57
Serrano Súñer marcó el teléfono de El Pardo. Deseaba hablar con su cuñado. Por de pronto, sabía por dónde le había llegado la información de su relación con la marquesa de Llanzol. Franco no tardó en contestar a su llamada.
—Dime, Ramón.
—Sé quién te dio la información sobre mí. Fue el duque de Alba. ¿Estás enterado de que es masón y no es de fiar? Te lo digo porque puede estar haciendo un flaco favor a nuestro país. Te comento más, debe de estar pasando informaciones falsas para que obremos por impulsos y así favorecer a los que quieren desestabilizar al gobierno. Deberíamos destituirle como embajador. No podemos consentir que vaya levantando infundios de personas respetables. Además, nos va dando informes inexactos sobre los efectos de los bombardeos de los alemanes en Londres, y eso que le exijo todos los detalles, por insignificantes que sean.
—Sí, Alba es un masonazo. Lo sé. Sin embargo, de momento, podemos aprovecharnos de su buena posición con Churchill para servir a nuestra causa.
—Te estoy diciendo que la información que te dio sobre mí es falsa, ¿y no vas a obrar en consecuencia?
—Está bien que él crea que no sabemos nada —en el tema que hacía referencia a la marquesa y su relación extraconyugal sí le creía—. Estarás de acuerdo conmigo en que su posición nos puede servir para influir en algunos miembros del Partido Conservador británico.
Serrano Súñer no entendía la inacción de su cuñado. Se despidió y colgó con amargura. Franco no movía un dedo a pesar de saber que Jimmy —así le llamaban— era otro de sus enemigos. Ahora había que demostrarles a todos que no era cierto lo que había contado sobre él y que su relación con la marquesa era un infundio.
Los días siguientes procuró dejarse ver con Zita en numerosos actos. Le pidió por favor que lo acompañara. Aunque a ella no le gustaba hacerlo, no fue capaz de decirle que no a su marido. Siempre le apoyaba en todo y más si se lo pedía expresamente. Sonsoles, que seguía la actualidad por la prensa, vio las fotos de los dos. Aparecían sonrientes, cómplices. Parecían un matrimonio bien avenido. Realmente, se sintió mal. Aquella mujer le caía bien y estaba enamorada de su marido. No podía hacer otra cosa más que esperar. No le gustaba el papel de amante, pero no tenía otra opción. Aquella realidad le pesó sobre su estado de ánimo como nunca.
Tenía que superar aquella situación. Ella estaba casada con un buen hombre, se repetía machaconamente en su cabeza. Pero su corazón pertenecía a Ramón Serrano Súñer. Sería su condena de por vida. Casada con un hombre que le proporcionaba la vida que quería y enamorada perdidamente de otro que aparentaba una vida familiar estable. Llegó a pensar si se había aprovechado de ella. Serrano Súñer era como un vampiro, se llegó a decir en un momento de desesperación. Le había chupado la sangre y el alma. Le había robado el corazón, y ella ya no tenía dominio de su propia vida. Dependía de la voluntad de aquel hombre de ojos azules. Él decidía cuándo y dónde. El único papel que le quedaba a ella era esperar y decir que sí. Su poder no solo se mostraba en el terreno político, sino que también se extendía a su vida íntima. Le dio rabia pensar aquello, pero sabía que era la pura verdad. Serrano Súñer era dueño y señor de su presente y de su futuro.
Sonó el teléfono en su casa. Como siempre, a esas horas de la mañana, lo descolgó. Esperaba la llamada de su hermana Carmen. No tenía ánimo. Se dejaba llevar.
—¡Dígame!
—Soy yo, Ramón.
Hubo un silencio. No se lo esperaba y se quedó muda durante segundos. Se borró de su mente todo lo que acababa de pensar sobre él. ¡La estaba llamando!
—No te esperaba… Tantos días sin saber de ti…
—Lo sé. He estado muy liado. Además, hay noticias que nos perjudican a los dos y he dejado pasar un tiempo.
—¿Qué noticias son esas?
—No puedo decírtelo por teléfono. Orna te llevará otro libro. Ya me entiendes…
—Sí.
—No falles. Es grave.
Cuando colgó, temblaba. Estaba aterrada. No se podía imaginar qué noticias eran esas que les perjudicaba tanto. Cogió un cigarrillo y lo encendió. Llamó a Matilde y le pidió ayuda para vestirse. No hizo ningún comentario. Prácticamente no habló. Estaba aturdida.
A la media hora, sonó el timbre de la casa. Orna venía con el libro.
—Es para la señora. Me piden que se lo dé en mano —comentó.
