DOS

Tom Hagen estaba sentado al final de la capilla del hotel Fontainebleau y esperaba a que una señora mayor concluyera sus plegarias. Estaba arrodillada ante el altar, y lucía un vestido playero, estampado con loros y piñas. Ir a la iglesia de semejante guisa era algo que ofendía el sentido del decoro del consigliere. Por un altavoz montado en el púlpito se oían himnos protestantes de lo más monótonos. Hagen no viviría en Florida ni que le prometieran un millón de pavos y una mamada.

La capilla era innecesariamente grande. El Fontainebleau había sido diseñado como casino, pero el apoyo político se quedó por el camino. Un hotel normal no necesita el tipo de capilla que hay en los casinos.

Al otro lado del pasillo, un hombre vestido con un discreto traje negro hojeaba una biblia encuadernada en cuero blanco. Hagen cruzó la vista con el ojo bueno del tipo —el otro era de cristal— y giró las manos, dejando las palmas hacia arriba. El sujeto en cuestión, un agente de la CIA llamado Joe Lucadello, se encogió de hombros y miró hacia otro lado. Antes llevaba un parche y tenía más pelo.

En el exterior, una espesa lluvia ahogaba prácticamente los gritos de la multitud, convenientemente apartada por el servicio secreto de la entrada del hotel. El presidente Shea —plantado ante un montón de cámaras— tenía previsto jugar al golf con el vicepresidente y antiguo senador por Florida Ambrose Bud Payton, que en tiempos fue su máximo rival dentro del partido (así como un viejo amigo para Sam Drago y Cario Tramonti). La mujer de Tom andaba visitando a cierta gente del mundo del arte —su propia colección de pintura moderna se estaba convirtiendo, poco a poco, en una de las mejores del país—, pero el auténtico motivo por el que Theresa se había apuntado a ese viaje era su asistencia esa noche a un acto de recogida de fondos en el salón de baile del Fontainebleau. De hecho, la convención del partido tendría lugar allí, en Miami Beach, dentro de algo más de un año, aunque a Hagen le costara creerlo. Le parecía que fue ayer cuando ayudó a cerrar algunos de los tratos que llevaron a Shea a su victoria electoral.

Aunque solía ser un ejemplo de buen gusto y de sentido común, Theresa estaba fascinada con el joven y rutilante presidente, y también con su esposa, la pija ricachona. Según insistía Tom, los Shea eran gente común y corriente, llena de defectos, como todo el mundo. Theresa procedía de Nueva Jersey. Sabía lo poco que se había hecho notar Shea como gobernador. Pero Theresa creía en lo que quería creer, como todo el mundo. Hasta Michael, curiosamente, había caído en la red. Hacía distinciones entre Jimmy y Danny. Creía que Jimmy era un presidente inspirado y cargado de potencial. Sí, había habido problemas: Cuba y su propio hermano. Pero Cuba era una situación imposible, según pensaba Michael, y lo mismo opinaba de Danny. Esas cosas pasan entre hermanos.

Hagen consultó el reloj. La vieja del reclinatorio se movía en silencio hacia adelante y hacia atrás. Hagen consideró la posibilidad de ponerse a rezar a su vez, aunque sólo fuera para poner en orden sus ideas. Cerró los ojos. No tenía gran cosa que lamentar. En su vida, lo único que había eran cosas que tenían que hacerse: él las hacía y eso era todo. No quedaba mucho por lo que rezar. Hagen no pensaba tratar al Todopoderoso como si fuera el Santa Claus de unos grandes almacenes. No iba con su carácter hacerle peticiones infantiles acerca de cosas que un hombre debería conseguir o controlar sin la ayuda de una intervención sobrenatural. Abrió los ojos. Al diablo. Nada de rezos.

Finalmente, la mujer se incorporó. Lucía en la frente una gran venda blanca y el maquillaje le corría mejilla abajo. «Hay un millón de historias en la ciudad desnuda», se dijo Hagen mientras apartaba la vista.

