DIEZ
Amigos y familiares se congregaron en el enorme jardín de la azotea para desearle a Michael Corleone un feliz cumpleaños. No era exactamente una fiesta, aunque Connie había preparado un pastel y las niñas Hagen habían decorado el lugar con papel de embalar. Muchos de los hombres que habían venido por negocios se habían quedado por allí. Algunas personas más aparecieron después del desfile, haciendo un alto en el camino a casa.
El pastel estaba encima de una mesa junto a una modesta colección de regalos. Era una tarta de chocolate impregnada de café y Grand Marnier, una especialidad de Connie. Sabiendo que a Michael no le hacían mucha gracia los cumpleaños, Connie había puesto en el pastel, simplemente, «Cent'anni!», pero había que reconocer que cocinaba mejor de lo que escribía: varios invitados preguntaban, en voz muy baja, por qué ponía «¡Cementerio!» en la tarta.
El pequeñín de Francesca no dejaba de suplicar que le permitieran abrir los regalos de su tío. Michael aún estaba arriba, charlando con Tom Hagen y Richie Dos Pistolas, pero Al Neri había bajado a decirle a Connie que Michael era consciente de que lo esperaban y que aparecería dentro de un minuto. El pequeño Sonny no paraba de preguntar si ya había transcurrido ese minuto.
El jardín era el intento de Connie Corleone por recrear el que su familia había cuidado con tanto cariño en la parte trasera de su casa de Long Beach. Connie —cuyo uso del apellido de soltera parecía haber presagiado sus vanos deseos de afirmar su inocencia— había peregrinado hasta el original, cuyos nuevos propietarios (gente de lo más normal, que ni siquiera era italiana) habían descuidado hasta que cayó en una decadencia estremecedora. Connie hizo unos planos de lo que quedaba a la vista, tomó incontables instantáneas de las viñas marchitas, midió la distancia entre las moribundas higueras y les pagó a los nuevos propietarios un precio exorbitante por la estatua de la Virgen María, aunque era idéntica a las que se podían comprar por cuatro perras en cualquier calle comercial de Bay Ridge o Bensonhurst. Se había invertido una cantidad colosal de tiempo y de dinero en el nuevo jardín, que incluía el refuerzo del edificio para que todas esas toneladas de tierra fresca no atravesaran la azotea y enterraran a los Hagen. Pero cuanto más se parecía el jardín al original, más se convertía en una parodia monstruosa del ordenado santuario en el que había tenido lugar la recepción nupcial de Connie, en la que Vito, abanicándose con un sombrero de paja manchado de sudor, se había sentado a la sombra de las viñas para explicarle a Michael los intríngulis del negocio. La nueva versión de esas viñas había desaparecido el mes anterior, arrastrada por una tormenta. Los arreglos estaban en marcha. Todo el proyecto tenía el aire de algo que nunca estaría acabado.
Connie iba de un lado para otro comprobando detalles que ya había comprobado una y otra vez: servilletas, tenedores, si le funcionaba el mechero para poder encender la enorme vela roja del pastel, si sus hijos estaban presentables... Era una mujer vistosa, casi atractiva, con el cabello negro teñido y una manía adolescente de apartárselo constantemente de la cara. Hoy ya se había cambiado de ropa varias veces, y ahora lucía un vestido de cóctel de tonos verdosos más apropiado para cenar en el Stork Club que para una modesta reunión en torno a un pastel de cumpleaños.
