12
El teléfono sonó en el domicilio de los Llanzol a las nueve de la mañana. Sonsoles acababa de despedir a su marido y a sus hijos sin moverse de la cama. Francisco tenía cita con su médico, Mariano Zumel, que había venido a Madrid desde Valladolid e iba a aprovechar para verle y contarle que todavía no se sentía repuesto del todo. Había superado el tifus hacía pocos meses, pero le había dejado secuelas. Ni los propios médicos podían creerse su recuperación. El párroco de la iglesia de Santa María llegó a darle el viático. La familia pensó que, en un estado tan grave, lo mejor era que se fuera en paz con Dios, ya que parecía inexorable su salida de este mundo. Aquel día, que felizmente superó, creyeron que era el último del marqués. En la casa lloraron todos, familiares, vecinos, amigos… Todos a excepción de Sonsoles. No era capaz de llorar ni tan siquiera viendo a su marido morir y al párroco entrar en su casa con la cruz alzada y al monaguillo tocando la campanilla con la mano derecha sin parar, mientras sostenía una vela con la mano izquierda. Las mujeres ataviadas de negro, tocadas con velos, se enjugaban las lágrimas que brotaban con fuerza de sus ojos al asistir al que parecía el último momento del marqués. Se proferían lamentos y alabanzas en voz alta mientras Francisco de Paula comulgaba sabiendo su próximo final. Sonsoles asistía pálida y seria a todo aquello. No hacía ni decía nada. Tenía la mirada perdida. Pensaba que se había quedado sin lágrimas el día que murió su padre, siendo una niña. Creyó que su marido la dejaba viuda igual que su padre la había dejado huérfana. Los hombres de su familia tendían a dejar a las mujeres solas. Tenía esa sensación de que nada era duradero y menos después de la guerra. Pero el marqués superó aquel día crítico y se recuperó. Le quedó una mala salud de hierro, que tanto le echaba en cara su mujer.
Ahora quería que le viera su amigo médico. Esperaba que le diera alguna de esas pastillas revitalizantes que se anunciaban en la prensa y en la radio. Necesitaba juventud y salud al lado de una mujer tan joven y vital como la suya. Desde hacía meses, tenía un hongo milagroso en un vasito de agua. Lo utilizaba cada vez que se sentía mal y notaba sus efectos de forma inmediata, pero no era suficiente. Se lo había recomendado el conde de Elda, y la verdad es que a él le funcionaba.
La rutina diaria en esa casa —con doce personas de servicio— no se modificaba nunca. Antes de que se encerraran los niños con las institutrices en el cuarto de estudios, acudían a la habitación principal para dar a su madre los buenos días. Ella, recostada sobre la cama, les miraba, les sonreía y les hacía una indicación con la mano para que se fueran de allí. A esas horas siempre estaba hablando por teléfono. Por otra parte, tampoco había un beso, una caricia… nada. Sonsoles era un témpano de hielo hasta con sus hijos. No estaba tampoco bien visto ser excesivamente cariñoso y efusivo con los niños. Había que educarles en la rigidez y en la austeridad, para hacer de ellos hombres y mujeres de provecho. De todas formas, Sonsoles llevaba esa práctica hasta el extremo. Los que la conocían sabían que parecía que reinaba sobre los espacios que habitaba. Se hacía siempre su voluntad y nada se movía sin su consentimiento. Fumaba menos durante el embarazo porque parecía que no le sentaba del todo bien, pero lo primero que hacía, al comenzar el día, era encender uno de sus cigarrillos americanos y fumarlo con boquilla. Sin embargo, no soportaba que su marido hiciera lo mismo a su lado. Le mandaba siempre al cuarto de baño porque decía que su tabaco «olía a rayos». Se había aficionado a fumar picadura de tabaco y ese olor a Sonsoles le provocaba náuseas. Francisco pensaba que era una manía del embarazo, y así lo acató desde el primer día que comenzó a rechazar el humo de los cigarrillos que liaba.
Sonsoles acababa de hablar con su madre, que padecía de jaquecas y esa mañana se había levantado con un dolor de cabeza descomunal. Por eso, cuando sonó el teléfono, lo descolgó pensando que era otra vez ella. Normalmente, Juan, el mayordomo, o Matilde, la doncella, eran los encargados de hacerlo. Pero a esas horas, ¿quién iba a llamar más que su familia?
