VEINTICUATRO

El avión bimotor que transportaba a Al Neri y a su sobrino aterrizó a primera hora de la mañana en una pista privada del desierto de Arizona. Era la pista que usaba la gente del cine cuando iban a rodar westerns al viejo Tucson. El avión venía de Las Vegas, y el piloto parecía creer que sus pasajeros pertenecían a la industria del cine. Ellos no habían hecho nada para confirmar sus impresiones ni para desmentirlas. Siguiendo instrucciones de Al, iban vestidos con chaquetas y camisas deportivas y calzados con mocasines, como si fueran jugadores de golf camino del club. La camisa de Tommy, holgada y por fuera de los pantalones —había perdido mucho peso últimamente—, le colgaba por encima de la pistola. El piloto se había pasado todo el trayecto desde Las Vegas hablando de las estrellas a las que había llevado en su avión, y Al y Tommy le habían dejado hablar.

—Mucha mierda —les dijo mientras bajaban—. ¿O eso sólo se dice en el teatro?

—Gracias —repuso Al—. Ha sido un buen vuelo.

—En mi barrio —intervino Tommy—, decimos in culo alia balena.

Al se lo quedó mirando.

—Nunca lo había oído —dijo el piloto—. ¿Qué quiere decir?

Que le des por el culo a una ballena. Pero Tommy captó la mirada de Al.

—Quiere decir mucha mierda —respondió Tommy—. Más o menos.

—¿En qué idioma? —preguntó el piloto.

—Nos vemos a las seis —dijo Al mientras alejaba a Tommy de allí.

Echaron a andar por la acera de asfalto negro que iba de la pista de aterrizaje al sitio en que alquilaban coches, que estaba a unos doscientos metros.

—Habla poco y la gente se olvidará de ti —farfulló Al—. No digas nada y se acordarán de ti. Enséñale a la gente pintorescas palabras de argot y es como si les dejaras de recuerdo tu historial delictivo y la foto de cuando te detuvieron.

—¿Mi historial delictivo? —dijo Tommy—. No creo que a lo mío se le pueda llamar historial delictivo. Lo único por lo que me pillaron fue aquel lío de los sobornos en Reno, y me redujeron la sentencia.

—No me refiero a eso —repuso Al.

—Vale. Tienes razón. Lo siento.

Tommy tenía sus cosas buenas —lealtad, insistencia, cantaba muy bien, quería mucho a su madre y cocinaba estupendamente—, pero la inteligencia no era una de ellas, probablemente.

El mexicano de los coches de alquiler les preguntó en qué película salían y citó dos a ver si acertaba. Los Neri ni le contestaron. El mexicano les aseguró que no les pasaba información a los tabloides.

—Pues he oído que es un buen negocio —dijo Al Neri.

—Yo lo he visto en una película, ¿verdad? —insistió el mexicano—. Con aquel tío que siempre hace de sheriff. Y salía aquella actriz, no recuerdo su nombre, una con el pelo largo y las tetas grandes. La tengo en la punta de la lengua.

Al le pasó el dinero.

—Se equivoca de tío —le dijo.

Tommy se puso al volante. Puso en marcha el aire acondicionado y enfiló una carretera que los llevaría hasta Tucson. A la derecha, hasta donde alcanzaba la vista, había cientos de aeroplanos abandonados; la mayoría de ellos, aviones de combate de la segunda guerra mundial.

—¿Has visto eso? —dijo Tommy mientras se frotaba los ojos.

—¿Estás bien para conducir? —le preguntó Al.

—¿Por qué no iba a estarlo?

—Porque te frotas los ojos, porque estás sudando. Quería asegurarme de que estás bien.

—Lo estoy. —Tommy se inclinó para subir el aire acondicionado, que ya estaba muy fuerte—. Estamos en el puto desierto, tío Al. Y en los desiertos se suda de la hostia. También hay algunas plantas a las que tengo alergia. Acuérdate de cuando vivíamos en Nevada: en el lago Tahoe me encontraba bien, pero en Las Vegas me ponía a estornudar, se me caían los mocos y me picaban los ojos.

No eran tan sólo el sudor y el picor de ojos. También estaba el peso que había perdido, la eternidad que Tommy había pasado en el retrete a primera hora de la mañana. Al se sabía los síntomas.

—Alergias, ¿eh? —le dijo—. ¿No será tu afición al perico?

—No me toques los huevos.

—Mírame a los ojos y dime que no te estás drogando.

—No me estoy drogando —dijo Tommy—. Lo juro por Dios.

—A la mierda Dios —replicó Al—. Júramelo a mí.

—Te lo juro, tío. No te voy a engañar. He tomado de vez en cuando. Pero de drogarme por sistema, ni hablar. No soy lo que se dice un drogadicto. Y ahora, definitivamente, no estoy tomando. Llama a mamá si no te crees lo de las alergias.

En el campo de aviación había ahora filas y filas de bombarderos B-29 con los motores y las ventanas tapados.

Al se cruzó de brazos y observó a su sobrino. No había nada en su manera de conducir o en su conducta que indicara que estaba drogado en esos mismos momentos. Tampoco había que sobreactuar. Todos los jóvenes parecían tomar algo de vez en cuando. Incluso Al, que no era ningún monaguillo, lo había probado.

—No me tomes el pelo, chaval —dijo—. Sólo quiero saber cuándo fue la última vez que te metiste.

Tommy respiró hondo.

—Hace dos días.

—Más te vale que no me mientas.

—Hace dos días —insistió Tommy, con más vehemencia esta vez—. Y antes de eso, hacía meses. Puede que casi un año.