Muy entretenidas ante esta exhibición de nerviosa energía, las gemelas se encontraban en los extremos opuestos de la congregación, bebiendo vino; Francesca, blanco, y Kathy, tinto. Incluso de pequeñas se negaban a vestir igual, y durante años habían sido todo lo diferentes que podían serlo dos gemelas idénticas. Kathy había sido muy buena estudiante; Francesca, la más popular. Kathy era una bohemia que fumaba sin parar; Francesca, una buena chica católica. Kathy tenía un doctorado en literatura europea por una universidad londinense; Francesca había abandonado la Universidad de Florida para casarse con un chico rico. Pero ahora que eran un poco mayores y que volvían a estar bajo el mismo techo, se habían dado cuenta de que sus diferencias eran más buscadas que auténticas. Últimamente, Kathy se abastecía de ropa en el mismo diseñador que vestía a la primera dama, y Francesca parecía tener siempre la nariz metida en alguna novela (sus más recientes favoritos incluían libros como Emma, El talento de Mr. Ripley, El cuento del inmigrante, de Sergio Lupo, y, especialmente, El gatopardo de Lampedusa). Cada gemela llevaba un peinado especial. Cada una estaba consagrada a su trabajo: Kathy enseñaba literatura europea, creación y traducción en el City College; y Francesca era, prácticamente, la imagen de la Fundación Vito Corleone y se dedicaba a que las buenas obras que de ahí salían tuvieran su correspondiente presencia en la prensa. Las gemelas tenían sus diferencias, claro está, e iban más allá de sus preferencias vinícolas. Kathy necesitaba gafas, Francesca no. Kathy iba construyendo discretamente un sendero erótico a través de la vida académica, mientras que Francesca sólo había tenido un par de citas insulsas desde que murió su marido. Kathy era delgada y de un aspecto levemente estirado. Francesca, puede que a causa de sus embarazos (Sonny y un aborto espontáneo de última hora), lucía unas caderas muy femeninas y un trasero redondo. Sus pechos habían crecido hasta la talla 95, y cuando se los veía en el espejo miraba hacia otro lado. Kathy heredaba todas sus blusas de botones.
Pero ambas entendían, sin necesidad de hablarlo, de dónde procedía la ansiedad de su tía. Connie conocía a Johnny Fontane de toda la vida, desde antes incluso de que fuera famoso, pero la perspectiva de verlo aparecer para una breve reunión con su hermano todavía la llevaba a comportarse como una adolescente fascinada por las estrellas. Las gemelas nunca habían visto a Johnny y les hacía ilusión conocerlo, aunque dentro de un orden. Kathy era de natural tranquila y no era fácil impresionarla. Y en cuanto a Francesca, la riqueza de su difunto marido y el cargo de éste en la oficina del fiscal general le habían permitido tomarles las medidas a los poderosos y a los famosos. Por otra parte, Francesca había tenido la suerte de ver actuar a Fontane en el Baile Inaugural y dudaba que hubiera alguna mujer que hubiera visto a Johnny Fontane esa noche —un hombre vulnerable vestido de chaqué con una voz incomparable— y no se hubiera emocionado. Francesca había visto actuar a Elvis y también a James Brown. Había visto a Mario Lanza en el Carnegie Hall, a Louis Armstrong en el Copa de Miami y a Frank Sinatra en el Sands de Las Vegas, pero esos veintidós minutos de Johnny Fontane eran lo mejor que había presenciado nunca sobre un escenario.
Sin embargo, no era necesariamente el recuerdo de esa noche lo que le estaba poniendo a Francesca la carne de gallina. Hacía frío para estar en octubre, y allí, en la azotea, más aún.
Había seis hombres apretujados en el estudio privado, con paneles de madera en la pared y lleno de humo, que Michael Corleone tenía justo al lado de su dormitorio. Michael y Tom Hagen estaban sentados ante un escritorio que casi ocupaba toda la habitación. Todos los demás estaban de pie: Al Neri detrás de Michael y, cerca de la puerta, Richie Dos Pistolas Nobilio y Tommy Neri, el sobrino de Al. Nobilio estaba concluyendo su disertación sobre la ampliación de plantilla, por así decirlo, comentando los pros y los contras de los hombres propuestos para ser iniciados en la familia Corleone. La reputación de esos hombres los precedía, pero la presentación era un sacramento tan rutinario como los que celebraba la Iglesia (institución de la que Richie, a diferencia de los demás, era miembro activo y a veces hasta tocaba el órgano en misa). En la reunión de la Comisión prevista para esa noche, la presentación que hiciera Mike de esos mismos nombres sería más expeditiva, y todos la tomarían como una mera formalidad.
