Prologo

Vestido de esmoquin y luciendo su viejo sombrero de pesca, Fredo Corleone, muerto hacía tiempo, estaba de pie ante su hermano Michael en mitad de la oscura calle de Hell's Kitchen, en la que ambos vivían de pequeños. En una mano llevaba una caña de pescar, y con la otra sostenía la de una mujer desnuda. Era al amanecer. Fredo parecía dudar entre la risa y el llanto, lo cual resultaba enternecedoramente familiar. Al final de la manzana, el tren de carga de la Undécima Avenida, que hacía tiempo que había sido desmantelado y trasladado a otra ruta, rodaba ruidosamente hacia ellos, pero aún no estaba al alcance de la vista.

—Te perdono —dijo Fredo.

Y empezó a manarle sangre de un agujero que tenía en la nuca.

Michael Corleone no sabía qué era lo que estaba viendo, pero sí era consciente de que no se trataba de un sueño. La verdad es que él no creía en fantasmas.

—Es imposible —dijo.

Fredo se echó a reír.

—Es cierto —admitió—. Sólo Dios puede hacerlo, ¿verdad?

Michael, plantado en la escalerilla que llevaba a su bloque de apartamentos, se sentía como si estuviera clavado al suelo. No había nadie por las inmediaciones. La mujer era muy femenina, con curvas, y de un blanco lechoso, tenía el pelo como el plumaje de un cuervo y parecía un tanto violenta por mostrarse así en público, aunque al mismo tiempo era valiente, una de esas mujeres a las que no les importa mucho lo que piensen los demás.

—Dios —dijo Michael—. Así es.

—¿Te apetece ir de pesca? —Fredo extendió la caña, riendo—. ¿O prefieres echar un polvo?

La mujer dio un paso adelante. Mientras se acercaba a la indecisa luz, se convirtió en un cadáver descompuesto y, acto seguido, en el ideal de belleza de Michael.

—Tú mismo —añadió Fredo—. Pese a lo que puedas pensar, yo sé arreglar las cosas. Sé que te sientes solo. Sé que estás solo. Si no se trata de esto, será otra cosa. Quiero ayudarte, Mike. Quiero que seas feliz.

—¿Feliz? —dijo Michael—. ¿No crees que eso resulta un poco infantil, Fredo?

En seguida lamentó haberlo dicho, pero su hermano no dio muestras de ofenderse.

La mujer besó a Fredo y él le devolvió el beso. De repente, en el extremo del sedal se materializó un atún que era casi tan grande como el propio Fredo. El pez dio varios coletazos y empezó a sangrar, como si lo hubieran apuñalado y apaleado a la vez. La mujer desnuda contempló el atún y se echó a llorar.

—Sigo un tanto confuso —le dijo Fredo a Michael—. ¿Por qué tuve que morir?

Michael tragó saliva. El Fredo de siempre: incluso muerto seguía pidiendo explicaciones a cosas que debería haber entendido instintivamente.

—Comprendo el rollo ese de la venganza y tal, pero lo que me pasó a mí, comparado con lo que yo había hecho, no nivela las cosas precisamente. No tiene sentido. No se corresponde con tu justicia del ojo por ojo, Mike.

Michael negó con la cabeza, tristemente.

—Fredo —susurró.