Juan llamó a Matilde y esta se lo comunicó a la marquesa. Sonsoles, que ya estaba arreglada, fue a recoger el libro en mano.
—Muchas gracias. Dígaselo de mi parte a… la señora —no añadió nada más.
—Así lo haré.
Sonsoles se fue con su libro sin hacer más comentarios. Se limitó a ir a su cuarto y cerrar el pestillo por dentro. Se sentó en la cama y rebuscó entre las páginas. Allí había un sobre. Lo abrió con ansiedad y leyó: «A la una en Lhardy. Pregunta por Jacinta. Te pasarán a un reservado. ¡Espérame! No digas nada. Será un cuarto de hora».
La citaba en un lugar público, pero se verían en un reservado. Nada más que un cuarto de hora. ¿Qué era aquello tan grave que tenía que decirle? No quedaban en un piso, sino en un lugar tan conocido como Lhardy. Imaginó que era para que nadie sospechara cuando les viera entrar. Pensó rápido y encontró la excusa perfecta. Se haría acompañar por Matilde. Irían a comprar las croquetas que tanto le gustaban a su marido.
A la una menos cinco entraban en Lhardy. Le dio dinero a Matilde para que comprara croquetas y unos hojaldres.
—Espéreme en la puerta, por favor.
—¿Adónde va?
—Son cinco minutos. Haga lo que le digo.
Salió de la tienda y se metió en el restaurante contiguo. Subió las escaleras y, cuando la recibió el maître, preguntó por Jacinta. Inmediatamente la llevó hasta un reservado. Casi no le había dado tiempo a sentarse cuando llegó Ramón. Nuevamente estaban a solas. Esta vez en torno a una mesa… pero sin testigos.
—Sonsoles, ¡qué bella estás!
Se besaron con la misma pasión de siempre.
—No tenemos mucho tiempo. En un cuarto de hora tengo que asistir a una comida en uno de los salones de aquí. Por eso, pensé que si me veían entrar no sospecharía nadie.
—¿Qué está ocurriendo?
—Saben lo nuestro.
—¿Quién?
—Desde Franco para abajo, lo debe de saber mucha gente. Alguien cercano a ti o a mí, tampoco lo descarto, nos ha seguido y tiene conocimiento de que nos hemos visto a solas. Después de mucho pensar, creo que ha tenido que ser en San Sebastián.
—¿Puede llegar a oídos de mi marido? —le entró un frío helador por el cuerpo.
—Sí —se limitó a afirmar.
—¿Qué vamos a hacer, Ramón?
—De entrada, no te pongas nerviosa. Franco me ha hablado de una mujer casada, de la alta sociedad. Un periodista que está en Londres me ha dicho que se me relaciona con una marquesa… Pienso que a estas alturas saben que se trata de ti.
Sonsoles sintió que se le caía el mundo encima. Se sentó en una de las sillas.
—¿Pero desde Londres te hablan de mí? No entiendo lo que está pasando.
—Sí, los servicios de espionaje trabajan a mucha velocidad. Una información que sea de interés está en horas en los despachos de las personas más relevantes. Esto va así.
—¿Quién nos puede haber espiado? Hemos estado solos y yo no se lo he dicho a nadie.
—Yo he dudado de mi entorno, pero he llegado a la conclusión de que tiene que ser alguien cercano a ti. Una persona de la que no sospechas ha descubierto que somos… —no dijo más. No hizo falta—. Alguien que te siguiera el último día que estuvimos juntos o la noche que fui a tu casa en San Sebastián. Pudo vernos alguien del servicio. Primero discutimos, pero luego nos besamos.
—¿Qué podemos hacer, Ramón? —pregunto, con tono de gran preocupación en su voz.
—Tenemos que dejar de vernos.
Sonsoles rompió a llorar. Ramón se sentó a su lado y la abrazó.
—Ahora no podemos meter la pata. Nos están observando. Debes estar alerta y descubrir quién ha podido ser.
—Entonces… nunca más nos veremos a solas.
—Ahora no. Por lo menos a solas. Debemos descubrir quién de tu servicio ha podido ser. Dame sus nombres y yo investigaré. No te preocupes. El malnacido que lo ha hecho, lo va a pagar.
—No lo podré soportar. Necesito verte, amarte.
—Lo sé, lo sé… Me pasa lo mismo. No consigo apartarte de mi pensamiento. Siempre te siento cerca, pero hay que tener mucho cuidado. El día que nos veamos, tendremos que asegurarnos de que no nos sigue nadie. Ir a un lugar que no despierte sospechas, pero primero daremos con la persona que nos ha seguido.
