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Dos días después de recorrerse todo San Sebastián, Sonsoles encontró una casa discreta, con vistas al mar, en el Alto de Miraconcha, donde el ministro podría descansar sin el agobio de la gente curiosa. Se lo dijo a su marido, que rápidamente le informó. Al poco tiempo, se enteró de que el propio Serrano Súñer había cerrado el alquiler con el casero. Ya solo quedaba esperar. Transcurrían los días con una sola ilusión: encontrarse con él paseando, en la casa de algún conocido o en misa… Sabía que el día menos pensado aparecería cerca de ella. Lo deseaba con todas sus fuerzas… Disimulaba llevando una vida repleta de compromisos sociales.
Se entretenía aprendiendo a jugar al golf. Varias marquesas, influidas por el deporte de moda en Inglaterra, le enseñaron a coger los palos y a dar a la pelota. Pensó que nada más regresar a Madrid se haría del Club de Campo, al que todos sus conocidos se estaban apuntando. Jugar a este deporte que parecía sencillo requería de cierta habilidad y entrenamiento, y ella no tenía mucha paciencia.
Las cartas también la entretenían. Quedar a jugar al bridge le servía para enterarse de aquello que no salía en los periódicos. Supo por la marquesa de Casatorres que don Juan de Borbón y Franco se habían carteado tras la muerte de Alfonso XIII.
—Parece ser que don Juan le ha dejado claro a Franco que es el depositario de la corona. Le ha dicho que, al ser el representante del poder real, ha de cumplir con su labor con respecto a España: «Ese deber lo tengo ante Dios y en conciencia no puedo rechazarlo» fueron sus palabras.
—Pues Franco no quiere ni que se dedique a España ni que se asome por España —bromeó otra de las damas allí presentes.
—Fijaos hasta qué punto resulta difícil comentar cuestiones relativas al rey que en el periódico de mi hermana —intervino Sonsoles— han prohibido hasta hablar de Alfonso X el Sabio —todas se echaron a reír—. Deben de pensar que mencionarlo es como hablar de Alfonso XIII. Hay mucho ignorante…
Lejos de Madrid, Sonsoles se fue distanciando del palpitar político de aquellos días… Le decía una y otra vez a su madre que la política no le interesaba nada.
—No me interesa —insistía—. De vacaciones solo quiero sol, playa, lectura, cartas, algún que otro martini, y ahora el golf. Nada más.
Pero no era cierto. Le importaba todo lo que tenía que ver con el ministro de Exteriores. Su madre la miraba mientras hacía punto, preguntándose si el cuñado de Franco todavía ocupaba su pensamiento.
En la capital, muchachos de todos los estratos sociales se alistaban en masa para ir a la guerra. Franco mostró ante su cuñado preocupación a la hora de elegir el jefe de la división.
—Necesitamos un hombre curtido en combate y que no despierte las iras ni de la Falange, ni del Ejército. Pero es esencial que sepamos que me es leal.
—Ese hombre no es otro que José Antonio Girón. Estará encantado de dejar el Ministerio de Trabajo y llevar el mando de la división —le comentó su cuñado.
—Las cosas que funcionan soy partidario de no tocarlas…
Luis Carrero Blanco también hizo acto de presencia en aquella reunión a tres bandas que comenzaba a hacerse habitual en El Pardo.
—A lo mejor —observó el marino—, el nombre que estamos buscando lo encontramos en un militar como el general Moscardó, García Valiño o Carlos Asensio Cabanillas, jefe del Estado Mayor Central… Seguro que con uno de esos nombres acertaríamos.
—Sin embargo, hay un hombre que me parece el más acertado para esta misión —señaló Franco.
—¿De quién se trata? —preguntó Serrano.
—Un antiguo camarada de las campañas de Marruecos, un general identificado con la Falange. Lo tiene todo. El general Agustín Muñoz Grandes. ¿Qué os parece?
—Sabes que no es santo de mi devoción —admitió Serrano Súñer, molesto con la decisión. Franco sabía que era uno de sus enemigos más acérrimos.
—Un militar de cuerpo entero —alabó Carrero satisfecho.
—Pues no se hable más. Vamos a comunicárselo. Hazlo tú, Ramón.
