VEINTIDÓS

La Feria Mundial de Nueva York de 1964 —que conmemoraba el 300 aniversario del triunfo del duque de York en la lucha por el control de la ciudad con los holandeses, quienes habían timado a la tribu de los algonquinos y se la habían cambiado por baratijas y unas mantas trufadas de viruela que los acabaron exterminando— no les salió muy a cuenta a las Cinco Familias de Nueva York. Puede que fuera por la manifiesta hostilidad del gobierno hacia ellas, que motivó que todas las partes implicadas tuvieran que repartirse las ganancias de manera equitativa y sin llamar mucho la atención. La feria constaba de más de cien pabellones, la mayoría destinados a empresas, pero también a administraciones estatales y países extranjeros, todos ellos construidos en el mismo emplazamiento de la feria de 1939, un terreno pavimentado en Flushing Meadows. Robert Moses estaba ganando cien mil dólares por dirigir la Corporación de la Feria (el sueldo del alcalde era de cuarenta mil), a condición de que dimitiera de sus otros cargos, cosa que no había hecho del todo; también tenía tratos para quedarse una parte de diferentes atracciones y, en realidad, su salario ascendía por lo menos a un millón de pavos. De alguna manera, todo eso era legal, cosa que incordiaba sobremanera a Michael Corleone. Como en muchos de los grandes proyectos de Moses, su mezcla de idealismo público y avaricia privada marcaba el tono de toda la operación. Se demolía y se construía sin tasa, y eso incluía falsos trabajos que no les podrían haber venido mejor a toda esa gente que necesitaba llenar la casilla en la que decía «ocupación» en sus declaraciones de impuestos. Cuando la construcción remitió, aparecieron por doquier paisajistas, trabajadores de mantenimiento y guardias de seguridad (este cargo estaba especialmente buscado a causa de la placa correspondiente). Los contratos parecían caer del cielo: deshacerse de escombros y basura; abastecer de comida, bebida, tabaco y souvenirs; construir aparcamientos y volver a pavimentarlos porque las empresas que lo hicieron por primera vez no lo habían hecho bien. Los locales de alterne y las casas de putas florecieron, gracias en parte al concepto simplista que Moses tenía de la diversión. Espectáculos populares en 1939, como el episodio nudista Pequeño Egipto, fueron superados por irresistibles minas de oro como la «Extravagancia sobre hielo», de Dick Button, o la atracción «Qué mundo tan pequeño», gracias a la cual Walt Disney se llevó una buena pasta por incluirla en el pabellón de Pepsi (otro timo típico de un gángster, pero orquestado por una leyenda americana y, más o menos, legal: consigue que otros te paguen por diseñar tu propio parque de atracciones y lo único que tienes que darles a cambio es el permiso para utilizarlo un par de años, tiempo durante el cual tú te haces con un porcentaje de los beneficios). Puede que la feria pretendiera rendir homenaje al pasado de la ciudad, pero también celebraba la era espacial y las oportunidades que ésta ofrecía a gente como Michael Corleone. Oportunidades que eran, recurriendo al título de una de las exposiciones, «Tan infinitas como la imaginación».

Uno de los testaferros de Michael —un viejo compañero de los Marines— ocupaba un sitio en la junta directiva de esa corporación. El año anterior, una de sus divisiones se había hecho con un contrato del Departamento de Defensa para realizar trabajos secretos en Vietnam e Irán; los beneficios que arrojaron dichos trabajos hacían que lo que las Cinco Familias sacaban de la Feria Mundial pareciera calderilla extraviada entre los cojines del sofá. El secretario de Defensa había sido el consejero delegado de la empresa; y sus acciones, de momento, estaban en un fondo opaco. Y todo era legal. Ver cosas así, pensaba Michael, lo confirmaba en la idea de que convertirse en un hombre de negocios legal no era ningún espejismo.

La feria también ofrecía una oportunidad más sutil. Difícilmente se podría haber encontrado un lugar mejor para ocultarse a la vista de todos, para mantenerse en el anonimato y para llevar los negocios sin miedo a que grabaran tus conversaciones o a que te pegaran un tiro. Había otros lugares tradicionales para esas actividades que seguían en uso: los grandes museos, el Jardín Botánico de Brooklyn, la entrada de la Ópera, ciertas zonas de Central Park, los pasillos de los grandes almacenes y sitios por el estilo. La feria tenía el encanto de lo nuevo típico de cualquier restaurante recién inaugurado, pero también parecía un lugar más seguro. Sus campos ofrecían casi setecientos acres por los que la gente podía hablar mientras caminaba. El ruido de fondo era considerable y se sumaba al que provenía del aeropuerto de La Guardia y de las superautopistas de Bob Moses que rodeaban el recinto. Hombres de confianza se habían convertido en guardias de seguridad. Y lo mejor de todo era que todo el mundo tenía amigos que chupaban del bote. Hubiera sido suicida ponerse a cagar donde comían todos los listillos de Nueva York.

