TREINTA Y DOS

Cuando el puente fue inaugurado al cabo de un mes, acabó recibiendo el nombre de Giovanni da Verrazano.

Trece años antes, cuando el proyecto aún estaba en sus inicios, la Sociedad Histórica Italiana de Norteamérica se acercó a los responsables de Puentes y Túneles con la idea de rendir homenaje a ese explorador, y no sólo por haber sido el primero en recorrer esas aguas, sino también porque el puente conectaba dos enclaves italoamericanos, Bay Ridge y Staten Island. Sería una manera muy digna de combatir a aquellos que ya habían empezado a referirse al puente propuesto como la «pasarela de los espaguetis». Robert Moses, el emperador de Triborough, se opuso al nombre de Verrazano desde el principio. Insistía en que él nunca había oído hablar del tal Verrazano. El nombre resultaba demasiado largo, demasiado extranjero. Incluso después de que hubieron convencido al gobernador de Nueva York para que decretara una ley que le diera al puente el nombre del explorador italiano, Moses siguió oponiéndose a ello. Recientemente, había apoyado la petición de ponerle al puente el nombre de James K. Shea. Y en cuanto se le acercaba alguien con un cuaderno o un micrófono, empezaba a decir que había que seguir la «voluntad del pueblo».

Los miembros de la Comisión, en general, y Paulie Fortunato, en particular, se mostraron muy satisfechos cuando Michael Corleone les informó de que al día siguiente, antes de la dimisión de Daniel Brendan Shea, el fiscal general cesante haría una declaración en la que constarían su admiración por los logros del gran explorador italiano y sus deseos de que el puente, según lo previsto, llevara el nombre de Verrazano, no el de su hermano. Michael aprovechó para expresarles su agradecimiento a Don Stracci y Don Greco. La oferta de un asiento en el Senado por Nueva Jersey en 1966 era de las que Danny Shea no podía rechazar.

Y aún había más, anunció Michael, el propio Moses estaba acabado. El gobernador de Nueva York estaba encantado ante la posibilidad de pasar a la historia como el hombre que había echado al déspota.

En el contexto de una larga y dificultosa serie de asuntos, los miembros de la Comisión agradecieron ese momento de cómico alivio. Se morían de risa al darse cuenta de que seguirían ocupando el poder después de la caída del, en teoría, hombre más poderoso de Nueva York, cuyo último proyecto de obra pública llevaría, además, el nombre de un héroe italiano.

El cuerpo cosido a balazos de Nick Geraci apareció en un barco a la deriva en el puerto de Nueva York, con la pierna arrancada envuelta en papel de periódico y tirada sobre la cubierta. Las autoridades no tardaron mucho en descubrir que el barco era propiedad de un antiguo soldato de los Corleone, Cosimo Momo el Cucaracha Barone, que había desaparecido (y cuyo cuerpo, por cierto, no apareció nunca). Este descubrimiento sensacional no alteró en mucho la existencia de la familia Corleone. La investigación sobre la muerte del presidente Shea ya había revelado que Geraci estaba en Miami cuando tuvo lugar el atentado, y su nombre figuraba en la lista de testigos llamados a declarar. También se había descubierto que Geraci había pasado los meses previos al asesinato en Nueva Orleans, trabajando para el jefe del hampa Cario el Ballena Tramonti, cuyo nombre también figuraba en la citada lista. Además de esto, fotos y testigos situaban a Momo Barone reuniéndose con Cario Tramonti y el hermano de éste, Agostino, durante una visita a Nueva York el año anterior. Tanto en los medios de comunicación como en varios documentos judiciales, Geraci y Barone fueron descritos como disidentes del sindicato Tramonti, aunque formaran parte de él. Si había tenido lugar una conspiración para matar al presidente, el sentido común parecía dictar que Nick Geraci era el principal inspirador.