—No te digo que no la cagara, porque vaya si lo hice. —Fredo seguía sangrando, pero a un ritmo más lento—. ¿Sabes esos tíos a los que les di la información, Roth, Ola y demás? Les dije cosas sin saber cómo las iban a utilizar, pero para ser sincero contigo, ¿tenía algún interés todo lo que les conté? ¿Cosas como cuándo estarías en casa? Por el amor de Dios. Para entrar y salir de tu casa en Tahoe sólo había un camino. Hasta un puto borrico hubiera sabido cuándo estabas en casa. Así que, cuando intentaron matarte, ¿hasta qué punto fue culpa mía? Y en cuanto a lo otro que les dije, y que podría haber ayudado a traer un poco de paz... Vale, ya entiendo que no estaba bien ponerse en contra de la familia, pero no es menos cierto que todo lo que pasó habría ocurrido de todas formas. Conmigo o sin mí. ¿No es cierto? Sabes que tengo razón. Nada de lo que dije hizo daño a la organización o la debilitó de ninguna manera. Por no hablar de que, fuera de la familia, ¿quién sabía lo que yo había hecho? Unos cuantos muertos. Tú ya te habías encargado de ellos, uno a uno. Los únicos vivos que estaban al corriente erais tú, Hagen y Neri... Y tú siempre vas diciendo que confías en ellos ciegamente. O sea, que no son ningún problema, ¿verdad?

—Queda Nick Geraci. —Despierto, Michael nunca hubiera pronunciado en voz alta el nombre del traidor.

Fredo se golpeó la frente con la palma de la mano. La sangre salió disparada en todas direcciones.

—¡Es cierto! Pienso en él como si estuviera muerto, pero tienes razón.

—Vengaré tu muerte. Tienes mi palabra.

—Eso es muy gracioso. —Señaló su cabeza herida—. Al apretó el gatillo. Tú diste la orden. También diste la de matar a Nick. Intentaste sacrificarle, como si estuvieras jugando al ajedrez y tuvieras que perder un alfil o una torre para ocultar tus auténticas intenciones. Con la diferencia de que, en el ajedrez, los alfiles no suelen salirse de la caja de las piezas muertas, cambiar de color y volver al tablero para vengarse. Sí, claro, mátalo. ¿Qué otra opción tienes?

La hemorragia de la herida de Fredo parecía haberse detenido. Estaba cubierto de sangre. Le susurró algo a la mujer desnuda y ella asintió sin dejar de llorar.

—Cuando hiciste esto —le dijo Fredo a Michael—, ninguno de los dos sabía que Nick estaba detrás de todo. Tú estabas seguro de haber eliminado a todos los que sabían qué había hecho yo. Lo que me gustaría saber es ¿quién podría haberte echado en cara que no me mataras? ¿Quién hubiera pensado que eras un debilucho por mostrar algo de compasión? Dame un solo nombre.

—Fredo, yo...

—No estoy enfadado, Mike. En absoluto. Lo que me sucedió es cosa del destino y de todo eso de lo que tanto le gustaba hablar a papá. Pero por otro lado, y perdóname que lo diga, es difícil pensar que papá, en las mismas circunstancias, me hubiera liquidado, ¿sabes? Mira, lo que intento es comprender lo que pasa por tu cabeza. Ya sé qué tienes en el corazón, ¿vale? Tu corazón es transparente. Pero lo que te baila por la cabeza es un misterio para mí.

«Hagen», pensó Michael.

En un rapto de clarividencia, fue consciente de que Tom Hagen, su consigliere, había sido el causante de lo que hizo. Él era quien le habría echado en cara que no lo hiciera. Hagen, que era y no era su hermano, que era y no era exactamente de la familia. Que ni siquiera era italiano y, por consiguiente, no debería saber nada de nada. Pero lo sabía todo. Tom Hagen era el vínculo con Vito, con el viejo. Fue Tom quien mantuvo abiertas las líneas de comunicación durante los años en que Michael emprendió una revuelta juvenil contra su padre y todo lo que éste representaba. El trabajo de Hagen consistía en aconsejar a Michael cuando se lo pedía, en resolver ciertas situaciones que se le encargaban, cosas que hacía con gran habilidad y un alto sentido de la obediencia. Pero hasta ahora, a Michael no se le había hecho evidente que lo que más temía de Hagen era su desaprobación y que lo que más necesitaba de él era su inteligencia, del mismo modo que también necesitaba superar la dureza del consigliere, aunque eso representara ir en contra de su propia naturaleza. O de su propia sangre. Tras el último abrazo de Fredo y Michael, ¿qué había hecho Fredo? Se había puesto su sombrero de pesca de la suerte y había ido a enseñarle a Anthony, el hijo de Michael, el arte del sedal. ¿Y qué había hecho Michael? Había ido directo a su despacho: a hacer negocios, sí, pero también a calentarle los cascos a Tom Hagen acerca de su lealtad, cosa que nunca había estado en duda, o de su amante, que no pintaba nada, sólo para ponerlo a la defensiva. ¿Por qué? ¿Para que Tom no planteara dudas sobre lo de Hyman Roth? No. Todo tenía relación con la larga mirada que Tom les había dirigido a Fredo y Anthony mientras entraba en la habitación. Todo giraba en torno al miedo que Michael tenía a la desaprobación de Tom.

