VEINTIOCHO

Durante el resto de su vida, Francesca siempre recordaría con exactitud dónde estaba y qué hacía cuando se enteró de lo que le había sucedido al presidente James Kavanaugh Shea, quien en cierta ocasión le había besado la mano mientras ella hacía cola para saludarlo.

Había pasado la mayor parte de la noche esperando a Johnny en su camerino, un remolque junto a la playa, cerca del muelle temporal hecho a medida en el que estaban atracados los barcos de filmación y las réplicas de las carabelas. No llevaba reloj. Johnny bromeaba a menudo acerca de la mala suerte que tenía por disponer de un reloj en el camerino, ya que «las películas deberían ser intemporales». Pero no era difícil deducir que cuando Francesca abandonó la caravana ya era más de medianoche.

Durante las últimas semanas, ella, Johnny, los hijos de éste y su ex mujer, Ginny, así como algunos actores amigos del cantante, habían estado viviendo juntos en una mansión campestre alquilada para la ocasión, no muy lejos del monasterio que había sido convertido en parte de Madrid. Francesca y Johnny ya eran una pareja que no lo ocultaba, lo mismo que hacían Lisa Fontane y su novio, un detective de la policía de Nueva York llamado Steve Vaccarello, que habían ido allí a pasar una semana de vacaciones. A Francesca le había preocupado un tanto este arreglo, pero estaba muy enamorada de Johnny y él le aseguró que tanto Ginny como sus hijas la iban a querer mucho a ella y al pequeño Sonny, lo que hasta ahora, para su sorpresa, estaba resultando bastante cierto.

Pero si Francesca y Johnny querían pasar un rato a solas y disfrutar de un mínimo de intimidad, tenían que encontrarse en su camerino o, por lo menos, en algún lugar alejado de la villa. En cierta ocasión, hasta llegaron a colarse en el monasterio para acabar haciendo el amor en el trono construido para el rey Fernando.

Francesca llevaba esperando más de dos horas, tal vez tres, y empezaba a quedarse sin paciencia y sin vino. Salió afuera a comprobar si a Johnny le quedaba poco para terminar su jornada laboral.

Estaba un poco borracha.

Internados unos centenares de metros en un Mediterráneo azul oscuro, la Santa María y dos barcos modernos bogaban en círculos. Incluso a tanta distancia, Francesca podía oír gritar al nuevo director. El rodaje había empezado hacía un mes y ya iban por el tercero. Según Johnny, ya habían pasado por la historia siete guionistas y aún no se disponía de un guión presentable.

Francesca atravesó la playa y vio a Johnny vestido para el papel, recorriendo la cubierta hasta que el director gritó que cortaran. En ese momento, Johnny, que parecía estar de malhumor, se quitó el sombrero y lo arrojó por la borda. Inmediatamente, alguien se subió a uno de los barcos de filmación para recuperarlo.

A Francesca todo aquello le pareció muy divertido.

En el barco ya se habían enterado de todo, pero ella aún tardaría un poco en descubrirlo. Johnny había reaccionado lanzando el sombrero al agua, y ahora estaba sentado en cubierta, mostrando un estupor silencioso.

Francesca se sentó en la arena.

La verdad es que estaba bastante borracha.

Cuando vio a Lisa Fontane y a su novio caminando por la playa cogidos de la mano, no muy lejos de ella, pensó que quizá se trataba de una alucinación, pero Lisa la saludó —efusivamente— y ambos se acercaron a ella.

—Steve tiene que coger un vuelo de regreso a casa —dijo Lisa.

Se suponía que eso explicaba qué era lo que estaban haciendo allí.

—Muy bien —asintió Francesca.

—¿Te importa si nos sentamos contigo? —le preguntó Lisa.

Francesca negó con la cabeza.

—Tú te quedas, ¿no? —dijo.

—Una semana más —repuso Lisa—. Hasta que empiecen las clases.

Se quedaron sentados en un silencio incómodo, mirando hacia el barco. Ya nadie gritaba. Los motores estaban apagados y los tres bajeles se limitaban a flotar.

Lisa y Steve intercambiaron miradas. Acto seguido, la chica respiró hondo.

—Mi padre y tú hacéis buena pareja —dijo.

—Gracias.

Era evidente que Johnny la había puesto al corriente de ello, pero aun así, era de agradecer. La verdad era que, hasta el momento, Lisa había sido razonablemente amable con Francesca.

—Al principio —dijo Lisa—, tuve la misma reacción que tú habrías tenido si tu padre estuviera saliendo con alguien que sólo tuviese siete años más que tú.

A ella no le parecía tan extraño. Su edad más siete equivalía a treinta y cuatro. Su padre había muerto con treinta y siete. Y su madre tenía exactamente treinta y cuatro cuando su padre murió. Pero entonces Francesca se dio cuenta de que estaba sumando mal. Estaba muy, pero que muy borracha.

—Por supuesto —dijo.