Richie Dos Pistolas tenía ojos de insecto, marcas de acné y estaba más delgado que un galgo. Llevaba el pelo negro peinado hacia atrás con brillantina y le gustaba llevar ropa que le hiciera parecer un tipo duro: cuero, pelo de camello, piel de tiburón, guayaberas, y a veces hasta botas de vaquero. Hiciera lo que hiciese, jamás conseguía una presencia amenazante, pero estaba demostrando ser uno de los mayores talentos jamás florecidos en la familia Corleone. Había crecido en la calle de al lado de la de Peter Clemenza, en el Bronx, y de chaval revoloteaba en torno al gordo en cuestión cual moscardón imposible de aplastar, suplicando una oportunidad para hacer algo, cualquier cosa. Clemenza sabía cómo convertir un insecto semejante en una avispa mortal. Nobilio había obtenido su sobrenombre en un incidente de sus tiempos de joven matón. Había salido con una pistola descargada a matar a un hombre, un funcionario que amañaba contratos, un eslabón en el amplio imperio de corrupción creado por Robert Moses y una de las últimas piezas del rompecabezas que era el monopolio del cemento en el área de Nueva York. El hombre estaba trabajando hasta tarde en su despacho. Había sido capitán del equipo de natación de Harvard y ocupaba casi el doble de espacio que Nobilio. Richie apretó dos veces el gatillo de su vacío Colt Woodsman con silenciador, se dio cuenta de que, efectivamente, estaba vacío y, sin perder ni un segundo, le pegó un puñetazo a su oponente y comenzó a rebuscar en su escritorio. Para cuando el otro consiguió ponerse en pie, Nobilio ya había encontrado una Davis del 32 en el cajón de abajo, detrás de una botella de whisky. La vació en el ancho pecho de aquel individuo y salió de allí sin un rasguño. Durante un tiempo, la gente lo llamó, indistintamente, Richie el Afortunado y Richie Dos Pistolas. Dos Pistolas fue el alias que ganó. A Nobilio le encantaba, y hasta empezó a contar una versión embellecida y autoparódica de la historia que le había ocurrido. Su humildad siempre le había resultado muy útil. Cuando Frankie Pentangeli fue escogido para tomar el mando en sustitución de Clemenza, otro tipo de hombre habría puesto pegas. En cambio, Richie parecía que no tenía nada que decir al respecto. Mantuvo la cabeza baja y no sólo siguió trabajando, sino que consiguió ampliar las posesiones de la familia en Rhode Island y Fort Lauderdale. Cuando Frankie se quitó de en medio, Richie Dos Pistolas era la opción lógica como sucesor, especialmente porque había sido entrenado por Clemenza. Muertes, traiciones y encarcelamientos habían dejado a la organización escasa de personal, y la habilidad de Nobilio para encontrar talentos y desarrollarlos era tan buena como la del gordo, o aún mejor. Desde la muerte de Clemenza hacía casi diez años, su leyenda no había dejado de crecer, pero nadie podía negar que había escogido para ascender a traidores como Paulie Gatto o Nick Geraci. En las malas calles de Nueva York, Peter Clemenza había alcanzado la santidad criminal, pero en esa oscura habitación llena de humo, a pesar de que se le apreciaba, todos consideraban que el legado de ese hombre era tal vez demasiado humano.
—Si eso es todo —dijo Michael mirando su reloj—, me tendría que ir.
Miró a Tommy Neri, alias Tommy Scootch, que acababa de regresar de un largo viaje, y también a Nobilio.
—¿Alguna novedad más?
Richie Dos Pistolas estableció contacto visual con Tommy, luego hizo una mueca y negó con la cabeza.
—La verdad es que no. Scootch, ¿nos pones al día?
Tommy avanzó un paso hacia el escritorio. A pesar de su pelo ralo y prematuramente gris, parecía un escolar nervioso porque acababan de pedirle que leyera un trabajo sobre un libro que él creía que era para el día siguiente. Organizar la caza de Nick Geraci era la misión más importante que jamás le habían encomendado. Puestos a elegir, Michael prefería que a los traidores los mataran sus más allegados, pero Donnie el Bolsas no estaba preparado físicamente para el asunto, Carmine Mariño había muerto, Momo Barone aún estaba en la cárcel, y Eddie Paradise estaba muy ocupado dando la talla como capo. Diño DiMiceli había empezado por pillar a dos tipos eficaces y volar a Cleveland en busca de pistas. Cuando su coche de alquiler llevaba exactamente veinte kilómetros de carretera, la bomba conectada al cuentakilómetros estalló y los tres murieron en el acto: uno de los brazos de DiMiceli fue a parar a una piscina pública a quinientos metros de distancia. En cuanto a Willie Binaggio, era un fumador compulsivo, con lo que entraba dentro de lo posible que su casa ardiera de manera accidental, como decretó el jefe de bomberos. Nadie de los que trabajaban con Willie B. se lo creyó. Fue entonces cuando Al le pidió a Michael que le encargara el trabajó a Tommy.