Y así fue cómo Michael Corleone decidió verse con Joe Lucadello en la feria. Michael había acudido con Francesca y con Connie y sus hijos, así como con Rita Duvall, que lucía un pañuelo en la cabeza y unas enormes gafas de sol. (Su fama era tan sólo del tipo «¿No es usted no-sé-quién?»; incluso cuando alguien en Nueva York la reconocía, la cosa nunca pasaba a mayores.) Por simple precaución, Michael había colocado a cierta distancia de ellos a un par de hombres. La situación de Tom Hagen era todavía demasiado conflictiva como para llevarlo a la feria, pero asimismo, el nivel de inseguridad era tan bajo que llevar allí a Al Neri habría sido sobreactuar. Pero los rumores de que Nick Geraci pudiera estar detrás de ciertos tejemanejes no resueltos fueron suficientes para que Michael apareciera con protección hasta en la Feria Mundial.

Como estaba previsto, Michael se encontró con Joe en el pabellón de Louisiana. El sentido del humor de Joe no había evolucionado mucho con el paso de los años.

En contraste, Joe tenía un aspecto diferente del habitual. La última vez que Michael lo había visto había sido dos años atrás, en Las Vegas, cuando preparaban juntos el proyecto cubano. No era tan sólo que Joe ya no llevara el parche, luciera peluca, camisa Munsingwear de tenis, blazer barato y zapatos de suela de crepé, ofreciendo el aspecto de miembro de un club náutico de segunda. La novedad radicaba en la manera estirada y nada característica en que se mantenía de pie. Joe era un tipo listo dotado de una gran confianza en sí mismo, y su lenguaje corporal desmadejado era el de ese tipo de gente. Pero ahora ahí estaba, más tieso que el palo de una escoba, en mitad de una réplica de la calle Bourbon, cerca del cruce entre el Grand Central Parkway y el Long Island Expressway. Se desarrollaba una versión reducida del desfile de carnaval en la que no faltaban ni la banda ambulante de trompetistas negros ni las extrañas criaturas disfrazadas de zombi con enormes cabezas de cartón. Joe estaba rodeado de dibujantes que hacían caricaturas al carboncillo, tanto de los turistas de pago como de los famosos ausentes, incluidos, claro está, Jimmy Shea y también Louis Armstrong o los Beatles.

Joe y Michael aparentaron ser viejos compañeros de guerra (lo cual casi era cierto) que acababan de encontrarse por casualidad. El abrazo mutuo le permitió a Michael alejar cualquier sospecha, por remota que fuera, de que la extraña postura de su amigo estuviera relacionada con el hecho de que llevara encima una arma o un aparato de grabación. Joe se presentó a sí mismo, ante Rita y la familia de Michael, con un nombre italiano que aún era más largo que Lucadello.

—¿A qué te dedicas, Joe? —le preguntó Rita.

Había oído un nombre italiano y eso la había llevado a ciertas conclusiones, pensó Michael, pero lo dejó pasar. Rita parecía haberlo dicho con toda intención, pero los cristales ahumados impedían una certeza total al respecto.

—Estoy en ventas —dijo Joe—. ¿Y tú?

—Ah —repuso Rita en tono fatalista—. Buena pregunta. —Su programa de televisión había sido cancelado. Aunque Joe lo hubiera hecho aposta, ella lo estaba encajando bien—. Estoy pensando, tal vez, en convertirme en una ermitaña famosa.

—Un buen plan, si lo logras —dijo Joe.

Michael rodeó a Rita con el brazo.

—Qué ojo más raro, señor Joe —dijo Sonny, el hijo de seis años de Francesca.

—¡Sonny! —exclamó Francesca—. Eso no se dice.

—No pasa nada —dijo Joe—. Está hecho de vidrio soplado, en Alemania.

Se inclinó hacia el crío y le dio unos golpecitos al ojo de cristal. Como la postura, esto también tenía un aire de sobreactuación, lo que contribuyó a incrementar las sospechas de Michael de que algo iba mal.

—¿Qué le pasó al de verdad? —preguntó Sonny—. ¿Se lo sacó un nazi?

Francesca le dirigió a su hijo una mirada reprobadora.