—En cualquier caso, ya sé que no depende de mí, pero espero que os salga bien —dijo Lisa—. Me alegra verlo feliz. Mamá y él eran como hermanitos cuando aún estaban juntos, pero vosotros... —Se ruborizó y trasladó su mirada a Steve—. Bueno, ya sé de qué va el amor.

Francesca asintió.

—Yo también me alegro por ti.

Justo entonces, emperifollada de reina Isabel, Deanna Dunn —la actriz, ganadora de un Oscar, que había estado casada brevemente con Fredo Corleone y que, no menos brevemente, había sido tía de Francesca— apareció por la playa, histérica, pateando la arena y, según parecía, bajo los efectos de una borrachera espectacular. También le daba a las pastillas, así que eso no se podía asegurar de manera categórica. Al principio, a la señorita Dunn no se le entendía nada de lo que decía, pero a medida que se acercaba, Francesca pudo desentrañar su discurso.

—¡Los malditos cubanos se han cargado al presidente!

Eso no era exactamente la verdad.

Incontrovertiblemente, había un cubano involucrado. ¿Pero cubanos, en plural? ¿El gobierno cubano? ¿Exiliados cubanos, frustrados por la traición del presidente a sus esfuerzos por recuperar el poder? Todo parecía posible y, al mismo tiempo, nada era seguro.

Al principio, los detalles eran confusos.

Esto es lo que quedó más o menos claro:

En el hotel Fontainebleau, pocas horas antes de que aceptara de nuevo la nominación de su partido para la presidencia de Estados Unidos, Jimmy Shea —rodeado de agentes del servicio secreto— salió a la piscina para su cotidiano y vigoroso ejercicio de natación (dos kilómetros diarios) y un poco de chapoteo recreativo. En la piscina de la Casa Blanca no había un trampolín de tres metros (la especialidad de Jimmy en Princeton) ni una plataforma de diez metros (que le resultaba especialmente excitante), pero el Fontainebleau disponía de ambas cosas en una torre flanqueada por tablones de un metro de altura. La oportunidad de lanzarse desde el trampolín lo había ayudado a considerarlo su hotel habitual en Miami.

Una fila de cabañas de lujo separaba la piscina de la playa. Y habían sido sometidas a vigilancia. También había hombres apostados en el techo de las cabañas, así como en bastantes terrazas del hotel. Todo el que se registraba en él era cacheado a conciencia. No se permitía a nadie aparecer por la zona de la piscina cuando estaba el presidente. Lo más cerca que la gente podía llegar de él era un pequeño hueco entre las cabañas a través del cual, por lo general, los huéspedes pasaban de la piscina a la playa, que también estaba vigilada. El servicio secreto había tamizado a la gente, apartando a cualquiera que fuera o pareciera cubano, sin ninguna prueba de que los expulsados fuesen algo más que simples ciudadanos respetables. Los agentes, sin embargo, no se fijaron en Juan Carlos Santiago, un hombre de piel clara que hablaba un inglés perfecto y que disponía de un permiso de conducir expedido en Florida a nombre de un tal Belford Williams. También llevaba su auténtico carnet, pero a los policías les había bastado con el primero.

Una fotógrafa de la revista Life esperaba junto a la piscina. Se trataba de una exclusiva. La Casa Blanca tendría derecho a aprobar las fotos, que, según se les había garantizado, saldrían en portada en el número de la semana próxima. El resto de los periodistas —entre los que se incluían los cámaras de la televisión— estaban ya en el Centro de Convenciones de Miami Beach.

El presidente apareció envuelto en un albornoz azul con el sello presidencial a la altura del pecho, sonrió, saludó a la gente, hizo un chiste sobre el calor que hacía y se quitó el albornoz. La gente emitió murmullos de admiración. Había estado levantando pesas y había perdido unos ocho kilos de peso preparándose para ese momento. La fotógrafa de Life lo captó todo, y lo mismo hicieron —aunque con cámaras más baratas, desde peores encuadres y con menos luz— muchos de los congregados.

El presidente llevaba un calzón de baño verde que le llegaba a medio muslo. Era igual que los que llevaba en la universidad, pero una talla mayor.

Primero se puso a hacer sus largos. Si iba a recorrer sus habituales dos kilómetros o no se convirtió en uno de los temas de conversación de esa tarde.

El presidente salió de la piscina, se tiró dos veces desde el trampolín de tres metros y luego le dijo a la fotógrafa que estaba preparado. Acto seguido, volvió a subir, saltando los peldaños de tres en tres.

La fotógrafa se quedó abajo y utilizó un teleobjetivo. Le había prometido a su redactor jefe que volvería con la imagen heroica definitiva: el joven presidente atravesando el aire como un dios de la Antigüedad, sin nada alrededor como no fuera el cielo azul.

Al cabo de una docena de saltos desde el trampolín, que culminaron con un mortal y medio de lo más limpio, el presidente exageró cómicamente su renuencia a continuar y, acto seguido, empezó a encaramarse a la plataforma de diez metros de altura. La gente se echó a reír. Se lo estaban pasando de miedo. Lo adoraban.

