Como si de un ritual se tratara, Serrano Súñer se puso el esmoquin. No había terminado de vestirse cuando llegó el camarero del servicio de habitaciones con una botella de champán. Aprovechó para pedirle una cena para dos. Sería la primera y la última con Sonsoles a solas. Quería cuidar hasta el mínimo detalle. Puso música. Había varias emisoras para elegir en la radio de su habitación. Aprovechó también para escribir varias cartas y llamar a casa telegráficamente. Nunca una espera se le había hecho tan larga… Tuvo que ir al cuarto de baño a refrescarse la cara. Estaba cansado del viaje y era la única forma de mantenerse despierto. Todo aquello parecía irreal.
Sonsoles, por fin, llamó a la puerta. Lo hizo con sigilo, pero con insistencia. Estaba nerviosa. No quería que la vieran en el pasillo entrando en una habitación que no fuera la suya. Ramón abrió y durante unos minutos se quedaron mirándose el uno al otro como si se descubrieran por primera vez.
—Pase usted, señora —le pidió, haciendo una especie de reverencia con la mano.
—Muchas gracias, caballero —le dijo Sonsoles, divertida.
Cuando cerró la puerta, comenzó la cuenta atrás. Iban a compartir una noche que parecía sacada de un sueño. Un sueño que se desvanecería al amanecer. Serrano abrió la botella de champán.
—¡Por ti y por mí! —entrechocaron las copas.
—¡Por los dos!
El champán estaba frío, seco. Delicioso. Se miraron de nuevo a los ojos. No hacían falta las palabras. Parecía que la vida les daba una prórroga. La música sonaba de fondo y Serrano la invitó a bailar. Le pareció divertida la idea, y Sonsoles aceptó. Sus movimientos eran lentos y armoniosos. Marcaban pasos pequeños. Eran la excusa perfecta para estar juntos, pegados el uno al otro. El perfume de Sonsoles lo envolvió por completo. Sus ojos verdes parecían más oscuros que nunca. Se podía perder en aquellas pupilas grandes y negras, intentando averiguar el misterio que encerraban.
—¿Sabes que los ojos no mienten? —le dijo Ramón—. Yo sé el secreto que esconden tus ojos.
—¿Qué te dicen mis ojos? —preguntó ella, mirándole de forma retadora.
—Que esconden una pena muy honda, muy profunda, pero… son muy hermosos.
—¿Tanto se nota que estoy herida?
—Yo sí lo noto.
—Ramón, no volveré a ser nunca la que era y menos después de esta noche. Mi alegría son estas horas que nos quedan para estar juntos, y mi tristeza, que mañana ya estarás lejos de mí, para siempre.
—No pienses en mañana. Ahora déjate llevar por este instante. Cierra los ojos.
Comenzaron a bailar por la habitación. Sonsoles se sentía protagonista de una historia real que parecía de película. Intentó olvidar que estaba casada, que tenía tres hijos, un título, una familia aristocrática y una reputación. Allí, volvía a ser Sonsoles, una joven que deseaba estar viva y ser libre. Comenzó a reír mientras Ramón la hacía girar sobre ella misma con cierta destreza. La marquesa dejó de pensar que se trataba tan solo de una noche. Seguía los pasos de aquel hombre que se comportaba como un enamorado sin pasado. No había protocolo, ni tenían por qué disimular. ¡Estaban solos!
Volvieron a llenar sus copas. Reían y bailaban como las burbujas del champán. Aquella noche era suya. Nada ni nadie podía enturbiarlo. Se besaron apasionadamente. Sus bocas nuevamente se buscaron. De pronto, llamaron a la puerta…
—He pedido la cena. Métete en el cuarto de baño. No quiero que te vean.
—Está bien…
Mientras el servicio de habitaciones servía la cena, Sonsoles aprovechó su estancia en aquel baño de mármol y espejos para mirarse. No se reconocía. Parecía una mujer más joven. Se sentía feliz. ¿Por qué la vida no podía darle una nueva oportunidad junto a Ramón?, se preguntaba. Debía renunciar al único hombre al que había amado. La sociedad no permitiría nunca que fuera feliz lejos de su marido. Sería un escándalo. Les negarían hasta la palabra. Aquello no tenía solución, lo mirara por donde lo mirara. Era el final, si no querían sufrir más. Los pensamientos negativos regresaron a su mente. Afortunadamente, se desvanecieron rápido.