(Y mucha gente aún no sabía nada de la participación de Geraci en el asunto de Carmine Marino: esos intentos, aún por desclasificar, de asesinar al líder de Cuba.)

La investigación se alargaría durante varios meses. Las conclusiones finales ocuparon más de cuatro mil páginas, y en ellas se decretaba que Juan Carlos Santiago había obrado por su cuenta.

Aunque muchos siguieron creyendo que el asesino había sido enviado al Fontainebleau por la CIA. O por el FBI. O por el vicepresidente. O por el gobierno cubano. O por la Mafia (si es que existía). O por algunos de los citados. O por todos ellos.

El siglo terminaría antes de que se resolviera su mayor misterio.

Nunca saldría a la luz prueba alguna de que la investigación estuviera amañada o de que no se hubiera trabajado a conciencia. No se habló de ningún tipo de conspiración para matar al presidente o para echar posteriormente tierra sobre el asunto. Sin embargo, quedó la sospecha de que la gente no se había enterado —y tal vez no se enteraría jamás— de toda la historia. Esta posibilidad, tal vez paranoica —y fomentada a lo largo de los años por montones de libros—, se vio alimentada desde fuera por la extraña cadena de casualidades que se cobró la vida de muchos de los involucrados en el tema, ya fuera de manera directa o tangencial, añadiendo nuevas tragedias de carácter nacional. Y lo que aún resultaba más sospechoso, muchas de esas personas murieron días, cuando no horas, antes de presentarse a testificar.

Por ejemplo, el antiguo agente de la CIA Joseph P. Lucade11o murió en una habitación de un hotel de Arlington, Virginia, dos días antes de su reunión a puerta cerrada con los representantes de la investigación. Se dijo que había sido un suicidio, pero a muchos les pareció extraño que un tuerto decidiera suicidarse clavándose un picahielo en el ojo sano.

El ejemplo más célebre fue el de Cario Tramonti. Una semana después de recibir la citación y una semana antes de volar hacia Washington, Cario el Ballena apareció muerto en mitad de la autopista 61 de Nueva Orleans: lo habían tirado desde un coche en marcha a las puertas del Pelican Motor Lodge. Causa de la muerte: dos tiros en la nuca, algo típico del hampa, y no el cuchillo de carnicero que le habían clavado en el corazón después de dispararle, cosa que las autoridades nunca pudieron entender.

Un ejemplo menos conocido fue el del hermano de Cario, Agostino, alias Augie el Enano, que había heredado el mando del difunto. No fue llamado a declarar durante esa primera investigación, pero unos años después, un fiscal de Nueva Orleans que actuaba por su cuenta pidió la reapertura del caso. La noche anterior a su presencia en el juzgado, Augie Tramonti murió en su casa de campo, una mansión renovada de antes de la guerra que había formado parte de una plantación de madera y azúcar y que estaba al oeste de Nueva Orleans. El forense atribuyó el fallecimiento a «causas naturales» y no añadió mucho más. Sin embargo, el informe de la policía mencionó una nota de suicidio, aunque no especificó su contenido. La nota, junto a otras pruebas relacionadas con el caso, desapareció del almacén. Puede que la robaran. Puede que, simplemente, se traspapelara. En cualquier caso, desapareció.

Algunos meses después de enterrar a Nick, Charlotte Geraci cogió el manuscrito de su marido y se fue a Manhattan a ver a su antiguo jefe en la editorial donde ella había trabajado antes de casarse con él. No sabemos si escribió o reescribió algunas partes del libro. Ella siempre mantuvo que Nick le había dado el manuscrito para que lo pasara a máquina el día antes de que lo mataran. Eso seguro que lo hizo. Sus hijas fueron a ayudarla. Charlotte aseguró haber guardado el original en una caja de seguridad, y las páginas que Nick le entregó, en otra. Hasta el momento presente, Charlotte y sus hijas (Barbara Kennedy, que ahora es fiscal en Maryland, y Moonflower, que vive en San Francisco y se dedica a las performances artísticas) nunca han desvelado del libro más que unos breves extractos.