—No pasa nada —volvió a decir Joe—. Fue durante la guerra, pero no en el campo de batalla. Yo estaba en un pub de Londres cuando estalló una bomba cerca. No tan cerca como para matarme, pero sí para romper los cristales de la ventana junto a la que estaba.

—¿Se lo puede quitar? —insistió Sonny.

—¡Sonny! —le reprendió Francesca.

—Oiga, ¿lleva una cámara en él? —dijo Victor, el hijo mayor de Connie—. Lo vi una vez en un tebeo.

—Qué más quisiera —dijo Joe—. Llevé un parche durante bastante tiempo. Los ojos que fabrican en Estados Unidos son de plástico, como casi todo hoy en día, pero en Alemania aún puedes encontrar artesanos cuyas familias...

—¿Un parche de pirata? —lo interrumpió Sonny, excitado. Su madre volvió a pegarle la bronca mientras los otros dos chicos se echaban a reír.

—Pues sí, ése soy yo —dijo Joe—. Don Joe, el pirata italiano.

—¡Caramba! —dijo Sonny—. ¿Y por qué no se cuelga un loro, Don Joe?

Rita, muy entretenida, le dio a Michael un beso en la mejilla. Los niños le encantaban. Rita había sufrido mucho en la vida, y eso era algo de ella que a Michael le enternecía.

—Yo quería un loro —dijo Joe—, pero mi madre no. Y tenía razón: un amigo mío se hizo con un loro, y no sólo olía mal el bicho, sino que también se le comió un meñique.

—El señor Joe y yo necesitamos ponernos al día y hablar de los viejos tiempos —intervino Michael—. Tomarnos un café, comentar aburridas historias de la guerra, cosas así.

Le dio dinero a su hermana y quedó en verlos a todos luego, en el pabellón del Vaticano, para ver la Pietá de Miguel Ángel, que nunca había salido de allí. Ahora, gracias al intercambio de determinados favores, esa escultura era la que provocaba las mayores colas de toda la feria.

—Bonita familia —dijo Joe—. Deberías llevarlos a ver la Casa Subterránea.

—Muy gracioso —repuso Michael.

Se sentaron en la terraza de una cafetería y pidieron sendos cafés.

—Te aseguro que es una casa de verdad —dijo Joe—. Construida bajo la superficie, con todas las comodidades. Todo un chollo cuando los rusos suelten la bomba.

—Ya lo sé —dijo Michael. En teoría, algunos de sus propios hombres habían contribuido a construirla, una ironía que Joe habría sabido apreciar—. Y hablando de vivir bajo tierra...

—¿No me dijiste que también ibas a traer a tus hijos aquí? —preguntó Joe—. Me hubiese encantando verlos.

—Anthony tenía un partido de béisbol, y Mary también estaba ocupada. Tuvieron que cancelar la visita. —Mentira: en el último minuto, Anthony se había negado a ir. Kay no iba a permitir que Mary tomara el tren sola, y Michael no había tenido tiempo de ir a buscarla.

—¿Están bien, no?

—Estupendamente —dijo Michael.

Tenía la sensación de que algo en Joe se había roto y que se mantenía en pie con dificultad. Le preguntó por su familia, pero no hubo nada en la respuesta de su interlocutor que indicase que ésa era la fuente de su dolor.

—¿Y Rita? —preguntó Joe—. ¿Todo va bien?

Michael sonrió a su pesar.

—Soy un hombre afortunado —declaró.

—Sí que lo eres —dijo Joe—. Nunca pensé que un chaval tan lerdo como tú acabaría consiguiendo una chica así.

—¿A qué sabe esto? —dijo Michael, apartando la taza de café.

—A achicoria.

—¿La misma que se echa en las ensaladas?

—Está bueno —dijo Joe.

—Pues pilla la taza. Vámonos. —Michael se levantó y echó a andar hacia abajo por la falsa calle Bourbon.

Joe se apresuró para ponerse a su altura.

—Lo del loro era verdad, por cierto —dijo—. Un día, el tío es el bueno de Silvio Passonno. Y al siguiente, se da cuenta de que durante lo que le quede de vida todo el mundo lo llamará Silly Nueve Dedos2.

—¿Silly Nueve Dedos? —Michael volvió a reírse a su pesar—. Suena a jefe indio. El gran jefe Silly Nueve Dedos. ¿Cómo esperas que me lo crea?

La sonrisa furtiva de Joe, el placer que extraía de divertir a un amigo aunque algo lo estuviera devorando, recordaban poderosamente la manera de hacer de Fredo. Pero no se estaba relajando del todo.

