CATORCE

Mientras se servían los postres —platitos con galletas acompañadas de un pastel de pera y grappa que era una especialidad de la madre del chef, más café y amaretto— y los camareros volvían a irse, Cario Tramonti fue finalmente convocado a decir lo que tuviera que decir.

—Vengo de muy lejos para dar un discurso muy breve —declaró, y, acto seguido, le lanzó una mirada a Michael y luego otra a Altobello—. Algunos de vosotros sois grandes oradores, pero yo soy de origen humilde y nunca aprendí a serlo, ni siquiera delante de tan buenos amigos. La mayoría de vosotros estáis al corriente de mis recientes dificultades. No quiero volver a contar esa historia. Algunos de vosotros atesoráis experiencias parecidas, ¿verdad?

Se levantaron algunos murmullos de aprobación.

—Así que permitidme que os cuente una historia distinta, y os pido perdón si ya la habéis oído. Mi organización tiene algunas reglas diferentes de las de otras simplemente porque es más antigua. Hace cien años, cuando liberaron a los negratas, los dueños de las plantaciones recurrieron a los italianos para hacer su trabajo. A algunos de nosotros nos convirtieron en esclavos, entre ellos, mi abuelo. El hombre trabajó duro, como casi todos los demás. En muy poco tiempo, los italianos demostraron ser buenos caldereros y mejores remendones, y destacaron en el cultivo de la fruta, así como en la pesca de peces y ostras.

Tramonti se levantó de la mesa y empezó a caminar como si fuera un abogado que entregara al jurado sus últimas argumentaciones. La verdad era que Cario Tramonti había pisado una infinidad ele juzgados.

—Lo que ocurrió después —siguió— fue que los americanos mataron a su jefe de policía, que gozaba de popularidad entre la gente pero era un corrupto de cuidado, y nos echaron la culpa a nosotros, los italianos. Nuestro más notorio comerciante (el hombre envasaba tomates y su empresa era la más importante del estado) fue apuñalado en el ojo por un asesino. Italianos honrados fueron detenidos y enviados a prisión. Nos acusan de ser de la Mafia, una palabra a la que yo nunca le había dado el mismo significado que ellos. Los líderes oficiales, elegidos y tal, son quienes actúan como la Mafia, o, por lo menos, como la idea grotesca que tienen de ella. Ejecutan una venganza contra una clase determinada de gente, de la que mi propio abuelo formaba parte. Cuando la masa se organizó para el linchamiento, la policía sacó a gente inocente de la cárcel y se la entregó. Los hombres estaban arrinconados. Y los norteamericanos (tenderos, abogados y hasta un predicador baptista) lo que hacen es formar un pelotón a tres metros de distancia y abrir fuego. Con rifles, escopetas y cualquier cosa que dispare. Mi abuelo sigue vivo, lo cual es milagroso, y de repente alguien dice: «Esperad, chicos, que ése no está muerto.» Aparece uno con una escopeta, le pisa el pecho y le vuela la cabeza. Los asesinos ríen y están alegres. La noticia sale en todos los periódicos. El presidente Theodore Roosevelt se entera y manifiesta su aprobación de inmediato. Tengo esos periódicos colgando en las paredes de mi despacho para no olvidar nunca lo que piensa de nosotros la gente que dirige este país. Nunca lo olvido. Nunca.

Tramonti pasó junto a Michael y Tom Hagen. Éste se inclinó hacia Michael.

—Todos los que dicen que van a ser breves acaban hablando sin parar —le susurró.

—La mayoría de vosotros —dijo Tramonti mirando a Hagen por encima del hombro— sois sicilianos. Sabéis perfectamente cómo han tratado a nuestra gente durante mil años los que controlan los países. No nos puede sorprender encontrarnos en la posición que nos encontramos ante esos Shea, ¿verdad? No te culpo, Don Corleone, por ayudar a tu amigo el señor Shea a llegar a presidente, pues sé que tu familia y la suya tienen una relación que se remonta a mucho tiempo atrás.

Michael se aclaró la garganta.

Tramonti sonrió.

—Estoy de acuerdo, Don Corleone. No es el momento de jugar a «quien mató a John».

—James —saltó Leo Cuneo—, Jimmy Shea, no John.

Tramonti se lo quedó mirando, furioso:

—Ya sé cómo se llama el puto presidente. Es una manera de hablar, por el amor de Dios.