Ramón dio unos golpes en la puerta y le pidió que saliera. El camarero ya se había ido. Sonsoles se sorprendió de que en tan pocos minutos hubieran instalado una mesa en mitad de la habitación perfectamente servida y decorada. En otra mesita supletoria aparecían dos bandejas con dos cubiertas de plata.
—He pedido algo de cenar… Una sopa y carne —se justificó el ministro.
Le acercó una silla y Sonsoles se sentó.
—Has pensado en todo, Ramón.
—Hoy no quiero que se me escape ni un solo detalle.
Sonsoles no tenía apetito nunca y menos esa noche. Los dos compartían la sensación de tener un nudo en el estómago.
—No he querido pedir pato a la naranja porque en Berlín lo único que se come es pato. No me preguntes por qué, pero siempre que he ido a Alemania he comido lo mismo en el entorno del Führer.
Sonsoles reía con todo lo que él le decía.
—Soy la única de mis tres hermanos que no hablo alemán —admitió—. Como fui una trasconejada, no tuve oportunidad de vivir allí. Cuando yo nací, mi padre ya no era diplomático y vivía en España. Mis hermanas y mi hermano, en cambio, lo hablan estupendamente.
—No conozco a tu hermano.
—Está siempre fuera porque siguió los pasos de mi padre, también es diplomático. Las hermanas nos sentimos muy orgullosas de él. Hace años que la familia no está nunca al completo; casi siempre nos falta él. Le tira más la rama mejicana de la familia.
—No me hables de ausencias, que de eso sé mucho. No hay día que no recuerde a mis hermanos José y Fernando.
—Te marcó mucho perderlos, ¿verdad?
—Me marcó muchísimo. Siempre me he culpado de sus asesinatos. Si no se hubieran quedado en Madrid para pedir mi libertad, hoy vivirían. Esa es mi cruz.
—Esta noche no quiero tristezas. Háblame de ti.
—¿Qué quieres saber?
—No sé, todo.
—Estoy marcado por las ausencias… Perder a mi madre cuando era un niño me ha hecho idealizar la figura de la mujer. Yo creo que por eso me gustáis tanto las mujeres.
—Eso que dices no sé si me gusta del todo. Preferiría que no utilizaras el plural.
—Ven…
La tomó de la mano y la invitó a levantarse de la mesa. La llevó hasta el dormitorio.
—Me ilusiona pensar que no tenemos prisas y que podemos estar juntos sin angustias, sin tensiones, sin miedos.
Comenzó a quitarse la pajarita y a desabrocharse la camisa… Sonsoles lo observaba curiosa mientras cogía un cigarrillo de su pitillera.
—Estoy cansado de corbatas, pajaritas… Espero que no te importe, pero necesito quitármela.
Sonsoles negó con la cabeza y siguió apurando su cigarrillo. La música sonaba de fondo. Se sentó en la cama apoyando su espalda en el cabecero. Ramón se quitó los zapatos y se sentó a su lado.
—¿Me ayudas? —le dijo Sonsoles, mostrando la espalda de su vestido.
—Creeré por un día que lo nuestro podía haber sido posible. —Ramón la besó suavemente.
—La pena es no habernos conocido antes de que te casaras. Yo sería una niña. No te habrías fijado en mí.
—De haberte conocido, seguro que sí. Nos movíamos por círculos distintos. A mí me gustaba mucho la política. José Antonio y yo teníamos otras preocupaciones que nos parecían prioritarias. Pertenezco a una generación que no tuvo juventud. La época que me tocó vivir me dejó sin una parte esencial de mi vida. Daría lo que fuera por volver a empezar.
—A todos nos han quitado algo. Piensa que yo me casé muy joven. Francisco pretendía a Ana, pero me crucé en su camino. Yo quería irme de casa a toda costa. Casarme me pareció una liberación. Necesitábamos dinero en la familia. Las mujeres solo podemos aspirar a casarnos con un buen partido. Luego, te das cuenta de que ese objetivo no solo no es suficiente sino que se convierte en tu castigo. Consigues tranquilidad a cambio de tu libertad. Eso, a la larga, pesa mucho. Es un trueque perverso: te doy mi vida a cambio de una seguridad.