—Puede, ¿eh? —dijo Al—. ¿Puede que casi?

—Mira, si quieres poner a otro en esto, o si quieres hacerlo tú solo o lo que sea, hazlo, ¿vale? Dime lo que quieres que haga para demostrarte que no me estoy colocando y lo haré.

Al guardó silencio durante un rato. Quizá se estaba imaginando cosas. Al no tenía ningunas ganas de hacer ese trabajo y puede que eso estuviera confundiéndolo.

—Conduce y calla —dijo.

Tommy puso la radio. En ese instante sonaba una canción de Buck Owens y se puso a cantar encima.

—Quita esa mierda —le dijo Al.

Tommy soltó una risita, pero obedeció.

—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —preguntó Al.

—Nada —repuso Tommy—. La canción va de ranas saltarinas, y tú vas y me dices que apague la radio.

—¿Y qué coño tienen que ver las ranas con la música?

—Nada.

—Si quieres escuchar la radio, escúchala —dijo Al—. Y puedes cantar encima, si te apetece. Pero no me pongas esa mierda.

—Olvídalo. —Tommy se quedó mirando la polvorienta carretera que tenían delante—. ¿Qué otra cosa crees tú que se puede escuchar por aquí?

Ese sería el tercer viaje a Tucson de Tommy Neri para hablar con Fausto Geraci.

—¿Me estás diciendo que te gusta esa mierda? —dijo Al.

—Sólo ponía la radio para pasar el rato —repuso Tommy.

De manera ausente, tocó la pistola que llevaba en la cadera. Probablemente, pensaba Al, era un gesto inconsciente. Muchos tíos lo hacían. Había polis que se tiraban treinta años palpándose el arma cada treinta segundos. Al no había llevado ninguna consigo. Lo único que llevaba en su pequeño maletín era su linterna de policía.

Una vez más, Tommy tocó la pistola. Era una Walther de 9 milímetros nueva: una belleza, según Al. Una arma que nadie en su sano juicio tiraría después de usarla una sola vez. Si de él hubiera dependido, habría llevado un chisme barato de usar y tirar, pero ya renunciaba a analizar los mecanismos mentales de su sobrino. Cosa que sí le había hecho a él su propio padre, que le había zurrado la badana hasta casi matarlo en más de una ocasión por no ajustarse a su arbitrario y contradictorio código de conducta. Con la hermana mayor de Al, la madre de Tommy, su padre había sido aún más bestia a la hora de decirle que todo lo que hacía estaba mal, realzando a puñetazos sus supuestos errores. Así que a la mierda. Lo que realmente importaba era que la pistola de Tommy fuera nueva e imposible de rastrear, como así era. Si el trabajito de hoy salía bien, Tommy no tendría necesidad de deshacerse del arma y no habría que tirarla a la basura. Si lo hacía, que así fuera. No era más que una maldita pistola. Los eficaces obreros alemanes de la casa Walther podrían fabricar más.

Los aviones fantasma frente a los que estaban pasando lucían ahora imágenes a medio borrar de mujeres pechugonas con medias, trajes de baño o ambas cosas.

—¿Seguro que sabes adonde vamos? —preguntó Al.

—Tranquilo.

—Pasaremos por el aeropuerto muy pronto.

—Venimos de allí.

—No te hablo de la pista, sino del aeropuerto. Está en...

—Ya sé dónde está el aeropuerto.

—Muy bien —dijo Al.

Sacó un mapa del bolsillo de la chaqueta y lo dejó abierto, por si las moscas.

Como, aparentemente, hacía todas las mañanas, Fausto Geraci volvió a casa después de llevar en coche a Conchita, su esposa, hasta su trabajo en la planta envasadora del otro extremo de la ciudad —cosa que hacía envuelto en un albornoz costroso—, tomó asiento en una silla de jardín que tenía en el patio de atrás y se dedicó a fumar cigarrillos Chesterfield y a contemplar la piscina.

—¿Por qué no le compra un coche? —dijo Al—. ¿O es que no sabe conducir?

Tommy y él habían aparcado en la calle de al lado, situados de tal manera que pudieran atisbar el jardín trasero de Fausto.

—Sí que sabe —dijo Tommy—, pero a él le gusta llevarla. Como ya te dije, al tipo le gusta conducir y punto.

Todos los domingos, Fausto Geraci sacaba el coche a pasear y lo ponía a más de 150 kilómetros por hora. Ésa era una de las cosas por las que Al pensaba preguntarle.

—La esposa mexicana —dijo Al—. ¿Por qué no abandona ese trabajo? Ahora es una mujer casada. Con toda esa pasta nuestra que debe de tener escondida el viejo cabrón, no sé para qué necesita ella su sueldo.

—A lo mejor le gusta trabajar. ¿Cómo coño quieres que lo sepa? Es mexicana. ¿Quién sabe cómo piensa esa gente?

Al sacó los prismáticos.

—¿Qué te decía, eh? —dijo Tommy—. ¿Has visto en toda tu vida a un viejo imbécil con más pinta de ir a diñarla?

—Para serte sincero, creo que lleva tiempo así —declaró Al—. A lo mejor es que el tío es así. —Las apariencias podían ser engañosas. A fin de cuentas, el tipo estaba recién casado, prácticamente. Y estaba disfrutando de los beneficios que le había aportado la desaparición de su hijo—. Creí que habías dicho que tenía la piscina vacía.

—Sí, así es como estaba.

—Pues ahora está llena.

