16
El ministro de Exteriores alemán esperaba, con un séquito reducido, la llegada de los españoles. Nada más bajar del tren, Von Ribbentrop hizo los honores a la delegación española. Lo primero que vio Serrano, además del despliegue policial y militar, fue una imagen de la montaña Watzmann pintada en una de las paredes de la estación. Después de intercambiar saludos, Von Ribbentrop les trasladó hasta un albergue para que repusieran fuerzas hasta el día siguiente. Por el camino pudieron apreciar desde el coche el hermoso entorno y el pueblo de Berchtesgaden ubicado en los Alpes de Baviera. Inmensas praderas en la montaña, que ya lucían sus primeras nieves, y casas de madera en el centro del pueblo que mostraban una bucólica imagen.
Fueron recibidos en el albergue por unos jóvenes germanos vestidos con pantalón corto y sombrero verde del que salía una larga pluma. Al son de una música vibrante, bailaban el ländler, una danza folclórica muy popular. Serrano sonrió y agradeció el recibimiento. Quedaron emplazados a la mañana temprano para hacer un paseo turístico por el pueblo. En realidad, contaba el tiempo que le quedaba hasta el encuentro con Hitler, a primeras horas de la tarde.
El ministro español y sus ayudantes cenaron solos esa noche. De primero, una típica sopa, Knödel Suppe, de bolas de pan e hígado, y de segundo, un par de salchichas blancas, Weisswurst, que solo se comen en esa zona. Serrano no tenía hambre y se limitó a probar los dos platos sin acabarlos. El estómago comenzó a darle punzadas. Antes de dormir, pidió al barón De las Torres y a Tovar que le acompañaran a su habitación. Estuvieron intercambiando opiniones hasta las tres de la mañana. Eran conscientes del riesgo que corrían y repasaron una y otra vez la estrategia que debían seguir.
Cuando dejaron solo a Serrano, comprendieron que este tenía un peso insoportable sobre sus hombros, y la ansiedad y el insomnio se adueñaron de todos durante la noche.
El olor a pan blanco recién hecho les animó a salir de la cama. Desayunaron con ganas. Desde antes de la guerra no habían vuelto a comer un pan así. Tampoco pudieron resistirse a una exquisita tarta de manzana, salchichas típicas de la zona y huevos revueltos.
—No sabremos hasta la tarde si este será nuestro último día, pero, al menos, vamos a aprovecharnos —afirmó el barón De las Torres. Serrano y Tovar no pudieron por menos que sonreírle.
El opíparo desayuno les dio fuerzas para una mañana turística por el pueblo en el que residía Hitler junto a algunos líderes del Tercer Reich: Hermann Göring, Albert Speer, Martin Bormann y el mismo Von Ribbentrop, que también tenía su finca de caza cerca de allí, en el Fuschl. Antes de invitarles a comer, les paseó por el lago Königssee, donde no solo pudieron contemplar la belleza de aquel paisaje extraordinario, sino comprobar el eco que tan orgullosamente les enseñó el ministro del Tercer Reich. A una orden suya, un hombre con una corneta tocó una melodía y, a los pocos segundos, regresó el sonido de forma nítida y clara. Después, les hizo montar en barco y los llevó hasta la iglesia de San Bartolomé, con su famosa torre en forma de cebolla. Sin embargo, Serrano no tenía su mente para la contemplación de aquellos escenarios. Se esforzaba por poner buena cara, pero su cabeza daba una y mil vueltas a la próxima cita con Hitler. Von Ribbentrop no cesó de hablarle de la necesidad de lograr la sumisión de Inglaterra. El ministro español escuchaba y tragaba saliva porque sabía que los alemanes esperaban un sí de España.
Llegó el momento de subir al Nido del Águila. La caravana de coches que les dirigía allí levantaba a su paso remolinos con las hojas amarillas y secas que alfombraban la carretera. Se abría ante ellos una tarde luminosa y dorada, pero podía transformarse en la peor de las pesadillas. Todos lo sabían y disimulaban. El momento había llegado.
Se encontraron a Hitler esperándoles en la puerta de la residencia con la mejor de sus sonrisas. Su expresión nada tenía que ver con la que había exhibido en Hendaya. Cuando abrió su casa, pasó delante para dirigir a los invitados hacia el salón donde tendría lugar la crucial conversación.
Serrano, sorprendido por la decoración, le dijo al oído a Antonio Tovar:
—Parece la casa de una solterona millonaria.
Tovar esbozó una sonrisa.
