TRES

—Qué día tan bonito. —Theresa Hagen no quería parecer sarcástica. Más bien, era como si intentara convencerse a sí misma. Bajaban solos en el ascensor del hotel, vestidos para la cena. A causa de la lluvia (y de una bronca entre bastidores a cargo de Bud Payton y Jimmy Shea), el presidente y su esposa habían acortado su visita y ya iban de regreso a Washington.

—Lo siento —dijo Tom. Su día tampoco había sido precisamente una fiesta: buenas noticias al principio y, a partir de ahí, todo había ido a peor.

—No tienes por qué —repuso Theresa—. Lo digo en serio.

—Vamos, anda —dijo Tom, inclinándose para besar su largo cuello.

—Para ya.

—No puedo. —Theresa llevaba un vestido rojo con la espalda al descubierto. El tono era oscuro, nada deslumbrante, pero seguía siendo rojo. Le hacía un culo precioso. Para bien o para mal, había perdido la mayor parte de su rolliza constitución juvenil. Mirándola, podías distinguir claramente la austera estructura ósea de su madre, pero su culo aún exhibía su encantadora redondez—. De verdad que no puedo evitarlo.

Theresa se sonrojó. ¿Había algo más adorable que una mujer de cuarenta y tantos años y de piel cetrina sonrojándose? Al ponerse colorada, Tom podía atisbar a la estudiante empollona que había sido en tiempos —lo suficientemente lista como para adivinar las intenciones de cualquiera, pero demasiado bondadosa para utilizar lo que veía como arma—, así como todos los estadios intermedios: el ciclo vital y circunstancial que había fabricado a esa mujer y que, a través del destino o del azar, se la había traído a él, sin perder un ápice de su extraña vulnerabilidad a los halagos y, especialmente, a esa gran nada que a veces lo es todo y que conocemos como amor.

—Conque un día bonito, ¿eh? —dijo Tom—. Será el tuyo. Cuéntamelo.

Habían estado juntos en la habitación durante la última media hora, afanándose en arreglarse, intercambiando poco más que familiares gruñidos y frases de dos palabras de esas que mantienen unidos a los matrimonios de larga duración y con hijos. Detrás de ti. Ni idea. ¿Quieres café? Disculpa. ¿Me abrochas?

—Es una larga historia —dijo ella mientras le arreglaba el nudo de la pajarita y daba un tirón a las solapas del esmoquin.

—Cuéntamela —pidió Tom.

—Para empezar —dijo Theresa—, había una granja de monos, te lo prometo, de unos seis kilómetros de ancho.

El ascensor hizo un alto en el camino.

—Ésta es tu parada —dijo Tom.

—¿De verdad vamos a hacer esto?

Tom hizo una mueca.

—Para eso hemos venido, muñeca.

—¿Muñeca?

Tom se encogió de hombros. ¿Qué pasa? Sí, muñeca. Un término cariñoso.

—Venga, haz una buena entrada.

Theresa salió del ascensor detenido en el primer piso. La puerta se cerró. Tom llegó en solitario a la planta baja.

La amplia y sinuosa escalinata de la recepción del Fontainebleau no servía para otra cosa. Las damas salían primero del ascensor (unas horas antes, cuando Tom se lo contó a su amante, que también se alojaba allí, ésta hizo un comentario lascivo e inoportuno). Luego, los caballeros seguían su camino, tomaban posiciones en el hall y las veían bajar.

Mientras Theresa empezaba a hacer eso, Tom le dirigió una mirada al recepcionista, que organizaba a la gente en el hall, y mientras Tom hincaba la rodilla en el suelo, le pasó hábilmente una docena de rosas. Todo a su justo tiempo. Tom le ofreció el ramo a su esposa. Ahí estaba él, abordando un gesto de acusado romanticismo, y nadie reaccionó ni se sonrió, ni siquiera Theresa, que se hizo cargo del ramo con tanta indiferencia como si acabaran de darle el diario de la tarde.

—¿Llamas muñeca a la madre de tus hijos? —dijo.