—¡Dígame! —contestó.
—¿Domicilio de los marqueses de Llanzol? —preguntó una señorita muy seca y seria a través del auricular.
—Habla con la marquesa…
—Llamo desde el Ministerio de Asuntos Exteriores. Le paso con el señor ministro.
Por poco se le cae el teléfono de la mano. No esperaba la llamada del ministro y menos a esas horas. Carraspeó y esperó oír la voz de Serrano Súñer. No pudo evitar sonreír complacida.
—Señora marquesa, me alegro mucho de hablar con usted. Ayer sentí no haber podido despedirme como Dios manda. Fue imposible. Ya lo vio usted…
—No tiene importancia, señor ministro. Agradezco su llamada, pero no hacen falta sus disculpas.
—Por favor, llámeme Ramón.
—Muchas gracias… Ramón.
Aquel Ramón dicho por la mujer más atractiva que había conocido nunca le animó a seguir adelante.
—Ayer ya le dije a su marido que me gustaría que aceptaran mi invitación a comer esta semana en el palacio de Santa Cruz.
Sonsoles no se podía creer que el mismísimo ministro estuviera llamando a su casa para que fueran a comer con él. Realmente, era un hombre que iba a por todas. Le gustaba esa seguridad que tenía y esa voz tan acostumbrada a dar órdenes.
—Con mucho gusto. ¿Cuándo desea que vayamos?
—Si pueden, el próximo viernes a las dos de la tarde.
—¡Allí estaremos!
—Sonsoles, le mentiría si no le dijera que estoy deseando volver a verla.
Fue oír su nombre pronunciado por él y casi no tuvo fuerza para replicarle. Cerró los ojos para continuar la conversación. Le gustaron sus palabras, pero no le quiso responder en los mismos términos.
—Es usted muy amable conmigo… Ramón. —Era consciente de que su vida se estaba complicando sobremanera. No era capaz de decirle, «¿Qué quiere de mí?». No podía. Estaba encantada con la llamada y con la iniciativa. Deseaba verle de nuevo, y, por su parte, Serrano no perdía el tiempo.
—Contaré las horas hasta nuestro encuentro.
Una vez más, no quiso contestarle. Ella, que tenía salida para todo, se quedó sin palabras. Simplemente, se limitó a despedirle:
—Allí estaremos el próximo viernes.
—Hasta el viernes, Sonsoles. —Le gustaba aquella mujer tan segura de sí misma y tan poco dada a la adulación. Estaba acostumbrado a que todo el mundo se deshiciera en elogios con él, pero ella era distinta. No comprendió, sin embargo, su reticencia a contestar a sus constantes alusiones. Si le hubiera parecido mal, habría mencionado a su marido, pero no salió la frase de su boca. Le fascinaba también que ella no aludiera a nada que tuviera que ver con la guerra. Seguro que pasaban por su cabeza otras preocupaciones y, desde luego, nunca le hablaría de política. Le atraía no solo su belleza, sino su aparente frialdad. Para él, era todo un desafío.
Cuando colgó el teléfono, Sonsoles deslizó su cuerpo hasta tumbarse completamente en la cama cubierta de sábanas de seda blanca. No quería hablar con nadie. No quería ver a ningún ser viviente. Deseaba que pasaran las horas rápidamente para volver a verle. Era consciente de que los pasos que estaba dando no tenían vuelta atrás. Se preguntaba hasta dónde estaba dispuesto a llegar Serrano. Después, pasó a preguntarse a sí misma hasta dónde estaba dispuesta a llegar ella. Necesitaba chillar, gritar… ¡Iba a verle otra vez! De nuevo junto a su marido. ¡Qué situación más comprometida! Nunca había deseado a un hombre como le deseaba a él. Con su marido era distinto. Le quería, le daba seguridad, pero deseo… nunca había sentido deseo por él. Aquel sentimiento era nuevo. Su corazón se desbocaba y la tripa le empezó a molestar. El niño o niña debía de estar recolocándose, le quedaba poco para salir de cuentas. Su estado de ansiedad quizá estaba acelerando el parto.
Matilde llamó a la puerta. Prefirió no darle la orden de que pasara. La conocía demasiado. Tenía miedo de que viera el brillo en sus ojos.