—¿Y el amor?
—El amor surge un día y te pone la vida del revés. No puedes hacer nada por evitarlo. Es más fuerte que tu voluntad, y lo malo es que, después de probarlo, ya no te valen sucedáneos. El futuro, por eso, me parece una condena.
—Ahora no debemos pensar más allá de lo que estamos viviendo en este instante. El mañana no existe…
Empezó a besarla y apagó la luz. No importaba el tiempo, no existía nada ni nadie que impidiera aquel momento. Parecían dos sedientos de afecto. Dos adolescentes despertando al deseo, en medio de una danza amorosa que parecía no tener fin. Aquel instante se llenó de sensaciones nuevas. No había prisas y los sentidos se rindieron ante aquella única noche. Los minutos parecían alargarse en la entrega. Descubrieron que existía algo más que pura pasión en aquella maraña que formaban sus cuerpos.
La noche avanzaba y ellos se negaban a separarse. Sabían que cuando lo hicieran llegaría el final. Parecía una condena a muerte y ellos dos, reos a punto de despedirse de la vida. Nunca antes se habían entregado a nadie como lo hicieron esa noche donde nada importaba. Deseaban morir amando. Aquella desesperación se ahogaba entre respiraciones entrecortadas. Se abrazaron, besaron y acariciaron. No querían descansar pero el agotamiento, poco a poco, les fue ganando la batalla. No dormían, pero tampoco hablaban. Sonsoles amaba a aquel hombre con todas sus fuerzas. Estaba viva a su lado. Se sentía plena, feliz. No comprendía que ese amor tuviera que llegar a su fin.
—¿Por qué no podemos seguir viéndonos? —preguntó, a sabiendas de que Ramón tampoco dormía—. No me hago a la idea. No tiene sentido.
—Es lo que debe ser. Mil ojos nos observan. Pueden acabar con tu vida y con la mía. Hoy por hoy, no tenemos otra salida. Debemos separarnos.
Sonsoles se abrazó a él. «¿Cómo iban a separarse amándose como se amaban?», pensaba. Estuvieron callados durante un rato, tragándose las lágrimas. Sonsoles se resistía a ese final.
—Al menos, cuando te vea de lejos o cuando coincidamos en algún acto, podremos saludarnos, hablar, mirarnos a los ojos…
—Pues te pido que me evites. No conviene que nos hagan una sola foto juntos, ni alimentar habladurías, ni dar argumentos a mis enemigos. Toma en serio lo que te digo, no solo se llevarían por delante mi vida política y privada, acabarían con la tuya y con tu matrimonio. Están en juego nuestras familias. Pueden hundirnos.
—No sé si es mejor estar hundida o estar muerta. No me gusta la idea de estar muerta para el resto de mis días.
—Sonsoles, sé cómo te sientes. Te comprendo perfectamente —la abrazó en la oscuridad de aquella habitación.
Ramón comenzó a acariciar su pelo. Al cabo de un rato, Sonsoles le invitó a soñar en voz alta.
—Imagina por un momento que nuestras vidas pudieran encontrarse… Sería bonito.
—Si ese instante llegara, es que ya no me dedicaría a la política.
—¿Qué harías? No te imagino fuera de la política.
—Pues siempre he estado tentado de dejarla. Viviría muy bien como abogado. Llevaría una vida normal, porque esto de ahora no es vida.
—Tienes todo el poder… haces y deshaces a tu antojo.
—Eso es lo que la gente cree, pero ya se ocupa mi cuñado de irme eliminando competencias. Me estoy convirtiendo en la voz de su conciencia, y eso es incómodo. El día que no le sea útil, me borrará de la faz de la tierra sin temblarle el pulso.
—Ahora te necesita… No todo el mundo está capacitado para llevar tu ministerio. Y menos en estos momentos… Ramón, no quiero hablar de trabajo. Esta noche, no. Dime, ¿cómo aguantarás sin verme? ¿Cómo podrás hacerlo?