—Es lo que tienen las historias reales —dijo Joe—. Son idiotas. Sonaría mejor que el ojo me lo hubieran sacado los nazis o que lo hubiese perdido cuando estrellé mi avión tras las líneas enemigas, en vez de cuando estaba borracho de cerveza tibia, demasiado cerca de una ventana en pleno bombardeo, besando a una rubia anodina, cuyo nombre nunca averigüé, en un bar cuyo nombre he olvidado. En mi próxima vida voy a mentir en todo, de la cuna a la tumba.

Pasaron frente a una tienda que vendía pralinés, dieron media vuelta, dejaron atrás el pabellón del estado de Nueva York y enfilaron el camino a la Uniesfera.

—Cuéntame otra historia real —dijo Michael.

—¿Cuál? ¿Nueva Orleans, tus películas o tu paquete extraviado?

—Elige el orden.

—Bueno, ya sé que hoy en día todo el mundo se considera un crítico de cine, pero si he de juzgar por el rollo que me enviaste, tus películas están mal iluminadas y tienen un guión que deja bastante que desear. Pero supongo que ahí es donde entro yo, ¿no? A mejorar el guión.

—Pues mejóralo —dijo Michael.

—Ni hablar. Me encanta llegar hasta el final, pero los medios no pueden justificarse.

—Eso lo dijo un amigo tuyo hace unas semanas, ¿verdad?

Se refería a la más reciente catástrofe de la administración Shea en Cuba, en la que el chivo expiatorio había sido un agente de la CIA.

—No es que seamos amigos, o que lo hubiéramos sido —dijo Joe—. Depende de lo que entiendas como tal. Lo que sí te puedo decir es que era, que es, un buen tipo. Lo único que se hizo público de él, lo más negativo, fue que llamó mentiroso a Danny Shea. Por la tele. A la vista de todos. Eso fue un error, no debería haberlo hecho, pero no era falso. El fiscal general lo acusó de pasarse de la raya al planear ese ataque submarino. ¿Pero acaso somos la armada? Nosotros no tenemos submarinos. Evidentemente, no se pueden desplegar docenas de ellos sin la preceptiva autorización. Ese hombre no era de los que se saltan las reglas, pero a la vista de lo que pasó es que ni hubiera sido posible. Pero el amigo Danny le obliga a hacerse el harakiri y los periódicos se lo tragan todo.

—Y vosotros.

—Exacto. Nosotros, también, a tragar. Me encantaría echarlos del gobierno, pero no sabemos cómo hacerlo ni damos con el emisario al que enviarles para que desatasque tu agenda. No puedes decir que nunca volverás a las andadas, pero yo llevo ya cierto tiempo convertido en el Señor Reglas y Normas. No puedo intentar nada mínimamente irregular. A la gente la obligan a retirarse y cosas peores que ni siquiera imaginas. Hombres de mi edad, de nuestra edad, hombres que combatieron en la guerra, gente que empezó como empezamos nosotros... Bueno, pues parece que hay demasiados, según piensan algunos. ¿Sabes dónde metieron esos cerebros privilegiados a mi mejor agente? Es asistente del decano en una escuela de música. Para que reclute agentes, se supone. ¿Pero a quién va a fichar? ¿A trombonistas con potencial de espía? Yo la diñaría ante un escritorio, te lo aseguro, y voy a hacer todo lo que pueda para evitar acabar así. Así que debo pensar que para este trabajo, en cualquier caso, tienes mejores hombres que yo. Tus amigos en los sindicatos, otros políticos, no sé. En fin, no debería decirte cómo tienes que hacer tu trabajo. Perdona.

Michael echó un vistazo por encima del hombro.

—Siguen ahí —dijo Joe.

—¿Cómo dices?

—Esos tíos son tuyos. El gordo y el flaco. Lo sé. Aunque igual te han traicionado y ahora son míos.

—Lo sabría.

—Ya lo sé —dijo Joe—. Sólo te estoy chinchando.

—Sigamos —dijo Michael—. ¿Nueva Orleans y el paquete?

—Madre de Dios, Nueva Orleans —repitió Joe, dejando escapar un profundo suspiro—. Nueva Orleans. Lo de Nueva Orleans es complicado.

—Ilústrame.

Joe le estuvo dando vueltas al asunto unos momentos.

Hasta ahora, los Tramonti parecían estar cumpliendo con las reglas de la Comisión, pero Michael Corleone no quería dejar nada al azar. Por supuesto, no le había dicho nada a Lucadello de la propuesta de Cario Tramonti; pero, sabiendo que los Tramonti también habían trabajado con la CIA en el proyecto de magnicidio, Michael le había pedido a Joe que averiguara si mantenían alguna relación con alguien que trabajara con él.

