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Las bajas españolas causadas por la artillería enemiga llegaron hasta el despacho de Serrano Súñer a mediados de octubre. Entre los primeros caídos aparecía el nombre del cabo Javier García Noblejas, conocido suyo. Era un camisa vieja de la Falange. Ahora yacía frío e inmóvil en el barro ruso. El hermano de Javier, Ramón, único superviviente de una familia que había sido aniquilada en la Guerra Civil, llevó el cadáver hasta Grigorovo para darle sepultura. Al líder caído se le dio una sentida despedida. El capitán de corbeta Manuel Mora Figueroa, héroe de la contienda española, representó a Muñoz Grandes en las exequias.

Al enterarse Serrano Súñer de la pérdida, promovió una misa por los primeros caídos en la iglesia de San José, en la calle de Alcalá. Se dieron cita no solo miembros de Falange, sino también antiguos héroes de la Guerra Civil. Francisco Díez de Rivera acudió al funeral. Sonsoles le acompañó. Sabía que vería a Serrano Súñer, aunque fuera de lejos. Era consciente de que su marido estaría vigilando todos sus pasos. Aun así, se arriesgó. Ella insistía en que no tenía nada de lo que avergonzarse.

—Es más, sabes que me gusta provocar a los cotillas. Me da igual lo que digan sobre mí. Te voy a acompañar.

Cuando entró Serrano en la iglesia, todos los asistentes ocupaban sus asientos. Sonsoles llevaba velo negro y traje de chaqueta del mismo color. Al ministro no le hizo falta buscar mucho. Fue una visión fugaz pero intensa. Saludó con la cabeza a su marido, que le correspondió.

Durante la ceremonia pensó en cómo encontrarse con ella. Necesitaba sentir la calidez de su mano. Cuando acabaron los actos religiosos, pidió al barón De las Torres que buscara al marqués. Quería saludarle. Francisco esperó a que saliera de aquella fila interminable de falangistas y héroes de guerra que querían estrechar su mano. El ministro, vestido de guerrera y pantalón negro, habló con los Llanzol.

—Hace mucho que no se de ti, marqués. ¿Cómo te van las cosas?

—No me puedo quejar —contestó, observando las miradas que lanzaba a su mujer.

Cogió la mano de Sonsoles y la besó sin perder de vista sus ojos. Cuando rozó su mano con sus labios, sintió un pinchazo en el estómago. La marquesa tampoco pudo evitar un escalofrío. Tuvo que respirar profundamente. Se amaban. Lo decían sus ojos. Habían dejado de verse, pero la herida seguía abierta. Los dos lo sabían.

—Ya ves qué desgracia lo de García Noblejas. Quiero traerme a Ramón, al único de la familia que queda vivo, pero él no quiere venir.

—Están dispuestos a dar su vida por España. Sabían a lo que iban.

—Lo sé. Lo sé. Bueno, tengo que dejaros. Me alegro de veros… tan… bien —no fue capaz de expresarse con la fluidez de otras veces.

—Igualmente —dijo el marqués.

Sonsoles no abrió la boca. No podía. Aquella actitud le dio qué pensar a su marido. Su mujer, que jamás callaba, esta vez no había dicho ni una sola palabra. Se fueron rápidamente de allí. No esperaron a que el ministro se marchara. Serrano la vio salir del templo. Le gustaba cómo andaba y cómo se movía. Su sola presencia cerca de él le turbaba. Necesitaba dar una explicación a Sonsoles. Había desaparecido de su vida de la noche a la mañana. Decidió llamarla. Lo haría al día siguiente.

Sonsoles se quedó sin palabras durante todo el trayecto.

—No deberías acompañarme a este tipo de actos. Te afectan mucho —le dijo su marido, mirándola de reojo.

No quiso hablar. Se hubiera echado a llorar. Siguió callada hasta que llegó a casa y se encerró en su cuarto. Allí derramó todas las lágrimas que quiso en silencio. Añoraba a aquel hombre del que se había enamorado perdidamente.

Sonó el teléfono. No llegó a tiempo de cogerlo. Se secó las lágrimas y, al rato, tocaron con los nudillos en la puerta de su habitación. Abrió el pestillo y Matilde le pidió que atendiera el teléfono. La llamaba Cristóbal Balenciaga. Su cara se iluminó.

—¿Cristóbal? —dijo nada más descolgar el aparato.

—Hola, querida. Tenía muchas ganas de saber de ti.

—Me das una alegría muy grande. —Alguien descolgó el auricular desde otro punto de la casa. Sonsoles lo supo porque la voz de su amigo empezó a llegar amortiguada. Tocó el timbre mientras charlaba con él.