Eso invalidaba una de las ideas que había tenido Al, que consistía en esposar a Fausto Geraci al fondo de la piscina y dar el agua. Ya le había funcionado antes. Llevaba unas esposas en el bolsillo del chaquetón. Aunque, probablemente, no habría llegado a hacerlo. Demasiados vecinos que habrían oído gritar al viejo; y hacerlo gritar era fundamental, suponía Al, para conseguir la información que buscaban. A Al le gustaba afrontar los trabajos —crímenes o palizas, daba igual— con unas cuantas opciones dándole vueltas por la cabeza, eligiendo en el momento la que le parecía más adecuada. Como un jugador lanzando la pelota, como un trompetista de jazz interpretando una melodía conocida por todos, como un pistolero entrando en una ciudad en la que le estaban esperando.

—Quizá al viejo cabrón se le ocurrió que hacía un calor de cojones ahí fuera y que estaría bien darse un chapuzón de vez en cuando —dijo Tommy.

—Quizá —dijo Al, levantando de nuevo los prismáticos.

—O igual ha sido idea de la mexicana.

—Puede ser —admitió Al, aunque hacía algo más de un año que Fausto se había casado con ella.

La historia de la piscina —que el propio Nick Geraci contaba a menudo— era que Fausto y su primera mujer se habían trasladado ahí desde Cleveland después de que a ella le diagnosticaron un cáncer. Su familia procedía de Milazzo, eran pescadores y recolectores de esponjas, y ella era una gran nadadora. Le encantaba el agua, nunca había tenido una piscina, siempre quiso tenerla y cuando por fin la obtuvo la usaba constantemente. Estaba en esa piscina cuando su frágil corazón se rindió. Ahí la encontró Fausto, que la sacó del agua con sus propias manos. Antes incluso de enterrarla, la vació y nunca volvió a llenarla. Puede que por la pena, puede que porque fuese un hijo de puta roñoso, ¿quién sabe? Nick solía llenarla cuando aparecía por ahí, pero el viejo siempre la vaciaba así que él se marchaba. Por lo menos, eso decía la historia en cuestión.

De repente, se oyó el ruido de una puerta metálica y Fausto Geraci se quedó tieso en su silla de jardín, de lo más contento.

—Lo más probable —dijo Al mientras le pasaba a Tommy los prismáticos— es que se pusiera en plan abuelo tolerante y llenara la piscina por ella.

Se oyó el sonido de un cuerpo que caía al agua, seguido del ruido lejano de unas risas juveniles.

La información que tenían era buena. Bev Geraci, la hija menor de Nick, había terminado el curso en la Universidad de Berkeley y había ido a pasar el verano con su abuelo. La pobre chica había salido a su padre. Sólo con el ruido de su impacto en el agua, según pensaba, correctamente, Al Neri, se podía deducir que era una muchacha corpulenta.

Al y Tommy Neri dieron una vuelta a la manzana y aparcaron el coche de alquiler en la entrada de la casita de estuco estilo rancho de Fausto Geraci, bloqueando la salida del garaje del Oldsmobile Starfire rojo y blanco que había en su interior. Se suponía que el viejo era un buen conductor que estaba muy orgulloso de ello. No es que fuera a tener muchas oportunidades de subirse al coche —o de que lo consiguiera su nieta, sin ir más lejos—, pero Al prefería dejarlo bien bloqueado. Cuando era un chaval (y especialmente cuando estaba en la policía) había esperado morir joven y de manera gloriosa, como uno de esos héroes misteriosos de las películas del Oeste que tanto le gustaban. Incluso lo anhelaba en sus sueños, el muy tonto. Pero las cosas habían cambiado. Todavía le gustaban los westerns (en el cine, en la televisión y hasta en las novelas), y aún se consideraba joven (cumpliría cuarenta el año que viene, pero parecía el hermano de su canoso sobrino, que se estaba quedando calvo). Pero cuanto mayor se hacía, más se hacía a la idea de llegar a viejo. Y para eso —como sabía cualquier aficionado a los westerns—, había que prestar atención a todas las pequeñas cosas que podían salir mal.

Se pusieron los guantes, salieron del coche y cerraron bien las portezuelas. El garaje, un almacén reconvertido, estaba abierto. Entraron en él a toda prisa, pero sin que ningún vecino o paseante pudiera intuir nada extraño. El garaje olía a aceite de motor y a ambientador de pino. El suelo estaba pintado. Mangueras, cuerdas y herramientas bien cuidadas colgaban de la pared, silueteadas con rotulador negro. Al se hizo con un rollo de cinta aislante y una cuerda de colgar ropa. Se ocultaron a ambos lados de la puerta que daba al patio de atrás.

Incluso a través del cristal esmerilado Al podía ver que la chica seguía nadando y que Fausto continuaba dedicado a fumar y a contemplarla. El sonido de una quejosa voz masculina y de una guitarra salía de lo que debía de ser el transistor de la muchacha. Música de beatniks, pensó Al. Un tío que cantaba acerca de un payaso que llora en un callejón. Al se echó a reír: «A ver si creces, guapa. Mira a tu alrededor. A ver si encuentras a algún maldito payaso llorando por algo en un callejón.»

Al señaló con el pulgar hacia el interior de la casa para indicar que meterían dentro a Fausto y a la chica para hablar, y Tommy asintió. Al dejó en el suelo la soga y la cinta aislante, alzó sus índices juntos y luego los separó: «Los pondremos en diferentes partes de la casa.» Tommy asintió de nuevo. Se metió el sombrero en el bolsillo y sacó la pistola. Tenía la pinta de alguien que acaba de obtener algún tipo de alivio sensual.