Scootch respiró hondo y empezó a hablar:
—Paradise no estaba usando de chófer a Donnie el Bolsas (era, bueno, un tipo del traidor), así que le pedí si podía utilizarlo. Creo que está limpio, pero si no, lo tengo donde puedo vigilarlo —señaló hacia un asiento delantero imaginario.
Michael asintió, impresionado por la iniciativa. Donnie Serio —conocido como Donnie el Bolsas a causa de la bolsa para evacuar que tenía que usar desde que le dispararon en el estómago— era una especie de primo de Geraci. Eso no lo convertía también en un traidor, pero había sido una medida inteligente alejarlo de su antiguo regime y colocarlo donde, en caso necesario, Tommy pudiera volarle la cabeza en cuanto se lo dijeran.
—Bien —dijo Michael.
—Los demás del equipo son de confianza, y creo que eso mismo pensaban Diño y Willie B. Pero quería asegurarme, así que los investigué a fondo.
Michael asintió.
La sombra de una risita recorrió el rostro de Tommy.
—Además —dijo—, hice lo que me dijiste y mantuve otra conversación con el padre, Fausto. En Arizona. Intenté razonar con él, ¿vale? Pero no hubo manera. Es uno de esos sicilianos silenciosos y como de pueblo. Coglioni quadrati, ¿sabes? Tengo la impresión de que si lo matáramos por lo que sabe y no dice, le haríamos muy feliz. Tiene una nueva esposa mexicana que no habla inglés, con lo cual no se habrá enterado de nada y, además, no llevan mucho tiempo casados. Por otra parte, tenemos a la esposa y a las hijas de ese disgraziato. Si presiono a esas tres...
Michael negó con la cabeza. Fausto Geraci había estado en el ajo, había trabajado en Cleveland para la pandilla de Vinnie Forlenza, pero los demás miembros de la familia de Nick Geraci eran intocables y sólo se los podía abordar para hacerles preguntas y vigilarlos.
—Vale, vale, vale, de acuerdo —dijo Tommy—. Claro que no. También seguí esas pistas nuevas que me pasaste de tu fuente —añadió, mirando a Hagen.
Tanto Michael como Hagen dieron un respingo. Eso sí era una novedad.
—¿Fuiste allí? —preguntó Hagen.
—Acabo de volver —repuso Tommy—. La persona en cuestión ya no está en esa ciudad, Taxco. Estuvo allí, o por lo menos eso me dijeron los que lo reconocieron en la foto. Se hacía pasar por escritor. El caso es que no se fue corriendo ni nada. Tuvo todo el tiempo del mundo para hacer las maletas en su apartamento, pero nadie lo vio salir ni supo nada de él. Un buen día, simplemente, desapareció. Yo creo que alguien le dio el soplo. Pero ese tal Spratling, un hombre de negocios norteamericano que conoce a todo el mundo allí abajo, dice que así van las cosas en México.
—¿Darle el soplo? —dijo Hagen—. ¿Quién y cómo?
—Eso no lo sé —repuso Tommy—, pero resulta verosímil que si tiene a alguien que le informa, acabará por arriesgarse a volver a Estados Unidos. Y si lo hace, lo encontraremos. Tenemos vigilada a su familia. Además, en cada ciudad en la que tenemos amigos podemos estar seguros de que esos amigos están al corriente de la situación y saben lo agradecidos que nos mostraríamos con ellos si nos ayudaran. La voz ha corrido, suavemente pero de manera eficaz. Ese tío no puede pasarse la vida escondiéndose en madrigueras o en las montañas al sur de la frontera. Especialmente, alguien como él. Tiene una enfermedad que intenta mantener en secreto, Parkinson. Y lo que hace el Parkinson es que te pone a temblar; a veces te lleva a olvidar las cosas y te lo pone muy difícil para vestirte... Ya sabes, con los tembleques no hay quien se aclare con los botones. O, por lo menos, de eso se quejaba a su médico habitual, mucho antes de que desapareciera... El, claro, no el médico.