Los visillos estaban a mitad de las ventanas, los muebles mostraban pequeños tapetes sobre los que descansaban jarrones con flores secas. Los butacones de flores lucían cubresillones recién almidonados y se podían ver multitud de fotografías salpicadas aquí y allá siempre con la imagen de Hitler. Unas veces acompañado de altas personalidades y, en algunas, en actitud más distendida, junto a Eva Braun. Finalmente, llegaron a un salón que tenía cubiertas sus paredes con grandes mapas de España donde aparecía todo el perímetro geográfico español repleto de flechas indicando la entrada de diferentes divisiones acorazadas. Ya estaba todo decidido. Parecía que poco tenía que hacer la delegación española que comandaba Serrano Súñer.
Allí comenzaron a saludar a la cúpula militar alemana, que ya les estaba esperando, mientras empalidecían por la responsabilidad que había recaído sobre ellos. Hitler, Von Ribbentrop y el almirante Raeder permanecían de pie. Los invitaron a fumar un puro habano, pero ninguno tuvo fuerzas ni de alargar la mano para cogerlo. Se sumaron a la reunión el ministro de Exteriores italiano, Ciano, y el general Jodl, que mostraba en voz alta su satisfacción por la entrada de España en la guerra a la vez que afirmaba que «se estrangularía a Portugal por su alianza con los británicos». Cuando el Führer decidió que había llegado la hora de hablar, invitó a Serrano a acompañarle a un piso superior. Entraron en lo que parecía ser la sala de reuniones personales del anfitrión. Antes de que se hubiera acomodado, el Führer comenzó a desglosar las razones por las que le había llamado:
—Ha llegado el momento de actuar. Los italianos han cometido el gravísimo error de comenzar la guerra contra Grecia sin pensar siquiera en las condiciones atmosféricas. Nosotros, en cambio, hacemos todo con minuciosidad, se lo aseguro. Ahora hay que obrar con rapidez para acelerar el final de la guerra. He decidido la conquista de Gibraltar y, tras lo acordado en Hendaya, hay que poner una fecha a la entrada de España en la contienda. La operación está minuciosamente preparada y no hace falta más que iniciarla. ¡Hay que empezar!
Serrano miraba a Hitler con sus ojos azul acero sin mover ni una sola pestaña. El barón De las Torres traducía y observaba al ministro, que no movía un músculo. Daba la impresión de que no comprendía las palabras de Hitler. Le estaba pidiendo entrar en la guerra y él no abría la boca, no movía las manos, no cruzaba las piernas… nada. Permanecía impertérrito ante la mirada del canciller alemán, que no recogía ninguna información porque no había expresión en él. Acudieron a su mente los rostros de sus hijos. Aquello era el final y lo sabía desde que había recibido la orden de Franco de viajar hasta allí. Hitler continuó hablando. El barón seguía traduciendo y sudando por las sienes. También tenía claro que no volvería a su casa. Antonio Tovar, como testigo mudo, tomaba notas y pensaba igualmente en su familia. El embajador Espinosa, después de las palabras tan duras que había escuchado del ministro el día anterior, se había quedado en la sala de abajo con la cúpula militar alemana. Hitler, solo, junto a su traductor, era el único que hablaba.
—El cierre del Estrecho occidental es un deber y una cuestión de honor para España. También, querido Serrano, le corresponde a su país velar por la integridad de las islas Canarias. La situación económica de España no mejorará con un aplazamiento, sino más bien lo contrario. Un rápido desenlace del conflicto acelerará su recuperación.
Le estaba diciendo a Serrano que ya no admitía un no por respuesta. Pasó a exhibir su fuerza y sus amenazas:
—De las doscientas treinta divisiones de las que dispongo en la actualidad, ciento ochenta y seis se encuentran inactivas y en disposición de actuar inmediatamente. Por su falta de material no hay que preocuparse porque Alemania está en situación de poder hacer frente a todas las eventualidades, tanto en aviación como en artillería.
Hitler no dejaba ningún resquicio en el que apoyarse, España no tenía excusa para no entrar en la guerra. Necesitaba agua, pero no les habían ofrecido ni un café. De pronto, cesó el discurso conminatorio. Había llegado el turno de escuchar al gobierno de España. Serrano respiró hondo y se incorporó ligeramente para tomar la palabra.
—Al ignorar el tema de nuestras conversaciones, tras vuestra invitación, no he traído instrucciones precisas de mi gobierno, ni tan siquiera un criterio concreto. Por lo tanto, le voy a dar mi punto de vista estrictamente personal.
Ante esas primeras palabras, Hitler tampoco se inmutó. Permanecía serio y atento. Serrano continuó, sabiendo que su destino ya solo estaba en manos de Dios y en la reacción del canciller ante una nueva negativa.