El editor, que al principio se mostró escéptico, aceptó leerlo. Quedó sorprendido ante la crudeza del texto, pero decepcionado por lo mal escrito que estaba. Algo que, eso sí, siempre se podía arreglar.

Convocó a un novelista primerizo al que había publicado y lo invitó a comer. En esos tiempos, Sergio Lupo era conocido por El cuento del inmigrante, libro basado en la vida de su madre y que había recibido buenas críticas en el New York Times, aunque sólo se habían vendido unos dos mil ejemplares. La siguiente novela de Lupo, la autobiográfica Trimalchio Rex, aún se había vendido menos. Desde entonces, intentaba abrirse camino en Hollywood, aunque con escaso éxito. Había ido a Nueva York a visitar a su familia y no estaba en disposición de rechazar una comida gratis.

Ni la propuesta de reescribir La oferta de Fausto.

Aunque al principio lo hizo. Por muy lucrativa que fuera la oferta, le parecía rebajarse.

—Eso es venderse —dijo.

—Te lo voy a decir como amigo —repuso el editor—, ¿No crees que ya va siendo hora de que crezcas?

—Vete a la mierda —dijo Lupo. Tenía cuarenta y un años.

—Sólo es venderse si te lo tomas así —explicó el editor.

Lupo lo pensó unos momentos y luego se encogió de hombros.

—Hazme dos favores —dijo el editor—. Uno: léetelo —deslizó el manuscrito a través de la mesa—. Y dos: déjame que te lea yo algo.

Sacó un ejemplar de Tñmalchio Rex y fue directo a la última página.

—«Me encantaría ser malo» —leyó—. «Robar bancos, cometer crímenes, sembrar el caos, que todo el mundo me temiera por mi dureza. Me encantaría serle infiel a mi mujer, matar canguros, hacer cualquier cosa. Pero no puedo. ¿Y sabéis por qué? Porque soy tímido y apocado. Lamentaría herir los sentimientos de alguien.»

—Eso es una maldita novela —dijo Lupo—. El que habla es un personaje ficticio.

—Claro que sí —dijo el editor. Golpeó el manuscrito con los nudillos—. Tú léelo, ¿vale?

Dos años después, Lupo había terminado la reescritura del libro. En su primera semana en las librerías, La oferta de Fausto se situó en la lista de bestsellers y permaneció en ella tres años. Acabo vendiendo más de veinte millones de ejemplares en todo el mundo. Las tres películas que inspiró no utilizaron la palabra «Mafia» ni mencionaron por su nombre a ningún miembro de la familia Corleone (exceptuando a Nick Geraci). La primera le sirvió a Johnny Fontane para ganar su segundo Premio de la Academia. Las dos primeras —a las que a menudo se adjudica el regreso de Woltz International Pictures a la lista de productoras rentables, tras el fracaso de El descubrimiento de América— están consideradas sendos clásicos.

La boda de Johnny Fontane y Francesca Corleone Van Arsdale fue de lo más discreta. Se celebró en una playa de las Bahamas, bajo una cúpula hecha con hojas de palmera. El descubrimiento de América había terminado una semana antes de lo previsto y ellos se habían quedado en la isla de Gran Bahama, haciendo planes para los festejos, llevando a cabo un complicado sistema (que tuvo éxito) para mantener alejada a la prensa y esperando la llegada de los miembros más cercanos de sus familias.

Johnny llevaba un esmoquin blanco. Francesca lucía un vestido rosa hecho en la isla. El clima era idílico: cielo azul sin una nube y una brisa suave.

Mientras acompañaba a su hija por la pasarela que hacía las veces de pasillo, Michael Corleone asumió, sin vergüenza alguna, que estaba llorando.

Johnny y él cruzaron sus miradas.