Mientras la señora se iba, Lucadello le hizo un gesto con la cabeza a un hombre que tenía apostado a la entrada, alguien que le diría a cualquiera que intentara pasar que esa sala debía ser precintada hasta que el presidente estuviera a salvo en su suite. Sin dejar de acariciar la biblia, Lucadello fue hasta el púlpito y subió el volumen de la música de órgano. Luego se sentó delante de Hagen.

—Demasiado nunca es suficiente.

Había crecido a las afueras de Filadelfia y tenía un acento de Nueva Jersey que no dejaba de perder y de recuperar a su conveniencia.

Hagen se volvió para mirarlo a la cara.

—¿Qué has dicho?

—No es mío. Era la frase predilecta del arquitecto que diseñó este hotel.

—Suena razonable.

—¿Sabías que yo quería ser arquitecto?

—No.

—Era tan idealista que soñaba con construir edificios como éste. Curvas a granel en una época de líneas rectas. Haciendo zig donde los demás hacían zag. ¿Has escuchado alguna vez ese disco, Fontane Blue?

Hagen dio un respingo y le lanzó a Lucadello una mirada del tipo «¿tú con quién te crees que estás hablando?». La verdad era que a Hagen no le interesaban gran cosa ni la música en general ni Johnny Fontane en particular, pero le resultaría muy embarazoso tener que reconocerlo.

—Sabes que se grabó en el salón de baile de aquí, ¿verdad? —dijo Lucadello.

—De ahí el título. ¿Piensas estar largando todo el día o vamos a hacer negocios?

—Menudo disco. Eso sí que es hacer zig mientras los demás hacen zag, ¿eh? —Lucadello meneó la cabeza como si se sintiera impresionado por estar cerca de un sitio tan rutilante—. Supongo que conoces bastante bien a Fontane, ¿no?

—Sólo es un amigo de la familia —repuso Hagen.

—La familia —se echó a reír Lucadello—. Vaya que sí. Pero bueno, en serio, ¿cómo está tu hermano?

Perdido. Michael disimulaba bien, pero era evidente que ya no ponía el corazón en su trabajo. Ni ahí ni en ningún otro sitio, que Tom supiera.

—Está muy bien.

—Me alegra oírlo —Lucadello parecía alegre y escéptico a la vez.

Michael y él se conocían desde que Mike estaba en el Cuerpo de Conservación Civil, intentando cabrear a su padre y buscando su camino en el mundo. Joe y Mike también habían ido juntos a alistarse en la RAF. Hagen, trabajando en la sombra, había conseguido que rechazaran a Mike. De todas formas, el día después de Pearl Harbor, Mike se presentó voluntario de nuevo, esta vez a los marines. El resto era historia. Mike volvió a casa convertido en un héroe de guerra. Y lo mismo hizo, sin tanta alharaca, Joe. Así era cómo había perdido el ojo: en la guerra; una buena causa. Michael le tenía aprecio y confiaba en él, cosa que debería haberle bastado a Tom Hagen. Y probablemente así era. Pero hay tíos, pensaba, que siempre te abordan de la peor manera.

—Mira —dijo Hagen—, te agradezco que te hayas dado el paseo hasta aquí...

—Vivo a diez minutos —le dijo Lucadello.

—... pero tengo un día muy ocupado, así que si no te importa...

Lucadello le dio un golpecito en el hombro:

—Tranquilo, paesano.

Hagen no dijo nada. Ya había tragado mucha quina por no ser italiano, así que podía aguantar un poco más de ese cabrón.

—Tengo noticias buenas y malas —dijo Lucadello—. ¿Cuáles quieres oír primero?

Puede que sólo tratara de mostrarse amistoso, pero joder, que le dieran por el culo.

—Las malas.

—Es mejor que empiece por las buenas.

Entonces, ¿para qué lo preguntaba?

—La gente suele empezar por las malas —dijo Hagen—, pero allá tú.

—Por fin tenemos una pista de tu paquete extraviado.

«Nick Geraci.»