Hacía años que no se lanzaba desde una plataforma de diez metros, y no intentó nada especialmente difícil. La primera vez, de hecho, se quedó allí, mirando hacia abajo y haciendo como que tenía miedo. Esto también le encantó a la gente.

El primer salto —como los dos que lo siguieron— fue un sencillo salto del cisne: la espalda presidencial grácilmente arqueada y una entrada en el agua poco espectacular pero lo suficientemente limpia como para resultar indolora. Cada vez que salía de la piscina se mostraba humilde y aliviado de no haberla cagado. Después del tercer salto, la fotógrafa le mostró el pulgar levantado y apareció corriendo un ayudante para envolver al presidente en su albornoz, como haría el entrenador de un boxeador en el cuadrilátero; luego le pasó un par de gafas de sol de aviador.

Que el presidente le devolvió.

Miró directamente a los ojos de la gente. A sus seguidores, a sus compatriotas, que tanto habían admirado su esbelto torso y sus saltos perfectos. Se ató el cordón del cinturón y se pasó los dedos por el cabello, que estaba en su sitio de manera tan extraña como perfecta. Tenía una buena mata de pelo cortado de forma exquisita.

Y se dirigió hacia la gente. Los audífonos de los agentes del servicio secreto zumbaron. Se ocuparon nuevas posiciones, improvisadas sobre la marcha.

Era del dominio público que a los agentes les reventaban esos espectáculos espontáneos de populismo. A todo presidente se le pedía, se le advertía, se le suplicaba, a falta de poder ordenárselo, que no hiciera cosas así. Pero los presidentes siempre acababan haciéndolas, unos más que otros, pero ninguno con más frecuencia que Jimmy Shea, a quien le encantaba tocar a la gente en todos los sentidos, que se lanzaba entre las masas de la misma manera que los borrachos sin remisión se internan en los bares, de la misma manera que los ludópatas perdidos terminan su jornada en el hipódromo apostando por el número de serie de su último billete de dólar. Jimmy Shea saludó a todo el mundo el día de su primer desfile inaugural, y todo parecía indicar que ahora pretendía hacer lo mismo.

Los grandes hombres, al igual que los niños, suelen considerar la muerte como algo que les sucede a los demás.

Santiago, un hombre delgado con poco pelo y una sonrisa tímida, estaba arrebujado detrás de dos tipos mucho más corpulentos. Ninguno de ellos se dio cuenta de que estaba sacando la pistola, una Beretta de 9 milímetros.

Mientras el presidente se acercaba, Santiago se abrió camino entre la gente sin aparente dificultad. Era como si estuvieran dejándolo pasar. Llegó ante el presidente como un crío que echa a correr y sale a la calzada entre dos coches aparcados.

Apretó los dientes, clavó el cañón de la pistola en el escudo presidencial y disparó.

Los brazos de Jimmy Shea salieron proyectados hacia arriba por encima de su cabeza.

Era como una parodia del triunfo.

Como un ministro evangélico propulsado hacia atrás por el Espíritu Santo, dijeron algunos.

Como si se rindiera.

Un instante después del primero, el segundo disparo de Santiago le dio al presidente Shea en el cuello. Con los ojos muy abiertos, el presidente retrocedió un poco más. Sorpresa, miedo, dolor. Le salía sangre del cuello.

Como un chorro, se llegó a decir.

Describiendo un arco, dijeron otro. Una serpentina. Salpicando a algunos de los presentes en los pies.

Dos equipos de agentes del servicio secreto entraron en acción: el que estaba obligado a lanzarse sobre el objetivo y el que tenía que ignorar a éste y eliminar al atacante de manera radical.

Se produjo una estampida de civiles que berreaban.

Un agente se coló entre Santiago y el presidente, pero el tercer disparo le esquivó y le dio a Shea en el hombro, echándolo a un lado y alejándolo así de un segundo agente, que estaba a punto de agarrarlo.

El presidente de Estados Unidos cayó muerto a la piscina.

Otros tres agentes se lanzaron a por él.

Dos agentes sacaron sus armas —Colts del 45 semiautomáticas— y abrieron fuego sobre el asesino.

Puro protocolo. No había la menor posibilidad de dar con un objetivo accidental. Se trataba de algunos de los mejores tiradores del mundo. Las balas que dispararon contribuyeron a reforzar la seguridad de los mirones. Llevaban una X grabada en la punta; de este modo, explotaban dentro del objetivo y no lo atravesaban.

Cada uno de los agentes disparó dos veces.

Curiosamente, Santiago cayó hacia adelante, como si le hubieran disparado por la espalda. Pero fue algo momentáneo. Cuando cuatro balas más le explotaron en el pecho, saltó hacia atrás y se dio con la cabeza en un poste.

Parecía que la carnicería había terminado.