Michael sintió un escalofrío. Geraci tenía temblores las dos últimas veces que lo había visto.
—¿Te has enterado de todo eso, pero no le has atrapado?
—Me enteré de todo eso porque moví unos cuantos hilos y me hice con sus informes médicos —dijo Tommy—. Una secretaria. Muy buena chica. No doy puntada sin hilo, por así decirlo.
—Por así decirlo —Michael levantó las palmas de las manos e hizo un gesto de «¿Quién sabe?»—. Pero no realmente. —Tommy empezó a decir algo, pero Michael levantó una mano para detenerlo—. Tommy, estás haciendo un buen trabajo —dijo, aunque su voz sin entonación alguna parecía insinuar que lo contrario también era posible—. Soy un hombre paciente. Aquí lo importante es que las cosas se hagan y se hagan bien. Eso lo entiendo, y supongo que vosotros también.
Tommy asintió.
—Te estoy muy agradecido —dijo, claramente indeciso acerca de si debía estarlo o no—. Pero te diré una cosa: creo que podemos asegurar que no está bajo la custodia del FBI en alguna parte. Y seguro que tampoco está muerto. Mi teoría, y espero que no te siente mal, puedes tomarla o dejarla, es que el que te está pasando información está jugando contigo. Jugando con nosotros, debería decir. Dándonos pistas y luego dándole el soplo a ya sabes quién.
—¿Por qué querría alguien hacer algo así? —dijo Tom Hagen.
—De eso estábamos hablando —terció Nobilio.
Visiblemente agradecido, Tommy Neri regresó a su sitio junto a la pared. Richie siguió:
—No sé cómo ni dónde consigues las pistas que consigues. No lo quiero saber. Sólo creo (creemos, Tommy y yo) que quien quiera que te informe, Mike, está intentando hacerte quedar mal: ésa es la teoría número uno. La teoría número dos es que hay alguien a quien tu fuente conoce, tal vez su jefe o algo así, y ése se está asegurando de que no encontremos a ese cabrón.
Michael frunció los labios. Dejó que el silencio se instalara en la habitación, básicamente por conseguir un golpe de efecto. Si la información que les pasaba Joe Lucadello iba con segundas, qué se le iba a hacer. Joe era un amigo de confianza, pero ésos son siempre los más peligrosos, pues están en la posición perfecta para traicionarte o actuar en tu contra. Eso ya no era algo que cogiera a Michael por sorpresa. Quien podía llevarse la peor parte era Hagen. Tom no conocía bien a Joe y siempre había sospechado de él. No parecía haber nada en la vida que proporcionara tanto placer a Tom Hagen como ganarse el derecho a decir «ya te lo dije» y luego quedarse en silencio como si nunca hubiera abierto la boca.
En cuanto a Nick Geraci, Michael podía permitirse el lujo de tener paciencia. Tenía un imperio que dirigir, miles de personas que, directa o indirectamente, dependían de él para ganarse la vida o para conservarla, y lo estaba dirigiendo bien. Geraci sólo era un tipo patético. No tenía poder, no tenía una vida. Aunque ya no estuviera en el agujero bajo el lago Erie, ni tan siquiera en Taxco, seguía atrapado en alguna ratonera de su elección. A cada momento debía de estar sintiendo en el cogote el frío acero de la espada de la justicia. Y lo que era aún mejor: gracias a la vigilancia a la que era sometida su familia, Geraci no tenía la menor posibilidad de volver a ver a su mujer y a sus hijas.
Aunque puede que tuviera alguna manera de hablar con ellas, algún complicado sistema que incluyera teléfonos de amigos, cabinas y horas precisas para llamar, un sistema demasiado bien pensado como para fallar. Geraci era demasiado listo para dejar rastro. Mientras el viejo código siciliano habría permitido intimidar a la familia de Geraci y, bajo determinadas circunstancias, incluso su ejecución, Vito Corleone —que a menudo reconocía ser un sentimental en cuestiones familiares— había establecido un código diferente. Para él, hacer daño a la familia de alguien era impensable. Michael había sido entrenado al alimón por sus padres y por el Cuerpo de Marines de Estados Unidos para que su vida se rigiera por un código. Violarlo no era una opción, especialmente ahora, con sus propios hijos en Maine, protegidos por poco más que las buenas intenciones de Kay.