El consigliere de Leo Cuneo se inclinó hacia él y le dijo algo. Don Cuneo parecía confuso.

—Entonces, ¿quién coño es John?

—Te he dicho que era una manera de hablar —dijo Tramonti—. Lo que intento decir es que no vale la pena perder el tiempo pensando en quién tiene la culpa. El mal ya está hecho, el tío está en la Casa Blanca y eso es lo que hay. Cualquiera que acabe en la Casa Blanca será un enemigo de los italianos, a fin de cuentas, pues así está el patio. Todos lo sabemos.

Otra cosa que también sabían todos era que Tramonti había contribuido con un millón de dólares, convenientemente lavados, a la campaña del contrincante de Shea, desafiando de esa manera la decisión de la Comisión de apoyar a Shea. No parecía la actitud propia de alguien que piensa que todos los candidatos no italianos serán igual de hostiles hacia los italianos.

—De lo que tenemos que hablar aquí —siguió Tramonti— es de lo que vamos a hacer al respecto, de cómo nos vamos a quitar de encima a ese mierdecilla de Danny Shea, ¿no es cierto? O, por lo menos, vamos a ver si nos causa el menor daño posible. Por eso os he contado esa historia, cuya moraleja es la siguiente: casi todos vosotros sois chicos de ciudad, pero allá en el campo sabemos desde críos que si quieres matar a una serpiente no le cortas la cola. Es como lo del jefe de policía que os contaba. O... —Aquí hizo una pausa dramática, con el dedo alzado—. O como lo que pasaría si algo le sucediera a Danny Shea. Eso sólo sirve para cabrear a la serpiente. Si Danny Shea se convierte en mártir, os aseguro que acabarán con nosotros. Su hermano es capaz de llamar a la Guardia Nacional. ¿Cómo haríais para libraros de la serpiente? —Caminó junto a la mesa frente a Michael Corleone, se detuvo y puso la mano como si sostuviera un cuchillo de carnicero—. Hay que cortarle la cabeza. —Tramonti dio un manotazo sobre la mesa, haciendo saltar agua de los vasos de Michael y Hagen.

Ni uno ni otro pestañearon.

—Si la historia nos enseña algo... ¿verdad? —le susurró Tom a Michael.

Durante un momento que se le antojó eterno, Michael vio a Fredo con uno de sus más patéticos sombreritos de pesca, sentado en el muelle, enseñando a pescar a Anthony, algo que Michael siempre había estado demasiado ocupado para hacer. A pocos metros de allí, en el despacho de Michael, Tom le había dicho que llegar hasta Roth sería tan imposible como intentar matar al presidente. Michael había mirado a Fredo y luego se había burlado de Tom. «Si la historia nos enseña algo —le había dicho— es que puedes matar a cualquiera.»

Michael se sintió mareado y se acabó el agua que le quedaba.

—Jimmy Shea —dijo Tramonti—. Si se le da lo suyo, ¿qué pasa? Pues nada. Se acaban nuestros principales problemas. Payton asciende a presidente, y él detesta a ese Danny Shea casi tanto como nosotros. Sam Drago me dará la razón.

Efectivamente, Drago asintió para indicar que así era.

—Bud Payton no nos invitará a merendar a la Casa Blanca ni nada parecido, pero tampoco va a mantener en nómina a Danny Shea. Y olvidaos del FBI, cuyo director odia a Danny Shea más que nosotros. El no vendrá a por nosotros, pues de eso se encargará Danny, tanto si se queda como si no. Danny se encargará. Todo el mundo sabe cómo quiere pasar a la historia. El FBI, los agentes que vemos, los normales, ésos le echarían una mano. ¿Pero el jefe? Ni hablar. Ése no tiene el menor interés. Así pues, lo que yo os diga.

Tramonti hizo como que metía la mano en la chaqueta para sacar una pistola.

Algunos de los jóvenes con más reflejos, empezaron a buscar refugio, pero antes de que nadie se pusiera en ridículo se produjo un brillo de acero: un cuchillo de cortar carne, pequeño y refulgente. Tramonti se quedó delante de su propio asiento, levantó el cuchillo por encima de la cabeza, soltó un gruñido y clavó la hoja en la madera cosa de medio centímetro.

Luego extendió las manos hacia los demás para indicar que no pasaba nada, que no era más que un tío normal cargándose el insecto nuestro de cada día, y volvió a su asiento.