Apareció Matilde y mientras Balenciaga hablaba, Sonsoles tapó el auricular y le dijo que averiguara quién había descolgado otro teléfono de la casa y estaba escuchando su conversación.

—Sonsoles, quería invitarte a venir a París. Voy a presentar mi colección de trajes de noche. Acudirán mis clientas de todo el mundo. No puedes faltar.

—¿Cuándo será?

—La tercera semana de noviembre. Es la fecha en la que pueden asistir mis clientas americanas. Venir a París está justificado en cualquier época del año, ¿no te parece?

—A mí no me tienes que convencer. Se lo diré a Francisco. No creo que haya ningún problema. Será un placer acompañarte. Lo malo es el permiso para viajar. Tardan mucho en darlo, ya sabes.

—Tienes amigos en el gobierno… No creo que sea un problema para ti.

Sonsoles no quiso responderle con la simpatía con la que solía hablar mientras no supiera quién estaba escuchando esta conversación.

—El que tiene los amigos es mi marido. No te preocupes, que intentaré hacer todo lo posible por ir a París, pero necesito el beneplácito de Francisco. Te llamo mañana y te doy una contestación. Nada me haría más feliz.

Balenciaga se dio cuenta de que Sonsoles no hablaba con libertad. El teléfono no era un medio seguro.

—Sí, llámame cuando creas conveniente y, sobre todo, cuando puedas hablar…

—¡Claro!… Eso es.

—Pues quedamos en que mañana me llamas.

—Muy bien, ¡pues hasta mañana, Cristóbal!

Cuando colgó, Sonsoles tenía sentimientos encontrados. Por un lado, se sentía feliz ante la posibilidad de ir a París y, por otro, enfadada por sentirse espiada en su propia casa.

Matilde regresó de su inspección por la casa sin ningún resultado.

—Su marido está tomando un coñac y hablando con el mayordomo. Elizabeth juega con los niños y Olivia pasea por la casa con el pequeño Antonio. No creo que se arriesgue a coger el teléfono mientras está con el niño. Si se pone a llorar, la hubiera delatado.

—Por si acaso, la que más opciones tiene de hacerlo es la americana. No la pierda de vista.

Esa noche pensó en su posible viaje a París. De poder viajar, lo haría con Matilde. ¿Pero cómo acelerarían el permiso para salir de España? No quería llamar a Serrano. Se había comportado mal y de un modo poco elegante con ella. Estaba segura de que su marido no se opondría al viaje, es más, sería el encargado de gestionarlo. Necesitaba cambiar de aires. Pasárselo bien y olvidarse de todo. En París disfrutaría viendo la ciudad, las propuestas nuevas de moda y, sobre todo, compartiendo amistad con las damas más importantes del mundo. Vestirse de Balenciaga no estaba al alcance de cualquiera. Le ilusionaba el viaje y con esa idea en la cabeza durmió esa noche.

No esperó mucho. Al día siguiente, antes de que su marido saliera para el ministerio, ya se lo comunicó:

—Francisco, Cristóbal me ha pedido que me vaya a París la tercera semana de noviembre.

—¿Para qué?

—Presenta una colección de trajes de noche. Van a acudir sus clientas de todo el mundo.

—Pues tú eres su mejor clienta… No puedes faltar. Lo malo es que yo no podré acompañarte.

Sonsoles se acercó a su marido y lo besó en la boca. Algo que no solía hacer habitualmente. Así le mostraba su agradecimiento. Francisco era incapaz de decirle que no a nada que le hiciera ilusión. Él sabía lo mucho que significaba Balenciaga para ella. No quería más que darle gusto y tenerla contenta. Era lo único que podía contener su juventud: concederle todos sus caprichos.

—¿Podrás hacerme la gestión para que me den el permiso para salir?

—A lo mejor deberías llamar a tu amigo Serrano Súñer —contestó, poniéndola a prueba.

—No, no, de ninguna manera, eso sería dar pie a los cotillas. Cuanta menos relación tenga con él, mejor.

—Está bien, lo haré yo. No creo que ponga ninguna pega. ¿Con quién irías? Podían acompañarte tu madre y Matilde.

—Mi madre no. Está muy mayor. Sería más un lastre que una buena compañía. Me apañaré sola con Matilde.

—Está bien. Entonces serían dos permisos nada más.

—Sí, eso.

—Yo me encargo. No te preocupes. Haré la gestión.

De despedida, volvió a darle otro beso. Esta vez en la mejilla… Se apoyó en el cabecero de la cama y comenzó a hacer una lista de las cosas que necesitaba para el viaje. Apuntó en una libreta todo lo que debería comprar en los próximos días. De pronto, sonó el teléfono. Lo descolgó mecánicamente. Pensaba que serían su madre o sus hermanas.