Connie Corleone pasó los momentos previos a las noticias a cuatro patas, arrancando hierbajos de la réplica del jardín de su padre que había en la azotea. Tenía la radio sintonizada en una emisora de los 40 Principales, que estaba sobre una mesa, donde alguien la había dejado, y no se había tomado la molestia de buscar algo que le gustara más. Ya le iba bien lo que había, servía para hacerle compañía. Los tomates eran los mejores y los más grandes que nunca había cultivado, y los pimientos parecían haber pegado el estirón de la noche a la mañana, pero las malas hierbas estaban más fuertes que nunca. Cuando planeó ese jardín, pensó —de manera irracional, como ahora observaba— que los hierbajos no llegarían hasta ahí arriba. Y sus chicos —que habían ido al cine— también habían crecido a lo bestia ese verano.

Sonó en la radio el nuevo sencillo de Johnny Fontane, y Connie, molesta, se levantó para cambiar de emisora. Había sido Helio, Dolly, en la versión de Louis Armstrong, la que había impedido que los Beatles llegaran a lo más alto de la lista, y ahora parecía que ese papel le había caído a Johnny Fontane. La venganza de los carcamales, pensaba Connie. La canción de Johnny —una versión del clásico de Colé Porter Let's do it (Let's fall in love), con varios añadidos en forma de vulgares criaturas que también «lo hacían»— sonaba como una caricatura de sus grandes discos de unos años atrás.

Movió el dial.

La primera emisora que encontró acababa de interrumpir su programación habitual para dar a sus oyentes una información de última hora.

Cuando Connie oyó de qué se trataba, se dejó caer en una silla de metal. No le gustaba nada tener que preguntarse si su hermano tendría algo que ver con todo eso.

Pero al igual que mucha gente que conocía, no podía evitar sentirse invadida por el autoodio.

Nick Geraci necesitaba dormir bien y darse una ducha caliente. Las picaduras de los mosquitos le estaban volviendo loco y, probablemente, tendría que tirar los zapatos. Pero mientras conducía por la 1-95, ligeramente al sur de Jacksonville, a bordo de un camión de pan de diez años de antigüedad con la radio rota y un motor que gemía a la que intentabas pasar de ochenta, se sentía feliz: era cuestión de días que volviera a ver a toda su familia, y en cosa de un mes todo ese fregado tocaría a su fin.

Según lo planeado, se detuvo ante la joyería de Lou Zook, que estaba en el centro de Jacksonville, para hacerse con otro coche y con regalos para su mujer y sus hijas, así como para darle a Lou las gracias por todo.

Lou —que hacía tiempo que se había quitado de encima el nombre con el que nació, Luigi Zucchini— había crecido en la Pequeña Italia de Cleveland, entre Mayfield Road y el cementerio de Lakeview, diez años antes que Nick Geraci y a unas pocas manzanas más al norte que él. Pero habían sido amigos, especialmente por enfrentarse en los partidos de baloncesto que se celebraban en la Alta House: eran de la misma envergadura y solían marcarse el uno al otro. Lou acabó montando un buen negocio en Cleveland como prestamista. Cuando Nick se hizo cargo de lo que quedaba del regime de Sonny Corleone, su primera gran responsabilidad había consistido en organizar las operaciones de narcóticos de la familia, pero andaba escaso de personal y había tenido que recurrir a algunos viejos amigos de Cleveland. Lou había sido el creador, tanto en un sentido literal como figurado, de una cabeza de playa en Jacksonville. Solucionaba problemas en los muelles y ayudaba a supervisar la adquisición de coches y camiones, así como la contratación de los conductores necesarios para transportar la mercancía a donde tenía que ir. También era muy hábil para gestionar cualquier otro material que pudiera cruzarse en el camino de esa empresa familiar de importación y exportación. Durante el año anterior —porque, aparte de Momo Barone, nadie en Nueva York podía distinguir a Lou Zook de un auténtico zuchini— había sido uno de los más útiles y fiables aliados de Nick Geraci en sus tejemanejes por el poder. Incluso había encontrado al abogado de Filadelfia que revisó la situación legal de Nick y llegó a la conclusión de que no había nada que pudieran achacarle ante un tribunal.

El negocio de Zook no parecía gran cosa desde fuera: poco más que una tienda con persianas de metal en un barrio que no era ni negro ni blanco. Las marcas de relojes que Lou estaba autorizado a vender estaban pegadas con calcomanías, peladas en su mayor parte, sobre el escaparate.

—¿Un camión de pan? —dijo Lou, levantando la vista del mostrador cuando entró Nick. Señaló hacia el vehículo temporal de éste y se echó a reír.

Nick atravesó la tienda para abrazar a su amigo.

—Mi viejo conducía uno de ésos cuando éramos pequeños.

—Lamenté lo suyo. Le envié flores a la viuda.

—Gracias, amigo. —El no había podido ir al entierro, lo cual le inspiraba una rabia que tal vez nunca remitiría.

—O sea, que pillaste eso por motivos sentimentales, ¿no?

—Algo así. Pensé que me lo agradecerías —dijo Nick—. Marca de pan de difusión nacional, una notable capacidad de carga en el vehículo. Podrías llevarlo a cualquier parte, lleno de cualquier cosa. Con unas cuantas barras de pan a la entrada, por si acaso.