Al le dio un golpe en el hombro y meneó la cabeza. Ni hablar, a no ser que fuera necesario. No eran más que un viejo y una chica. Al había dejado la linterna en el coche. Nada de sobreactuar. Aunque no lamentaba haberla llevado consigo. Para él, la linterna era tanto una arma como un amuleto de la suerte.

«¿Y ahora qué harás, hijo mío de ojos azules? ¿Y ahora qué harás, querido hijo mío?»

Al extendió las palmas de las manos para que Tommy se tomara las cosas con calma. Tommy se guardó el arma. Al cogió la soga y la cinta aislante, contó hasta tres y ambos atravesaron la puerta.

—Caballeros —dijo Fausto como si los hubiese estado esperando. Pero no se puso de pie—. ¿Quieren café y bollos? Ando escaso de cigarrillos, pero tenemos comida y café. Así se les calentarán un poco esos guantes, ¿no creen?

—Tenemos que hablar —dijo Tommy.

Bev seguía nadando. Llevaba un gorro de baño de goma blanca decorado con florecillas.

—Supongo que tienen razón —dijo Fausto—. Como yo siempre digo, la vida es corta: Si unas personas tan importantes como ustedes se han dado el paseo para verme, no creo que sea para intercambiar cortesías, ¿verdad?

Señaló con el pulgar a Al.

—¿Quién es este tío tan feo del sombrero? —le preguntó a Tommy—. Parece un poli disfrazado.

—En pie —ordenó Al mientras se resistía a partirle la dentadura al viejo—. En pie, te he dicho.

—Fausto Geraci —se presentó mientras se levantaba lentamente. Ye-ra-chi, no Ye-rei-si. No ofreció su mano. Fausto señaló hacia la cuerda y la cinta—. Caramba, tengo una soga muy parecida a ésa en el garaje, y una cinta aislante similar. Con tantas cosas en común como tenemos, digo yo que deberíamos encontrar una manera de ser amigos.

Bev debía de haberse dado cuenta de algo. Se plantó en mitad de la parte profunda de la piscina y, tragando agua, llamó a su abuelo. Miraba con los ojos entornados. Sus gafas se habían quedado sobre la mesa junto a la que se sentaba su abuelo.

—No pasa nada, sobrinita.

—Somos amigos del abuelo, ¿vale? —dijo Tommy Neri caminando hacia ella.

Por un momento, los ojos de la muchacha se ensancharon.

Acto seguido, se dio media vuelta y comenzó a nadar hacia el otro extremo de la piscina. Sus pies hacían ese ruido tan especial que sólo consiguen los buenos nadadores.

Tommy corrió hacia el otro lado, pero sin mucha energía.

Fausto metió la mano en el bolsillo del albornoz.

Mientras lo hacía, Al Neri le pegó un manotazo en el pecho.

La pistola del viejo salió volando, y él se desplomó sobre la silla de jardín, con tanta fuerza que la derribó. Sus zapatillas saltaron por el aire cuatro o cinco metros.

Bev llegó al lado opuesto de la piscina, pero vio venir a Tommy. Antes de que éste pudiese agarrarla, dio media vuelta y echó a nadar en dirección contraria. Tommy, que ya estaba agotado, la maldijo y volvió al lugar de donde había salido.

—Ella no sabe nada —farfulló Fausto antes de pasarse a lo que Al supuso que era un dialecto siciliano del que lo único que conocía eran palabras de amor y tacos.

Se hizo con la pistola del viejo, que había caído sobre una mata de adelfas. Era una Smith & Wesson del 38, antigua pero en buen estado. Con el seguro aún puesto. Se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. El viejo estaba intentando recuperar el resuello, pero no se quejaba. Al había sentido cómo cedía el pecho del anciano, y sabía que le había roto algunas costillas. Eso estaba bien. Hacían un daño de narices, pero no solían ser heridas serias. El dolor no te lo quitaba nadie, pero era poco probable que te desmayases o que la palmaras.

Bev Geraci se sumergió, volvió a dar media vuelta y enfiló una nueva dirección.

—Tal vez tengas que echarme una mano —dijo Tommy.

—Estoy ocupado. —Al sentó a Fausto en otra silla de jardín—. Échate al agua y sácala.

—No sé nadar.

—¿Qué?

Al cogió la cinta, la cortó con los dientes para no tener que quitarse los guantes y arrancó un buen trozo. Fausto se puso tenso. La verdad es que el siniestro ruido de la cinta al romperse también iba muy bien para ese tipo de asuntos.

—Sé nadar un poco —dijo Tommy—, pero no como ella. Parece la puta Aquagirl o algo así... Ya sabes, esa que hace películas y que siempre está nadando. —Volvió a rodear la piscina con la pistola en la mano—. Debería haber traído el silenciador.

Al oír eso, Fausto puso mala cara.

Al Neri le enganchó la cinta en la cara y la apretó con fuerza en torno a su cabeza. Las manos del viejo se alzaron para defenderse, pero Al ya había cumplido su cometido. Empujó al anciano hacia la parte trasera de la casa, con la rodilla contra su rabadilla, le agarró las manos y se las ató con la cuerda de tender la ropa.

—Llévatela para dentro antes de usar la pipa —dijo Al, pero era un farol: lo último que pensaba consentir era que su sobrino se cargara a la chica.

Al consideró la posibilidad de atar a Fausto a la silla también, pero el interrogatorio debía tener lugar en el interior y no quería tener que cargar con él. Si lo metía dentro y lo ataba a algo, debería confiar en que Tommy no le disparara a la muchacha y, al mismo tiempo, en que ésta no lograra escapar. Tommy estaba congestionado de tanto dar vueltas a la piscina. Si la chica salía y no estaba del todo agotada, era muy capaz de darle esquinazo. Y entonces Tommy se la cargaría.