—Un hotel, un restaurante con reservados…
—Sí, un lugar público donde entre y salga mucha gente.
Se besaron como si no volviera a existir otra posibilidad de hacerlo.
—Debo irme. Está Matilde en la tienda, esperándome —le dijo mientras se ponía de pie.
—No te fíes de nadie, ni de quien hasta ahora pensabas que te era fiel. En tu entorno una persona lo sabe y está dando información a quien no debe.
—¿Crees que alguien me espía?
—Sí —la volvió a besar—. Debes irte. Nos veremos pronto. Aunque no podamos estar juntos, por lo menos estaremos cerca. Te avisaré.
—¡Adiós, Ramón!
Se le humedecieron los ojos cuando lo miró por última vez y salió del reservado. Bajó las escaleras rápidamente y, en la puerta de la tienda, ya la esperaba Matilde. En ese momento, varios hombres vestidos de Falange entraron en el restaurante. Se la quedaron mirando. Lo mismo sucedió con dos militares de alta graduación, que también entraron allí sin disimular su admiración hacia su belleza.
—¡Vámonos! —fue lo único que dijo en voz alta.
—Señora, ¿está usted bien? —preguntó la doncella.
—¿Por qué lo dice? —le respondió, seria.
—No sé. Le noto cara de preocupación.
—Por favor, Matilde. No especule sobre qué me pasa. No me encuentro muy bien. Nada más. Me duele la cabeza.
Pararon un taxi. Durante todo el camino fueron calladas. El taxista no paraba de mirar por el retrovisor a aquellas dos mujeres. Intentaba dar conversación, pero Sonsoles no respondía. Solo pensaba en quién podría haberla traicionado. Dudó de Matilde. En realidad, era la única que sabía las veces que había acudido al ministerio. Pero la doncella llevaba muchos años a su lado y jamás había abierto la boca. Le había demostrado una lealtad fuera de toda duda.
—Matilde, quiero que observe al servicio —rompió el silencio—. Dígame todo aquello que le parezca que se sale de lo normal.
—¿Ocurre algo?
—No lo sé. Es posible que alguien cercano vaya diciendo cosas sobre mí que me perjudican. Le pido que abra los oídos y esté atenta…
—Así lo haré, señora.
Cuando llegaron a casa, Francisco ya estaba tomando un martini, haciendo tiempo mientras ella llegaba.
—Querido, he ido con Matilde a comprarte hojaldres y croquetas a Lhardy. Sé que te vuelven loco…
—¡Qué preciosa eres! ¡Cuánto vale mi mujercita! ¿Se da cuenta, Juan? Mi mujer siempre pensando en mí.
El mayordomo asintió con la cabeza, sirviéndole otro martini a la marquesa.
Sonsoles estaba convencida de que esa información que estaba en boca de Franco y parte del gobierno no había llegado hasta los oídos de su marido. Confiaba en que Serrano lograra detener todo aquello antes de que se convirtiera en un comentario insoportable en boca de todos.
—Pues sabes que Lhardy es uno de los lugares preferidos de la nobleza.
—Lo sé. Hay muchas anécdotas divertidas de ese local —repuso su marido—. Una tiene que ver con sus famosos reservados.
—¿Sí? —no fue capaz de decir más. Dio un sorbo al martini.
—Cuentan que Isabel II se veía allí con el general Serrano… con el que se entendía…
Sonsoles creyó quedarse sin sangre cuando escuchó las palabras de su marido.
—Y en uno de esos encuentros incluso se dejó olvidado el corsé. Allí fueron para algo más que a comer —se echó a reír.
Sonsoles sonrió, pero aquella anécdota no le hizo gracia alguna. Disimuló y cambió de tema.
—Deberíamos viajar más —le dijo a su marido.
—Estoy dispuesto a ir adonde tú quieras. Ya lo sabes.
—Vámonos a tomar las aguas a Mondariz. Así estaremos mejor para afrontar el otoño y el invierno. A tu salud, todavía delicada, le vendrá bien.
—Por mí, cuando quieras.
—Solos tú y yo.
—Me parece una idea extraordinaria —se entusiasmó Francisco—. Déjame que lo organice yo.
Después de comer, el marqués había quedado con su hermano, Ramón, en la Gran Peña. Allí solo había hombres que compartían un mismo estatus social. Militares y nobles se encontraban para tomar una copa e intercambiar información. El marqués notó que al pasar cerca de los corrillos que había en el bar, se callaban las conversaciones y mientras se alejaba pudo escuchar risas entrecortadas. Le chocó, pero no le dio más importancia.