—No estropees el momento. —Tom se incorporó y le señaló el camino del comedor—. Vamos y me cuentas lo de los monos, ¿vale?

—Lo siento —dijo ella acariciando las flores—. Es todo un detalle. Son muy bonitas.

En el enorme salón de baile, una pancarta rezaba «¡BIEN VENIDO, PRESIDENTE SHEA!». LOS Hagen fueron de los primeros en llegar, cosa que incomodó a Tom (la estricta puntualidad era otra lección de Vito Corleone que nunca podría olvidar), casi tanto como comprobar, tras echar un vistazo a su alrededor, que la mayoría de los hombres vestían trajes normales y no de etiqueta, que eran los adecuados para un evento así. Meneó la cabeza con desaprobación. Florida.

Los asientos de Tom y de Theresa estaban al final de lodo, lo cual ya les iba bien, teniendo en cuenta que los Shea no iban a estar allí para examinar a Theresa. Los Hagen ya habían disfrutado del encanto de la política durante el tiempo, breve y penoso, en que Tom había ejercido de congresista por Nevada.

Cuando estaban a punto de sentarse, obedeciendo a un impulso loco, Tom acercó la boca al oído de su mujer.

—Vámonos —le susurró.

Los ojos de Theresa se iluminaron. Era un impulso, sin duda, pero loco, en absoluto. Tenía más razón que un santo.

—¿Adonde?

—A cualquier parte menos aquí —dijo Tom—. A algún sitio bonito, solos tú y yo.

Echaron a andar, salieron por la puerta lateral y cogieron un taxi en dirección al restaurante Joe's Stone Crabs.

Por el camino, estuvieron hablando de la última vez que habían hecho algo así: una noche por ahí, sin los críos, sin besamanos para Tom, sin pintor importante o miembro de la junta de un museo al que Theresa tuviera que hacer la pelota. Puede que esa última vez se remontara a cuando vivían en Nueva York, siete años atrás.

El sitio estaba abarrotado, pero Tom untó a unos cuantos empleados y él y Theresa fueron rápidamente guiados hasta un reservado en un oscuro rincón. El camarero tomó nota de sus consumiciones y puso a su disposición un jarrón para las flores.

—Bueno —dijo Theresa—. ¿Te cuento mi día o no?

—Ahora mismo te lo iba a pedir —repuso Tom.

Theresa había desayunado con una gente que hablaba de abrir un museo de arte moderno en Miami, algo que ella ya había hecho en Las Vegas, y tenían interés en hacerse con sus servicios. Muy halagador, evidentemente. Luego se fue a ver a una coleccionista de Palm Beach, una heredera cabeza hueca que había vendido varias piezas importantes para ayudar a crear la granja de monos en cuestión. Los rescataba de zoológicos en quiebra y los entrenaba para convertirse en «monos de ayuda», fuera lo que fuese lo que eso significara. Asimismo, el gobierno le compraba los monos, incluyendo los que la NASA enviaba al espacio.

—O eso dice ella —apostilló Tom.

—¿Qué más da? —Theresa se echó a reír y brindó con su marido—. Si no es verdad, suena bien.

—Exactamente —dijo Tom, aunque no estaba muy seguro de a qué se refería ella.

—Luego, esta tarde... —Theresa tomó un largo trago de vino—, compré una casa.

—¿Que hiciste qué?

—No me mires así. He comprado una casa. Pequeña. Y muy bien de precio.

Theresa le dijo a Tom lo que le había costado y aseguró que era un chollo, pero éste no las tenía todas consigo.

—¿Has comprado una casa? ¿Sin consultarme siquiera? Por el amor de Dios, Theresa, yo ni siquiera sabía que estuvieras buscando una casa. ¿Para qué coño la necesitamos?