—Nueva Orleans no es América —dijo Joe finalmente—. De la misma manera que Nueva York tampoco lo es.

Joe había crecido en la zona sur de Filadelfia, y eso ahora tenía más importancia para él que cuando se fue de allí por primera vez: una reacción, pensaba Michael, ante el hecho de tener que trabajar con toda esa gente de Yale que corría por la agencia.

—Cleveland, Detroit, Chicago, incluso Los Ángeles y Las Vegas. Especialmente esos sitios, ¿sabes? Cálidos, artificiales y tan brillantes que, seas quien seas, te puedes ver reflejado en ellos. Esto de aquí —dijo Joe, señalando como si quisiera abarcar todo el terreno de la Feria Mundial, toda aquella arquitectura futurista construida sobre un vertedero, toda aquella épica vanidad rodeada de autopistas que había que pagar por ver—, te aseguro que esto sí es América. Pero el resto de Nueva York es Nueva York y nada más. Se basta y se sobra. Y Nueva Orleans es Nueva Orleans; y Miami está a punto de convertirse exclusivamente en Miami.

Joe vivía en Miami. Si Michael estaba bien informado, era el agente al mando allí.

Michael meneó la cabeza.

—¿Nueva York se basta y se sobra? Joe, por favor.

Todos los turistas que estuvieran en esos momentos sacando fotos de la Uniesfera con sus Brownies y sus Instamatics estarían capturando la imagen de Michael Corleone junto a un hombre de pelo revuelto en un extremo del cuadro. A Michael no le habría sorprendido averiguar que entre los turistas había un fotógrafo del FBI en pantalón corto, flanqueado por actores contratados para interpretar a los miembros de su familia.

—No quería decir eso —aclaró Joe—. Lo que digo es que Nueva York es un caso aparte. Vosotros os creéis que el resto del mundo es vuestro puto club de campo. Nueva Orleans no está en una isla y no tiene esa actitud superior, pero también es un lugar en el que...

—Hace más de media vida que te conozco, Joe —lo interrumpió Michael—. Eres un buen amigo y te aguanto cosas que no sé si le aguantaría a mi propia familia. Estos numeritos de la búsqueda del hombre adecuado son muy tuyos, pero te los puedes ahorrar. No estoy de humor.

Joe le lanzó una mirada. Michael se la devolvió y luego, a desgana, asintió dándole la razón. Era Joe el que le estaba haciendo un favor.

—Puede que ésta sea una manera mejor de abordar el tema —dijo Joe—. Acuérdate de cuando tu sobrino jugaba al béisbol en la universidad, y tú veías a toda esa gente en las gradas con cuadernos y cronómetros, y sabías que algunos de ellos trabajaban para corredores de apuestas, otros para equipos profesionales, otros para otra universidad, y que la mayoría de ellos eran unos mangantes. Algunos, quién sabe, sólo eran tipos a los que les gustaba perder el tiempo. Unos pocos eran unos chiflados que se habían convencido a sí mismos de que tenían contactos con equipos profesionales. Todas las semanas, enviaban por correo sus informes a alguien de los Eagles o de los Giants, alguien que nunca se tomaba la molestia de llamarlos y decirles que lo dejaran correr. Aunque te pusieras a investigar a esa gente, puede que con algunos pudieras verificar su posición, pero nunca acabarías de ver el agua clara del todo. Por ejemplo, habría cazatalentos legales que también trabajaban para corredores de apuestas. Habría mentirosos consumados y mentirosos que no sabían que lo eran. ¿Me entiendes, Mike? Eso es lo que intento decirte de Nueva Orleans.

—Supongo que ni tú ni nadie de tu compañía trabaja con mis amigos de allá, ¿verdad?

—Por el amor de Dios, ¿me estás escuchando? Nueva Orleans es un sitio con mucho colorido, pero todo son variantes del gris.

Michael se echó las manos a la espalda mientras caminaba. Tenía una habilidad natural para reconocer a los más taimados embusteros, y ahora estaba seguro de que Joe decía la verdad: que dada su posición y la situación actual de los servicios de inteligencia, Joe ya no podía saber qué era lo que estaba pasando.

—Llega un momento en la vida —dijo Joe— en el que tienes que aceptar que la eficacia y la experiencia son prescindibles. A veces, todo consiste en que ellos son como son, tú eres como eres y no hay nada que hacerle. No tengo que explicártelo. Fuiste a la universidad con los cabrones de los que te hablo.