Últimamente, le daba la impresión de que si alguien tenía alguna cuenta pendiente con él o si era su enemigo directo, como era este caso, ascendía. Pero ya no se oponía a las decisiones de su cuñado. Además, tenía que llamarle él mismo. Parecía una tortura. Antes de hacerlo, Serrano repasó su expediente por si encontraba alguna mancha que desaconsejara la elección. Había nacido en Madrid en 1896, en el barrio obrero de Carabanchel Bajo. Inició la carrera de las armas en la Academia de Infantería de Toledo. Después de recibir su despacho en 1913, se había presentado voluntario para prestar servicio en Marruecos, donde ascendió con rapidez. Como jefe de Fuerzas Regulares, formó una unidad de élite que llevaba su nombre. Al llegar la República en 1931, el nuevo gobierno le había designado para mandar a la Guardia de Asalto, la fuerza paramilitar destinada a hacer de contrapeso a la tradicional. Fue separado del mando tras el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936. Estuvo a punto de ser asesinado por los milicianos al estallar la Guerra Civil, que le pilló en Madrid. Le salvaron los guardias de asalto y el general Rojo, de ideas republicanas. Consiguió escapar y cruzar las líneas nacionales. Fue secretario general del Movimiento durante la guerra, y estuvo al mando de las milicias de Falange. Serrano, después de leer todo su historial, no encontró nada que impidiera su nombramiento. Llamó a Dionisio Ridruejo y le preguntó su parecer.
—Ramón, es todo un acierto —aseguró—. Y, por otro lado, piensa que es un crítico que te quitas de en medio. Independientemente de cómo te caiga, al acabar la guerra, una de sus obsesiones ha sido eliminar la corrupción y distribuir los alimentos de forma equitativa entre la población. De todos es conocido su valor. Tiene cicatrices de nueve heridas en combate.
—Eso no significa que sea el hombre que buscamos. Otros cuentan también con un expediente intachable y tienen mejor concepto de mí.
Dionisio no quiso decirle nada, pero sí era cierto que Muñoz Grandes pensaba que Serrano Súñer solo buscaba su lucimiento personal e incluso le había oído, en más de una ocasión, que había paralizado el impulso reformista del Movimiento.
—Está bien, le llamaré —cedió el ministro.
Serrano vio el cielo abierto cuando, vía telefónica, Muñoz Grandes rechazó el puesto que le ofrecía. Habría que buscar a otra persona. Sin embargo, Franco insistió y quiso que le volviera a llamar otra vez. Muñoz Grandes rechazó de nuevo el puesto, máxime porque el ofrecimiento venía de la persona a la que odiaba sin disimulos.
Franco cambió de estrategia. Después de un almuerzo con el embajador alemán Stohrer, en el paseo de la Castellana, donde estaba la embajada, Muñoz Grandes recibió un mensaje urgente para que llamara al Ministerio del Ejército. Le comunicaron que Franco le había relevado de su puesto al frente del gobierno militar del Campo de Gibraltar y le confiaba el mando de la división de voluntarios. Ahora ya no le pedían su parecer. Aquello era una orden.
—Si tengo que ir —contestó—, no quiero soldados de juguete, sino un buen contingente profesional.
Organizó la división con cuatro regimientos de infantería, cada uno con el nombre de su jefe: Regimiento Rodrigo (por el coronel Miguel Rodrigo). Regimiento Pimentel (por el coronel Pedro Pimentel), Regimiento Vierna (por el coronel José Vierna) y Regimiento Esparza (por José Martínez Esparza).
Para el Regimiento Rodrigo, el reclutamiento se centró en la capital, en el número 62 de la avenida del Generalísimo. Allí se formaron largas colas de voluntarios entusiastas que increpaban a los rusos. La edad no importaba. Los oficiales de reclutamiento trabajaban a destajo, descartando solo a aquellos que no podían ser útiles.
Por su parte, los miembros de las milicias de Falange tenían que presentarse en el cuartel del Infante don Juan. Padres, esposas y novias atestaban los aledaños del recinto en un ambiente cargado de emoción. Aunque muchos de los falangistas que corrieron a alistarse habían combatido en la Guerra Civil, carecían de instrucción especializada.
Las ruinas de la Ciudad Universitaria fueron el punto de encuentro para la incorporación a filas de las masas de voluntarios. Se concentraron en la explanada de la nueva Facultad de Medicina. Los soldados lucían sus nuevos uniformes: boina roja de los carlistas, la camisa azul de Falange, los pantalones caqui de la Legión y botas negras. Allí hicieron sus primeras marchas de adiestramiento.
El Regimiento Pimentel se reclutó en Valladolid, Burgos, La Coruña y Valencia. Todos recibieron la instrucción en el cuartel de San Quintín, bajo la supervisión del teniente coronel Gómez Zamalloa.