Esta epifanía atravesó a Michael Corleone como el aire atravesaba sus pulmones. Aun así, no podía darle la respuesta adecuada a su ensangrentado hermano.

En vez de eso, se salió por la tangente. Recurrió al instinto: también pondría a Fredo a la defensiva.

—No, Fredo, dímelo tú. Ya que es tan obvio. ¿Qué hay en mi corazón?

—Ay, Señor —dijo Fredo mientras la mujer desnuda se apartaba de él, bajaba la cabeza y miraba alrededor, ya muy avergonzada a esas alturas—. Ése es tu auténtico problema, ¿verdad, Mike? No conoces tu propio corazón.

Michael se cruzó de brazos. Quería estrechar a su hermano entre ellos y decirle que tenía razón en todo, pero no se veía capaz de hacerlo.

—¿Has acabado, Fredo? Es que tengo cosas que hacer.

Era cierto. Michael intentaba recordar de qué asuntos en concreto se trataba; problemas ajenos, sin duda. Los detalles de su jornada laboral parecían haberse hecho un lío en su cabeza y resultar incomprensibles. De repente, aquella mujer de brillante cabellera le parecía a Michael Corleone la más hermosa del mundo. Se veía a sí mismo lamiendo la curva de sus anchas y perfectas' caderas. Sintió un escalofrío y se obligó a apartar la vista. Al final de la manzana, vio pasar el viejo tren con sus vagones repletos de muertos sin nombre.

—¡Tengo que hacerte una advertencia! —gritó Fredo por encima del estruendo del tren—. ¿Pero para qué? No me harás ningún caso, ¿verdad? Viniendo de mí, te la tomarías a risa. Nunca me tienes en cuenta para nada, ya lo sé.

Fredo se equivocaba: Michael pensaba en él constantemente. No había estado bien lo de Fredo. Michael había convertido en traidores a otros aliados. Sally Tessio, Nick Geraci y tal y cual. Fredo no era el único, y probablemente era el menos valioso, pero —dejando aparte al desaparecido Geraci— él era el que más le hacía reflexionar.

—Cuando vivías, ya estabas muerto para mí, Fredo. —Michael se horrorizó al oírse decir esto—. ¿Crees que estar muerto varía algo? Nada ha cambiado. Márchate, Fredo.

Michael no sentía nada de lo que decía.

Quería oír la advertencia, claro que sí, aunque no se tratara de una sorpresa. Estaba el tema de los Bocchicchio, el casi extinto clan de vengadores locos, quienes en teoría no culpaban a los Corleone de la muerte de Carmine Marino, un primo suyo. Estaba el tema de Nick Geraci, el antiguo capo de los Corleone, quien había conspirado con los difuntos padrinos de Cleveland y Chicago para engañar a Michael para que matara a su amigo Hyman Roth —y, ya puestos, también a Fredo—, pero éste había eludido la venganza de Michael y aún andaba suelto por ahí, no se sabía dónde. Además, estaba el tema del presidente de Estados Unidos, que debía su triunfo a Michael Corleone, pero daba la impresión de querer quitárselo de encima.

Y así sucesivamente: ese tipo de amenazas eran constantes. Michael tenía un don para ver venir los problemas. Lo que le preocupaba no eran las noticias de Fredo, pues sabía que no eran tales; lo que tenía importancia era que Fredo hubiera ido a revelárselas.