—Oh, ¿así es como hacemos las cosas? —dijo Zook, divertido. Gran parte de su trabajo consistía en que la gente que tenía por encima, especialmente Nick, no supiera exactamente cómo hacía las cosas.

—Listillo —le dijo Nick—. Olvídate de lo que he dicho.

—¿Has dicho algo? Ya no oigo tan bien como antes.

—Bueno, ¿qué tienes para mí?

—Míralo tú mismo —señaló hacia el aparcamiento de atrás. Nick echó un vistazo en esa dirección.

—¿Ese Dodge es del 59?

—Corresponde a tu descripción —dijo Lou. O sea, un coche usado, poco espectacular, de buena marca, bien mantenido y sin arreglos, a excepción del cristal antibalas.

Le mostró a Nick los tres relojes Cartier con diamantes engarzados, que simbolizaban el tiempo que quería recuperar con Charlotte, Barb y Bev, cuyos nombres estaban grabados en el reverso.

—Perfecto —dijo Nick—. Envuélvelos. ¿Qué te debo?

—Nada.

—Mira, Lou, con todo lo que has hecho por mí, también tendría que hacerte un regalo. ¿Cuánto te debo?

—Te aseguro que estamos en paz, Nick. Me acerco a los sesenta, tengo una casa en la playa y ahorros suficientes para que los inútiles de mis hijos no tengan que trabajar. Sin ti, sería un viejo pelanas que se estaría congelando las pelotas en Cleveland y que estaría haciendo negocios con capullos dedicados al robo de productos Avon y Tupperware.

Nick no sabía de qué le estaba hablando, pero se hizo una idea. Le dio a Lou una palmadita en el hombro.

—Sin ti...

—Olvídalo —dijo Lou, quitándoselo de encima—. No acabaríamos nunca. Mira, no quiero hacerme el virtuoso, pero... ¿no sería mejor que le devolvieras el camión al panadero?

Nick negó con la cabeza. El distribuidor de ese pan en Nueva Orleans había sido absorbido por Cario el Ballena. El camión había sido borrado del registro. Su número de serie había desaparecido. Las matrículas de Florida habían salido de una habitación llena de ellas —de varios estados, de empresas y particulares, incluso de concesionarios— que estaba al lado de la que se usaba para contar el dinero en un casino a las afueras de Bossier City.

—Me lo dio un amigo mío —dijo Nick.

Justo entonces apareció el barbero de al lado.

—Os aseguro que yo no he sido —dijo.

—¿Que tú no has sido qué?

—El que le ha disparado al presidente.

—¿Quién dice que lo hayas hecho?

—Nadie, pero alguien fue y le disparó.

—¿Le han disparado? —preguntó Geraci.

—Sí, señor, en Miami. Lo han dicho por la tele.

—Me estás tomando el pelo —dijo Zook.

—Con la de veces que he dicho que quería ver muerto a ese amigo de los negros y ahora se lo cepillan y no me alegro, vaya que no. No me he movido de la tienda. Tengo testigos.

—No bromees con algo así, Harían —dijo Zook—. ¿Está muerto?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Yo no estaba allí y no sé qué le pasó al tío que lo hizo.

—No me refiero a ése —dijo Zook—, sino al presidente.

—Ése parece que quizá sí.

—¿Quién le disparó? —preguntó Geraci.

—Lo juraré sobre una pila de biblias, señor mío, ni lo sé ni me lo imagino —y se fue dando un portazo.

—Puto nazi chiflado —murmuró Zook. Tenía una vieja radio de galena en el mostrador que parecía estar volviendo a la vida.

Geraci no vio ninguna fotografía de Juan Carlos Santiago hasta el día siguiente, cuando el periódico que compró ofreció una foto policial del tal Santiago tomada tras ser detenido en una bronca de bar en 1961. Geraci lo reconoció de inmediato como uno al que había conocido en el campo de tiro de los Tramonti.

Cuando Daniel Brendan Shea se enteró del atentado, estaba encerrado en un pequeño despacho del Centro de Convenciones de Miami, en camiseta y calzoncillos, trabajando en la introducción para el discurso que esa noche tenía que pronunciar su hermano. La habitación estaba atestada de papeles arrugados y de tazas de café apiladas. Horas antes, el fiscal general les había dicho a sus allegados que había decidido presentarse a senador en las elecciones de 1966 y que, por consiguiente, no formaría parte del gobierno de su hermano en su segundo mandato. Lo había hecho con lágrimas en los ojos. Puede que fuera cierto que su carrera senatorial fuera a ser lanzada desde el podio, por televisión, a través de ese discurso. Pero Danny Shea no iba a hablar de eso en su alocución. Dejó bien claro a los que tenían que saberlo que consideraba un honor decirle al mundo —directa, inocente y específicamente— que su hermano había sido un gran hombre.