Agostino Tramonti le dio una palmada en el hombro a su hermano, como si fuera un entrenador más que un consigliere.

En la sala se hizo un silencio de asombro.

¿Cómo había entrado allí con eso? ¿Por qué había montado semejante numerito? Y lo que era más preocupante: ¿era posible que el padrino de la familia menos violenta de América estuviera sugiriendo algo tan loco?

Neri abrió un poco la puerta.

Michael negó con la cabeza.

Neri asintió y volvió a cerrarla.

Los padrinos intercambiaron miradas y luego éstas se posaron sobre el cuchillo de carne. De manera gradual, todas acabaron convergiendo sobre Michael Corleone.

Michael se puso de pie. Se estaba obligando a sí mismo a dejar de pensar en Fredo. Y, al mismo tiempo, intentaba no mirar el cuchillo. Señaló su vaso de agua, que estaba vacío. Tom, obedientemente, se lo llenó.

Como su padre, Michael tenía la costumbre de esperar un buen rato entre el momento en que se levantaba y el momento en que tomaba la palabra. Esta vez, sin embargo, aunque su rostro era una máscara carente de expresión, se estaba esmerando en encontrar lo que había que decir. Cogió el vaso de agua, echó un trago y meneó la cabeza mostrando una decepción de lo más teatral.

—Don Tramonti —empezó—, querido amigo. Con el debido respeto a usted y a su organización, creo que hablo en nombre de todos los presentes cuando le digo que lo que está sugiriendo es un escándalo. Comprendo que esté enfadado, que esté frustrado, pues eso nos ocurre a todos. Pero tiene que entender que lo que está proponiendo nos llevaría a la ruina. No necesito recordarle, ni a usted ni a nadie, que está estrictamente prohibido matar hasta a un agente de policía sin el debido permiso de esta entidad. Se trata de crímenes que las autoridades no paran hasta resolver. No podemos, pues, proteger a los responsables de ellos. Y lo que usted...

—Chorradas —replicó Tramonti, poniéndose en pie. El cuchillo tembló—. Voy a decir algo, también con el debido respeto. Tú, personalmente, te cargaste a un policía sin permiso alguno...

—Siéntate —le ordenó Paulie Fortunato, levantando su enorme cabeza—. No sabes de qué estás hablando.

La última persona allí presente en la que Michael pensaría a la hora de defenderlo era el jefe de la familia Barzini: un indicativo de cómo se había excedido en sus atribuciones Cario Tramonti.

—¿Me permite, Don Corleone?

Michael extendió el brazo hacia Don Fortunato, señalando el suelo. Tramonti también se sentó.

Fortunato se quedó en su silla, sin duda porque el esfuerzo de levantarse lo habría dejado exhausto.

—Entonces —dijo hablando alto, para que Tramonti pudiera oírlo—, y estoy hablando de hace casi veinte años, Mike era un civil, ¿de acuerdo? No tenía ninguna relación con esta cosa nuestra. Sólo era un universitario que estudiaba en Harvard o en algún sitio así.

Dartmouth, pero no hacía falta corregirle.

Fortunato se limpió la barbilla con una servilleta.

—De lo que usted habla, Don Tramonti, es de un suceso cometido por otra persona que ya confesó, ¿de acuerdo? Aunque hubiera sucedido como usted dice, se habría llevado a cabo como represalia por un intento de asesinato del padre de Michael. Y eso es algo que nunca debe pasar (intentar matar al jefe de cualquier familia), a no ser que sea previamente aprobado por esta entidad. En cuanto a esa situación de la que habla, nada así fue aprobado, créame.

Todo el mundo lo creyó, dado que habían sido los Barzini quienes habían encargado el atentado.

—Lo que sucedió entonces, si es que sucedió como usted dice, fue que dos hombres que intentaban matar a Vito Corleone fueron, podríamos decir, eliminados por su hijo. Resultó que uno de ellos era un capitán de policía corrupto, mientras que el otro era un traficante de drogas de lo más abyecto. Ahora bien, si este incidente sucedió realmente, es muy comprensible y, sobre todo, muy personal. Y eso significa que no nos atañe. —Fortunato sonrió. Ni el mismo demonio habría conseguido un rictus tan malévolo—. Así pues, amigo mío, le sugiero que tenga cuidado con lo que dice, ¿de acuerdo? Gracias.