En la Academia Militar de Zaragoza, el llamamiento provocó una respuesta unánime. La promoción de 1941, un batallón entero, dio un paso al frente. No podían ir todos; se escogió a los que habían obtenido mejores calificaciones.
Los oficiales de Barcelona se presentaron igualmente como un solo hombre. Ninguno estaba más complacido que su jefe, el general Kindelán, capitán general de la IV Región Militar. Kindelán había mantenido siempre estrechas relaciones con Franco, aunque también era de los críticos. Hasta ahora no quería la entrada de España en la Segunda Guerra Mundial. Había apostado fuerte por la neutralidad aproximándose a los aliados, pero luchar contra Rusia cambiaba todos sus argumentos.
Vierna supo la tarea que le esperaba al ver entrar a los reclutas en el cuartel. Pensó que sería difícil convertirles rápidamente en una fuerza de combate dispuesta a aguantar los rigores del frente ruso. Vierna había sido oficial del tercer tercio de la Legión y endurecido veterano de la Guerra Civil y de la de Marruecos.
El general Esparza, por su parte, recibió la orden de organizar en Sevilla un regimiento de la División Azul. Respondieron la Legión, los Regulares y el Regimiento Flechas, acantonados en el Protectorado, así como voluntarios de todas las provincias.
El mando español advirtió a los alemanes que estaba reclutando una división de seiscientos cuarenta jefes y oficiales, dos mil doscientos setenta y dos suboficiales y quince mil setecientos ochenta soldados.
El primer jarro de agua fría para la respuesta española llegó de Alemania. Querían menos jefes, menos soldados y más suboficiales. Por lo tanto, los mandos españoles tenían que prescindir de miles de voluntarios, la mayoría de Falange. Del mismo modo, pedían trescientos camiones y cuatrocientas motocicletas. El teniente coronel Mazariegos, jefe de la comisión militar española que se adelantó para organizar el viaje, recibió esa orden. Ante las peticiones alemanas, decidió mandar un mensaje cifrado al general Muñoz Grandes detallándole todo.
El general al mando de la división sabía lo que significaban todas aquellas exigencias: prescindir de una gran cantidad de voluntarios y acrecentar la rivalidad entre el Ejército y la Falange. Es decir, enfrentarse directamente a Serrano Súñer, que se lo tomaría como algo personal. Habría que interrumpir todo aquel despliegue de voluntarios y fuerzas militares. Muñoz Grandes habló con Stohrer, el embajador alemán:
—Quiero que sepa que será un golpe duro para la población española. No se entenderá el rechazo alemán a nuestros voluntarios. Esto servirá para que se mire a Inglaterra con otros ojos… Me parece un gravísimo error estratégico.
—Informaré de lo que me está diciendo a mis superiores.
El embajador telegrafió a Von Ribbentrop diciendo que todas aquellas exigencias eran una equivocación: «Debe conservarse el exceso de personal reclutado para la División Azul y retirarse inmediatamente la demanda de vehículos de motor».
Finalmente, Alemania cedió. Aceptó olvidar el asunto de los vehículos y admitió a los reclutas excedentes, pero, de momento, no viajarían a Alemania, sino que se quedarían en la reserva en territorio español. Aunque si España presionaba, los llevarían a Alemania o a Polonia.
Desde el Ministerio del Ejército, el marqués de Llanzol llamó a su mujer. Francisco de Paula no podía viajar a San Sebastián. Se retrasaría todavía veinticuatro horas.
—Querida, ¿cómo va todo por ahí? —le preguntó.
—Los niños estupendamente. Están todo el día al sol. Parecen unos salvajes…
—¿Y tú?
—Deseando que vengas. ¿Cuándo llegas?
Esas palabras de su mujer le sonaron a música celestial.
—Dentro de poco —no le quiso decir que estaría allí pronto para darle una sorpresa—. Estoy esperando a que parta la División Azul. Cuando salgan los últimos muchachos, iré para allá. Tenías que ver el ambiente que hay en Madrid. Solo se ven por la calle jóvenes vestidos de azul con la boina roja. Ayer hubo una corrida de toros en su honor y fue emocionante.
—Siento perderme todo ese espectáculo, la verdad.
—No te puedes imaginar el aplauso que le dieron al ministro del Ejército, el general Varela. Luego los toreros Belmonte y Gallito estuvieron soberbios. Fue un auténtico duelo de titanes. Los voluntarios se llevarán un gran recuerdo al frente. Ya han partido diecinueve convoyes para Alemania y esta tarde los mandos militares despediremos, desde la estación del Norte, a los últimos.
