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Pocos días después entraban en el gobierno tres falangistas, tal y como le había prometido Franco a su cuñado. Lo que no le dijo es que escogería a los más díscolos dentro de la Falange. Para la Secretaría General del Movimiento —vacante desde el cese de Muñoz Grandes— era nombrado José Luis Arrese, casado con una prima de José Antonio Primo de Rivera. El gobernador de Madrid, Miguel Primo de Rivera, hermano de José Antonio, pasaba a ser el nuevo ministro de Agricultura. Y por último, el joven batallador y camisa vieja José Antonio Girón de Velasco recibía el nombramiento de ministro de Trabajo, con tan solo veintinueve años.
Serrano Súñer pensaba que con la doble jugada —la destitución de sus amigos y el nombramiento de tres falangistas—, lo que pretendía su cuñado en realidad era el apoyo de la Falange Auténtica de forma directa. Había escogido al sector falangista con el que menos predicamento tenía. De esta manera, ya no sería el único mediador entre el gobierno y la Falange. Ahora habría tres falangistas de peso cerca de Franco. Y le resultó patente que su cuñado lo que quería por todos los medios era quitarle poder. No se equivocó, ya que, a los pocos días, un decreto rebajaba las funciones de la presidencia de la Junta Política, que todavía ostentaba Ramón Serrano Súñer. La maniobra estaba clara. Había crecido demasiado como político. Ahora se trataba de irle bajando poco a poco del pedestal.
Lo encajó sin hacer comentarios a su cuñado. No tenía muchas ganas de dedicar más tiempo a otros asuntos que no fueran los de su ministerio. Sin embargo, gracias a esa estratagema de Franco, las ansias conspiratorias de Tarduchy desaparecieron. Este, enterado de la noticia de la llegada de tres camaradas al gobierno, acabó con el complot que había contra el ministro de Exteriores.
—Avisad a todos los componentes de la junta —le dijo a su secretario, González de Canales—. Esto parece que puede cambiar. Por fin, están cerca de Franco tres falangistas auténticos. Demos tiempo a que actúen. Son tres hombres vivos, plantados sobre sus dos pies y la cabeza en alto. Esperemos que muy pronto sus actos hablen por sí solos. Desactiva todo lo que estaba en marcha. No podemos cometer errores. Tres camaradas están en el poder y no les podemos fallar.
Dionisio Ridruejo puso en conocimiento de Serrano Súñer que las aguas habían vuelto a su cauce. «Plan desactivado, pero no te fíes porque no te quieren», le dijo. Ramón procuraba visitar menos El Pardo y llegar pronto a casa, tal y como le había sugerido su mujer días atrás. Necesitaba el calor familiar ante tanto desencanto político.
—No te preocupes, Ramón —le dijo Zita—. He hablado con mi hermana y me asegura que todo está normal en El Pardo. No me ha hecho muchos más comentarios.
—No esperes que sea sincera contigo. No te va a decir que su marido ya no confía en mí. Simplemente me necesita hasta que se resuelva el conflicto internacional, después me dará la patada. Mira lo que hizo con Campins, íntimo, incondicional… No le tembló el pulso cuando le fusilaron. No lo impidió. Tampoco le va a temblar el pulso conmigo.
—Por favor, Ramón. Hablas de hechos que sucedieron durante el alzamiento.
—Y después… ¡si yo te contara!
—No tiene nada contra ti. Es imposible. Piensa que no posee tus conocimientos de leyes. Te necesita.
—Cuando deje de necesitarme, prescindirá de mí. Da igual que sea su cuñado y parte de su familia.
—No, ya verás que no. Voy a llamar a Carmen para quedar con ellos este fin de semana.
—Te pido que no lo hagas. Espera a que sean ellos quienes te inviten.
—Vela también por tus intereses. Sé listo y no te enfrentes a él.
—Me ha quitado a mis amigos a los que profeso una amistad incondicional. No se lo perdono.
—Eso es lo que te pasa. Te han quitado a tus leales y te ha afectado mucho.
—Sabía dónde me podía hacer más daño, y lo ha hecho. ¡Es increíble! Se está rodeando de mediocres que le hacen la pelota de manera babosa. No se da cuenta o no quiere darse cuenta.
—Anda, olvídalo —le pidió su mujer.