—Volcándome en el trabajo más que nunca.
—Después de los rumores que han surgido sobre nosotros, ¿no podremos hablar aunque sea en grupo, cerca de tu mujer y de mi marido? Imagínate este fin de año en casa de los condes de Elda. Van a organizar un baile de disfraces… Yo me visto de época y me pongo una peluca; tú un traje y sombrero. Con dos antifaces, nadie podrá saber que somos nosotros. ¿Qué te parece? Al menos, podremos hablar un día más.
—No te hagas muchas ilusiones. Dependerá de los acontecimientos internacionales. Ten por seguro que si estoy en España, iré, aunque sabes que Zita no es amiga de esos eventos y menos si se trata de un baile de disfraces.
—Será divertido poder hablar contigo delante de todos sin que sepan que somos tú y yo.
—Es cierto. En ese caso me acercaré a ti por detrás y te daré un beso en el cuello, así…
Comenzó a hacer lo que decía. Allí estaban los dos libres, sin miedo a nada. Ramón había conseguido descubrir sensaciones en ella desconocidas. El hecho de saber que jamás volverían a estar juntos provocaba que se amaran desesperadamente. Eran conscientes de que no habría una próxima vez. Del recuerdo de esa noche vivirían el resto de sus días.
Amanecía París envuelta en una bruma que no dejaba ver los tejados de las casas. Desde la habitación del hotel solo alcanzaban a vislumbrar la plaza Vendôme, en la que apenas aparecían transeúntes. Sonsoles despertaba al día entre sus brazos. Dos lágrimas solitarias y silenciosas recorrieron sus mejillas. El tiempo se les estaba agotando. La noche más intensa de su vida tocaba a su fin.
—Sonsoles, ¡jamás he vivido una noche como esta! ¡Jamás!
La besó con fuerza.
—¡Que duro será nuestro camino!
—Siempre nos acompañará el recuerdo de esta noche. ¡Gracias! —Volvió a besarla. Sus ojos azules se nublaron.
Ramón se levantó y se fue directo a la ducha. Sonsoles prefirió quedarse enredada entre aquellas sábanas que mantenían la memoria de una noche interminable. No podía retener las lágrimas. Fluían de sus ojos. El final estaba cerca… Se abrazó a sí misma y encogió su cuerpo. Se preguntaba una y otra vez: «¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí?». Le parecía que, después de lo vivido, seguir aparentando una vida feliz al lado de su marido no tenía sentido. Sería un sacrilegio fingir que no sucedía nada entre los dos. Pensar en la cama de su dormitorio le producía escalofríos. Solo amaba a Ramón. No podía abrir su corazón a nadie más. Fue una decisión rápida, pero inamovible. Esa noche había cambiado su vida entera. Si no era Ramón, jamás volvería a amar a nadie. Sin duda, había sido una privilegiada al vivir la experiencia amorosa más intensa que nadie podía haber sentido jamás. O él o nadie. Estaba claro. Se fue incorporando a la vida después de esa reflexión y de esa noche que jamás olvidaría. Debía vestirse y volver a su habitación. Si la pillaban vestida de noche por los pasillos, no tendría explicación posible. Había llegado el momento. No soportaba las despedidas y menos esta. Ya tenía roto el corazón.
Mientras sonaba el ruido de la ducha, escribió en un papel del escritorio algo parecido a una despedida: «Quédate con mi recuerdo. Te dejo mi vida, mi corazón, todo… Te amo. No puedo despedirme de ti. Se me rompería el alma. Solo tú sabrás el secreto que esconden mis ojos. ¡Hasta siempre!».
Abrió sigilosamente la puerta. Para ir más rápido, llevaba sus zapatos de tacón en la mano. Corrió por el pasillo hasta alcanzar su habitación. Le costó meter la llave. No atinaba. Por fin, abrió la puerta y la cerró con agitación. Volvió de golpe su vida, su rutina. Le dio la sensación de que se despertaba de un increíble sueño. Estaba agotada. Sin quitarse el vestido, se tumbó en la cama. Pensando en la noche más importante de su vida, se fue quedando poco a poco dormida…