Eso hizo latir con fuerza el corazón de Hagen. El capo traicionero había sido visto por última vez subiendo a un barco en Palermo. Había hombres esperándolo en el muelle cuando atracó. Michael lo seguía todo desde un yate amarrado en el puerto. Los había dejado a todos papando moscas. Aparte de ciertas informaciones que parecían situarlo, aunque por poco tiempo, en Buffalo, no se había sabido nada de él en meses: tiempo suficiente para que se convirtiera, dentro de la familia Corleone, en el principal y anónimo sospechoso de cualquier desgracia, grande o pequeña. Una detención que prosperaba. Un combate amañado del que los corredores de apuestas de la familia no sabían nada. Un ataque al corazón que mucha gente consideraba cualquier cosa menos un ataque al corazón. Si un tío resbalaba en la bañera y se caía, no faltaba quien responsabilizaba del accidente a Geraci.

Protegido del difunto Sally Tessio, Geraci había sido el mejor recaudador que nunca hubieran tenido los Corleone. En palabras del gran Pete Clemenza, ya difunto y en tiempos el más leal capo de Vito Corleone, Nick Geraci podía tragarse una perra gorda y cagar un montón de billetes verdes. Se trataba de un ex campeón de los pesos pesados que había estado a punto de graduarse en Derecho, y conocía las virtudes y las limitaciones tanto de la fuerza como de la razón. Había convertido las operaciones de narcóticos de la familia en lo que, quince años atrás, Hagen había intentado convencer a Vito Corleone que deberían ser: la parte más lucrativa del negocio. La Ley Seca de una nueva generación. Geraci era tan agradable como Fredo y más fiable, tan duro como Sonny pero sin su chaladura, tan astuto como Michael pero con más corazón. Aunque sus padres fueran sicilianos, Geraci había nacido y se había criado en Cleveland, con lo que —al igual que Hagen, era un siciliano en todo menos en el nombre y en la sangre— era el típico personaje que nunca conseguiría llegar hasta arriba del todo. Hagen siempre le había apreciado. Pero ahora aspiraba a disfrutar de una larga y alegre meada sobre su tumba.

Hagen se puso un dedo en la garganta para controlar su pulso. El corazón le iba a cien por hora.

—No estaba muy seguro de que tu gente lo buscara de verdad. El paquete, me refiero.

—¿A qué crees que vino todo eso? —dijo Lucadello—. El numerito de los de inmigración, ¿recuerdas?

Hagen se encogió de hombros. No se trataba únicamente de la deportación de Cario Tramonti a Colombia, que hasta resultaría cómica de no ser por todo lo que sabía ese tío. También estaban las progresivas complicaciones aledañas que se iba sacando de la manga ese capullo santurrón de Danny Shea.

—¿Dónde está ese tipo?

—Ello —dijo Lucadello.

—¿Cómo dices?

—Ello. El paquete.

—Joder.

Lucadello apartó la biblia.

—¿Cómo te atreves a hablar así en un lugar sagrado? ¿A qué círculo del infierno crees que te van a enviar por ello?

—Esto no es... Sólo es un hotel. —Hagen respiró hondo—. Vale. ¿Dónde lo encontraste?

—Más que encontrarlo, sabemos dónde está. Adivínalo.

«Sicilia», se dijo Hagen. El tráfico de drogas le había proporcionado a Geraci contactos por toda la isla. Pero Hagen no estaba para acertijos. Siguiendo una táctica aprendida observando al gran Vito Corleone, se mantuvo totalmente inmóvil, acogiendo esa falta de respeto con el más displicente de los silencios.

—Muy bien, aguafiestas —le dijo Lucadello—, pero te va a encantar. Está en una cueva, excavada por el hombre, debajo de cierto Gran Lago.

—¿El lago Erie?

—Caliente, caliente.

Hagen tragó saliva. Lucadello asintió con la cabeza.

—En cualquier caso —dijo Lucadello—, si los rusos soltaran la bomba, una pareja de adolescentes calentorros podrían refugiarse allí y repoblar el planeta de nuevo, pues el sitio está muy bien abastecido. O eso me han dicho. Estaba unido por una especie de pasadizo a un hotel de una isla privada de por ahí. Estoy convencido de que tú sabes cuál. —Se echó a reír—. Un pasadizo secreto. Menuda juerga. La verdad es que vivimos unos tiempos la mar de interesantes.