Fortunato hizo una bola con la servilleta y la echó a un lado.

Cario Tramonti se volvió hacia su hermano y ambos intercambiaron consejos en voz muy queda. Cario era el que más hablaba. Esperó un buen rato antes de dirigirse al resto de la Comisión.

Cuando lo hizo, se limitó a mirarlos, bajar la cabeza y asentir.

Un segundo después de esta aparente concesión, se oyó a lo lejos lo que parecía un ruido de disparos.

—Los fuegos artificiales —dijo Michael señalando vagamente con el pulgar en dirección a Red Hook. Inclinó la cabeza—. Mis disculpas.

—¿Fuegos artificiales? —Cario Tramonti parecía desorientado.

—Pues sí, fuegos artificiales —dijo Don Altobello—. Allí fuera.

—Hay un espectáculo de fuegos artificiales junto al East River—explicó Michael—. Para celebrar el Día de Colón.

Tramonti farfulló lo que parecía una maldición relativa al carácter mercenario de los genoveses. Acto seguido, le agradeció a la Comisión la oportunidad de hablar y la paciencia mostrada.

Pero ahora el tema estaba sobre la mesa, tan inevitable como el cuchillo de cortar carne. Y dejando aparte, por fanática y nada razonable, la solución de Cario Tramonti, aún quedaba mucho por discutir.

Mientras continuaban los fuegos artificiales, los padrinos se enteraron de que todos estaban siendo investigados por el fisco. Por todo el país, las sentencias impuestas a colegas detenidos habían sufrido un incremento dramático. La deportación de Cario Tramonti había sido seguida de varias más, que se habían ejecutado de manera más meticulosa: casi todas las familias habían perdido a uno o dos de sus miembros de ese modo. Y había otros temas. Todos estaban de acuerdo en que, si no se hacía algo al respecto, lo peor sin duda estaba por llegar.

Michael Corleone y Tom Hagen escucharon pacientemente. Compartían la mayoría de esas inquietudes. El apoyo a Shea de los Corleone se debía a la lealtad, teniendo en cuenta la relación profesional que Vito había mantenido con Mickey Shea; pero también obedecía a las ganas de Michael de ganar respetabilidad. Y había más motivos. Por ejemplo, Jimmy Shea la tenía tomada con Cuba, mucho más que cualquier otro candidato. Michael seguía creyendo que, a la larga, sus intereses saldrían ganando si mantenía a los Shea en el poder y encontraba una manera de combatir los excesos de Danny.

Las intentonas criminales en Cuba no eran conocidas todavía por los allí reunidos. Puede que hubieran oído rumores, pero nada más. Cual as en la manga, Michael y Tom habían acordado hacía tiempo no sacar el tema. Pero tenían otro as en una manga mejor. Los hermanos Shea eran dos grandes folladores. No hacía tanto que Johnny Fontane les había servido prácticamente de chulo. Abastecer de mujeres a los Shea, especialmente de aspirantes a actriz, tenía cierto valor, y de esa manera, los Corleone estaban ampliando sus contactos en Hollywood. Los hermanos Shea podían distanciarse de algunos todo lo que quisieran, pero estaban atados a perpetuidad a sus infieles pichas.

A medida que avanzaba la discusión, Michael se dio cuenta de que la chiflada intención de Tramonti de asesinar al presidente colocaba a los Corleone en una posición imposible.

Evidentemente, la Comisión no aprobaría la propuesta de Tramonti, pero si éste insistía o llegaba a intentarlo, todos los allí presentes no podrían hacer nada por evitarlo.

Podía ser que a Tramonti se le pudiera disuadir o calmar. Pero conociendo la manera de pensar de los más fieles a las viejas tácticas sicilianas, Michael no podía sentirse muy optimista. Aunque la Comisión rechazara a Tramonti, ¿qué? Michael carecía de los recursos necesarios para vigilar a los Tramonti, para asegurarse de que no se las apañaban para encargarle el trabajo a otro y borrar sus propias huellas.

Matar a Tramonti estaba prohibido, y crearía más incendios de los que se podrían apagar.

Avisar a los Shea tampoco era una opción. Era impensable traicionar la confianza de otro padrino, especialmente a raíz de algo que se hubiera dicho en una reunión de la Comisión.