Comenzaron a cenar, pero apenas tenía hambre. Ella intentó entretenerle, pero era imposible. Cuando Zita se fue a acostar a los niños, aprovechó para cerrar los ojos. Se quedó traspuesto en el sillón donde le gustaba leer. Tenía frente a él una soberbia pintura de Zuloaga con la imagen de su delicada mujer. Delgada, de ojos negros y en actitud serena. Aparecía con una media sonrisa. Sin embargo, aunque simulaba estar absorto en la contemplación de esa pintura, no pensaba en ella. Sin esforzarse mucho, apareció la imagen de otra mujer en su mente: Sonsoles de Icaza y León. Veía su silueta desnuda en la penumbra de una habitación. Casi podía escuchar su risa y, si se esforzaba un poco más, también podría oler su perfume. Llevaba tiempo sin ponerse en contacto con ella. Necesitaba hablar con Sonsoles para olvidar sus múltiples problemas. La marquesa, con su ingenio y su forma de hablar, le evadía de todo. Hoy, más que nunca, necesitaba oír su voz. Miró su reloj y vio que eran las nueve de la noche. Estaría en plena cena —pensó—, pero deseaba intentarlo. Se sabía el número de teléfono de memoria y pidió a la operadora que le conectara con él. Sonó el teléfono una y dos veces… en casa de los Llanzol. Al otro lado de la línea descolgó una voz de hombre afeminada y él no respondió. Colgó de inmediato.
Los Llanzol estaban a punto de cenar. No tenían invitados como otras noches. El marqués, en ese momento, no estaba en el salón. Se encontraba en el cuarto de sus hijos contándoles un cuento. Sonsoles preguntó al mayordomo quién había llamado.
—No se lo puedo decir porque han colgado sin contestar.
La marquesa pensó que podía ser Ramón Serrano Súñer. No era una hora habitual para que llamara, pero resultaba muy extraño que hubieran colgado.
El aparato sonó de nuevo. Esta vez se adelantó ella a descolgarlo.
—Juan, lo cojo yo. Puede ser una conferencia —le dijo para disimular—. ¿Sí, dígame?
—Necesitaba hablar contigo…
Al otro lado de la línea estaba Ramón. Sonsoles se quedó helada. Su marido estaba a punto de llegar al salón.
—¿Qué te ocurre?
—¿Podríamos vernos mañana? No me digas que no…
—Nunca podría decirte eso. Dime adónde quieres que vaya —dijo en voz baja.
—Te mandaré con Orna un sobre lacrado con la nueva dirección. A la una de la tarde podría escaparme.
—¿Tan tarde?
—Me resulta imposible a otra hora. Podríamos comer y estar juntos hasta primeras horas de la tarde.
—Lo intentaré. Después de tanto tiempo sin saber de ti…, no puedo decirte que no. Esperaré el sobre.
Al llegar el marqués al salón, le preguntó a Juan, mientras este le preparaba un jerez, con quién hablaba su mujer.
—No lo sé. Debe de ser una conferencia…
—Tengo que dejarte —le decía Sonsoles a su interlocutor—. Espero noticias.
—No podré conciliar el sueño pensando en ti…
—¡Hasta pronto! —fue lo único que pudo decirle cuando colgó.
Respiró hondo antes de darse la vuelta y enfrentarse a su marido.
—¿Quién ha llamado a estas horas? —preguntó sorprendido Francisco.
No sabía qué decirle. Todavía estaba temblando por haber escuchado la voz de la persona que había cambiado su vida.
—Era Cristóbal…
—¿Qué te ha dicho, que parece que te ha dejado sin sangre en las venas?
—No, nada. Una tontería. Ha tenido un problema con Vladzio y me lo ha contado. No es para dar aquí tres cuartos al pregonero. Tienes cada cosa…
El mayordomo no perdía ni una sola palabra de lo que se decía. Disimulaba sirviendo parsimoniosamente otro jerez en la copa de Sonsoles.
—¿Quién es Vladzio?
—Su pareja, Francisco. No me hagas contar las intimidades de mis amigos. No me gusta.
—Perdona. —Se bebió el jerez y se dirigió a la mesa—. Pues vamos a cenar…
Sonsoles se sentó, pero se limitó a remover el contenido del plato de un sitio a otro.
—¿Otra vez inapetente? Deberías tomar esos jarabes que anuncian en los periódicos y que abren el apetito.
—¿Como los niños? Sabes que no me gusta cenar demasiado.
—Siempre preocupada por tu figura. Estás guapísima, pero lo estarías más con un poco más de carne…
—¡Francisco! Por favor, no pierdas las formas. Sabes que no me gustan nada las ordinarieces.
—Ríete, mujer… Mira, me han contado un chiste buenísimo en la Gran Peña…
Sonsoles no le prestaba atención. Sonreía sin escuchar lo que decía su marido. Pensaba qué le podría decir para justificar su salida de casa al día siguiente.
—Francisco, mañana iré a ver a mi madre. Está un poco pachucha. Como no madruga, comeré con ella.