Finalmente, a modo de despedida, Michael asintió con la cabeza.
—Caballeros —les dijo Hagen a Richie Dos Pistolas y sus hombres—, esperemos que la próxima vez que nos reunamos podamos hablar de resultados y no de teorías.
Por fin, el invitado de honor apareció en la terraza, flanqueado por su consigliere y su caporegime de más confianza. La nueva y reluciente chaqueta de motorista de Richie Nobilio le daba un aspecto de vendedor de electrodomésticos que se presentara a un casting para hacer de Shark o de Jet en una producción de West side story a cargo de una compañía de aficionados. Hagen llevaba un traje azul de Brooks Brothers. El de Michael Corleone era negro y hecho a medida en Milán. Conforme se hacía mayor, había ido perfeccionando su habilidad para hacer que los trajes más caros parecieran de segunda mano.
Los invitados prorrumpieron en un educado aplauso.
—¡Abre los regalos! —chilló el pequeño Sonny, consiguiendo que todo el mundo se echara a reír.
El Padrino atravesó el jardín con porte regio, las manos unidas a la espalda, los invitados fascinados ante su presencia. Con cada paso daba un leve saltito, una costumbre suya de la que no era consciente. Su ancha sonrisa no encajaba con las sombras de debajo de los ojos ni con sus cejas permanentemente fruncidas. Soltó unas cuantas zalamerías acerca de que no hacía falta que nadie se molestara en regalarle nada.
Todo el mundo cantó Cumpleaños feliz y, mientras la canción llegaba a su final, se abrieron las puertas del ascensor del piso 39 y apareció Johnny Fontane con los brazos abiertos, parodiando a Al Jolson y cantando: «¡Y que cumplas muchos más!»
Michael Corleone cerró los ojos, pidió un deseo que hubiera sorprendido a todo el mundo y sopló la vela.
—¡Johnnyyyyy! —chilló Connie Corleone.
Corrió hacia él y lo abrazó con tanta fuerza que casi lo levantó en vilo. Se las apañó para pegarse a él de una manera que no era del todo indecorosa, pero que le permitía frotarse el muslo contra la legendaria polla de Johnny. Nunca se la había visto, pero desde que había tenido la primera confirmación fiable de su existencia, cuando bailaron juntos en la primera boda de ella, Connie había dedicado algunas de sus largas noches a pensar en ella.
—Hola, guapa —dijo Johnny mientras recuperaba el equilibrio. Muchos de aquellos que no querrían haber sido vistos con él en el desfile estaban ahora en la azotea. Le guiñó un ojo a Connie—. Creí que la estrella del fútbol era tu sobrino. ¿Qué tal le va?
—Es la rodilla —dijo ella. Frankie, el hermano de las gemelas, había jugado en el equipo de Notre Dame. Como era algo bajito, se fue a jugar a Canadá y se lesionó en un entrenamiento—. Me temo que sus días de jugador se han acabado. Se lo está tomando fatal.
Connie apretó el brazo de Johnny para demostrar empatía hacia la tristeza de Frankie, pero no resultaba muy creíble. Johnny no tenía pareja fija. Salía constantemente en las columnas de cotilleos con diferentes chicas, pero Connie sabía que casi todo eran montajes organizados por algún publicista.
—Una pena —dijo Johnny—. Ese Frankie le ponía muchas ganas. Y ya sabes lo que dicen: no siempre gana la pelea el perro más grande.
Connie asintió de manera ausente, lo que llevó a Johnny a explicar la metáfora al completo. Aunque la verdad era que Connie ya la había oído. Su primer marido, Cario, solía usar su propia versión en el dormitorio: «No es cuestión de talla, sino de las ganas que le pones.» Cario tenía una polla de caniche. Se suponía que la de Johnny era de perro lobo italiano. Su sastre, que también hacía trajes para Michael y para Tom, le había soplado que los pantalones de Johnny tenían que ser a medida para que su cosa estuviera cómoda. Connie sintió un escalofrío de placer.
