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El embajador americano, Alexander Weddell, se había presentado de improviso, diciéndole a la secretaria de Serrano Súñer que estaba allí por un tema de máxima gravedad. Tenía cara de preocupación, pero no perdía su porte elegante. Era un hombre alto, delgado, rubio, atildado, con lentes a lo Wilson y ataviado con botines blancos. Parecía extraño no verle en compañía del embajador británico, en el que tanto se apoyaba, debido al escaso entendimiento con el ministro de Exteriores, pero las circunstancias le habían obligado a hacerlo así. La inexpresiva secretaria llamó al ministro, pese a que este le había dicho que no quería ser molestado.

Antes de regresar a su despacho, Serrano se había tropezado en el ascensor con el pendiente de perla y brillantes que había extraviado la marquesa. Lo cogió y se quedó pensativo mirándolo. Aquella joya parecía una prolongación de la mujer más especial y fuera de lo común que había conocido nunca. Si el ascensor no se hubiera detenido, la habría seguido besando. Cerró el puño y se dirigió a su despacho. Por primera vez sintió que no era dueño de sus actos. Él, el hombre que aparentaba tener tanto poder, no podía hacer lo que quería. Y lo que deseaba, después del beso más intenso de su vida, era volver a repetirlo. Le atraía especialmente esa mujer de fuerte carácter. Finalmente, optó por guardar aquel pendiente en el primero de los cajones del escritorio de su despacho, que tenía llave y que no estaría al alcance de la curiosidad de su secretaria. Sería la excusa perfecta para volver a llamar a la marquesa y escuchar su voz…

Ahora tenía que ver al embajador por el que sentía gran animadversión. Era la cruz del día. La cara, sin duda, había sido aquella escena en el ascensor donde la pasión casi le vuelve loco. Todavía podía sentir los labios de Sonsoles en su boca y su cuerpo entre sus brazos. Es más, en aquella habitación aún se podía oler su intenso perfume.

—¡Haga pasar al señor embajador! —ordenó a su secretaria.

Se colocó bien la chaqueta y se limpió los labios con un pañuelo por si quedaban restos del carmín de la marquesa.

—Pase —dijo a modo de saludo al embajador—. Ya me dirá a qué se debe esta visita tan inesperada y tan poco oportuna.

—El asunto que me trae es de suma gravedad. De otra forma, no hubiera venido aquí sin avisar.

Serrano recordaba que, después de su último viaje a Alemania, él y Hoare se habían presentado en el ministerio sin protocolo alguno.

—Usted dirá…

—Mi mujer y una fotógrafa americana que estaba haciendo fotos en la zona de Las Hurdes, en la comarca de Extremadura, han sido detenidas por la Guardia Civil. Espero que con toda celeridad se resuelva este agravio, porque este tipo de acciones no se entienden en Estados Unidos.

—¿Qué hacía su mujer con una fotógrafa en uno de los lugares más pobres de España? ¿No había suficiente con el documental Las Hurdes, tierra sin pan, que hizo el cineasta Luis Buñuel y que el eminente doctor Marañón criticó? ¿Esa es la imagen que buscan dar en su país de nuestra nación? ¿Quieren mostrar la imagen de la pobreza extrema que existe en tierras españolas?

—Estaban haciendo un recorrido por el país, y Las Hurdes son España…

Weddell hubiera elevado la voz, pero su prioridad era que las dos mujeres fueran puestas en libertad.

—Por si no lo sabe, que lo sabrá, durante la República se prohibió aquel documental por la mala imagen que se daba de España. ¿Por qué piensa que ahora vamos a permitir que se difundan imágenes distorsionadas de la España más pobre? Dígale a su mujer que se pasee menos y que deje de ayudar a los niños que salen a su encuentro. No me gustan las expresiones generosas donde se menosprecia a los españoles. Ustedes creen que nos están ayudando y lo que hacen es humillarnos. No más ayudas de su mujer. Se lo digo alto y claro.

—Mi mujer solo pretende dar alimento a los necesitados. Es sumamente caritativa… —Se dio cuenta de que el ministro conocía perfectamente los pasos de su mujer por los suburbios y los lugares más miserables del país.

—Pues ahora ya sabe que no quiero verla entregando alimentos ni dinero a la gente necesitada, que ya tiene sus cauces para recibir comida. Lo mejor que pueden hacer ustedes, los americanos, es traernos más provisiones y dejarse de ayudas esporádicas. Comida, y no caridad, es lo que necesitamos.

Weddell escuchó con los puños cerrados de rabia, pero aguantó las críticas de Serrano Súñer sin mover un músculo de la cara.

—De todas formas —continuó Serrano—, si su mujer acompaña a una fotógrafa americana, ¿por qué no he sido informado de ello?

—Porque no vi ningún mal en que le enseñase España a una amiga que además es fotógrafa.

—Pues lo más seguro es que esas fotos ya estén destruidas. La Guardia Civil tiene orden de quedarse con el material de aquellas personas que parezcan sospechosas.

—Por favor, se trata de mi esposa y de una amiga. ¿Le parecen sospechosas dos mujeres? Le pido que este incidente no se convierta en algo más.

—¿A qué se refiere?