—¿Tienes que estar ahí? ¿No puedes venir ya? —insistió Sonsoles.
—No, esta tarde despedimos al último regimiento y mañana a Muñoz Grandes. Estaremos todos, imagino que no solo los altos mandos militares. Lo suyo es que venga Serrano Súñer en ausencia de Franco.
Sonsoles enmudeció. Le hablaba del hombre del que deseaba saberlo todo.
—Una despedida por todo lo alto… —se limitó a decir.
—Nuestro amigo se lleva a matar con Muñoz Grandes, pero allí estará para despedir a los voluntarios de Falange. Seguro.
—Bueno, siempre las habladurías…
—No, de habladurías nada. Se cree que Serrano Súñer no ha encontrado un destino peor y más lejano para el general.
—Yo no hago mucho caso de lo que hablan todos. Ya lo sabes… Lo mismo no ha sido una decisión suya…
—Aquí no se mueve nada sin que él lo sepa. Tiene mucha mano y mucho poder. Bueno, ¡cuídate! Me tengo que ir, querida. ¡No dejes de comer!
—No empieces con eso…
—¡Hasta pronto!
Cuando colgó tuvo tentaciones de pedir una conferencia para hablar con Ramón. De hecho, descolgó el auricular, pero, al cabo de unos segundos, volvió a ponerlo en su sitio. Había hecho una promesa a su madre. Estaba deseando romperla, pero no sería ella quien diera el primer paso.
Esa tarde de domingo, 13 de julio, enfervorizadas multitudes atestaban la estación del Norte madrileña. En la bóveda resonaban los gritos y vítores de cuantos se congregaron para despedir a los voluntarios. Se escuchaban continuos vivas a Franco e improperios hacia Rusia. Todas las ventanillas de madera de los convoyes iban abarrotadas de jóvenes que se despedían eufóricos de sus novias y familiares. Los últimos en partir eran los muchachos del Regimiento Rodrigo. Lágrimas y empujones, todos querían decir las últimas palabras a aquellos sonrientes soldados que partían a la guerra.
El general Muñoz Grandes estaba en el andén, rodeado de ministros y altos mandos, entre los que se encontraba Francisco de Paula Díez de Rivera. Una banda del Ejército trataba de hacerse oír en aquel ambiente de euforia. De pronto se produjo una notoria agitación. Serrano Súñer, vestido de uniforme blanco, hizo su aparición. Un bosque de manos se alzó a su paso. La banda comenzó a interpretar el «Cara al sol». Saludó al cuerpo diplomático, en especial a los embajadores de Alemania e Italia. Muñoz Grandes le dio fríamente la mano y se subió al tren para despedir al general Rodrigo y a todo su regimiento. El ministro quería hablarles a todos y alzó su voz. Se hizo un gran silencio.
—¡Camaradas! ¡Soldados! En el momento de vuestra partida, venimos a despediros con alegría y con envidia…
Muñoz Grandes le susurró a Rodrigo: «Pues que se venga con nosotros».
—Vais a vengar —continuó— las muertes de vuestros hermanos; vais a defender el destino de una civilización que no puede morir; vais a destruir el inhumano, bárbaro y criminal sistema del comunismo ruso. Contribuiréis a la fundación de la unidad europea, y también a pagar una deuda. Sangre por sangre. Amistad por amistad, con los grandes países que nos ayudaron en nuestra Guerra Civil. Fijad bien en la memoria lo que esto significa. Vais a luchar al lado de los mejores soldados del mundo, pero estamos seguros de que conquistaréis para España la gloria de igualarles en espíritu y valor. El heroísmo de esta División Azul hará que las cinco rosas de la Falange florezcan en los torturados campos de Rusia, una esperanza que tiembla en el sepulcro de nuestro fundador: José Antonio Primo de Rivera… ¡Arriba España! ¡Viva Franco!
Se desataron los aplausos y los vítores de los asistentes. Hubo las últimas despedidas. Muñoz Grandes se bajó del tren. La emoción estalló en la estación en forma de lágrimas. Los últimos «te quiero» y el silbido de la máquina anunciaron la salida. Mientras partían los voluntarios, la gente apiñada en el andén entonaba el «Cara al sol». La División Azul iniciaba su viaje al frente… Objetivo: vencer al comunismo.