—Ven aquí —dijo Al—. Rápido. Vigila a éste, que no se mueva.

Aliviado, Tommy hizo lo que se le ordenaba. Al cogió el recogedor de hojas. El palo —que no era más que un ligero tubo de aluminio— medía unos dos metros y medio. Lo levantó sobre su cabeza como si fuera un martillo y lo dejó caer con fuerza sobre la cabeza de la chica.

Con más fuerza de la prevista. Había calculado mal, tal vez porque ella nadaba demasiado rápido. Sólo pretendía dejar las cosas claras.

La muchacha se hundió.

Al Neri soltó un taco y tiró el palo. Maldito Scootch. Al había conseguido llegar hasta allí sin pegar a ninguna mujer, ni que fuera una puta. Hasta cuando le habían ordenado que matara a una que trabajaba en los burdeles legales de Fredo en el desierto cercano a Las Vegas, le había pasado el trabajo a un colega más joven.

La chica estaba en el fondo de la piscina y no se movía. Si la hubiese matado, flotaría, pensó. Esperó a que volviera a la superficie.

Cosa que la chica hizo de repente, apareciendo en mitad de la alberca, sangrando por la sien pero aparentemente ilesa. Se lo quedó mirando, aterrorizada y tragando agua, y acto seguido hundió la sangrante cabeza y echó a nadar hacia el extremo más alejado de la piscina.

—Quizá deberías tirarte para atraparla —dijo Tommy.

Al corrió hacia el otro lado. Todos los días se hacía unos diez kilómetros, así que, a diferencia de Tommy, no iba a rendirse antes de que lo hiciera la pobre chica. Ya pondría luego a su sobrino en su sitio. Tommy Neri era de plantilla, lo que significaba que ni siquiera su tío podía ponerle la mano encima, pero siempre había algo que se podía hacer para castigar las faltas de respeto.

En su siguiente recorrido a través de la piscina, Bev Geraci llegó a la pared y salió del agua de un salto. Echó a correr hacia la parte de atrás del patio, chillando como una histérica. Había una verja. Al Neri la atrapó cuando estaba a punto de saltarla.

Tenía mucha fuerza para ser una chica. Al se las apañó para dominarla, rodeándola con un abrazo tipo oso, y la arrastró hacia la casa entre los gruñidos enloquecidos de su abuelo. La hizo entrar por la puerta que daba al patio, y en el primer dormitorio que encontró, que era el principal, la tiró encima de la cama.

Todo su entrenamiento, todo el tiempo que pasaba levantando pesas en casa: la gente se reía, pero si tienes un trabajo en el que a veces hay que echarle músculo, ¿para qué te vas a abandonar?

Una de las tiras del traje de baño de Bev Geraci se había roto. Al atisbo sus pechos y apartó la mirada en busca de una toalla para ella. En la pared colgaba un puzzle de un metro de ancho de La última cena, completo, con las piezas bien pegadas, enmarcado y clavado encima de la cama. La puerta del baño estaba al otro lado de la habitación y Al no quería dejar suelta a la muchacha ni un segundo. Se dio cuenta de que estaba empapado. Y tenía la camisa manchada de sangre de la chica. Descolgó un albornoz de mujer de un perchero que había detrás de la puerta del dormitorio y se secó con él.

Bev se sentó, sosteniéndose la tira del bañador, gimoteando en silencio y humedeciendo aún más su rostro con sangre y lágrimas.

—No queremos hacerte daño —le dijo Al, lanzándole el albornoz—. Te lo juro por mi madre. Lo único que queremos es información.

Bev tiró el albornoz al suelo. Se quitó el gorro de baño y dejó que se le desparramara el cabello. Se quedó mirando a Al, bizqueando; luego hizo una bola con el gorrito y se lo puso delante de la cara.

Al pensó en sus gafas, que se habían quedado en la mesa del jardín. Eso le rompió el corazón. Él no quería estar allí. Lo que quería era darle las gafas y decirle que todo había sido un gran error. Recordaba a aquellas dos chicas de Harlem a las que Wax Baines, un chulo, había rajado con una navaja antes de que él le abriera la cabeza con la linterna, lo que había provocado su expulsión del cuerpo. Volvió a pensar en aquella furcia del burdel de Fredo, amoratada y atada con sábanas baratas cubiertas de sangre, mientras el senador Geary se agazapaba en un extremo de la cama, asustado e incoherente como ahora se mostraba esa pobre chica. Baines, Geary: menudo par de cabrones. Pero Al se prometió que nunca más haría nada en lo que tuviera que verse obligado a ver cómo sangraba una chica inocente.

—Lo siento —dijo—, siento lo del... palo. No quería hacerte daño. No hiciste lo que se te ordenaba y saliste herida. Escúchame, guapa, tú haz lo que te digamos y no te pasará nada. ¿Me entiendes? —le pasó su pañuelo para que se secara la sangre.

Gimoteando aún, Bev lo miró cerrando los ojos y asintió.

—Tu abuelo... —le dijo Al—. Lamentablemente, no puedo prometerte nada con respecto a él.

Bev se secaba el rostro y seguía llorando. Había sangre por todas partes, pero la herida no parecía muy grave. Cuando se trataba de la cabeza, la sangre no era muy de fiar.

—Sólo es un anciano —le dijo Bev—. Tenga piedad.

—Ha hecho cosas malas —repuso Al—. Y eso no está bien.

Bev Geraci emitió un quejido.