Aunque Jimmy Shea había sido un brillante orador, la mayoría de lo que se suponía que había escrito (incluidos tanto sus libros como su tesis universitaria) había sido redactado por escritores profesionales con experiencia. Por otra parte, Danny estaba dotado para la escritura y, lo que era más importante, le gustaba consagrarse a ella. Disponía de escritores de discursos, por supuesto, entre los que se contaban dos brillantes novelistas norteamericanos. Pero incluso los que ellos redactaban él los reescribía y reescribía hasta que quedaban como quería. Es de destacar que esos escritores reconocían que Danny solía mejorar sus discursos.

Como muchos autores de talento, Danny creía que podía escribir mejor en ropa interior.

Cuando llamaron a la puerta, dijo que pensaba que ya casi había acabado, aunque llevaba horas asegurando lo mismo.

—No, señor —era el jefe de gabinete de su hermano—. No es eso. ¿Puedo pasar, por favor?

El fiscal general se levantó y abrió la puerta.

El jefe de gabinete ni se inmutó ante la presencia de Danny Shea en camiseta y calzoncillos.

Danny, en contraste, pareció quedarse destrozado nada más ver la expresión en el rostro del jefe de gabinete.

—Se trata de su hermano —dijo éste.

Danny Shea se quedó petrificado. Luego, mientras escuchaba los detalles de lo que había sucedido, empezó a respirar aceleradamente (no era tanto hiperventilación como un esfuerzo por reprimir sus emociones).

De repente, empezó a vestirse de manera frenética, como si salir de aquel cuartito y acudir junto a su hermano fuera a cambiar algo.

—Soy un idiota —dijo.

—¿Señor? —dijo el jefe de gabinete.

—Es todo culpa mía —aseguró Danny Shea.

—Me temo que no lo sigo —dijo el jefe de gabinete.

Cuando Eddie Paradise se enteró, estaba a punto de bajar la escalera de su Club de Caza para enseñarle el león a Richie Nobilio, ese león que Richie Dos Pistolas había sido tan amable de ayudarle a adquirir en un circo ruinoso que se aprestaba a deshacerse de sus existencias.

Richie había quedado con él para almorzar tarde en un sitio de la calle Court. Le había llevado unos regalos: una caja con veinticuatro pares de calcetines —de la marca adecuada, además— y un póster metido en un tubo. Era otro cartel de la segunda guerra mundial para su colección. En él se veía a un único hombre hundiéndose en un mar de color negro azulado, con el brazo extendido y la mano en primer plano, señalando directamente al espectador. El rótulo decía «¡ALGUIEN HABLÓ!».

Eddie le dio las gracias profusamente por ambos sentidos presentes.

—¿Cómo estás? —le preguntó—. ¿Estás bien?

—No me puedo quejar, pero lo hago. —Movió los ojos de manera cómica—. ¿Y tú?

—Bueno, no estoy el primero en la lista de éxitos, ¿pero quién lo está? —dijo Eddie.

—Hay uno que sí —dijo Richie—. Por definición.

—Sí, pero no durará mucho. Siempre hay otra canción que viene pegando fuerte.

Pidieron la comida.

—Oye —dijo Eddie cuando se hubo marchado el camarero—. ¿Qué has querido decir con eso? Me da la impresión de que pretendes insinuar que sólo uso los calcetines una vez o que soy un traidor. Si no yo, uno de mis hombres. Conque alguien habló, ¿eh? Muy gracioso. Admítelo.

Richie puso cara de póquer y encajó los comentarios sin pestañear.

—Estás loco, ¿sabes?

Eddie se lo quedó mirando muy serio, hasta que se rindió y se echó a reír.

—Tienes razón. —Dio unos golpecitos con los nudillos en la caja de los calcetines—. Todo un detalle. Te doy las gracias de nuevo. Es que con la que está cayendo...

—Tiempos convulsos —dijo Richie, asintiendo de manera conmiserativa.

—Exactamente.

Richie Dos Pistolas levantó su copa:

Salute!

Y ambos bebieron.

Comentaron el rumor que corría sobre Acapulco, toda esa contraofensiva que Geraci había lanzado a través de alguien con quien se había puesto en contacto por allí. Ambos disponían de un tío en las alturas y confiaban en que no se tratara de ninguno de ellos. Hablaron de las coincidencias en el tiempo, de cuando ellos —y otros— andaban por allí, y no llegaron a ninguna conclusión.

—Bueno, ¿y cómo nos las apañamos para averiguarlo?

—Habrá que estar atentos, supongo —dijo Eddie—. Nosotros seguimos con lo nuestro. Tarde o temprano, todo se resolverá. Es como lo que dice la trucha, ¿no? Lento y seguro, acabas por ganar la carrera.

—La tortuga, Ed. La liebre y la tortuga.

—¿Y qué más da?

—No es lo mismo una trucha que una tortuga —sonrió Richie—. Pero supongo que tienes razón. Si nos movemos con demasiada rapidez, si nos portamos como si estuviéramos muy preocupados, la gente que tenemos por debajo se pondrá nerviosa, cosa que no queremos que suceda. Pero si nos movemos con excesiva lentitud, Geraci vuelve a ser el jefe y, usando tu analogía, nos desbancan de la lista de éxitos.

Eddie dio un leve respingo cuando Nobilio dijo «Geraci». Nadie pronunciaba su nombre en voz alta.