—El fútbol es tan violento —dijo mientras trataba de alejar esa pulsión erótica—. Lo paso mal viendo los partidos.
Michael Corleone se inclinó y le susurró al pequeño Sonny que abriera los regalos en su lugar. El crío se alegró mucho y corrió hacia los paquetes.
Mientras volaba el papel de embalar, Michael dio las gracias de forma casi inaudible, salió de allí y volvió a dirigirse arriba. Hagen le susurró algo a Richie Nobilio y éste hizo un gesto fatalista, como si lo que fuera que hubiese querido Hagen estuviera plenamente controlado. Nobilio y sus hombres se dirigieron hacia el ascensor. Hagen también regresó arriba.
—¿Y cómo andan estos muchachotes, eh? —dijo Johnny Fontane, revolviendo el cabello de los hijos de Connie—. Yo diría que también harían un buen papel en el campo de juego.
Víctor y el pequeño Mike parecieron adorarle de inmediato.
—Déjame que te presente a las hermanas mayores de Frankie —dijo Connie.
—Creo que veo doble —repuso Johnny.
Kathy se echó a reír, tan fascinada como Connie. Francesca hizo como que se sorprendía ante una muestra tan burda de ingenio. La reacción de su hermana tampoco le agradó.
—Aunque no lo creas, ésa no la habíamos oído nunca —dijo.
Johnny adoptó un semblante contrito.
—Es broma —dijo Francesca.
—Tomo nota —dijo Johnny.
Connie cogió a Johnny del brazo y siguió con las presentaciones.
Johnny se zafó del posesivo agarrón de Connie y les besó la mano a las gemelas.
A casi todas las mujeres les han besado la mano alguna vez, pero el hombre que lo hacía siempre adoptaba un tono irónico, de una galantería paródica. Johnny Fontane sabía cómo besar la mano de una mujer con todo el ardor señorial de un príncipe siciliano.
Kathy soltó una risita, puede que la primera desde que había salido de la escuela.
Pero Francesca sintió un escalofrío.
La única otra persona que hubiera conocido Francesca que desprendiera esa clase de magnetismo era el presidente, que también era alguien que sabía cómo tratar una mano femenina. Tal vez a causa de esa experiencia, Francesca se dijo que ese escalofrío no significaba nada. El beso, el escalofrío: simples trucos de salón de un lobo domesticado. Y además, empezaba a refrescar, cada vez más. Pero Francesca no sintió la tentación de ir a buscar un jersey.
De alguna manera —¡más trucos!—, Johnny había conseguido recordar que Kathy era profesora de universidad, y le dijo que nada podría haber hecho más feliz a su abuelo. Kathy le dio las gracias, realmente sorprendida de que supiera quién era ella.
—Y tú —le dijo Johnny a Francesca—, he oído hablar muy bien de tu trabajo para la fundación.
Francesca se arregló el vestido. Una parte de ella sospechaba que Johnny no había oído nada de nada, pero esa parte no era la que estaba ahora al mando.
—Gracias, señor Fontane —dijo—. Lo intentamos.
—No, no, no, por favor —repuso él—. Llámame Johnny, corazón.
—Vale, Johnny Corazón —soltó Francesca. A punto estuvo de taparse la boca con la mano.
—Ésa es buena —dijo él—. Hacéis más que intentarlo, por lo que he oído. He oído que conseguís cosas —sonrió—. Eso me gusta. Me paso la vida con gente que habla, habla y habla. Y yo hago lo mismo, vive Dios, ¿verdad? Pero me gusta la gente que hace cosas.
—Qué profundo —dijo Francesca.
Ése era el tipo de comentario cáustico que solía hacer Kathy, quien, por su parte, parecía que estuviera en la luna, de ausente que se la veía.
—Eso es lo que a mí me gusta —dijo Francesca—. La gente profunda.
Francesca era incapaz de detenerse.
Connie la pilló del hombro.
Pero Johnny se rió a carcajadas.
Francesca notó que le temblaban las rodillas, y se odió por ello. Pero no había manera de negar que en esos momentos Johnny Fontane no parecía ni una gran estrella de cine ni un gran cantante. Lo que parecía —disfrutando de un chiste a su costa, siendo el centro de atención, atufando a encanto— era alguien como su padre.