Vincent Fortenza, el antiguo propietario de ese hotel en Rattlesnake Island y jefe del hampa de Cleveland, había sido también el padrino de Geraci. A causa de su participación en la conspiración con Geraci y los de Chicago, su cuerpo reposaba en el fondo del lago Erie, atado a una ancla y dedicado a alimentar a las babosas.

—Supuse que esto te haría feliz —dijo Lucadello—. Y seguro que a tu hermano también.

A Hagen le pareció distinguir una nota de sarcasmo en la manera en que Lucadello pronunciaba la palabra hermano.

Feliz no es la palabra exacta —dijo—. Pero aciertas al pensar que se trata de buenas noticias. Me huelo que las malas son que él ya no está ahí.

—Ello ya no está ahí, estoy tocando las pelotas, ¿eh? Tienes razón, él ya no está ahí, pero no son ésas las malas noticias. Las malas noticias son la manera en que lo descubrimos, que fue a través del FBI.

La frecuencia cardíaca de Hagen no bajaba de ritmo ni a la de tres. Ningún jefe o caporegime había colaborado jamás con una investigación del gobierno, pero muy pocos habían tenido que esconderse en un agujero (literalmente hablando en este caso).

—¿Lo tienen bajo custodia?

—Creemos que Geraci sigue suelto. —Lucadello pronunciaba el nombre a la italiana, Ye-ra-chi, en vez de hacerlo a la americana, Ye-rei-si, que era como Nick lo prefería.

—¿Creéis? —dijo Hagen.

—Creemos, sí. Por eso llamamos investigación a este proceso, consejero. Lo que sabemos con seguridad es que nuestro chico fue un poco chapucero al salir de allí, pues puso en peligro las vidas de dos críos y de un poli retirado que andaba quitando nieve por la zona.

Hagen cerró los ojos.

—Lo siento —dijo riendo Lucadello—. No lo puedo evitar. Te El punto de vista del ex poli fue, probablemente, lo que captó la atención del FBI. No tardaron mucho en encontrar la cueva, trufada de huellas dactilares, o la pistola que usaba.

—¿Les disparó a unos niños?

Era impensable que alguien con la pericia de Geraci amenazara a unos críos, y muy poco probable que dejara con vida a un testigo como el guardia de seguridad.

—Les apuntó. No llegó a disparar.

—¿Pero estaban sus huellas en la pistola?

—No estamos seguros. Puede que el guardia reconociera el arma como la misma cuyo cañón le plantaron en las narices. Empezamos a tener nuestra propia información. Tenemos una fuente que ya nos ha ayudado antes en otras investigaciones.

—¿Es de fiar?

Lucadello suspiró.

—No sabría calificarlo en una escala del uno al diez, pero es bueno. —Empezó a pasar páginas de la biblia—. En cuanto a la compañía que represento, se te concede una bula desde las alturas —dejó caer el apellido Soffet— para ascender al siguiente nivel.

Se refería al director de la CIA, Alien Soffet, a quien Hagen ya conocía de su temporada en Washington. Michael también lo había conocido, mientras formaba parte del equipo de transición del presidente Shea.

Lucadello encontró lo que buscaba. Le mostró la biblia a Hagen y le señaló con el dedo un pasaje del Éxodo.

Hacía referencia a la ley del agravio personal. Hagen echó un vistazo, atónito.

Lucadello le guiñó el ojo de cristal.

Hagen asintió. De ahí debía de venir lo del ojo por ojo, aunque no era exactamente de eso de lo que trataba el pasaje. Le seguiría la corriente al tuerto. A pesar de su corazón desbocado, se sentía más calmado. Se arrellanó en el asiento y señaló la biblia blanca.

—Siempre quise leerla.

—Es un buen libro —dijo Lucadello.

—Aunque el título no es muy original.