—Me parece muy bien. ¿Quieres que luego te vaya a buscar?
—¡Oh, no! No es necesario. Es posible que se pasen mis hermanas a tomar un café y se prolongue la cosa…
—Está bien, está bien. Una velada solo de mujeres. ¡Promete ser interesante!
—Bueno, de vez en cuando, no viene mal. Siempre estoy contigo. Por un día que no comamos juntos…
—Lo dices como si fuera una liberación.
—¡Qué cosas tienes!
Sonsoles advirtió en la mesa que le dolía mucho la cabeza. Por lo tanto, Francisco aprovechó para leer y cuando se fue a dormir, su mujer ya tenía los ojos cerrados. Era imposible que conciliara el sueño, pero esa noche no se movió. Se quedó como una estatua de sal. Pensaba en lo que le había dicho Ramón. Quería pasar más tiempo con ella. Tuvo una sensación de vértigo que le hizo tener pesadillas en cuanto concilió el sueño. Parecía que se caía en un agujero negro sin fondo. Se veía sumergiéndose en la oscuridad más absoluta. Parecía un mal augurio ante todo lo que estaba aconteciendo en su vida. Pero no le importó, porque una cosa estaba clara: Ramón necesitaba verla tanto como ella a él.
Al día siguiente esperó impaciente la llegada de Orna con el sobre lacrado con la dirección en la que tenían que encontrarse. Esta vez no se quedó en la cama y tomó un baño antes de desayunar. El calor del agua y las sales lograron relajarla. Había pasado una noche muy tensa por culpa de las pesadillas. Ya enfundada en su bata, desayunó y comenzó a arreglarse. Matilde le dio crema por todo el cuerpo y la perfumó de arriba abajo.
Eligió un traje de chaqueta marrón, una camisa de seda de color amarillo y un sombrero negro de ala ancha que dejaba caer un velo sobre su cara. Se lo probó y dio el visto bueno. Estaba lista, pero no acababa de llegar a casa el sobre con la dirección. A las doce de la mañana llamaron a la puerta.
—Matilde, espero un sobre. Mire a ver si ha llegado ya.
Juan acababa de cerrar la puerta cuando la doncella le preguntó si habían traído un sobre para la marquesa.
—Un joven fuerte y guapo acaba de entregar esta nota —le dijo el mayordomo.
—Dámela, la señora la está esperando.
—Está bien, ¿qué prisa tienes? Oye, ¿quién era ese joven?
—No tengo ni idea, pero tampoco me importa. Y a ti tampoco debería importante.
Matilde no tardó en llevar la nota a la marquesa. Cuando se la dio, esta le pidió que la dejara sola. En cuanto cerró la puerta, Sonsoles rompió el lacre y abrió el sobre. En su interior, una breve carta: «Nos vemos en casa de la viuda de Gámez. Martín de los Heros, 24». Guardó el papel con la dirección en su bolso. Tocó la campanita, y cuando apareció Matilde le dijo escuetamente que la acompañara. No quería al mecánico. Anduvieron un poco hasta que se adentraron en la calle Serrano y perdieron de vista la calle Hermosilla. A pocos metros pararon un taxi. Después de decirle la dirección, Sonsoles le dio instrucciones a su doncella.
—Matilde, me voy a quedar en esa dirección y cuando termine, iré a casa de mi madre. Allí me vendrá a recoger a las cinco de la tarde. A todos los efectos, estoy comiendo con ella.
—Entendido. ¿No quiere que me quede a esperarla? No me importa…
—No, Matilde. Haga lo que le he dicho.
—¿Tiene la señora algún problema? Observo su cara y sé que está nerviosa. Sabe que puedo ayudarla.
—Matilde, no necesito nada. Muchas gracias.
—Tenga mucho cuidado…
—No me voy a la guerra.
Cuando llegaron a la calle Martín de los Heros, se bajaron del coche. A la altura del número 24, Sonsoles se despidió de Matilde.
—No olvide lo que le he dicho: estoy con mi madre.
—La he entendido perfectamente.
La marquesa se metió en el interior del edificio. Le preguntó al portero por la casa de la viuda de Gámez. Este le indicó que era el primero derecha. Subió las escaleras con rapidez y no se lo pensó dos veces: llamó al timbre. Apareció una señora entrada en carnes —se veían pocas así de lustrosas después de la guerra—, que le hizo pasar a un salón.
—Espere aquí. La visita no ha llegado todavía.
—Muy bien, muchas gracias.