—Mi colega es una bestia —añadió Al, aunque sólo era para asustarla—. No tiene tanta paciencia como yo, y a veces hasta yo la pierdo, como has podido comprobar.

—No sé nada que pueda servirle —dijo la chica—. Me llaman desde cabinas telefónicas. Nunca sé desde dónde. Yo sólo...

—Déjalo —dijo Al—. Eso se lo cuentas a mi amigo, ¿vale?

—Lo haré —dijo Bev—. Quiero que sepa que sólo iré a la policía si no tengo más remedio.

Al cerró las ventanas del dormitorio, aunque la chica ya había dejado de gritar. Sonrió.

—Eso ya lo sé, pequeña —le dijo.

Porque ¿qué iba a hacer ella? ¿Dar información de su padre y luego volver a dársela a la policía? No. ¿Engañarlos a ellos y engañar después a la policía acerca de lo que les había contado a él y a Tommy? Tal vez, pero eso le iba a causar más problemas de los que le resolvería. Lo más probable era que al oír gritar a su abuelo dijera lo que sabía para salvarlo; y que luego, si llegaba a hablar con la policía, dejara fuera de la conversación los detalles relativos a su padre, para salvarlo también. Tanto si acudía a la policía como si no, daba lo mismo. Nada que pudiera decirles podría probar que él y Tommy hubieran estado nunca allí.

—¡Muy bien, chaval! —le gritó Al a su sobrino—. Todo listo. Tráeme al viejo.

Pistola en ristre, Tommy metió a Fausto en su propia casa.

Mientras dejaba a la chica con Tommy, Al se inclinó sobre su sobrino y le susurró al oído:

—Como la toques, te mato.

Tommy Neri soltó una sonrisita. A fin de cuentas, su tío acababa de abrirle la cabeza a la chica con un palo. Sin embargo, no parecía estar muy orgulloso de ello.

Aunque alguien tenga la cabeza envuelta en cinta aislante, si insiste en decir jódete, es sorprendente cómo se le puede llegar a entender.

Al empujó a Fausto Geraci hasta un sillón de color naranja que había en la habitación de invitados y lo ató a él con la cinta aislante. Utilizó lo que quedaba del rollo. Ahora Fausto tenía los brazos atados a los lados. Intentaba contener las lágrimas, que probablemente eran de rabia, aunque también podían ser consecuencia de las costillas rotas. Las paredes del dormitorio estaban cubiertas de fotos de Bev y Barb Geraci y de varios mexicanos que, con toda probabilidad, pertenecían a la familia de la esposa de Fausto. No había ninguna de Nick, de la mujer de éste o de su hermana, una bollera que era profesora de gimnasia y que actualmente vivía en Phoenix. Había otro puzzle encima de la cama. Éste ofrecía una imagen de Jesús subido a un burro agobiado. Domingo de Ramos.

Los sollozos de la chica se oían a través del pasillo.

Las puertas de ambos dormitorios estaban cerradas. Se trataba de que cada uno de ellos oyera gritar y gemir al otro para que su amor mutuo hiciera que largaran lo que sabían. Al ser una chica, Bev sería más fácil de asustar sin que hiciera falta hacerle daño. Fausto Geraci sería una presa fácil.

Al sacó una navaja que le había regalado Tommy las pasadas navidades. La puso delante de la cara del viejo para que éste pudiera insultarlo un poco más. Luego le arrancó de las mejillas la cinta aislante y la cortó con la navaja, rozando levemente la piel sin afeitar del anciano. Acto seguido, cogió un extremo de la cinta y le dio un buen tirón, arrancándosela de la cabeza con dureza y a contrapelo, llevándose de esa manera un buen montón de pelos del cogote y propiciando un berrido tan intenso que a Al le chirriaron los oídos.

El grito de Bev Geraci no tardó en producirse.

Fausto mantuvo los ojos cerrados durante unos instantes: era evidente que intentaba hacer frente al dolor.

—Estoy bien —le gritó a su nieta.

Saber que ella podía oírlo sirvió, aparentemente, para que dejara de renegar. Empezó a suplicar por la vida de Bev, asegurando que la chica no sabía nada.

—¿Y tú? —dijo Al—. Dinos dónde está tu chico y te dejamos en paz. Sabemos que hablas con él.

—Nunca hablo con él, de nada. No me llama y no me escribe. Es lo que suelen hacer los hijos cuando su madre ya no está. No le gusta que me haya vuelto a casar. Eso es algo que a los hijos nunca les sienta bien. ¿Qué le voy a hacer?

Al le propinó un puñetazo en la cara —un buen golpe en la mejilla—, y luego le atizó un izquierdazo en las costillas rotas. Fausto emitió un quejido aún más agónico por lo mucho que trataba de disimular el dolor.

Bev Geraci lo llamó de nuevo.

Fausto no respondió que se encontraba bien. Sentía mucho dolor y sudaba copiosamente. Estaba tan empapado como si también lo hubieran sacado a él del agua.

Bev lloraba de nuevo. Al no había oído nada que pudiera hacerle pensar que Tommy la hubiese golpeado.

—Es un animal —dijo—. Cosa que lamento, pero es lo que hay. Es lo que tengo a mi disposición. El caso es que tu hijo, lamentablemente, está sentenciado. Tarde o temprano lo encontraremos. Como dijo aquél, si la historia te enseña algo es que lo encontraremos. Pero ella es inocente. A ella la puedes salvar. Nos das un poco de información y nos vamos. Todo esto podría acabarse en cinco minutos, capisce? Nos iremos y eso será todo.

Fausto negó con la cabeza.

—Ah, va fa napole, ¿eh? Si ya estamos muertos. —Las costillas le cortaban la respiración necesaria para hablar—. Pensaréis que os podemos identificar.