Esto último lo dijo demasiado alto, con lo que muchos paseantes se lo quedaron mirando, incluida una señora puertorriqueña que cubrió los oídos de su hija con las manos.

Esas cosas eran las que te acababan delatando.

Michael le dio a Joe un golpecito en el hombro y tiró de él calle abajo hacia la exposición de Kodak, que parecía una masa oval y ondulante de más de cien metros de largo que, pese a estar hecha de cemento, daba la impresión de levitar a bastantes centímetros del suelo. En su cima había un pentágono giratorio, y en cada una de sus caras había una fotografía de una altura de unos cuatro pisos: las cinco fotografías en color más grandes del mundo. La que tenían delante parecía mostrar a un guerrero japonés.

—Las cosas han cambiado —dijo Joe—. Yo no me dedico a esto para que me den la oportunidad de redactar planes de operaciones de cincuenta y seis páginas con los sabios adecuados cada vez que necesito volar por los aires un desagüe. O para que pasen de mí antes de que todo se ponga realmente en marcha. Ese plan que ideamos juntos, tu gente y la mía, venía de los sabios en cuestión. Así es cómo piensan. Trabajan siguiendo la teoría del «gran hombre» porque eso es lo que aprendieron en Yale. Y así es como se ven. Cada uno de ellos se considera un hombre grande e indispensable.

—El plan tenía sus aciertos —dijo Michael sin faltar demasiado a la verdad.

Pero el plan en sí era una chaladura y Michael había esperado que fracasara. De las cenizas de ese fracaso había esperado que saliera algo para colgarle a Geraci. Y dinero. Si, contra toda probabilidad, hubiese funcionado, el premio para los Corleone habría consistido en recuperar sus casinos. Ganar de todas, todas.

—A fin de cuentas —dijo Michael—, como dice el viejo refrán, si te quieres cargar a una serpiente, córtale la cabeza, no la cola.

—Nunca lo había oído. Soy un chico de ciudad, como tú. No tengo ni puta idea de cómo se matan las serpientes de verdad, pero tengo la impresión de que cortarles la parte inferior también resolvería la cuestión. ¿Pero por qué centrarse en una sola serpiente?, digo yo. Siempre quedarán más. ¿Por qué no drenar el pantano? Cargarse el hábitat.

—Pero lo comparten con otros bichos, ¿no?

Un enorme payaso triste se los quedó mirando desde la torre.

Cogieron la escalera mecánica que llevaba hasta la azotea.

Mientras subían, Joe se mantuvo cerca del oído de Michael.

—Todo lo que teníamos que hacer —le dijo en un tono levemente superior a un susurro— era montar una guerra de guerrillas por toda la isla. Si involucrábamos a tus hombres sería por sus probadas habilidades con el fuego y los explosivos. Quemar los campos de caña de azúcar, las plantaciones de tabaco, volar las minas de cobre y, luego, sacar de matute las imágenes televisivas de los incendios, con insertos de gusanos airados vanagloriándose. La gente se habría quedado pasmada. Pensarían que la insurgencia era mayor de la real porque eso era lo que parecía en la pantalla. Y pim, pam, se acabó. Vosotros volvéis a hacer negocios y yo me preparo para mi siguiente aventura. Todos contentos. Pero en vez de eso, mira cómo está el patio ahora.

—¿Y todo esto qué tiene que ver con Nueva Orleans, Joe?

—¿Nueva Orleans? —dijo éste, ceñudo—. Nada. Todo. Todo está conectado, Mike, maldita sea.

Joe se detuvo para encender un cigarrillo y le ofreció tabaco a Michael, que declinó la oferta.

—Muy bien —dijo Michael—. ¿Y qué pasa con el paquete perdido?

Joe se guardó el tabaco y el mechero, y ambos reanudaron su camino.

—Ya te he respondido a eso.

—¿Cómo? Pues si lo has hecho, yo no me he enterado.

Joe le dio una buena calada al cigarrillo.

—No sé qué decirte —dijo Lucadello con los dientes apretados y sulfurándose— que no te haya dicho ya.

Michael rodeó con el brazo a su viejo amigo y se dispusieron a atravesar el paisaje lunar.

—No me andaré con rodeos —dijo Michael finalmente—. La caza del ganso salvaje tiene que terminar.

—Yo tampoco me ando con rodeos. Pero tú no me escuchas. No te enteras de lo que digo. Y no creo que lo pueda decir más claramente.

—Inténtalo —pidió Michael. Desde donde estaba, podía ver a sus pies el Jardín de la Meditación; y también, algo más allá, el Van Wyck Expressway. Sus guardaespaldas estaban situados en los extremos opuestos de la azotea.