—Pensaba comentártelo —en realidad, sólo era por pasar el rato—, pero es que esa casa... Oh, Tom, espera a verla... Es un bungalow, no muy lejos de aquí. Parece más grande desde dentro que desde fuera. A seis manzanas del mar, con un patio trasero con vistas a un canal. Tiene piscina, pomelos, terraza de baldosas, arcos, suelos de madera de ciprés y hasta un sendero. Es adorable. La clásica casita de Florida. A medida que los chicos se vayan yendo, una casa de vacaciones como ésa nos ayudará a mantenernos unidos. Será un sitio donde se reúna toda la familia.

Frank, el hijo mayor, estaba en el primer curso de Derecho en Yale; a Andrew le iba de maravilla en Notre Dame.

—Ninguno de nuestros hijos se ha ido de casa, sólo están en la universidad. Y las chicas son unos bebés.

—Los chicos se han ido, Tom, asúmelo. Y aunque lamente reconocerlo con cuatro y nueve años, las niñas no son bebés. El tiempo pasará rápido. Mira lo rápido que pasó con Frank.

Todo eso era verdad, pero no era exactamente lo que Tom quería decir.

—¿Cómo puedes comprar una casa sin que yo firme nada? —Lo cual no era tampoco lo más importante—. ¿O sin que yo la vea?

—Tengo mi propio dinero. Vendí unas cuantas piezas y compré la casa en efectivo.

Eso tampoco era lo principal. Lo importante aquí era que, cuanto más dinero pusieran en circulación —él o Theresa—, más huellas dejaban. La cuenta a la que ella cargaba sus compras artísticas pertenecía a una empresa radicada en el extranjero. En las Bermudas. ¿Pero esa casa? ¿Podría traer problemas?

—El arte es una cosa —dijo—, y una casa es otra muy distinta.

—Evidentemente —reconoció ella—. Pero todo son negocios, ¿no?

A Tom le gustaba estar casado con una mujer inteligente, pero eso conllevaba ciertos problemas.

—No me gusta Florida —replicó.

—No digas tonterías —dijo Theresa—. A todo el mundo le gusta Florida.

—No viviría aquí ni que me dieran un millón de pavos.

—Con el tiempo, seguro que nos darán por ella un millón de pavos. Es una excelente inversión.

—Ya tenemos otras inversiones.

—Aquí tenemos familia, Tom.

De repente, lo entendió todo.

—Esto es cosa tuya y de Sandra, ¿verdad? —dijo.

—Qué rápido eres, consejero.

—Te diré una cosa: esto le da un nuevo sentido a la expresión «uña y carne».

Sandra Corleone, la viuda de Sonny, vivía en Hollywood, Florida, que no quedaba muy lejos. Llevaba diez años con un antiguo inspector de bomberos de Nueva York que, a cambio de algunos incendios que había calificado de accidentales, ahora regentaba una cadena de licorerías aquí. Sandra y Theresa no eran familia y no podían ser más diferentes, pero estaban tan unidas como si fueran hermanas.

—¿Cuánto tiempo lleváis tramando esto?

En tono triunfal, Theresa hizo chocar de nuevo su copa con la de su marido.

—Tú échale un vistazo, ¿de acuerdo? Mantén una actitud abierta.

Tom negó con la cabeza, derrotado.

—No tengo por qué hacerlo.

Ya podía irse haciendo a la idea. Si ella quería la casa, la tendría. Y puede que tuviera razón con lo de que sería buena para la familia. Un lugarcito al sol. Tampoco tenía él que vivir allí.

—En fin, si quieres hacerlo, hazlo.

—Te quiero, Tom.

—Más te vale.

En ese instante apareció el camarero para llenar sus copas de nuevo.

—No deje de hacerlo —dijo Tom, medio bromeando.

—Bueno —dijo Theresa—. ¿Y qué tal tu día?

Se miraron a los ojos. Bajo aquella luz difusa, Theresa parecía creer realmente que esta vez él respondería. Tom le sostuvo la mirada. Después de todos esos años, a pesar de todas las vagas respuestas que él le había ido ofreciendo a sus preguntas, ella aún seguía haciéndoselas.

Tom cogió su copa y tomó un buen trago.