—La verdad es que no —dijo Al—. No estamos aquí. No hay pruebas. Fantasmas, eso es lo que somos. Los auténticos él y yo estamos muy lejos de aquí. Y la gente con la que ahora estamos así lo atestiguará. Personas honradas y trabajadoras, desconocidos sin motivos para mentir, se acordarán de habernos visto. Te lo cuento para que te quedes tranquilo. Para que acabemos con esto de una vez y todos podamos seguir con nuestras vidas. ¿Un cigarrillo?

Fausto asintió con su cabeza sanguinolenta.

Al salió al patio a buscar el tabaco. Volvió y se dedicó a torturar a Fausto fumándose un cigarrillo entero en sus narices.

Era muy triste, pensaba Al, que la gente adoptara esa actitud ante el dolor. Si se hace bien, el dolor acaba con la resistencia de cualquiera. La santísima trinidad del dolor —costillas rotas, quemaduras, patadas en los cojones— puede desmoronar a cualquier hombre, obligarlo a rendirse y morir. O puede llevarlo a hablar. El problema es que los que hablan casi siempre mienten, al principio. Pero entre lo que decía Fausto y lo que decía la chica, él y Tommy deberían poder salir de allí con algo a lo que agarrarse.

—No creas que me lo paso bien con esto —dijo Al—. No eres más que un viejo. Así que haznos un favor a todos, ¿vale? ¿Dónde está?

—No tengo ni idea. Probablemente, tú sabes más que yo. Reconozco que le ayudé. A pasarse a México. Después de eso, todo lo que sé es lo que él me cuenta. Que es nada... No, coleguita, no me zurres más. Hablo en serio. Los chicos son así. Con sus padres. ¿Tú tienes hijos?

Al le puso un cigarrillo entre los labios y se lo encendió. Fausto inhaló y se pasó el pitillo a una comisura. Cerró los ojos, saboreando la calada. Al admiraba a Fausto por no querer soltar tacos cuando su nieta pudiera oírlo. ¿Pero a qué venía lo de «coleguita»? Jodido cafone de Cleveland. Encendió otro cigarrillo, esta vez para él.

—Una vez más: ¿dónde está?

—Pactamos llamadas a cabinas, tienes razón, pero... ¿cómo voy a saber desde dónde me llama, eh? Es imposible. ¿Cómo vas a averiguar algo así?

Al cogió el cigarrillo encendido y lo aplastó contra el antebrazo de Fausto. Los aullidos del viejo provocaron el llanto inconsolable de su nieta.

Al volvió a encender el pitillo y se lo clavó a Fausto en la palma de la mano.

Era evidente que el alma de Fausto Geraci estaba tan rota como su cuerpo. Reunió la energía que le quedaba y le gritó a Bev que les iba a contar todo lo que sabía. Al recogió del suelo el cigarrillo de Fausto y se lo volvió a colocar entre los labios. A continuación, éste le facilitó una lista de sitios: cierto lugar en las afueras de Cleveland, un pueblo cerca de Acapulco, Ciudad de México, Veracruz, algún rincón de Guatemala, Panamá City (aunque no sabía si era la de Panamá o la de Florida). Era la misma lista de sitios, y en el mismo orden, que los Corleone habían recibido de Joe Lucadello, con la excepción del pueblo cerca de Acapulco, que era una novedad, y de la posibilidad, por incierta que resultara, de que Nick Geraci pudiera estar escondiéndose en las espesuras de Florida. Si realmente había pasado por todos esos lugares, el itinerario resultaba de lo más impresionante para alguien que no quería volar.

A Fausto las costillas rotas le impedían expresarse bien, pero parecía decidido a soltar la información, señal de que podía estar diciendo la verdad. Aseguraba sinceramente desconocer dónde estaba Nick ahora, pero que si estaban dispuestos a presentarse en la cabina situada a la entrada del Painted Pony Lounge al día siguiente a mediodía, sólo tenían que dejar que el teléfono sonara cinco veces, descolgar y preguntárselo ellos mismos al interesado.

Al sabía que podía tratarse de una mentira, de una trampa, pero había maneras de descubrirlo y de hacer algo al respecto. «Algo es algo», se dijo.

—Y además —dijo Fausto con una voz que era un suspiro enfermizo—, también tengo una felicitación de cumpleaños suya. Encima de la tele. Entre otros papelotes. Abierta, pero aún dentro del sobre.

Como si Nick Geraci fuera a exhibir su situación tan alegremente. En cualquier caso, Al fue a buscarla.

Encontró lo que parecía ser el sobre, escrito a máquina. La dirección de la felicitación decía «William Shakespeare, Londres, Inglaterra». En el interior había una nota escrita en una especie de idioma extranjero, o en un extraño código, que constaba de cuatro o cinco frases. Lo único que no estaba mecanografiado era una N mayúscula en la parte de abajo. La carta estaba sellada en Nueva York. Al se la metió en el bolsillo.

En la habitación de al lado se oyó un disparo. Bev Geraci soltó un chillido. Fausto la llamó por su nombre. La pistola se disparó dos veces más.

Al echó a correr.

Cuando llegó, Tommy lo miraba enfurruñado. Bev estaba sentada en la cama. Se había lavado la cara y la cabeza y, aunque seguía aterrorizada, como era lógico y natural, la verdad es que estaba mejor que cuando Al la había dejado.

—¿Pero qué demonios...? —dijo.

—Ni demonios ni hostias —replicó Tommy—. Todo controlado, compadre.

Ese chico se la estaba ganando.