—Muy gracioso. Haremos todo lo posible para conseguir información que te lleve en la buena dirección. Una vez alcanzado tu objetivo, te ayudaremos a controlar las posibles desgracias posteriores al caso. No hace falta decir que se espera que no nos pidas gran cosa. Pero no te confundas: todos estamos del mismo lado, créeme.

A través de Lucadello (al que conocía como Ike Rosen), Geraci había estado involucrado en ciertas iniciativas para Cuba. Michael y Tom, que eran quienes las habían aprobado, pensaban que la cosa saldría bien bajo cualquier circunstancia. Si así era, recuperarían sus casinos; y si no, cobraría Geraci, cuyas ambiciones pasarían para siempre a mejor vida. Pero todo había ido mal. Uno de los hombres de Geraci, un siciliano llamado Carmine Marino, fue atrapado mientras intentaba asesinar al dictador cubano. Le dispararon mientras trataba de huir (Hagen no quería saber quién lo había matado). La cosa se convirtió, durante un breve lapso de tiempo, en un incidente internacional. A lo que hubo que añadir los problemas causados por los vengativos parientes sicilianos de Marino, que no se habían hecho públicos pero que, según pensaba Hagen, debían de ser del conocimiento de la CIA. Al desaparecer, Geraci se había librado de ser el chivo expiatorio. Si se hacía bien, el asesinato de Nick Geraci podía resolver una intrincada red de problemas relacionados.

Hagen asintió:

—He mantenido negociaciones con la ley durante casi toda mi vida. Y si algo he aprendido es a desconfiar de cualquiera que me diga «créeme».

—¿Me estás llamando mentiroso? —le dijo Lucadello, más divertido que enfadado.

—¿En este lugar sagrado? —repuso Hagen—. No. ¿Pero cómo puedo estar seguro de que todo esto no es una encerrona? ¿Quién me dice que no te vamos a sacar la basura a la calle y que cuando nos pilles, digamos, con las manos en la masa, no nos metas también en el cubo? ¿Por qué no ejercéis vosotros de servicio de limpieza?

—Ahí has estado bien —admitió Lucadello—. Bonita metáfora.

Una vez más, Hagen se mostró impenetrable.

—Venga, consejero —le dijo Lucadello—. El alcance de lo que realmente pasó allá abajo y de lo que nos condujo a ello no es de dominio público. Y tenemos todo tipo de motivos para que siga siendo así... Escúchame: tú eres una mala influencia. A fin de cuentas, ¿para qué íbamos a querer nosotros hacer algo así? Vosotros aún tenéis el poder, yo aún soy amigo de tu jefe (como lo he sido durante casi un cuarto de siglo, no lo olvides) y todos seguimos al pie del cañón. Me conozco un poco las tradiciones de tu gente, ¿vale, paesano? El gobierno no es muy diferente. Ejemplo: a un condenado a la silla eléctrica le da un ataque al corazón. ¿Qué ocurre? Un equipo de médicos y enfermeras entran en acción y hacen todo lo posible para salvarlo. A la que se tiene en pie, vuelven a afeitarle la cabeza y lo conducen de vuelta al matadero. No se trata de conseguir que esa persona muera, sino de matarlo. A ver: si me hubiera sentado aquí contigo y te hubiese dicho que ya nos habíamos encargado de tu paquete, te habrías puesto furioso. No lo niegues. Y si te hubiera dicho que planeábamos hacernos cargo del asunto, habrías intentado convencerme de que dejara darse el gustazo a tu gente. No creas que estás hablando con un cenutrio, ¿vale? Nuestro deseo de evitar cualquier bochorno y vuestra necesidad de venganza es la unión perfecta.

Lucadello se echó atrás en el banco.

El corazón de Hagen se había tranquilizado sin que él se diera cuenta exactamente de cuándo. Esos ataques iban y venían sin avisar. En el exterior, la lluvia no remitía, ni tampoco los ruidos de la turba.

Hagen apuntó con el pulgar en dirección a la masa.

—¿Tenemos tiempo de hablar del hermano del gran hombre? —dijo refiriéndose al fiscal general Daniel Brendan Shea.

—No sé en qué te podríamos ayudar con ése.

—¿Estás seguro? ¿No crees que tienes tanto que perder en esto como nosotros?