—La respuesta es sencilla: no lo sabemos. La sencilla respuesta consiste en que yo no he visto (ni nadie que esté a mis órdenes, que yo sepa) a tu chico desde esos primeros días que pasó en Sicilia. Ésos son los hechos. Podrían significar que está muerto: suicidio, causas naturales o lo que se te ocurra. Personalmente, pienso que lo más probable es que haya hallado un buen escondrijo en la isla, en cuyo caso tú tienes más posibilidades de encontrarlo que yo. Tus recursos y contactos en Sicilia son mejores que los míos, por no hablar de que tú conoces mejor la cultura local y hasta el terreno. Históricamente hablando, Sicilia siempre ha sido un lugar estupendo para esconderse. ¿Está su mujer con él? No lo sabemos, aunque ciertas pruebas apuntan en esa dirección. Pero tampoco sabemos dónde está ella exactamente. ¿Te referías a esto cuando me pediste que fuera al grano?

Fue en este momento cuando Michael se dio cuenta por fin de que Joe Lucadello, un hombre que se ganaba la vida averiguando cosas, no sabía probablemente nada con seguridad, a excepción de que había sido usado por sus superiores, por su país, como un simple peón.

—¿Tienes alguna idea, por mínima que sea, de dónde pueden estar saliendo las filtraciones? —le preguntó Michael.

—Me dio pena lo de esos chicos de Calabria. Los... —Joe se interrumpió y empezó a menear la cabeza—. No lo sé. Pero aunque lo supiera, sabes que tendría que negarlo. Lo único que puedo decirte es que, si hay filtraciones, todo parece indicar que proceden de tu casa, no de la mía. Es de sentido común. Pero también te digo que, en estos momentos, está todo muy complicado.

—¿Te refieres al final de la línea?

—Al segmento del final de la línea —dijo Joe—. Las líneas no terminan. Por eso se llaman líneas.

—Pero los segmentos sí.

—Sí —dijo Joe—. Te puedo asegurar que ésos sí.

La expresión, sin duda, venía de las líneas del ferrocarril, pero Michael no tenía ganas de hacer más comentarios. Le dio las gracias a Joe junto a un abrazo.

—Mira todo esto —dijo Joe apartándose de Michael y empezando a girar sobre sí mismo muy lentamente—. Hay que ver la de cosas que nos trae el futuro. ¿Qué van a hacer esos capullos cuando llegue el futuro y sigan sin acabar con los atascos de tráfico porque no envían a la gente a trabajar en un autobús aéreo? ¿Qué harán cuando la gente siga sin disfrutar en sus casas de electricidad gratuita derivada de sus propios reactores nucleares? ¿Qué harán cuando Norteamérica siga sin poner los pies en la puñetera Luna? En toda la historia de la humanidad, nunca ha habido una cultura en la que el optimismo y el cinismo convivieran con tanta alegría como en ésta, ni siquiera la antigua Roma.

—¿Te refieres a Nueva York? —le preguntó Michael—. ¿O a Norteamérica?

—Ahí le has dado —Joe le guiñó el ojo de cristal. En su expresión no había ni rastro de ironía.

—Dime la verdad —pidió Michael, señalándole el ojo—. ¿Llevas una cámara?

—Aunque la llevara, tendría que decirte que no. —Esta vez, la sonrisa parecía auténtica. Pero en seguida se desdibujó—. Vaya por Dios: no estabas bromeando.

La verdad era que sí, o eso pensaba Michael. Pero antes de que pudiera decir nada, Joe se inclinó ligeramente y se sacó el ojo, que hizo un ruido de succión al salir. Luego Joe lo metió rápidamente en el bolsillo de la camisa de Michael.

—Compruébalo tú mismo.

Joe no hizo el menor intento de ocultar su cuenca vacía. Sonrosada y, de manera vaga, grotescamente sexual. Michael no parpadeó porque no podía dejar de mirar allí dentro. Cuando Joe empezó a buscar algo en la parte interior de su chaqueta, los guardaespaldas echaron a correr hacia él. Pero lo único que extrajo de ella fue un par de gafas de sol de oscuros cristales verdes. Los guardaespaldas se detuvieron. Su carrera había atraído la atención de los demás visitantes de la terraza.

—Ya me dirás si encuentras algo, amigo mío —dijo Joe. Le dio una palmadita a Michael en la mejilla y luego otra, más fuerte, en el bolsillo donde estaba el ojo—. Podrías enviarme alguna de las fotos.