—Lo que estoy diciendo —siguió Nobilio— es que usemos un poco más de psicología a la hora de vigilar a nuestra gente. Yo soy astuto, tú le echas horas. Entre los dos podemos resolver este enigma.

Eddie prefirió tomarse este comentario tocacojones con la misma deportividad con la que parecía haber sido expuesto.

—Psicología, ¿eh? —dijo—. Soy licenciado en la Facultad de Economía de las Esquinas de Brooklyn. Y casi todas las clases a las que acudí iban de eso, de psicología.

Comieron y hablaron de éste y otros temas. Acordaron mantener abiertas las líneas de comunicación. Si la familia Corleone tenía que sobrevivir, eso sería posible gracias a hombres como Eddie Paradise y Richie Nobilio.

—¿Y quién nos dice que, cuando se hayan calmado las cosas con Michael y mi antiguo capitán —dijo Eddie, refiriéndose a Geraci—, uno de los dos no pueda llegar a jefe? Aunque espero que eso no sea inminente, la verdad.

—¿En esta familia? Ni hablar. Tienes que llamarte Corleone.

—Ya no les quedan Corleones —dijo Eddie.

—Puede ser —reconoció Richie—. Pero Sonny tenía un par de hijos, ¿no? Michael tiene uno, y Connie dos.

—No me imagino a ninguno de ellos metiéndose en esto.

—Lo mismo dijeron de Michael hace tiempo, por si lo habías olvidado. Ah, y Fredo, que yo sepa, también tiene un hijo.

—¿Fredo? Fredo nunca tuvo descendencia.

—Fredo se cepilló a la mitad de las coristas de Las Vegas. ¿De verdad crees que todas se deshicieron del regalito?

—O sea, que hubo una que no. ¿Y tú cómo lo sabes?

—No debería haber dicho nada.

—Mike está al corriente, ¿no?

—Cambiemos de tema, ¿vale? —dijo Richie. Se dispusieron a marcharse—. Así que conseguiste el león, ¿no?

—Un animal precioso —dijo Eddie.

—Hay que ver lo bien que te van las cosas.

Se dio cuenta de que Richie estaba intentando que le diera de nuevo las gracias o que lo invitara a ver el león. De lo de las gracias, que se olvidara. Eddie ya se las había dado en forma de cuatro entradas para un partido de los Mets, unos asientos buenísimos, lo que pagaba con creces la información acerca del circo y de cómo ponerse en contacto con el pelacañas cargado de deudas que lo controlaba. Pero la cosa no había acabado ahí para Eddie. Hubo que encontrar una manera de transportar al animal. Hubo que modificar la vieja jaula de abajo para que le resultara cómoda. Hubo que averiguar cómo se hacía para alimentar al bicho, para entrar en la jaula a limpiarla y para encontrar a alguien que se encargara de todo eso... Aunque a menudo le caían a Eddie esas actividades. Tampoco le molestaba demasiado, pues Ronald era un animal precioso que parecía haberle tomado bastante cariño. Eso sí, la mierda de león nunca deja de ser mierda de león.

O sea, que Richie ya se podía ir metiendo por el culo todos los agradecimientos que quisiera. Pero si quería visitar a Ronald, pues de acuerdo.

—¿Quieres verlo? Podemos ir dando un paseo. El club está aquí al lado.

—Ya sé dónde está —dijo Richie.

—Pues venga, deberías verlo. Vamos.

Y así fue.

Eddie llevaba los calcetines bajo un brazo, mientras con el otro blandía el tubo con el cartel como si se tratara de un cetro.

—Te da mucha humildad el quedarte al lado de un gato selvático de esas dimensiones —dijo Eddie por el camino.

Intentaban andar juntos, pero resultaba difícil en los puntos en que la acera se estrechaba. Pese a todo, Eddie mantenía una línea recta, y era Nobilio quien se veía obligado a esquivar los árboles y las bocas de riego. Ambos llevaban a sus hombres detrás, siguiéndolos a cierta distancia.

¿Ronald? —comentó Nobilio—. ¿Se lo pusiste tú?

—El león tiene un nombre, sí, se llama Ronald.

—¿Y por qué Ronald?

—¿Lo ves? Ya me estás tocando los huevos otra vez. ¿Y yo qué coño sé por qué se llama Ronald? Era el nombre que tenía cuando me lo dieron.

—¿Y por qué no le pusiste un nombre más a tu gusto?

—Porque prefiero llamarlo por el nombre que tenía —dijo Eddie—. Sentido común. Una cuestión de cortesía.

—¿Cortesía hacia un león?

—Tú a lo tuyo —dijo Eddie—. Sigue con tus groserías y a ver cómo acabamos.

—Un león en el puto Brooklyn —señaló Richie—. Te admiro, amigo mío. Yo me moriría de miedo con un león en mi club social.

—Es como todo el mundo —dijo Eddie—. Si lo tratas con respeto, no hay nada que temer.

Eddie miró a Richie por encima del hombro.