—¿Yo personalmente?

—¿De verdad eres tan mercenario?

—¿No lo somos todos? Espera, lo había olvidado. Con vosotros todo gira en torno a la familia. Bonito concepto. No me parece que a ti te cuadre demasiado. A ti en concreto.

Hagen no se molestó en dignificar eso con una respuesta.

—¿Qué va a pasar cuando cierto colombiano utilice su carta-para-salir-del-trullo? —dijo Hagen.

—Ya te he dicho que nosotros no hablamos así. —Lucadello señaló en dirección al púlpito. La música haría imposible cualquier intento de grabar su conversación. Además, tanto su gente como la de Hagen habían barrido la sala en busca de micrófonos—. El colombiano... te refieres a Cario Tramonti, ¿no? ¿Lo conoces o sólo es un amico degli amici?

Amigo de los amigos.

—Muy gracioso.

—Creo que anda suelto por ahí. Repartió algo de dinero y se las apañó para montarse un chiringuito en un hotel de dos estrellas de Cartagena, en la costa, y eso no me parece una cárcel. —Lucadello alzó la vista al cielo e hizo una serie de muecas, como si estuviera realizando cálculos mentales—. Es probable que se pueda hacer cargo del negocio desde ahí de manera indefinida, como hizo Luciano en Sicilia. Pero no le hará falta. Yo diría que Tramonti está a tres sobornos y dos buenos abogados de volver a casa y dormir en su propia cama. Perdóname, pero no estarás sugiriendo, con esa alusión al Monopoly, que Tramonti pretenda salir del fregado chantajeando al gobierno federal, ¿verdad? ¡Menuda broma!

—Yo no diría...

—No de una manera literal. El tío entra en un juzgado. Resulta que ese sujeto ya conoce un poco la cárcel: incendio provocado, atracos, etcétera. Pero ahora tiene a todo el estado de Louisiana en el bolsillo, ya ves tú, con lo que ahora es él quien hace las acusaciones. Asegura que agentes supersecretos del gobierno se le acercaron por su cargo oficial de jefe de un sindicato del crimen y le solicitaron amablemente que les dejara entrenar a algunos de sus asesinos para ir a... ¿cuál sería el término? Ah, sí: apiolar. Para ir a apiolar al líder de Cuba. ¡Qué grandes socios serían! El gobierno combate la Amenaza Roja y los mafiosos quieren vengarse porque los comunistas les robaron los casinos. Brillante. Naturalmente, el hombre accede. Así que lo que hacen es montar un campamento en un lugar soleado y agradable cerca del mar, como si fueran futbolistas en su stage de pretemporada. Practican el tiro al blanco, hacen marcha atlética embutidos en chándales oficiales del gobierno y se reúnen para hablar de cómo podrían conseguir que el gran jefe se dedicara al buceo y acabara cogiendo el mejillón explosivo. Los asesinos son gente común y corriente, con sus pistolas y sus cuchillos, pero tienen algunas ideas propias, con lo que todos se lo pasan muy bien. Lamentablemente, ya ves tú, no llegan a entrar en acción porque (no te lo pierdas) resulta que el gobierno ha recurrido a otros dos gángsters y puesto a punto otros dos comandos asesinos. Por desgracia, un merluzo de uno de esos otros escuadrones se va a Cuba y la caga. Se carga a un doble, a un tío contratado por nuestra Némesis Roja en previsión de una eventualidad semejante. Al muy idiota lo pillan, pero antes de que pueda ir a juicio muere intentando escapar. Nuestro tipo del juzgado ha oído hablar de todo esto. Pero bueno, olvida que es un rumor. ¡Se trata de afirmar que todo es cierto! ¡Hasta la última palabra!

Hagen se mordió el labio. El discurso le había impresionado.

Puestos a ser precisos, Carmine Marino, soldado de los Corleone, no había sido un merluzo. Sólo un valiente peón. Pero todo lo demás era rigurosamente cierto.

Lucadello meneó la cabeza con ironía.