Se preguntaba qué hacía allí, en la casa de una viuda, para encontrarse con Serrano Súñer. Se recriminaba haber llegado a aquella situación, pero, a la vez, esperaba ansiosamente que apareciera. Decidió no quitarse ni el abrigo ni el sombrero. Le daba la sensación de que aquel velo sobre su cara protegía de alguna forma su identidad.
Matilde no se había ido de las inmediaciones. Se había quedado cerca sin saber muy bien el motivo. De pronto, vio llegar un coche hasta la puerta de aquella estrecha calle, del que descendió un hombre bien parecido con abrigo y sombrero. No le pudo ver muy bien la cara, pero le sonaba. Se metió en el mismo portal que la marquesa. Se preguntó qué habría allí y con quién habría quedado su señora. ¿Sería con aquel hombre? Emprendió la marcha hasta la casa de la madre de la marquesa. Le quedaba un buen trecho hasta coger el tranvía y también muchas horas por delante.
Sonó el timbre en el primero derecha. Sonsoles escuchó la voz de Ramón. Respiró hondo. Parecía que la mujer se despedía y los dejaba solos.
—Señor, le he dejado la comida hecha. No hay más que servirla.
—Está bien. Muchas gracias.
—¿A qué hora quiere que regrese?
—La conversación puede ser larga. De modo que hasta las seis no venga usted.
Tras escuchar cómo se cerraba la puerta de la calle, oyó los pasos de Ramón. Venía a su encuentro. Sonsoles se puso de pie. Se vieron y se abrazaron. El ministro se despojó del abrigo y el sombrero. La contempló como quien mira una obra de arte.
—¿No me vas a decir nada? —dijo ella.
—Este momento para mí es único. No me canso de mirarte. —A medida que hablaba iba apartando el velo de su cara. La besó repetidamente en la boca.
Sonsoles se quitó el abrigo y desenganchó de su pelo el sombrero.
—¿Quién es la viuda de Gámez?
—La mujer de un antiguo compañero que murió en el frente. Nos deja su casa para asuntos de estado y se lleva un dinero que le hace mucha falta.
—Entiendo.
—¿Tienes hambre? Podemos comer algo. Nos ha dejado hecha la comida.
—Te acompaño, si quieres. Yo no tengo apetito, la verdad.
Fueron de la mano hasta el comedor. Los platos estaban puestos en la mesa, pero él no se detuvo, sino que siguió hacia las habitaciones. Una cama de matrimonio estaba abierta con las sábanas blancas recién cambiadas.
—¿Sabía que íbamos a venir a…?
—Cuando uno deja su casa no sabe lo que van a hacer los que la ocupan. Lo prevé todo.
—¿Has venido más veces aquí? —quiso saber ella.
—Sí —contestó escuetamente el ministro.
Sonsoles no quiso seguir preguntando. Si lo hacía, seguramente se ofendería. Estaba claro que no era la primera mujer que llevaba allí. Cambió de tema.
—¿Qué ocurre? ¿Cómo es que me llamaste ayer tan tarde?
La invitó a que se sentara en el borde de aquella cama abierta, pero Sonsoles dio vuelta atrás y regresó al salón sin esperar su contestación. Ramón, que quería amarla sin ningún preámbulo, se dio cuenta de que tendría que refrenar su pasión. Encendió un cigarrillo. Sonsoles le pidió otro. Se sentaron en el sofá. La marquesa quería hablar, oírle y decidir.
—No estoy en mi mejor momento. Hay muchos intereses en mi contra.
—Las noticias parecen decir lo contrario. Todo el mundo elogia tu trabajo. Casi más que el de Franco —se extrañó ella.
—Ese ha sido mi mal. Hacer las cosas bien. Mi cuñado me ha quitado a mis hombres más leales y ahora me encuentro solo en el ministerio. Bueno, sigue estando conmigo el barón De las Torres, pero me ha obligado a cesar a Tovar y a Ridruejo. Ha sido bastante duro.
—Son momentos convulsos. Llevas mucho peso a tus espaldas.
—Háblame de ti. Precisamente quiero olvidarme del trabajo y de los problemas. ¿Cómo van las cosas por tu casa?
—Pues no muy bien. No tengo muchas ganas de moverme. Paso la mayor parte de la mañana pegada al teléfono.
—Lo siento. Estoy siendo muy egoísta. Tú esperas y yo llamo cuando puedo.
—No me importaría si esa espera no fuera demasiado prolongada. Da la sensación de que te olvidas de mí.
—¿Tú crees?
Fue decirle eso y empezó a besarla con ternura. Esta vez contuvo su ansiedad. Fue poco a poco. Se dio cuenta de que con Sonsoles no valían las prisas. Las cosas sucederían cuando ella quisiera. Esperó.