—¿Sí? Dígame.

—Soy yo, Ramón.

Se quedó en silencio hasta que pudo arrancar una sola palabra:

—Hola… —no fue más expresiva. No podía.

—No parece que te haga mucha ilusión. Estaba deseando volver a escucharte.

—Eres como el Guadiana, apareces y luego desapareces… Sin explicaciones, sin saber qué ha pasado. Yo no he provocado los rumores. Los padezco como tú. No entiendo que no quieras saber de mí…

—Te llamo para darte una explicación. Sé que no me he comportado bien. Creo que deberíamos hablar cara a cara y no por teléfono. Además, tengo algo que te pertenece que te quiero devolver —tocó con su mano el pendiente.

—No sé si es una buena idea…

—Tengo las llaves de casa de Dionisio…

—No, no quiero ir a casa de nadie. —Se sentía ofendida. Aunque estaba deseando echarse en sus brazos, pudo más su orgullo.

—Si quedamos a comer, ¿vendrías?

—¿Para que nos vea todo el mundo y sigan hablando de nosotros? No, gracias.

—Nos podemos ver en un reservado de Lhardy. Nadie tiene por qué enterarse. Ya se preocupará el dueño de que entremos y salgamos sin que nos vean. Te puedo asegurar que he celebrado muchas reuniones allí que luego no han trascendido. Dime que sí, Sonsoles.

—Está bien… Nos vemos en Lhardy, pero por la tarde. No a la hora de la comida.

—Es el momento en el que hay menos servicio. Solo quedan las tertulias que se prolongan tras las comidas.

—Por eso. Habrá menos gente. Además, si nos vemos, se me quita el hambre. Dices que quieres hablar. Pues hablemos.

—Está bien. Mañana a las seis. Organizaré una comida en el mismo Lhardy y me iré de ella a las cinco y media. Estaré en el reservado trabajando. Al dueño le parecerá normal. Pregunta por Rolo cuando llegues.

—¿El apodo de tu hijo Ramón?

—Sí.

—Muy bien. ¡Hasta mañana!

Cuando colgó, Sonsoles se quedó temblando. No había sabido negarse. Estaba deseando verle. Pensó con rapidez y decidió llamar a su amigo Tono para organizar una tertulia para el día siguiente a las siete de la tarde. De esa manera estaría justificada su presencia en Lhardy.

Tono no puso ninguna objeción. Pensó que era una idea fantástica para pasar un buen rato. Se reunirían allí los amigos y se reirían de todo sin dejar títere con cabeza. Sonsoles le pidió que le llevara un ejemplar de La Codorniz.

Estuvo nerviosa durante el resto del día. Sabía que era el final. Aquella cita era la despedida de algo que no debió suceder nunca. Le iba a devolver su pendiente. Había estado con él desde el primer día que se besaron. Era el momento justo para entregárselo. Los rumores habían precipitado el final de aquella relación. Debían continuar con sus vidas como si nada hubiera sucedido. Sin embargo, ya nada sería igual. Una vez que conoces la pasión, es imposible volver sin amargura adonde no debiste salir nunca, se decía a sí misma.

Durante todo el día estuvo preparando el encuentro. Se dio un baño y se perfumó por todo el cuerpo. Aquello ya parecía un ritual. Sentía que se iba a ofrecer como sacrificio, como si fuera a inmolarse. Se vistió con el mismo traje del primer día que se vieron a solas. El mismo sombrero. Quería que fuera todo igual. Tenía la certeza de que una vez que se dijeran adiós, ya nada sería lo mismo. Sería una muerta viviente. Su alegría se apagaría. Desde hacía un año solo vivía para saber de él, para encontrárselo, para verle, para amarle. La luz se apagaría para siempre. Sería como parar el motor de su vida. Sentía miedo del futuro. ¿Y ahora qué?, se preguntaba.

Durante la comida avisó a su marido de que iría a una de las tertulias que organizaba Tono.

—Te traeré La Codorniz. Se la he pedido.

—Me reiré un rato. Dicen cosas que en un periódico serio nadie se atrevería a publicar.

—De momento, van sorteando la censura. Eso no quita para que cualquier día tengan algún problema serio.

—Da recuerdos a Tono. ¿Quieres que te vaya a buscar esta noche? He quedado con mis hermanos en la Gran Peña. No me cuesta nada pasar a recogerte.

Solo imaginar que su marido apareciera por allí, aunque fuera al final de la tertulia, no le gustó.

—No, prefiero no quedar contigo, porque no sé exactamente a qué hora terminaremos. Si vienes a por mí, precipito el final.

—Está bien. Nos vemos en la cena.