—¿A qué le estás disparando?

—A nada. Por el amor de Dios...

Tommy subió y bajó rápidamente las cejas y Al se dio cuenta de que su sobrino sólo se había dedicado a pegar tiros para asustar a la chica y, de paso, también a Fausto.

—Deja en paz a Dios —dijo Al con toda la calma posible, señalando el puzzle acribillado a balazos—. Juraría que le has dado a Judas.

—Qué ironía —dijo Tommy.

—Lo has hecho aposta —dijo Al.

Luego se dirigió a Bev Geraci:

—Quédate ahí.

Acto seguido, le dijo a Tommy:

—Ven aquí; quiero enseñarte algo.

Llevó a Tommy al pasillo y cerró la puerta, dejando a la chica dentro de la habitación. Luego le dio un pescozón a su sobrino y le señaló la puerta que conducía al garaje. Se llevó un dedo a los labios y salieron de allí con tanto sigilo como habían entrado.

Al no quería parecer apresurado, pero tenían que salir zumbando de allí.

Ese era precisamente el tipo de vecindario en el que alguna vieja bruja podía oír los disparos y llamar a la policía.

—Bueno, ¿qué piensas? —preguntó Tommy mientras abandonaban la casa en coche.

—Sigue —dijo Al—. No hables y tira adelante. —Estaba vuelto de espaldas, buscando a alguien que pudiera estar mirándolos, prestando atención a la posible llegada de la poli. Ahora se alegraba de haberse dejado caer por el aeropuerto y haberse hecho con las matrículas de un coche aparcado en la zona de estancias largas—. Si nos ponen una multa, te mato.

Tommy rodeó la esquina.

—Ve hacia donde están los moteles —le dijo Al—. Los de medio pelo: Howard Johnson, Holiday Inn, sitios así.

Lugares anónimos, perfectos para su situación actual. Aunque tendría que ser Tommy el que entrara a registrarse. Al estaba cubierto por la sangre del padre y la hija de Nick Geraci. En silencio, se reprochó no haber llevado consigo la linterna. ¿Cómo quieres que algo te dé suerte si te lo dejas en un puto coche de alquiler?

—Bueno, ¿qué piensas? —repitió Tommy.

—¿Qué pienso de qué? —gruñó Al.

—¿Crees que lo hemos hecho bien?

Al se lo quedó mirando. Puede que no fuera un capullo drogado, pero era un capullo a secas, sin la menor duda. Al le arreó otro capón en el cogote.

—Conduce y calla —le ordenó.

El mexicano de los coches de alquiler debía de haber terminado su turno. Ahora, detrás del mostrador había un sujeto de piel coriácea que llevaba una camisa blanca con tachuelas de metal en vez de botones. Les echó un vistazo a Al y a Tommy Neri, y luego contempló el papelamen con los nombres falsos que habían dado.

—Un viaje corto —comentó.

—Son los mejores —dijo Al.

—Amén, hermano —dijo el hombre.

Lo más probable era que se olvidara de ellos antes incluso de que cruzaran la puerta.

Volvieron a la pista de aterrizaje caminando sobre la acera de negro alquitrán.

Al Neri se había cambiado de ropa en el motel. La ropa limpia era similar a la que se había ensuciado, pero no llevaba otro chaquetón. Rascó toda la sangre de su piel con una piedra pómez que solía llevar en la maleta para viajes de ese estilo. La experiencia también le había enseñado, a lo largo de sus años en Nevada, que la mayoría de los parques de caravanas tenían sus propios incineradores, y que en la mayoría de las ciudades cutres había parques de caravanas a punta pala. En el primer incinerador que encontraron, tiró una funda de almohada que contenía los guantes sanguinolentos, la ropa y las matrículas. En el segundo, Tommy se deshizo de la Walther. Estuvieron un rato deambulando en coche, pero no encontraron un tercer incinerador, así que Al entró en los lavabos de una gasolinera. Como era de prever, el cubo de basura estaba lleno. Limpió el 38 de Fausto Geraci con unas toallas de papel, lo enterró entre la basura, se lavó las manos y se largó. De regreso al motel, Al y Tommy estuvieron comparando notas acerca de lo que habían averiguado, intentaron descifrar inútilmente el código de la tarjeta de cumpleaños y trataron de pensar en alguien al que pudieran llamar para que se presentara en el Painted Pony Lounge al día siguiente a mediodía o para que, por lo menos, se plantara en el parque de al lado y viera quién aparecía por allí. No se les ocurría nada. Todo era demasiado arriesgado.

Posteriormente descubrirían que, por lo menos en eso, habían tomado la decisión adecuada. Fausto Geraci no apareció para atender la llamada. Pero, aunque con la cabeza vendada, sí lo hizo Bev Geraci, que descolgó el teléfono a la quinta llamada. La policía estatal de Arizona la había llevado hasta allí. Y el FBI estaba a la escucha.

Fausto Geraci se había desmayado en la habitación de invitados. Cuando Bev Geraci llegó hasta él, aún vivía. Llamó a una ambulancia. Unas horas después, en el hospital, con Bev y Conchita a su lado, el corazón de Fausto se rindió, más o menos a la misma hora en que Al y Tommy Neri subían a su avión.

El piloto estaba preparado, y el motor en marcha.

—¿Cómo ha ido eso? —les preguntó, sonriendo, mientras cerraba la puerta.

Tommy miró a Al. Este se encogió de hombros. Ya era demasiado tarde.

—¿Cómo ha ido qué?

El piloto se ajustó el cinturón de seguridad. —Lo del culo de la ballena. —Como de costumbre, gracias —repuso Al.