La única solución consistiría en conseguir que los Shea mantuvieran a raya a sus perros y decretaran un alto en la persecución de gente como Michael Corleone. La información que tenían los Corleone sobre los hermanos Shea podría ser la munición adecuada para lograrlo, pero ¿en qué arma la introduciría Michael? Filtrarla a la prensa no sería lo más adecuado. El trabajo tenía que hacerse a través de la posibilidad de filtrar esa información. El gobierno se portaba de la misma forma. Nadie quería una guerra nuclear, pero una nación incapaz de crear la posibilidad de que ésta se produjera era como si estuviera armada con piedras y palos. Michael no quería un escándalo; prefería los frutos que daba el miedo al escándalo.

Para hacer eso, necesitaría encontrar un emisario, alguien en quien el presidente confiara y al que se aviniera a recibir. Por si esto no fuera suficiente, también tenía que ser alguien que informara al presidente (con fidelidad y sutileza) de lo que sabían los Corleone y de lo que estaban dispuestos a hacer al respecto. ¿Quién podía hacer algo así?

Se le ocurrieron algunas posibilidades, pero ninguna de ellas era la ideal. Sin embargo, tenía que haber alguien. Siempre había alguien.

Michael necesitaba tiempo para pensar.

No tenía por qué resolverlo hoy. Pero tendría que hacerlo algún día, y cuanto antes, mejor. La declaración de Tramonti daba a entender que eso no podía esperar hasta las elecciones del próximo año. Michael optó por ofrecer una versión levemente modificada del discurso que había ensayado.

Mientras se levantaba para soltarlo, la traca final de los fuegos artificiales estaba en su momento álgido. La luz se colaba entre las lamas de las persianas cerradas, inspirando ruiditos de satisfacción entre los presentes y un encogimiento de hombros a cargo de Michael para indicar que no había sido su intención hacer coincidir su alocución con la apoteosis de luz y sonido.

—El presidente y su hermano son hombres que tienen un don para inspirar a las masas —empezó Michael, prácticamente gritando—. Son líderes. Y pueden ser buenos líderes, aunque debamos admitir que tal vez no especialmente buenos para nosotros. Pero también son políticos, así que no seamos ingenuos: como todos los políticos, hay una cosa que desean más que cualquier otra.

—Chochos —murmuró Hagen en voz tan baja que nadie lo oyó.

—Para ser reelegidos —siguió Michael—, los Shea necesitan serlo el año que viene. Esto que nos están haciendo ahora es para conseguir la reelección y para no volver a necesitarnos jamás. Pero los Shea no son tontos. Saben que están mordiendo la mano que los alimentó. Seguramente han llegado a la conclusión de que cuando nos hayan arrancado las manos a mordiscos a nosotros, millones de manos de otras personas prorrumpirán en aplausos. Esos millones de manos irán en busca de sus carteras, y el contenido de esas carteras facilitará la reelección del presidente.

Cario Tramonti miraba fijamente, con severidad, el cuchillo de carne.

—El fiscal general de Estados Unidos le ha declarado la guerra a nuestro estilo de vida —dijo Michael—. En el pasado, también nosotros nos declaramos la guerra unos a otros, pero conseguimos llegar unidos a salas como ésta y conseguir la paz gracias a los esfuerzos de entidades como esta Comisión. Nuestras diferencias son ya cosa del pasado. Ahora, antiguos enemigos comparten mesa y mantel. Si el presidente y su hermano, que en tiempos fueron amigos de algunos de nosotros, optan por declararnos la guerra, que así sea. Pero no abandonemos la sensatez. No abandonemos nuestra tradición. La guerra, lamentablemente, se ha convertido en parte de esa tradición, en algo que todos comprendemos perfectamente.

Lanzó una rápida mirada a Cario Tramonti, que nunca había estado en una guerra de verdad, a diferencia de Michael, ni había sufrido los asedios que muchos otros padrinos habían resistido hasta sobrevivir. El padrino de Nueva Orleans tenía una mano detrás de la oreja, pero no levantaba la vista.