Johnny le guiñó un ojo.

Michael intentó sonreír. Se alegraba de verdad por ambos.

Tras la ceremonia, Michael Corleone y su hermana Connie dieron un paseo por la playa.

Connie le ofreció su mano y él la tomó. No habían caminado así desde que eran pequeños, desde que él acompañaba a su hermana a la escuela.

—Qué bonita pareja —dijo Connie mientras la brisa le apartaba el cabello de la cara. Parecía la heroína de un cuadro—. Nunca lo dirías, pero mira el éxito que han tenido ya las becas Niño Valenti: es evidente que trabajan bien juntos. Eso es lo importante. Y mira lo felices que se los ve. Sus hijos se llevan bien. Todo parece... —Meneó la cabeza—. Qué bonita pareja —repitió, aunque más bajito esta vez.

—Sé que esto debe de resultarte difícil —dijo Michael.

Le apretó un poquito la mano y siguieron caminando.

—¿Difícil? —dijo Connie—. ¿Por qué iba resultarme difícil?

Finalmente, Connie soltó una risita seca.

—Créeme —dijo—. Lo he superado. Johnny me gustaba, claro está, como a millones de chicas. Soy una mujer madura y sé de qué va el amor. Me alegro por ellos.

Michael asintió.

—Hablando de amor —dijo Connie—, lamento lo tuyo con Rita.

—No tienes por qué —dijo Michael—. Yo también lo he superado.

Caminaron en silencio un buen rato. Al llegar al siguiente hotel en la playa, hicieron un alto para tomar una copa. Connie pidió una piña colada y Michael un vaso de agua helada. Con los vasos en la mano, tomaron asiento bajo una sombrilla junto a la piscina. Los únicos que nadaban eran los niños.

—¿Y bien? —dijo Connie—. ¿Llegó a decírtelo?

—¿Quién tenía que decirme qué?

—¿Te dijo Rita que había tenido un bebé? —dijo Connie—. Un hijo. Era de Fredo. Rita aún era una bailarina de Las Vegas por entonces, y se fue de allí para tener el crío, a un convento en California. Fredo lo pagó todo. Por lo general, las chicas a las que metía en problemas... Bueno, se deshacían de ellos. Pero Rita... Bueno, es evidente que Rita no era de ésas. No podía hacerlo. Lo dio en adopción. He hecho todo lo posible para averiguar la identidad de ese chico, pero tengo a la Iglesia en frente y me parece que no hay nada que hacer. Pensé que ella te lo habría contado. Lo siento.

—¿Ella te contó todo eso?

Connie negó con la cabeza.

—Fue Fredo.

—¿Cuándo?

—Cuando sucedió —dijo Connie—. Ya sabes que puedo guardar secretos tan bien como cualquier hombre de esta familia. —Se lo quedó mirando—. ¿Estás bien? A lo mejor deberías comer algo.

—Estoy bien —dijo Michael.

—Parece como si... No sé. Estás pálido.

—Estoy bien —repitió Michael. Estaba bien de azúcar, eso seguro. Regresó al bar y pidió una bebida más fuerte.

Volvió a sentarse junto a su hermana.

Contemplaban a los niños que nadaban y, más allá de ellos, la arena blanca y el océano.

Connie le pasó un brazo por los hombros.

—Tendría ocho años —dijo—. Y en alguna parte tiene que estar. Eso debería consolarte.

Probablemente, fue gracias a Michael Corleone que Cario Tramonti no acabó con todos ellos —como afirmó en cierta ocasión Michael que sucedería, comentario hecho ante los miembros de la Comisión—. El presidente Payton no prosiguió con la llamada «guerra contra la Mafia». El director del FBI cambió de destino a la mayoría de los agentes asignados al tema. Tras su elección al Senado en 1966, Daniel Brendan Shea se dedicó a otros importantes asuntos.