Realmente, ¿qué esperaba ella que le dijera?

Bueno, cariño, todo ha ido como una seda. El caballero que casi se carga toda nuestra organización ha aparecido, pero resulta que lo tiene el FBI. Lo que sabe nos podría mandar a la cárcel a todos. Él nunca había pensado en decir nada, pero Michael, sin que yo lo supiera, intentó sabotear el avión de ese tío hace unos años. El señor Geraci no sólo sobrevivió, sino que se lo vio venir todo mucho antes de que yo lo intuyera. Resumiendo, tenemos que encontrar a ese sujeto y matarlo. Por una simple cuestión de autodefensa.

Luego, esta tarde, como ya te he dicho, tenía algunos asuntos rutinarios que atender. Un abogado, con la simple ayuda de su maletín, puede robar más que cien hombres armados, y aprovecho para darte las gracias de nuevo por ese maletín tan bonito. Después de eso, acudí a una breve cita con el presidente de Estados Unidos; lamento haber tenido que ocultártelo, cariño. Tampoco sirvió de nada. Nuestro contacto era el padre del presidente, pero está muerto, y sus hijos nos están vendiendo, lo cual es ridículo. Jimmy Shea habría perdido las elecciones de no ser por nosotros, y Bud Payton ha estado en nómina de amigos nuestros desde hace tanto tiempo que debería cancelar su plan de pensiones. Lo que yo te digo, es un mundo ridículo. Sé que estás de acuerdo, por eso tienes tan buen ojo para el arte. En fin, Shea se queda sin jugar al golf por culpa de la lluvia, pero en vez de reunirse conmigo, él y Payton se van a un mitin en un gimnasio, en el que un boxeador cubano, que se ha fugado de la isla, se entrena para ganar el título; por cierto, si quieres recuperar algo del dinero invertido en la casa, apuesta por el otro tío. En cualquier caso, uno de sus estirados ayudantes me dice que la reunión tendrá lugar en la limusina, después del mitin. Llego al gimnasio a tiempo de escuchar encendidos elogios a la libertad, a la bendita América, al territorio común y al mundo mejor que todos ansiamos. Payton no puede soportar a Shea, por cierto, y luce una sonrisa que más bien parece un rigor mortis. Toda esta charlotada transcurre en el cuadrilátero. El boxeador está ahí de pie, sosteniendo una banderita americana. Cuando todo termina, un agente del servicio secreto me pilla por banda y me dice que de la reunión, nada de nada.

Tom se acabó el vino y luego cogió de la mano a Theresa. Se inclinó ligeramente sobre la mesa. Ambos se quedaron mirando directamente a los ojos.

Así que volví al hotel. Aproximadamente a la misma hora en que tú y Sandra os dedicabais a comprar una casa a mis espaldas, lo que yo estaba haciendo a las vuestras era mucho peor. Imperdonable. Es como lo de anoche, cuando dije que no podía dormir y que necesitaba dar una vuelta. Era mentira, pues yo, a diferencia de Mike, que tiene insomnio y pesadillas, duermo la mar de bien. Y tú lo sabes. Pero no hiciste preguntas, ¿verdad? Salí de nuestra cama, me vestí, bajé tres tramos de escaleras y llamé a la puerta de una habitación en la que me esperaban.

No significa nada.

Bueno, no exactamente, pero lo cierto es que no la amo. Es lo que es y eso es lo que hay. No representa ninguna amenaza para ti o para nuestra familia. No me lo explico ni a mí mismo, pero tú ya sabes que los hombres suelen hacer cosas así. Probablemente ya estás al corriente de su existencia. ¿Cómo podría ser de otra forma? Hace años que dura. Vive en Las Vegas, un sitio al que voy constantemente por motivos de trabajo. Y sí, lo acertaste: a ella le gusta que la llame muñeca.

Cuando pienso en cómo debería sentirme al respecto —cosa que no hago casi nunca—, sé que es espantoso. No soy idiota. En cada circunstancia de mi vida he sido consciente de que debería haber sentido un montón de cosas que no sentí. Puedes obligarte a comprender algo, ¿pero cómo lo haces para obligarte a sentir? ¿Qué puede hacer uno al respecto?