—Señora, ¿se puede? —insistió la doncella.
—No, Matilde. Necesito estar sola unos minutos.
—Señora, ¿está usted bien? ¿Le pongo el desayuno?
—Todavía no. ¡Quiero descansar!
Matilde sabía que algo no iba bien. Estuvo durante toda la guerra sirviendo en la casa de los marqueses en San Sebastián. Aquellos años duros y difíciles la unieron mucho a Sonsoles y a los niños, a los que vio nacer. Por eso, sabía que algo le ocurría a la señora. Lo achacó a la recta final del embarazo. Ya faltaba poco para dar a luz y debía de estar preocupada.
Eso creía Matilde, pero, en realidad, la preocupación de la marquesa iba ligada al hombre que se codeaba con Franco. Esa sensación de estar cerca del poder le gustaba. No era algo nuevo para ella. Cerró los ojos y durante unos minutos se vio en sus brazos. Aquel hombre tenía que besar con la misma fuerza con la que se encaraba a todo y a todos…
Londres
El secretario del Foreign Office, Anthony Eden, recibía con todos los honores al embajador en Madrid, sir Samuel Hoare, y al capitán de corbeta Alan Hugh Hillgarth, cónsul en Palma de Mallorca y agente de los servicios de inteligencia MI6-MI5. Les iba a encomendar una misión altamente peligrosa y necesaria para Inglaterra. Les ponía en antecedentes antes de que llegara el primer ministro, Winston Churchill. Les había citado en su gabinete del 10 de Downing Street a los pocos días del encuentro de Hitler y Franco en Hendaya. El aparato político de Gran Bretaña no se podía quedar de brazos cruzados ante lo que se estaba fraguando a sus espaldas.
—Gracias por acudir tan rápido a mi llamada. Les pido que se acomoden y estén atentos a cuanto aquí se va a decir. Tendrán que grabar en su memoria todo lo que el primer ministro exponga y no deberán dejar rastro alguno sobre lo que aquí se hable. ¿Lo han entendido?
Los dos diplomáticos asintieron con la cabeza. Eran conscientes de que seguramente el destino de su país iba a depender de lo que les iba a pedir el primer ministro. No podían imaginar qué era, pero, sin duda, no sería fácil. A los pocos minutos entró en su despacho Winston Churchill. Cerró a cal y canto la puerta tras de sí. Después de estrecharles la mano, ocupó su sillón.
—Señores, les he hecho llamar porque necesito de las excelentes relaciones que tienen ambos con la burguesía, la aristocracia y la cúpula militar española. Miren ustedes estas fotos. —Les acercó un sobre abierto con imágenes del encuentro entre Franco y Hitler días antes.
Hoare y Hillgarth se miraron porque esas imágenes habían salido en toda la prensa del mundo y las habían visto sobradamente.
—Al margen de lo que le haya dicho el ministro de Exteriores, Serrano Súñer —continuó, dirigiéndose al embajador—, aquí no hay neutralidad. Yo diría que se percibe amistad y acuerdos altamente peligrosos para nuestra nación. Las imágenes hablan por sí solas. Franco sostiene la mano de Hitler entre las suyas. Hasta un niño percibe en el ambiente algo más, que nos están ocultando. No vamos a esperar, ¡actuaremos!
—¿Cómo? —preguntó Hillgarth, acercando su cuerpo a la mesa de despacho tras la que estaba sentado el primer ministro.
Antes de contestar, Churchill encendió uno de sus puros y comenzó a explicarse mientras les señalaba con el dedo índice y corazón.
—Necesito que lleguen a las personas más cercanas a Franco para que abandone la idea de alinearse con el Eje contra nuestro país. Deben tocar los hilos más cercanos al régimen para que disuadan a Franco y a su cuñado, Serrano Súñer, de entrar en la guerra europea.
—De cara al exterior se jactan de ser neutrales —aseguró Hoare.
—Pero no es cierto. Nuestros servicios de inteligencia nos han dado a conocer la Directiva 8 de Hitler. Se trata de un plan militar que solo se neutraliza con otro plan militar.
—¿Quiere que lleguemos a los generales más cercanos a Franco? —preguntó el embajador inglés.