A la larga, sin embargo, el daño fue considerable. Los agentes del FBI más jóvenes que habían estado asignados al caso no olvidaron lo que habían aprendido. Fiscales primerizos, a los que se había apartado o ascendido, tampoco lo olvidaron. El propio presidente Shea había resultado más fácil de eliminar que las sospechas de la gente, convencida de que la Mafia se había «cepillado» al mandatario. Todos estos sentimientos acabarían llevando a la aprobación de los estatutos RICO, que otorgaron a la justicia nuevos poderes para enviar a la cárcel a los gángsters. De todos modos, tendrían que pasar diez años antes de que esas complicadas leyes consiguieran encerrar a un jefe de la Mafia. Pero la amenaza estaba presente y nada volvería a ser lo mismo. Hacia los años ochenta, tanto Michael como la familia Corleone parecían haber sido reducidos a sendas parodias de sí mismos.

Los años que siguieron a las muertes de Tom Hagen, Jimmy Shea y Nick Geraci fueron, eso sí, los más pacíficos que Michael Corleone y su familia jamás hubiesen conocido: fue uno de esos raros períodos en la vida de Michael en los que casi fue feliz.

Durante esos años, a menudo volvía a pensar en aquella noche en Staten Island, saboreando el recuerdo mientras conducía de regreso al hogar.

Michael y Richie Nobilio salieron de Jerry's Chop House a una lluvia torrencial. El guardaespaldas que habían llevado consigo les pasó un paraguas, bajo el que corrieron hacia la parte trasera del Lincoln negro que los aguardaba. El guardaespaldas ocupó su asiento delante. Michael le hizo una señal al conductor, Donnie el Bolsas, y salieron pitando de allí.

A esas alturas ya no quedaban restos de la escabechina. Fat Paulie Fortunato era el dueño del bar y, ya puestos, del barrio entero y de los policías que lo patrullaban. A cambio de otros favores de Michael Corleone, le había ofrecido su establecimiento como un sitio seguro en el que poder llevar a cabo la siniestra ejecución. Al Neri y Cato Tomaselli, el socio de los Corleone que hacía de guardaespaldas de Greco, estaban ahora en manos de un cirujano de primera de Staten Island, un hombre al que Don Fortunato había trasladado hasta allí en previsión de situaciones tan peliagudas como ésa. Las heridas de Tomaselli eran de orden menor. En cuanto a Neri, la bala lo había atravesado limpiamente, rozando un pulmón, pero sin consecuencias graves. Su recuperación, aunque lenta, sería total.

Eddie Paradise había supervisado el traslado de los muertos. El cuerpo de Geraci acabó en el barco que le había vendido a Momo. Los restos mortales de Cosimo Barone e Italo Bocchicchio habían sido arrojados al vertedero de Fresh Kills, todo un regalo, aunque no intencionado, de Robert Moses a los mañosos de Staten Island. La colina levemente más alta que había al lado, y en la que tenían casas Fortunato y algunos jefazos del clan Barzini, se llamaba Todt Hill: en holandés, todt quiere decir muerte. A Michael Corleone, Staten Island le daba escalofríos.

Michael Corleone y sus hombres recorrieron en coche unos cuantos kilómetros de oscuras calles residenciales, hasta que Donnie giró a la izquierda, hacia los muelles. Aparcaron en una gasolinera, cerrada a esas horas, junto a un camión que lucía a un lado la marca FLATBUSH NOVELTIES. A través de la lluvia, las torres del puente nuevo se cernían en la distancia. El guardaespaldas bajó del Lincoln. Eddie Paradise bajó del camión. El traje de aquel hombrecillo estaba sucio y rasgado. Eddie atravesó la lluvia, sin prisa y sin paraguas. Ocupó el asiento del guardaespaldas y cerró la puerta del coche.

—¿Qué tal la cena? —preguntó Eddie mientras se planchaba el pelo mojado—. He oído que Jerry's Chop House está la mar de bien. Las chuletas, sobre todo.