Se acercó a besarla. Sonsoles le dio un beso en la mejilla. Francisco hubiera deseado un beso en la boca, pero siempre seguía su voluntad. Con ella no se podía forzar ninguna situación que no deseara previamente. Siempre era así.

En cuanto su marido se fue de casa, le dijo a Matilde que se arreglara. Debía acompañarla a una cita. A las cinco y media salían por el portal y a las seis llegaban a Lhardy en un taxi.

—Matilde, pasee, haga lo que quiera. No saldré hasta las ocho y media en punto.

—Está bien. Aprovecharé para ir al Cristo de Medinaceli.

—Ponga varias velas por todos nosotros —le pidió la marquesa, dándole unas monedas.

Mientras subía las estrechas escaleras de Lhardy sintió que sus tobillos flojeaban. Al ver al maître preguntó por Rolo e inmediatamente la llevaron hasta el reservado más discreto del restaurante. Llamó a la puerta y pasó. Allí estaba Ramón escribiendo en una hoja de papel. Dejó de hacerlo y se levantó para recibirla.

—¡Qué bella estás! —se acercó a besarla, pero Sonsoles le esquivó mirando hacia abajo.

Había tensión entre los dos. Se deseaban con la mirada, pero marcaron las distancias.

—Tú dirás… —dijo Sonsoles, orgullosa.

—Sé que mereces una explicación. El hecho de que no te haya llamado no significa que no me haya acordado de ti cada día.

Se sentó cerca de ella y le cogió la mano. La sostuvo entre las suyas mientras continuaba hablando.

—Estoy muy vigilado. Mucho. Cada movimiento mío lo siguen ojos distintos pero todos con un mismo fin: acabar con mi carrera política. Tuve que dejar de llamarte y de verte después de que mi cuñado mencionara los rumores sobre ti y sobre mí. Para poder decir que era mentira, no me quedó más remedio que cortar de raíz nuestra relación. Por cierto, los comentarios han llegado hasta mi mujer…

Oírle hablar de su mujer le dolió a Sonsoles. Pensó que Zita sería su esposa legalmente, pero su corazón le pertenecía a ella. No había más que mirar a sus ojos para saber cuánto la deseaba.

—Esos comentarios han llegado también a mi marido. Tan fácil como negarlo todo. Además, no existe una relación entre tú y yo. Nunca ha existido. Han sido ráfagas.

—No puedes decir eso —se dolió él—. Nos amamos. A eso no le puedes llamar ráfagas.

—Nunca has pensado en mí y en cómo lo podía estar pasando. ¿Eres consciente de que a mí solo me queda esperar a que tú te dignes a llamarme? Me amas con pasión entre palabras de amor fogosas y ardientes, pero luego no me llamas durante semanas. ¿Crees que eso no es para volverse loca?

—Te llamo cuando creo que nadie me espía. Mi cuñado me ha pedido que sea como la mujer del César, y ahora es un momento delicado para mi carrera política. No puedo dar la oportunidad a mis enemigos de que nos hagan una foto o que me sigan hasta el lugar en el que me encuentre contigo. Están deseando pillarme para contárselo a Franco. Y él solo está esperando un motivo para quitarme de en medio. ¿No te das cuenta? Si tienen que sacrificarte y pisotear tu nombre y el de tu familia, lo harán. Aquí hay una carrera de ambiciones que va más allá de lo que tú y yo sintamos. Yo te amo, Sonsoles. Sé que lo sabes porque es evidente. Pero nuestro amor tendrá que esperar tiempos mejores.

Se acercó y la rodeó con los brazos. Sus bocas quedaron muy próximas.

—Me estás diciendo que no volveremos a vernos. Que se acabó nuestro amor… —se le saltaron dos lágrimas. Sonsoles no lloraba nunca delante de nadie, pero esta vez su sentimiento de pérdida pudo más que su orgullo.

—No he dicho eso. Nuestro amor es imposible que acabe. Nunca. Digo que no debemos vernos durante un tiempo. Vigilan mis pasos y que nos relacionen no solo acabaría con mi carrera, sino también con mi matrimonio; pero el tuyo no saldría mejor parado. Estas cosas corren como la pólvora, y Francisco y Zita no se merecen el daño que les causaríamos.

Sonsoles se tapó los ojos con las manos. No quería que Ramón la viera llorar. Él la volvió a abrazar. Intentó besarla, pero ella no apartaba sus manos de la cara.

—Sonsoles, no seas niña. Entiende lo que te estoy diciendo.

Consiguió que ella dejara su rostro al descubierto y empezó a besar sus ojos, su nariz, su boca… Sonsoles le correspondió. Sabía que era el final de aquel amor. La despedida…