ministro, lo único que hemos hecho en la embajada ha sido evitar la deportación de judíos sefardíes que iban a ser enviados a campos de concentración.
—¿A qué se refiere con eso de judíos sefardíes?
—A que son judíos descendientes de españoles, familiares de los que fueron expulsados de nuestro país. Le recuerdo que hay una ley que reconoce a los sefardíes como españoles. Por lo tanto, tienen derecho a regresar a su país, España. No hacemos más que cumplir la ley cuando nos piden amparo. —Se refería a una ley que sabía que había sido derogada en 1930, pero la mayoría de los diplomáticos lo ignoraba.
—Ya… Pues haga el favor de relajar los pases. No está gustando a las autoridades alemanas.
—No se crea, señor ministro, que esto es un coladero. Estamos ya poniendo nuestras propias trabas. Todos sabemos de qué lado estamos. Eso no quita para que los españoles seamos leales a aquellos cuyo origen es español.
—No me venga con triquiñuelas. Los dos sabemos de qué estamos hablando.
—Algunos de los judíos que nos han pedido protección tomaron parte activa en la guerra apoyando al bando nacional. Eso tampoco lo podemos obviar.
—Esté atento y no se despiste. Informaré de que han sido solo unos cuantos judíos de origen español y otros, los menos, que han prestado su colaboración durante la guerra. No me meta en ningún lío más. Manténgame al tanto.
Al colgar, la frente de Julio Palencia se cubrió de sudor. Después de escuchar la orden del ministro, meditó durante varios minutos y, finalmente, tomó la decisión de que todo judío que acudiera a su embajada acreditando su origen español seguiría entrando en España. Le parecía una aberración lo que se estaba haciendo con ellos: despojándoles de todos sus derechos y conduciéndoles a los campos de concentración. Habló con su secretario para que, durante unos días, no se viera tanto movimiento en la embajada. Sin duda estaban siendo espiados.
Serrano también pidió a su secretaria que le comunicara con el cónsul español en Burdeos. Hacía tiempo que no tenía noticias de Eduardo Propper de Callejón. Sabía que se había casado con una judía, emparentada con la adinerada familia Rothschild.
—Eduardo, saludos desde España —empezó diciéndole, nada más establecerse la comunicación con él—. Quiero que me diga qué está ocurriendo para que me llame la atención el partido nazi sobre su actuación con los judíos en Burdeos.
—¿Yo? No… no tengo ni idea a qué se refiere, señor ministro.
—Me dicen que está extendiendo visados especiales a judíos que van a ser deportados por los alemanes…
—Convendrá conmigo en que lo que está haciendo Alemania es una absoluta ignominia.
Serrano contuvo su opinión, sabiendo que su mujer era judía.
—Si las autoridades alemanas creen que esas personas deben ser deportadas, haga el favor de no inmiscuirse, porque me lo pone muy difícil. Aquí estamos sujetando a Hitler para que no nos invada. De modo que haga usted su trabajo sin perjudicarnos al resto de los españoles —ordenó con voz enérgica.
—Yo, señor ministro, trabajo por el bien de mi país y de los ciudadanos españoles. Nunca pierdo de vista mi misión aquí en Burdeos…
—Pues eso es lo que tiene que hacer. Manténgame informado y no mueva ni un dedo por ningún judío. Es una orden.
—Está bien…
Cuando finalizó la conversación con el ministro, el cónsul español llamó inmediatamente a su homónimo portugués y le pidió ayuda para salvar a todos los judíos que tenía alojados en el castillo de Royaumont, que pertenecía a su familia política. El cónsul portugués pactó con él que los judíos, después de pasar por territorio español, tendrían abiertas las fronteras con Portugal. España sería solo un lugar de tránsito.
El espionaje alemán comunicó rápidamente al ministro que continuaban los desplazamientos de judíos desde Burdeos hacia España. Cuando comprobó que su orden había caído en saco roto, no le tembló el pulso en cesar al cónsul, enviándole a la sede española de Larache, en el Protectorado español en Marruecos. Lo que nunca supo Serrano es que ya había extendido un visado especial a mil quinientos judíos.
Sonsoles llevaba unos días sin leer la prensa y sin escuchar la radio. La ausencia de noticias sobre Serrano hizo que su estado de ánimo volviera a resentirse. Estaba sin fuerzas y con ninguna gana de salir de casa, pero el 1 de abril no tuvo opción a quedarse en su habitación. En el desfile de la Victoria que presidía Franco tenían que estar los excombatientes laureados, como su marido, así como todos los militares con cargo dentro de los ministerios. Todo Madrid se echó a la calle. Era un día para dejarse ver por Cibeles y la calle de Alcalá. Ella y su marido ocuparon un lugar preferente no muy lejos de la tribuna donde Franco presidía el desfile. Todos los ministros estaban presentes. Sonsoles miró de reojo y enseguida vio a Serrano. Esta vez no quiso que él la viera. Se ocultó detrás de otros invitados. Habló poco con todos los que le presentaron sus respetos. No tenía tantas ganas de relacionarse como otras veces. Cuando comenzaron a pasar cerca de ellos los carros de combate, después de que desfilaran diferentes compañías de tierra, mar y aire, le pidió a su marido que no tardaran en irse de allí.