—¿Cómo estás, Ramón? —saludó con un abrazo a su hermano, que le esperaba en una de las mesas tomando un café y leyendo el periódico.
—Muy bien, gracias a Dios. ¿Tú cómo vas?
—No me puedo quejar. Estos días parece que estoy un poco mejor de salud. La verdad es que, después del tifus, sigo sin ser el mismo de antes.
—Deberías cuidarte más. ¿Qué necesidad tienes de ir al ministerio todos los días? Puedes dejarlo perfectamente y vivir bien.
—Lo sé, pero me gusta sentirme útil. No he nacido para no trabajar, como todos estos que están aquí.
—¡Shhhh! Habla bajo que te van a oír. Ya sabes que no está bien visto trabajar. Te disculpa el hecho de que sea en el Ejército.
—Después de lo cerca que he estado de la muerte, lo que digan me trae sin cuidado…
Siguieron conversando de asuntos económicos. Compartían el mismo administrador… Antes de separarse, su hermano le habló de Pura.
—¿Sabes el último chisme que va contando?
—Pues no, sinceramente.
—Que Serrano anda enamoriscado de una marquesa. ¡Figúrate!
—Será uno de tantos bulos…
—Anda con ojo, no vaya a ser tu mujer. ¿No tenéis mucha relación con él? Este verano tu mujer ha estado mucho sola… Ya te dije que casarse con una mujer tan joven no trae nada bueno.
—Ramón, por favor. Tú sabes que Pura la tiene tomada con ella. Mi mujer no me da ni un solo motivo para que yo dude. Estate tranquilo. Busca en otro lado a esa marquesa que dices… Además, Sonsoles, con quien estuvo este verano con la mujer de Serrano. De ella sí que se ha hecho amiga.
—Perdona. Te digo lo que sé. Me alegro de que no sea Sonsoles. Ahora andan todos esos cotillas —señaló a los que hacían corrillo— especulando quién será el que lleve… —Simuló unos cuernos con los dedos.
—A mí especular con ese tema no me hace ninguna gracia. Y menos que la gente ponga en duda la honradez de mi mujer solo porque sea joven. ¡No lo voy a tolerar! Ahora mismo voy a hablar con toda esa pandilla de cotillas…
—No, no lo hagas. Les darás motivos para sacarte los colores. Ahora, cuando te vayas, lo haré yo…
Francisco se tomó su café —era el único lugar donde no se bebía un sucedáneo, sino auténtico café molido— y se despidió de su hermano.
—Bueno, ¡hasta pronto!
Cuando abandonó la Gran Peña, observó otra vez las risas que surgían a su paso por las diferentes mesas. Los miró con cara de pocos amigos y cesaron de golpe. ¿Sería el objeto de las chanzas? ¿Tendría razón su hermano? Volvió a decirse a sí mismo que no tenía motivos para dudar de Sonsoles. Hoy mismo había tenido el detalle de ir a Lhardy a por croquetas…
Iba sumido en estos pensamientos cuando le paró un militar muy laureado que había combatido con él durante la Guerra Civil. Estuvieron hablando unos minutos y al despedirse le dejó preocupado:
—Tenemos que quedar a comer en Lhardy. Hacen un cocido extraordinario. Hoy mismo lo he comprobado. He tenido un almuerzo espléndido con Serrano Súñer. Me encantaría volver allí contigo y con los pocos que sobrevivimos a la batalla del Ebro. De verdad que merece la pena. ¿Qué te parece?
Se quedó serio, sin saber qué decir. ¿No era mucha coincidencia que su mujer hubiera ido a Lhardy el mismo día que Serrano Súñer había acudido a comer allí? ¿Era una casualidad? ¿Tendría razón su hermano? ¿Sería ella la marquesa de la que hablaba la chismosa de su cuñada?
—¿Estás bien, Francisco? —su interlocutor continuaba esperando una respuesta.
—¡Oh! Sí, perdona. Me duele un poco la cabeza. Sí, quedamos cuando quieras.
—¡Yo lo organizo! ¡Cuídate esa salud!
Cuando se despidieron, apenas podía andar. Las piernas no le respondían. Le costó llegar hasta el coche donde le estaba esperando el mecánico para llevarle a casa. ¿Sería verdad que Serrano andaba enamorado de su mujer? Aquello no podía ser cierto. Se tragó la desazón. Sacó fuerzas de flaqueza. Intentó superar aquello que no eran más que habladurías. La gente era muy mala, se dijo a sí mismo. No soportaban ver felices a los demás. Deseaba volver a casa y encontrarse a solas con Sonsoles.