—Comprendo su preocupación por dar un nuevo rumbo a la guerra, pero en cuanto a la cuestión del Estrecho quisiera hacer una puntualización. Ya que el Mediterráneo tiene dos puertas, Suez y Gibraltar, nunca estará cerrado del todo, en tanto una de ellas permanezca abierta. Si no se cierra Suez primero, la medida resultará inútil. Entiendo, Führer, que ya tiene la operación decidida, pero mi deber es recordarle que el cierre del Estrecho para España, en estos momentos, significaría la interrupción inmediata del comercio a través del Atlántico. Y eso ocurriría justo ahora que estamos empezando a recibir cargamentos de trigo que ya hemos comprado a los americanos.
Hitler, pensativo y serio, le interrumpió para preguntarle:
—¿Cuál es la cantidad de la mercancía contratada a los americanos?
—Cuatrocientas mil toneladas, que tardarán en llegar como mínimo dos meses y que no cubrirán totalmente nuestras necesidades. Para que el pueblo español sacie su hambre necesitaríamos un millón de toneladas de cereal. Me gustaría que vinieran técnicos alemanes a España para que corroboraran lo que estoy diciendo.
Dijo la última cifra mirándole a los ojos, porque sabía que su ministro de Exteriores, Von Ribbentrop, le había criticado en Hendaya porque la creía exagerada. Serrano fue todavía más lejos:
—Como ve, será necesaria la ayuda generosa de la nación alemana. Solos no podremos salir de esta situación. —Serrano pensó que la mejor defensa era un ataque y le echó valor para continuar—: Tengo que transmitirle las quejas del Caudillo a las muchas dificultades que se ponen desde Berlín al suministro de algunos materiales.
—¿A qué se refiere usted? —le preguntó Hitler, desafiante, ante la atenta mirada de su traductor.
—Hemos pagado un material para la fabricación de aviones Heinkel, en Sevilla, que no nos ha llegado…
—Estoy al corriente —dijo, sin dejarle acabar la frase—. Ese retraso no tiene importancia, porque hasta que ustedes empiecen a fabricar aviones pasarán dos años. En estos momentos, necesitamos ese material. Enviárselo significaría un debilitamiento que no nos podemos permitir.
—Lo entiendo. Pero España no recibe ese material ni tampoco la ayuda necesaria como pueblo amigo.
Hitler cambió el gesto y el tono de su voz. Ya no era el hombre amable que había salido a recibirles a la puerta de su casa.
—España no es beligerante y Alemania necesita para la guerra hasta el último kilo de material. Cuando ustedes se sumen a la contienda, les atenderemos como a nosotros mismos. Igual que hemos hecho con los italianos. Desde el primer día que entraron en guerra, han recibido de nuestro país un millón de toneladas de carbón al año.
—Entiendo su punto de vista, que ha expuesto usted de manera irreprochable. —Serrano quiso calmar la ira de Hitler con buenas palabras—. Pero para que se haga una idea de nuestra postura, le contaré que al regreso de las conversaciones de Hendaya, fueron suspendidos los envíos de treinta mil toneladas de trigo que ya se estaban cargando en América. El presidente Roosevelt nos hizo saber, a través de su embajador, que no cambiaría la situación si Franco no hacía una declaración formal de que nuestra política exterior seguiría siendo de neutralidad. Esa es la realidad que vivimos día a día en España.
Hitler pareció calmarse un poco y le preguntó a Serrano si mejoraría la situación de España no interviniendo en la guerra.
—Esa es la opinión dominante en España —mintió, porque el entusiasmo por la guerra era cada vez mayor—. Los españoles tienen el convencimiento de que una España neutral recibirá, tanto de Argentina como de Canadá, el trigo necesario. En esa creencia puede influir la propaganda inglesa, empeñada en culpar de la escasez de víveres a Alemania.
—¿Y esa mentirosa propaganda inglesa no tendrá por objeto derrocar al gobierno español?
—Seguramente, mientras lo crea instrumento de guerra. Pero, además, mi Führer —le miró fijamente a sus ojos—, no se puede imaginar el profundo sentimiento de independencia del pueblo español. Como en tiempos de los romanos o ante Napoleón, se opondría a la entrada en la península de un ejército extranjero y se organizaría ante la invasión.
Hitler empezaba a acusar el cansancio ante aquel ministro de Exteriores que no se arredraba con ningún argumento.
—El caso de España no tiene nada que ver con Alemania o con Italia —continuó Serrano—. Ambos países tienen una situación interior consolidada, mientras que nosotros estamos todavía liquidando los efectos de una reciente Guerra Civil.
—¿Y no cree que la entrada en la guerra contribuiría eficazmente a esa consolidación?