—Espera, que aún te vas a reír más. El tío le dice al juez que el único motivo por el que ha ido al juzgado a compartir esa historia tan hilarante es que, recientemente, ¡fue secuestrado por otros agentes del gobierno totalmente distintos! Se lo llevaron a un país en el que nunca había estado, aunque él importa de allí café, furcias y una gran variedad de rentables narcóticos. También tiene un pasaporte de ese país, pero, verá usted, es falso. Lo que ocurrió fue que ese fiscal general que tiene tantos estudios, el hermano del presidente, era demasiado tonto para dar con una manera de procesar a ese genio del crimen, quien, por cierto, es un analfabeto que firma con una X. Así que el joven Shea, que siempre ha sido un poco gamberro, recurrió a un bromazo idiota: agarró al tío en cuestión, lo soltó en un bosque y lo dejó ahí tirado. ¡Chúpate ésa, amigo!

—¿Un bromazo idiota?

—¿Cómo lo definirías tú? Nuestro amigo el fiscal general sale por la tele a fardar del legado que piensa dejarnos... No: dice que quiere pasar a la historia como el hombre que acabó con la Mafia. Algo que, como sabemos tú, yo y el director del FBI, no existe. Es sólo un prejuicio étnico, ¿verdad?

De hecho, el director del FBI nunca había reconocido públicamente la existencia de la Mafia. Tom Hagen estaba en posesión de unas fotografías del director vestido de mujer, con la falda arremangada y disfrutando de una felación a cargo de su fiel ayudante, que parecía muy eficaz para esos asuntos. El director también disfrutaba de la información que Hagen y gente como él le proporcionaban.

—Así pues, ¿cuál será el primer gran gesto del fiscal general contra ese imperio invisible? —siguió Lucadello—. ¿Por dónde empezar? Pues por Cario Tramonti. No con un juicio espectacular en el que él y su equipo de cerebros privilegiados consigan ponerlo a la sombra por asesinato o evasión de impuestos. Nada tan fundamentado. Basta con una deportación de lo más cretina. ¿Por qué? ¿Por qué empezar por ahí? No tiene un caso serio. No hay un proceso legal, no hay nada. Y sabe perfectamente que Tramonti cree tener esa carta-de-salir-del-trullo y piensa usarla.

—Crees que Danny Shea quiere que la utilice, ¿verdad?

—Eso me dice el sentido común.

Hagen hizo una mueca de disgusto.

Lo que Danny Shea quería —y, según Hagen, lo que también querían Joe Lucadello y su gente— era que Tramonti se diera cuenta de que la carta no se podía utilizar. Querían que Tramonti entendiera que su historia, aunque auténtica, no se sostendría en un juicio, y ningún buen abogado le permitiría contarla. Danny Shea estaba intentando hacerse con el corazón y la mente de la gente. En la corte de la opinión pública, resultaría sencillo condenar a un hombre que había vivido en ese país desde pequeño, pero que no tenía más pasaporte supuestamente válido que uno fraudulento de un país en el que nunca había puesto los pies. Resultaría fácil utilizar eso para asustar a la gente y convencerla de que tenemos otra conspiración acechando, como si no tuviéramos bastante con la Amenaza Roja. Teatro político de altura, eso es lo que era, y los hermanos Shea eran políticos hasta la médula, como buenos irlandeses puteros y fotogénicos.

—El sentido común es para pringados —dijo Hagen.

—¿Cómo has dicho? —dijo Lucadello.

—El sentido común es el auténtico opio del pueblo.

Lucadello le dio a Hagen una palmada en la espalda.

—Empiezas a caerme bien, paesano. ¿Quién dijo eso?

—¿A qué te refieres?

—Estás citando a alguien. Sonaba como una cita.

Por costumbre, Hagen empezó a decir que citaba a Vito Corleone, pero se dio cuenta de que Vito nunca había dicho eso. ¿Pero qué podía hacer Hagen al respecto?, ¿decir que se le había ocurrido a él? Poco verosímil.

—Se lo oí decir a Vito Corleone —dijo.

Una mentira piadosa que Tom Hagen embelleció con otra: «Mi padrino.»