La amargura de su voz era inconfundible, comprensible y disculpable.

La noche había sido dura para todos. Barone era el mejor amigo de Eddie y Geraci lo había puesto contra las cuerdas, pero Eddie había gestionado todo el asunto como un campeón.

Michael le dio al apesadumbrado caporegime una palmada en el hombro.

—Has satisfecho mi confianza en ti, Ed. Cuentas con mi gratitud.

Eddie Paradise le dio las gracias farfullando. Michael le dijo a Donnie el Bolsas que se fueran. El Lincoln y el camión salieron de la gasolinera en diferentes direcciones.

Richie Dos Pistolas meneaba la cabeza.

—Me quito el sombrero ante ti, Eddie —dijo.

Esa misma noche, el hombre al que había empezado a considerar como su propio lugarteniente, Renzo Sacripante —quien, al parecer, había hecho un buen trabajo con la pandilla de la avenida Knickerbocker—, había sido estrangulado en unos lavabos de la calle Mott y ahora estaba formando parte de la basura que había en un almacén de desechos en Yorksville, por cortesía de un funcionario de Sanidad al que le había llegado el momento de hacerle un favor a Michael Corleone.

—Como si llevaras sombrero —dijo Eddie.

—Se lo ha quitado antes en tu honor —señaló Nobilio, dándole también una palmadita en el hombro.

Michael había oído que Eddie también se había deshecho de dos traidores de su banda echándoselos a su querido león del sótano del club de caza de Carroll Gardens. Eddie dijo que le habían dicho que los leones, cuando le cogen el gusto a la carne humana, ya no quieren seguir comiendo carne de cuadrúpedos. Al Neri le había asegurado que eso era una leyenda, pero... ¿qué coño sabía ése de leones? En cualquier caso, Al le fue con el cuento a Michael, y Eddie tuvo que abandonar la nueva dieta humana de su bicho. Cosa que hizo sin quejarse demasiado.

Eddie respiró hondo, puso la radio en una emisora de rock and roll y se repantigó en el asiento, claramente agotado. Por respeto hacia él, nadie le pidió que cambiara de emisora.

Todos habían dicho lo que tenían que decir.

Donnie el Bolsas —otro hombre de Geraci que había demostrado su lealtad a la familia— era un conductor soberbio que se deslizaba a través del tráfico, pillaba a tiempo los semáforos, dominaba el terreno mojado sin resbalar ni pegarse al vehículo de delante y sin llamar la atención a la hora de infringir las leyes. Al cabo de muy poco tiempo se encontraron cruzando el puente Bayonne hacia Nueva Jersey. Nobilio se quedó dormido. Eddie golpeaba ligeramente el cristal de le ventanilla con su anillo del meñique, siguiendo a la perfección el ritmo de la música.

Durante mucho tiempo, Michael Corleone había dado por sentadas las habilidades de gente como el Bolsas, Richie Dos Pistolas y Eddie Paradise.

Fue después de la charla con Eddie, del sermón sobre las tradiciones fundamentales de la organización que el padre de Michael había construido, cuando las pesadillas —o lo que fueran— terminaron. El médico de Michael atribuyó ese final —así como la correspondiente falta de incidentes diabéticos de importancia— a una dieta mejor y a un menor estrés. Pero para Michael todo se debía a que había hecho caso a la advertencia de Fredo: había que conectar con los viejos sistemas, con la vieja tradición; había que recordar que el origen de la grandeza de su padre estaba en sus relaciones personales con la gente, relaciones en las que el dinero y el poder eran productos derivados del miedo y del amor.

El coche que llevaba a Michael Corleone se internó en la oscuridad del túnel Holland. La radio dejó de oírse. Nobilio se despertó.

—Tranquilo —le dijo Eddie Paradise—. Sólo estamos bajo tierra.

OOOOOOOOOOO

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