—Sí, al generalato. Nos sirven también empresarios, hombres de finanzas y de negocios españoles que tengan amistad con los generales. Nuestro objetivo son los generales. Deberán ser ellos los que convenzan a Franco de que no se incline ni a favor de Inglaterra ni en contra de Alemania. Nosotros ganamos con su neutralidad.
—¿Cómo pretende que lo hagamos, señor? ¿En qué consistirá nuestra misión? —preguntó Hillgarth.
—Ustedes tendrán que mover inmediatamente todos sus hilos. A unos les tendrán que hablar de lo que supondría para España entrar en otra guerra, aludan al idealismo o al pueblo… y con otros habrá que ser prácticos y mencionar directamente la palabra dinero.
—¿Soborno? —le cuestionó Samuel Hoare con sus refinadas maneras.
—No lo llame así. Digamos… una ayuda por persuadir a Franco de que no se mueva de la neutralidad. Tendrán que ser extremadamente hábiles para saber con quién están hablando.
—Cada general captado —añadió el secretario Eden—, en razón del patriotismo o del estipendio, ha de creer que solo han hablado con él. Debe quedarle claro que no hay otros en el secreto. No queremos que existan líneas de contacto entre ellos.
—Sí, no queremos complots, grupos conspiradores… porque, de enterarse Franco, todo esto se podría volver contra nosotros. Inglaterra no debe existir detrás de esta «ayuda» que solicitarán a título personal para cada general que vean favorable a lo que les pedimos.
—¿Con qué dinero pagaremos? —preguntó Hillgarth, siendo consciente de que su tranquila vida en Son Torrella llegaba a su fin.
—El dinero necesario —explicó Churchill, apuntándole con su puro— se depositará en una sucursal de la Swiss Bank Corporation en Nueva York. Los pagos se librarán desde allí. Viajes, dietas, estipendios, gratificaciones… lo que sea necesario.
—Habrá que centrarse —intervino Hoare— en los generales liberales, muchos de ellos monárquicos, que no quieren más guerras. Sobre la marcha pienso en Aranda, Kindelán, Orgaz, Varela, Ponte, Dávila, Queipo de Llano, quizá Beigbeder… Saliquer, Solchaga, Monasterio… Son muchos, pero son más los germanófilos y fascistas.
—Trátese a cada uno de estos «caballeros de San Miguel y San Jorge» con todo el boato y prosopopeya necesaria. Cada uno debe sentirse único y diferente del resto. Necesitamos anglófilos, monárquicos y alérgicos al fascismo. Tienen una tarea importante y trascendental para nuestro país.
—No será fácil influir en un Generalísimo autosuficiente, con un cuñado tan proalemán como ministro de Asuntos Exteriores, pero lo vamos a poner en marcha —afirmó Hillgarth.
—No pueden fallar en esta misión. Nos jugamos mucho en ello. Franco tiene que seguir siendo neutral. Ustedes deben llegar al meollo de su gobierno para que no se alinee con el Eje —insistió Churchill—. Y no olviden que el gobierno de su majestad no está detrás de esta operación porque esta operación no existe, como tampoco ha existido esta conversación.
Se estrecharon las manos y salieron de aquel despacho blindado. A partir de ese momento, solo podrían hablar entre ellos y nunca por teléfono. Nadie más debía estar informado de este asunto.
En el avión de regreso a España, Hillgarth le propuso a Hoare que fuera el banquero mallorquín Juan March quien gestionara y distribuyera los estipendios. Tenía muy buena relación con el régimen después de haber costeado gran parte del alzamiento. A su vez, Hoare mencionó al general Alfredo Kindelán. Le parecía el hombre perfecto para arrastrar a la neutralidad a otros compañeros de armas. Era un militar de prestigio entre el generalato, además con mando militar ejecutivo y peso en el Consejo Superior del Ejército, el órgano máximo de decisiones militares. Aportaba otra cualidad: era crítico con Franco, capaz de enfrentarse a él si este se empeñaba en combatir junto a Hitler. Tenía la autoridad moral de haber sido uno de los que le dieron el poder a Franco en Salamanca.
Siguieron haciendo elucubraciones sobre el trabajo que cada uno debía desempeñar. Al día siguiente, se pusieron a tejer la tela de araña en la cual los generales iban a ser sus presas.
A primeros del mes de noviembre, el gobierno británico ya había depositado en la sucursal neoyorquina del banco suizo una suma inicial de diez millones de dólares.