—A que las pongan inmediatamente en libertad, si no quieren que esta equivocación se convierta en un incidente diplomático, con las consecuencias negativas que tendría para la llegada de alimentos y material procedente de Estados Unidos.

—Ya le dije una vez en este despacho que no me gustan las amenazas. El que tiene que atar en corto a su mujer es usted. Puede irse tranquilo, que su esposa saldrá inmediatamente de la comandancia de la Guardia Civil, pero tendremos que investigar a la fotógrafa. Y eso nos llevará días.

—Está dudando de las amistades de mi esposa y eso me ofende a mí y ofende a mi país. Le exijo su puesta en libertad inmediata.

—Ya le he dicho lo que va a ocurrir y no me pida más, porque son dos cosas distintas. Por un lado, está su mujer y, por otro, su acompañante. Le prometo máxima celeridad, pero habrá que investigar el trabajo de la fotógrafa. Ahora, si me disculpa…

El embajador se puso en pie y se marchó, nervioso y claramente contrariado. Era consciente de que en España había que moverse con precaución y astucia. Pensó asimismo que la inmunidad diplomática dejaba mucho que desear.

Lejos de allí, Sonsoles de Icaza se convencía a sí misma de que debía afrontar la vida de otra manera. Nada seguiría siendo igual, porque aquella experiencia la había marcado. Lo sabía. Jamás había sentido algo parecido. Estaba agitada. Comprendió que moverse en el filo de la navaja le gustaba.

Al llegar a su casa, la marquesa de Llanzol corrió a su habitación. Se dirigió rápidamente a mirarse al espejo de su tocador. Necesitaba ver sus labios despintados por el beso de Serrano Súñer. Estaba ensimismada en sus pensamientos cuando se dio cuenta, al verse reflejada en el espejo, de que le faltaba uno de sus pendientes. Rebuscó entre su ropa, pero allí no estaba la perla con los brillantes que le había regalado su marido tras el nacimiento de su hija mayor, Sonsoles. Se puso nerviosa. Aquellos pendientes habían sido de su suegra y conocía el valor simbólico que tenían para la familia. Siguió mentalmente sus pasos desde que salió del despacho del ministro hasta que llegó a su casa. El único lugar donde podía haberlo perdido era en el ascensor. No resultaba difícil imaginar cómo se había desprendido el pendiente de su lóbulo derecho. Fue el momento en el que Serrano la abrazó. Todo ocurrió muy rápido hasta que sus bocas se fundieron. Ahí perdió la noción del tiempo y del espacio. Seguramente la joya estaba todavía allí, en el suelo de moqueta roja. No era elegante llamar para preguntar y no lo hizo. La angustia de la pérdida no consiguió desdibujar la ilusión que reflejaba su cara.

Los días se le hicieron eternos hasta que llegó aquel fin de año de 1940, en el que había tantas cosas que celebrar. Entre otras, volver a ver al hombre al que no lograba olvidar ni un solo momento.

La aristocracia y todo aquel que era alguien en aquella sociedad celebraba la llegada de 1941 en el palacio de los condes de Elda, frente al parque de El Retiro. Los hombres vestían de esmoquin y las mujeres iban ataviadas con trajes largos, ricos en encajes y pedrerías. Todas aquellas damas exhibían sus mejores pieles para protegerse del intenso frío de aquella noche. La nieve hizo acto de presencia en forma de diminutos copos que no alcanzaban a cuajar en las calles de Madrid. Viéndoles, nada hacía recordar que acababan de superar una guerra. A medida que entraban en el palacio, los sirvientes recogían los abrigos, y con el número de guardarropa, recibían una bolsa para el cotillón. Serpentinas, confetis, gorros en forma de conos y antifaces. El marqués guardó las bolsitas pensando en sus hijos. A ellos les gustaría más que a su madre, que ni tan siquiera miró su contenido. Cuando apareció en el inmenso salón donde sonaban los acordes de una orquesta, Sonsoles sintió las miradas de los asistentes sobre ella. Había elegido un vestido blanco de falda de capa con pedrería y un cuerpo ribeteado con terciopelo negro. El escote en uve era generoso. Estaba muy hermosa. Durante todo el día no había hecho otra cosa más que arreglarse para el evento del año. Sabía que Serrano Súñer llegaría después de las uvas. Estaba nerviosa. Deseaba volver a verle. Un músico de la orquesta tocó con los platillos doce veces. Ya estaban en el nuevo año. Aquel recinto se llenó de confeti y serpentinas. Sonsoles celebró la llegada de 1941 con un beso en la mejilla de su marido. Todos allí se felicitaron y comenzaron los bailes. Sonsoles, sabiendo que su marido no bailaba, salió a la pista con sus cuñados, con sus amigos Tono y Mihura… Esperaba el momento tan deseado en su mente desde hacía dos semanas. De pronto, supo que Serrano había entrado en el salón cuando notó una desbandada de altos cargos y a muchas parejas dejando de bailar para saludarle. Por fin le vio, pero no dejó de bailar. Le saludó con la mano. Serrano hizo un gesto con la cara. Nuevamente sus miradas se fundieron en la distancia. Ninguno de los dos podía olvidar el único beso que se habían dado, marcando a partir de entonces sus vidas.