—Sonsoles, es emocionante vivir este día. ¿No te encuentras bien?
—¡No! —contestó escuetamente.
—En cuanto pase la Legión nos vamos.
—Bueno…
El público enfervorecido cantaba constantemente el «Cara al sol» y lanzaban vivas a Franco y a España, que eran coreados con entusiasmo. Francisco de Paula estaba eufórico, pero Sonsoles, a medida que pasaba el tiempo, se sentía cada vez más agobiada y nerviosa. No quería encontrarse con los ojos de Serrano clavados en ella. No lo podría soportar. Pero, al mismo tiempo, necesitaba sentir cerca su voz, su boca besando su mano… Era un cúmulo de contradicciones. Cerró el desfile la guardia mora a caballo. Era muy espectacular y el ambiente cada vez estaba más enfervorecido. Había tanta gente que, aunque quisieran, les iba a resultar imposible salir de allí. Sonsoles cerró los ojos y esperó. De vez en cuando los abría y veía a todo el mundo chillar y aplaudir. La única que no vibraba en ese ambiente era ella. Cuando supo que se habían ido las autoridades, se acomodó mejor en su asiento y recuperó el color.
—¡Mira quién está aquí! —Su marido se levantó e intentó saludar desde la tribuna a Serrano Súñer.
Sonsoles se quedó clavada en el asiento. No podía levantarse. No miró. Oyó cómo los militares despedían al cuñado de Franco. No sabía si él la había visto. Se quedó paralizada.
No muy lejos de allí, varios falangistas, siempre con Tarduchy a la cabeza, decidían si ponían fin al régimen comandado por Franco. El día era perfecto para el magnicidio. Dos horas antes de que comenzara el desfile, se habían dado cita en la casa del comandante.
—Ha traicionado el ideal nacionalsindicalista de José Antonio. Ya nos había advertido nuestro fundador de los riesgos de que Franco, en lugar de la revolución, reinstaurase una mediocridad burguesa conservadora como lo está haciendo.
Los falangistas allí reunidos tenían que decidir si realizarían el atentado al paso del coche que llevaba a Franco pasando revista a las tropas.
—No somos anarquistas desesperados —dijo uno de los camisas viejas.
—¡Pues un tiro! —sugirió otro.
—Camaradas, el que dispare el tiro tiene que saber que se inmola. Va a una muerte segura —añadió el comandante—. Debemos tener la cabeza fría a pesar de que este gobierno ha dado amplias muestras de ineptitud y no da ninguna garantía de cumplir los objetivos de la Falange. Si esta es la normalidad que nos ofrecen a los españoles, yo estoy dispuesto a romper esa normalidad que ampara la destrucción por salvar a nuestra patria.
—¡Bien dicho! —corearon todos.
—Debemos reflexionar más. Hoy era el día perfecto, pero no estamos preparados. Sería una locura —añadió Tarduchy—. Esperaremos otro momento. Quizá sea más fácil acabar con Serrano…
—Esta noche el Caudillo va al teatro Español —apuntaron otros jóvenes allí presentes.
—No. Esperemos. El hombre que ha montado todo el engranaje del estado es Serrano Súñer. Si acabamos con él, acabamos con el inmovilismo del régimen. Si Franco tuviera más cerca a Yagüe o a Girón, otro gallo cantaría. Sumemos fuerzas. Nuestro objetivo a batir es el presidente de la Junta Política. Nunca nos ha representado. Hace falta una dictadura con paso firme y actitud inquebrantable. Se decía que había lagunas en la gestión del general Primo de Rivera. Muchos se oponían a la dictadura. ¿Qué hay ahora? Borrones de ignominia a granel. ¿Cuántos aciertos? ¿Cuántos puntos de nuestro ideario se han puesto en marcha? ¡Ninguno! Está claro que algo tenemos que hacer, y pronto.
—¡Actuemos rápido!
—¡Cuanto antes!
La reunión concluyó con intención de acabar con los planes de Franco atentando contra su peana: Serrano Súñer. En la reunión de esta junta clandestina de Falange había un infiltrado. A las pocas horas, Dionisio Ridruejo estaba informado de todo cuanto había ocurrido en la casa de Tarduchy.