El tren ya había desaparecido, y también el atún, la caña de pescar y la voluptuosa mujer desnuda que a veces era un cadáver. Fredo dio media vuelta y empezó a alejarse; una mancha rosada de sangre oscurecía la herida de la nuca.

Lo que le estaba ocurriendo ahora a Michael podía ser perfectamente lógico. Algún tipo de alucinación provocada por una reacción diabética. Podía incluso morir. Pero lo más probable es que alguien lo encontrara, lo ayudara, le diera una naranja, una píldora o una inyección.

Le pidió a su hermano que esperara.

Fredo se detuvo y se lo quedó mirando.

—¿Qué quieres?

Michael estaba tumbado en una camilla, ya estabilizado, y lo llevaban a la sala de emergencias. Al Neri —que le había pegado a Fredo dos balazos del 38 a petición de Michael y sin que Fredo opusiera la menor resistencia— iba junto a él, pidiendo azúcar a gritos a unas personas cuya presencia Michael podía sentir pero no ver. También había una mujer por allí, una mujer que se hacía presente y que llevaba la bata del propio Michael: Marguerite Duvall, la actriz. Rita. Estaba sollozando. Su pelo rojo teñido parecía el de una loca. La bata entreabierta dejaba ver un pezón oscuro casi tan grande como su pequeño pecho. Tiempo atrás, Rita había estado con Fredo, cuando era tan sólo una bailarina de Las Vegas, mucho antes de que Johnny Fontane la ayudara a-convertirse en una estrella, antes también de que tuviera un breve lío con Jimmy Shea. Fredo la había dejado embarazada. Michael estaba al corriente de ello, y sin duda Rita lo sabía, pero nunca había hablado con él del asunto. Michael no se sentía solo. Amigos y familiares habían acudido a ese edificio para estar con él. Y también estaba esa mujer, Rita. Michael intentó tocarla. Ella le sonrió a través de las lágrimas y farfulló algo en francés. Luego, Al Neri le dijo que se apartara, cogiéndola del brazo y alejándola de Michael.

—¿Qué quieres? —repitió Fredo—. Estoy empezando a perder la paciencia, chaval.

Chaval. Fredo nunca lo llamaba así. Era Sonny quien lo hacía.

Michael cerró los ojos y se obligó a utilizar el sentido común. Una aguja penetró en su brazo y le hizo abrir los ojos. La camilla se movía, sus ruedas gemían y chirriaban, la mano de Rita estaba en su brazo un momento y desaparecía al siguiente, y Michael veía deslizarse el techo de su apartamento y, al mismo tiempo, a Fredo de pie en aquella calle oscura, de esmoquin, secándose la herida con un pañuelo manchado de sangre.

—¿Estás sordo? —le dijo Fredo—. Contéstame.

Michael se sentía como si estuviera viviendo dos vidas a la vez, ambas igual de reales.

—Quiero que me esperes, Fredo —murmuró—. Eso es lo que quiero. Quiero que te quedes.

Madonna... —Fredo dio un paso atrás, enfadado—. No, Mike. En serio, ¿qué quieres?

—Nada que pueda tener.

Fredo se echó a reír con displicencia.

—Y me llamas muerto a mí —dijo—. Tienes mucho que aprender, chaval. Dales un beso a Rita y al niño de mi parte.

Fredo dio media vuelta. Con su esmoquin ensangrentado y sus mocasines, echó a andar hacia donde había pasado el tren. Ahora Michael estaba cayendo a través del espacio, a bordo de lo que debía de ser un ascensor.

¿Rita y el niño? Rita no tenía hijos.

Michael volvió la cabeza, intentando atrapar un último atisbo de su hermano. Fredo seguía alejándose. Desde ese ángulo, a una distancia creciente, a Michael le parecía que a su hermano le habían volado la mayor parte de la cabeza. Acto seguido, Fredo desapareció.