Si todo esto saliera a la luz, lo más probable es que destruyera a nuestra familia. Yo me quedaría hecho polvo. Pero mientras nadie sepa nada, mientras nunca hablemos de ello, mientras no me descubran, debo ser sincero y reconocer que no me siento mal.

No siento nada.

Eso es lo que me hace sentir mal.

He contribuido a planear la muerte de muchos hombres y de una puta. He permanecido en habitaciones con cadáveres aún calientes, hablando de negocios. He matado personalmente a tres hombres, Theresa. La primera vez sólo era un crío de once años, un huérfano que vivía en la calle. No me gusta recordarlo. Prefiero pensar en las cosas buenas que surgieron de ahí, como que Sonny me llevara a su casa, a vivir con su familia. Las otras dos muertes sucedieron el año pasado, justo antes de ese partido Notre Dame-Syracuse que vimos con Andrew. Con uno de esos hombres, utilicé el cinturón que llevo ahora mismo, cosa extraña si te paras a pensarlo, aunque yo nunca lo hago. El otro tipo, el que me cargué de un balazo en la cabeza, era Louis Russo, el jefe del sindicato del crimen de Chicago, un tipo enfermo hasta un punto del que es mejor no hablar. El mundo es un lugar mejor sin ese sujeto, te lo aseguro. Lo de siempre: defensa propia. En las tres ocasiones, todo consistía en matar o morir, y yo preferí matar.

Todo eso no me agobia.

Nadie sospecha nada de mí. Nadie excepto tú, me temo.

Como ya debes de saber, querida, no soy únicamente el abogado de Michael y su hermano extraoficial. También soy su consigliere y, últimamente, también su sotto capo. Su capataz.

Cosa que no puedo ser de manera oficial porque, a diferencia de ti, cariño, yo no soy siciliano, ni siquiera italiano.

Tú sabes todo esto. Tienes que saberlo. Justo después de Pearl Harbor, cuando tus padres fueron puestos bajo custodia, como tantos otros inmigrantes italianos, ¿cómo crees que conseguí sacarlos tan rápido, eh? Cuando a tu primo empezaron a venirle mal dadas, ¿no te extrañó que un profesor de gimnasia que nunca había puesto los pies en Rhode Island protagonizara una transición tan suave hacia el negocio de las máquinas de venta automática?

¿Cuántas veces te has encontrado con que querías comprar un cuadro y lo has hecho con un sobre lleno de dinero que yo te había dado sin que tú hicieras preguntas? Eres una mujer inteligente, Theresa. Si yo, lo que nunca he hecho, te pidiera que calcularas la cifra de dinero que has lavado, por no hablar de todos esos marchantes cuyos fraudes al fisco has bendecido, estoy seguro de que podrías calcularlo rápidamente.

Tú sabes cosas. Sigues haciéndome preguntas que no puedo contestar, pero tú, Theresa, mi amor, ya sabes las respuestas.

Su contacto visual quedó interrumpido por la llegada de dos bandejas llenas de cangrejos de roca.

—¿Y bien? —dijo Theresa, algo dolida, como siempre se mostraba—. ¿Nada que decir?

—Bueno, ya sabes —dijo Tom Hagen, alzando las manos—. No hay mucho que contar, me temo. Un día normal.

—Vaya —dijo ella—. ¡Mira cuánta comida! No voy a poder con todo.

Theresa había ignorado sus largos silencios muchas veces antes, a menudo sin la ayuda de las velas y el vino blanco.

—Llama a Sandra —dijo Tom—. Seguro que te ayuda.

—Ya lo he hecho. —Theresa hizo un mohín que a ella debió de parecerle travieso—. Cuando fui al baño. Stan y ella están de camino.

Theresa tenía un buen corazón, pensó Tom. En ese momento, probablemente, estaba roto para siempre.