Detrás de ella, el pequeño Sonny estaba preguntando si quedaban más regalos por abrir.
—No le hagas caso, John —dijo Connie mirando a Francesca con cara de desaprobación—. Ha estado enferma. —Volvió a coger del brazo a Johnny—. Vamos, te conseguiré un trozo de pastel. Ya lo probaste una vez, ¿te acuerdas?
Johnny mantuvo sus famosos ojos sobre Francesca. El resto de su persona había dejado de reír mucho antes que esos ojos.
—Sabes cómo soy en el fondo, ¿verdad?
Connie frunció el ceño; no se soltaba de su brazo.
Eso era precisamente lo que intentaba Francesca: saber cómo era él. Cuando una persona es bendecida con esa cosa, sea lo que sea, por lo general realiza su milagroso trabajo a distancia: desde el púlpito, el escenario, la pantalla, el cuadrilátero, el podio, incluso desde la presidencia de una mesa familiar. A quemarropa, los resultados son más impredecibles. Puede que no funcione a una escala tan íntima. Puede ser una conducta tan poco común entre los seres humanos que acabe induciendo a la piedad. Pero también puede ser tan fuerte que asuste a quienes creen que lo tienen todo controlado.
—Vamos a por el pastel de la tía Connie —dijo Kathy rompiendo el silencio—. Así nadie podrá saber cómo eres porque lo único que verán será un montón de chocolate.
—¿Lo ves? —Connie rompió a reír de forma exagerada: parecía la risa de una loca—. A pesar de su aspecto diferente, realmente son gemelas. Todo el mundo es muy criticón, ¿verdad, Johnny?
—Vaya que sí —admitió él.
—Lo siento —dijo Kathy.
—La verdad es que el pastel está muy bueno —dijo Francesca. Volvió a arreglarse el vestido, incapaz de saber si tenía que sentirse traicionada o traidora.
—Contundente pero bueno —señaló Kathy.
«Igual que yo», estuvo a punto de decir Francesca, pero esta vez consiguió reprimir el impulso.
—Disculpadme —dijo, y se fue a intentar que su hijo no montara ningún numerito. Ahora estaba bailando encima de la mesa, envuelto en un albornoz que alguien le había regalado a su tío y gritando que era el campeón mundial.
Connie agarró fuertemente a Johnny por el brazo y siguió adelante.
—Hola, campeón —le dijo Johnny a Sonny.
—¡Vencedor! —decía Sonny con los brazos alzados en señal de victoria—. ¡E invencible!
Los invitados se lo estaban pasando muy bien y, aparentemente, Johnny también. Con el brazo libre, Connie empezó a cortar el pastel.
—Baja de ahí —le ordenó Francesca a Sonny—. Ahora mismo.
—¿Es tuyo? —le preguntó Johnny.
Francesca se volvió.
—Puede que me equivoque —le dijo señalando a su espalda—, pero me parece que se sentiría muy honrado de hablar contigo.
Tom Hagen estaba junto a la escalera que llevaba al piso superior; le hacía un gesto con el dedo a Johnny para que se acercara. No hacía el menor esfuerzo por disimular su impaciencia. Johnny lo vio, se deshizo de la presa de Connie y se echó hacia atrás.
—Oye —le dijo a Francesca—, no te vayas a ninguna parte, ¿vale? Yo no estaba simplemente... —seguía alejándose de la mesa—. Lo que intento decirte es que tengo una idea con la que quizá podrías ayudarme.
—¿Adonde quieres que vaya? —le preguntó Francesca—. Vivo aquí.
—Estupendo —dijo Johnny, y echó a correr hacia Hagen con el mismo ímpetu con el que volvía a salir al escenario para los bises.
—¡Te guardaré un poco de pastel, Johnny! —le gritó Connie.
Francesca bajó a su hijo de la mesa, lo puso en el suelo y, una vez ahí, le quitó el albornoz y lo dobló cuidadosamente. Luego miró a su alrededor y sus ojos se toparon con los de Kathy. Hubo un intercambio de miradas. La mayoría de la gente necesitaría cosa de una hora para decir tanto.