—La entrada en la guerra con una victoria inmediata, sí. Pero una…
—Entonces, esa ocasión se la brindamos ahora a España —no le dejó terminar la frase—. Cuenta con nuestro apoyo y nuestra eficaz colaboración. Los alemanes no quitaremos ninguna gloria que corresponda a su nación en la guerra. Pondremos a disposición de España el material más avanzado y los mejores soldados. ¡La gloria nos espera! ¡Es la victoria!
Hitler había vuelto a acorralar al ministro español. Ya no tenía escapatoria. De pronto, Serrano bajó la cabeza y los ojos se le humedecieron. El barón De las Torres y Tovar se miraron perplejos. Se hizo un incómodo silencio en la sala. Serrano parecía un hombre torturado. Finalmente, levantó la cabeza y se vio cómo una lágrima se deslizaba por su mejilla derecha.
—No voy a hablarle como ministro, sino como el amigo que soy. Tanto el Caudillo como yo quisiéramos seguiros desde ahora mismo. Creemos en vuestra victoria y en la justicia de vuestra causa, pero España no… ¡no puede combatir en este momento! Mi patria no resistiría el sacrificio.
Hitler se derrumbó en su asiento con un aire de profundo cansancio. Permaneció con los brazos caídos y la barbilla sobre su pecho durante varios segundos. Tardó un rato en contestar…
—Está bien, ministro. Está bien. Lo comprendo. Yo también deseo hablarle como el mejor amigo de España. No quiero insistir. Debo decir que no comparto su punto de vista, pero me hago cargo de las dificultades de este momento… En fin, creo que España puede tomarse algún mes más para prepararse y decidirse. Pero créame, cuanto antes lo haga, mejor.
Inexplicablemente, parecía que el hombre que se creía el más poderoso del mundo, capaz de las mayores atrocidades, se rendía ante la lágrima de Serrano Súñer. La entrevista había llegado a su fin, cuando el ministro español, ya con los ojos secos, volvió a hablar:
—Quisiera añadir algo, mi Führer. Debemos ponernos de acuerdo sobre la explicación que hemos de dar al exterior sobre esta reunión. Yo propongo decir que he venido a pedir cereales, lo que ante los regateos, dificultades y dilaciones de esos señores ingleses y americanos puede ser incluso un estímulo para que obren con mayor diligencia. —Hitler asintió y aquella propuesta le pareció oportuna. Serrano fue más allá—: El complemento sería que ustedes, efectivamente, nos enviaran trigo. ¡Qué estímulo y qué propaganda para Alemania!
—Está bien, está bien… Lo estudiaremos.
Se pusieron en pie y fueron invitados a tomar un té junto a los dos ministros de Exteriores que esperaban abajo, el italiano Ciano y el alemán Von Ribbentrop.
Antes de sentarse junto a ellos, el canciller condujo a Serrano, asido del brazo, a una balconada de la casa para que contemplara el paisaje con los Alpes como telón de fondo. El ministro español no se podía creer la conclusión de la visita y siguió hablándole en el tono de confianza que había logrado.
—Presiento que cuando el Führer viene a este lugar de recogimiento, sus enemigos tiemblan de preocupación porque saben que algo importante está maquinando.
Hitler agradeció sus palabras. Se sentó con los ministros y explicó a todos que España seguía necesitando tiempo y alimentos. Los mandos alemanes se miraron, casi sin creer lo que estaban oyendo. Hubieran replicado, pero Hitler no les dio opción. Hablaron del transcurso de la guerra y, ante la perplejidad de los generales, la delegación española se fue como había venido: sin concretar nada sobre su participación en la contienda.
Cuando salieron de allí y se quedaron solos nuevamente en el albergue, comenzaron a abrazarse. Se aflojaron las corbatas, riéndose nerviosos y dándose palmadas en la espalda.
—Lo de la lágrima ha sido definitivo —afirmó Tovar.
Después de unos minutos de euforia, el barón De las Torres pidió prudencia:
—Menos alegrías. Recordad lo que hicieron con el rey de Bulgaria. Son capaces de convencer a Hitler de que somos unos traidores y todavía pueden venir esta noche y «apiolarnos» a todos. Hasta que no veamos las primeras páginas de los diarios de mañana, no podemos descansar tranquilos.
A las cinco de la mañana, el barón salió del albergue a comprar la prensa. Con ella en la mano, despertó a Tovar y se citaron en la habitación del ministro. Los periódicos no decían nada que pudiera traslucir decepción o cólera. Se limitaban a mostrar, con profusión de fotos, la visita del ministro de un país amigo para tratar de cuestiones de abastecimiento y comercio. Ahora sí podrían regresar a casa. No tardaron en hacer el equipaje y partir rápidamente hacia Berlín. De momento, la guerra tendría que esperar…