Dio media vuelta y echó a andar hacia la escalera mecánica. La exagerada rigidez de su postura había desaparecido y había sido sustituida por una espalda tan cargada como la del héroe exhausto al final de todo buen western. Michael se preguntó si eso también era una pose.

Michael ignoró las miradas de los desocupados y esperó a que su viejo amigo desapareciera. Su más viejo amigo, pensó. No sacó el ojo, pero podía sentirlo en el bolsillo: más denso y más pesado de lo que había imaginado. A Michael le ardían las orejas. La entrega de ese ojo había sido un gesto extraño que sólo ahora se veía capaz de interpretar como una tremenda falta de respeto. O algo peor: una versión mañosa del mal de ojo. Apretó el ojo entre los dedos por encima del bolsillo de la camisa. Debería haberle hecho tragarse el ojo a Joe Lucadello. O metérselo por el culo.

Echó a andar hacia sus guardaespaldas, que no le dijeron nada del ojo. El protocolo obligaba a personas situadas tan abajo en la jerarquía a no hablar con el jefe si éste no les dirigía la palabra antes.

Hicieron un alto en unos lavabos que había en el camino hacia el pabellón del Vaticano. Michael le dijo a uno de sus hombres que se quedara en la puerta y dijera que el retrete estaba estropeado; al otro le pidió que lo acompañara al interior de los lavabos y le entregara su arma. Una vez más, simple protocolo.

Michael se quedó de pie ante la pila y se sacó el ojo del bolsillo con un pañuelo. Estaba muy bien hecho y el nivel de detalle era asombroso. Que alguien pudiera hacer algo así a mano le parecía un milagro. Tenía más forma de huevo que de pelota.

Envolvió el ojo en el pañuelo y lo dejó sobre el lavabo. Luego sacó la pistola y controló el seguro. Con la mano izquierda sostenía la punta del pañuelo. Con la derecha, cogió el arma por el cañón, la alzó por encima de su cabeza y, con toda su fuerza, descargó un culatazo sobre el ojo. El que vigilaba la puerta se asomó a ver qué pasaba. Michael siguió dándole culatazos al ojo hasta que éste se desintegró, y cuando dejó de hacerlo estaba sudoroso y echando el bofe.

Desplegó el pañuelo. Ninguna cámara, claro está. Aún parecía mínimamente un ojo: pequeñas partículas, diminutas astillas de vidrio y una docena de piececitas de cristal, más gruesas y redondas de lo que Michael podría haber imaginado.

Un impulso lo llevó a quedarse con el trozo más grande.

Dejó el resto sobre el lavabo, se lavó la cara y se peinó. El cabello blanco siempre le daba problemas para reconocer al hombre que veía en el espejo. Le echó un vistazo al fruto de su ira y sólo entonces se dio cuenta de que las iniciales del pañuelo no eran las suyas. Eran las de Fredo.

Unos minutos después, junto a cientos de extraños, una versión reducida de su familia y una mujer a la que empezaba a considerar digna de amar, Michael Corleone subió a bordo de una de las tres plataformas motorizadas de la exposición de la Pietá y pasó lentamente ante el iluminado Cristo crucificado de mármol blanco en brazos de su madre. Reflejar toda esa belleza, como había hecho Miguel Ángel, iba más allá de cualquier conocimiento humano. Llevarla a Estados Unidos era algo mucho más modesto, pero innegablemente constituía, según pensaba Michael Corleone, el logro más importante de su vida.

Mientras durara la feria, ese año y el siguiente, Michael Corleone raramente se aventuraría por otros rincones del pabellón: la capilla de la planta baja, la exposición que explicaba los sacramentos del catolicismo, la réplica de las excavaciones realizadas bajo la basílica de San Pedro (y debajo de la cual, como bien sabía Michael, sólo había basura)... Pero volvería a ver la Pietá en innumerables ocasiones, antes y después de las horas de visita, solo o en compañía, subido a las plataformas o caminando a su propio ritmo en un espacio abarrotado. Cada vez que viera ni que fuera un papel o una chapa —cualquier cosa que afeara el lugar—, lo recogería personalmente y lo sacaría de allí. Sobre la escultura había ochenta y dos puntos de luz ordenados en una aureola, y a veces parecía que también salía luz de dentro de la piedra blanca: un trozo de roca, extraída del humilde suelo italiano, transformado por manos italianas en esa visión de una belleza indescriptible. Michael ya no rezaba. Llevaba quince años sin confesarse y dudaba de que volviera a hacerlo alguna vez, pero la Pietá nunca perdería la capacidad de conmoverlo.

Muy a menudo —ahora mismo, sin ir más lejos—, Michael Corleone se echaba a llorar.