—Somos hombres duchos en el arte de la guerra —dijo Michael—. Y como dijo un sabio, conseguir cien victorias en cien batallas es más fácil que vencer a tu adversario sin pelear. Nosotros tenemos esa habilidad. Si la propuesta de Don Tramonti podría funcionar o, por el contrario, podría arruinarnos, es algo que se debería discutir, pero nosotros preferimos la acción a la charla. Así pues, actuemos. Pero hagámoslo de manera que no nos arriesguemos a un contraataque. Usemos el sistema en contra de sí mismo. No es el nuestro, pero lo controlamos lo suficiente como para hacer lo que tenemos que hacer. Contamos con amigos dentro del propio partido del presidente, gente que podría causarle problemas en las primarias. También tenemos amigos en el otro partido, hombres que serían unos adversarios temibles de no ser amigos nuestros. La elección presidencial no es una elección nacional, tenedlo presente. Se gana estado a estado. No hay nadie en esta habitación que no disponga de varias docenas de funcionarios estatales a los que recurrir para un favor. No hay nadie aquí que no tenga contactos en un periódico, una emisora de radio o una cadena de televisión, aunque se trate únicamente de un degenerado con problemas de alcohol y deudas de juego. ¿Qué mejor manera de desactivar a un adversario sin pelear que perdonar una deuda por aquí y otra por allá? Y aún hay algo más. Me refiero a la fuerza más poderosa que podemos desatar.

Deliberadamente, no había mencionado la posibilidad del chantaje. Aunque enseñes las cartas, siempre tienes que guardarte una en la manga.

Michael sonrió:

—Nuestros sindicatos. Millones de norteamericanos que votan todos los años por quien les dice su sindicato. Sin esos votos, Jimmy Shea hubiera perdido las últimas elecciones; y sin esos apoyos, también perderá éstas. La cosa, evidentemente, no consiste en derrotarlo, sino en hurtarle esos apoyos hasta que consigamos lo que queremos. Nuestro poder emana de la posibilidad de que...

Alguien llamó con contundencia a la puerta, que se abrió antes de que nadie pudiera decir nada.

Era Al Neri, flanqueado por otros guardaespaldas.

En el exterior, se oyó el ruido de puertas de coche que se cerraban de golpe.

—Bueno, ahí van tres cositas —dijo Neri—. Primera, manténganse tranquilos y relajados, ¿vale? —Fue hasta el sitio de Tramonti ante la mesa, desclavó el cuchillo y se lo pasó a Cario el Ballena—. Esto no es lo que parece, créanme, no hay nada que temer, quédense donde están. —Neri corrió de regreso a la puerta—. Segunda, perdón por la interrupción. Tercera... Hum... Tom, ¿me puedes echar una mano?

Detrás de Al Neri se materializaron varios polis de uniforme y un par de detectives vestidos con esos trajes baratos que debían de regalarles junto con la placa.

Las luces de antes, de hecho, procedían de los coches de la policía. Los fuegos artificiales estaban demasiado lejos como para que su luz llegara hasta allí. Pero a menudo no son los ojos los que ven, sino la mente.

La mayoría de los padrinos pudieron establecer contacto visual con sus respectivos guardaespaldas, y ninguno de ellos parecía muy preocupado. Muchos consiguieron aparentar que todo iba estupendamente.

Ante la sorpresa de todos los presentes, resultó que a quien buscaba la policía era a Tom Hagen.

—¿Es usted Thomas Feargal Hagen?

El detective pronunció el segundo nombre de Hagen correctamente. Hasta parecía irlandés.

—¿De qué va esto? —preguntó Hagen.

—Tiene que venir con nosotros, señor —dijo el otro detective.

—Necesito ver a mi abogado —replicó Tom.

No tenía abogado, o eso creía Michael. Tom era el abogado. Él era quien sacaba a los demás de situaciones como ésa.

—En la comisaría hay teléfono —dijo el segundo detective—. Es nuevo. Funciona de maravilla. Hasta le proporcionaremos la moneda.

Los hombres sentados a la mesa estaban echados hacia adelante, ocultando sus rostros, aunque parecía que los polis no tenían ni idea de qué estaba ocurriendo allí. O preferían no saberlo. Michael se preguntaba si lo había organizado todo Neri en plan cortesía profesional. Como Michael había podido comprobar en varias ocasiones, un ex poli siempre sigue siendo un poli.

—¿De qué va esto? —volvió a preguntar Hagen.

—¿Conoce a una mujer llamada Judy Buchanan? —dijo el primer detective.

Hagen palideció.

—¿Quién? —preguntó.

Como si no supiera el nombre de su amante, pensó Michael, como si eso fuera a servirle de algo.

—Va a tener que acompañarnos, señor —dijo el detective—. Necesitamos hacerle unas preguntas en relación con el asesinato de Judith Epstein Buchanan.