—Lo que me daría miedo —dijo Richie— es que la gente dijera que tener un león en casa es propio de alguien que tiene la polla pequeña.

A la mierda la gente. A la mierda lo que dijeran.

—También puede ser que tú y yo no tengamos la misma ansiedad con respecto a ese tema —comentó Eddie.

—Chorradas —repuso Richie, pero sin especial vehemencia—. A no ser que seas un fenómeno de feria por ahí abajo, todo el mundo sufre ansiedad al respecto. Lo que pasa es que no todo el mundo lo reconoce con la tranquilidad con que yo lo hago.

Llegaron al club. En el interior, los inútiles de costumbre tenían la tele puesta.

—Mira que llegas a tocar los huevos, Rich —le dijo Eddie.

—Conocerme es amarme, chaval —le dio una palmada a Eddie en la espalda. A Eddie no le gustaba que lo tocaran sin avisar, pero también lo dejó pasar.

Entraron justo cuando el locutor decía que el asesino había sido identificado, no como Belford Williams, como decían las primeras informaciones, sino como Juan Carlos Santiago.

—¿Qué asesino? —preguntó Eddie.

Pero sus propios hombres lo hicieron callar y nadie se levantó. Momo Barone estaba justo en medio. Le tocaba al Cucaracha decirles a los demás que se estaban pasando.

Juan Carlos Santiago, dijo el periodista, parecía ser el hermano menor de un alto funcionario del gobierno de Batista al que se suponía muerto a manos de los rebeldes durante la revolución. Santiago también habría participado en la fallida invasión de la isla de un año antes. Quienes lo conocían lo habían descrito como una «especie de solitario» y como un «joven con problemas». Aparentemente, llevaba desde la infancia entrando y saliendo de centros psiquiátricos, tanto allí como en Cuba.

Richie Dos Pistolas se hizo con una silla.

—¿A quién cojones han matado? —preguntó Eddie.

Kathy Corleone siempre recordaría al hombre con cara de pastel. Estaba sentada a una mesa de la Biblioteca Pública de Nueva York, trabajando en su libro. Nunca antes había visto a ese hombre, pero se parecía a la mitad de sus colegas del sexo masculino: fofo, rollizo, con barba, obsesionado por tres o cuatro cosas, dominado por su madre y, sexualmente hablando, virgen, desviado o una triste mezcla de ambas cosas.

Cuando le dio las terribles noticias, lo hizo en voz tan baja que parecía indicar un auténtico tormento interior, pero se traicionó a sí mismo con una sonrisa. Kathy sabía que eso no significaba que se alegrase de lo que había ocurrido en Miami. Estaba feliz, simplemente, porque era el primero en decírselo a ella, como si eso equivaliese a volver galopando a su poblado con la cabellera arrancada de la muchacha.

Los bibliotecarios no tardaron mucho en traer unos televisores.

Los asiduos a la biblioteca se levantaron como un solo hombre y corrieron hacia las pantallas.

En ellas se veía a hombres blancos exhaustos que llevaban gafas de sol, cosa insólita en la tele. Nadie parecía disponer de imágenes de lo sucedido.

El tipo con cara de pastel volvió a la carga y se colocó detrás de Kathy.

—Sé quién eres —le dijo.

Ella lo hizo callar.

—Eres la sobrina del gángster —dijo el gordito, demasiado alto para una biblioteca—. La que se cepilla a Johnny Fontane.

La gente les echó un breve vistazo, pero todo el mundo tenía otras cosas en la cabeza.

Kathy optó por que era virgen.

—Sí, claro —le dijo—. Y tú eres el pelmazo que me estás volviendo loca.

Se fue a casa para recibir la llamada telefónica de su hermana; sabía que se produciría. Mientras abría la puerta, observó que el teléfono ya estaba sonando.

El vicepresidente Ambrose Bud Payton estaba en su casa de Coral Gables, durmiendo. Esperaba que ésa fuera una larga noche, con lo que había recurrido una vez más a esa mágica operación de descanso que conocemos como siesta. Una afición que compartía con alguno de sus gatos. Los Payton tenían veinte gatos en Coral Gables y catorce en su residencia de Washington. Para esa siesta en concreto, tenía junto a él a su favorito, un gordinflón llamado Osceola.

Su esposa le había dicho al servicio secreto que ella se encargaría de darle la noticia. Temblando, lo despertó llamándolo «señor presidente».

Bud Payton se incorporó y preguntó inmediatamente si eran los rusos los que estaban detrás del atentado.

Su mujer no sabía qué decirle. Le explicó que su jardín se estaba llenando de coches del gobierno y luego ya no supo qué más añadir. Sufría de un tartamudeo que empeoraba en situaciones de tensión. Llevaban casados mucho tiempo y él no solía ponerla más nerviosa de lo que ya estaba.

Le dio un beso, se levantó y respiró hondo, para lanzarse luego a canturrear «Soy un peregrino», un himno que su difunta madre le cantaba de pequeño, cuando vivían en una granja soleada a las afueras de Plant City. Tieso y estirado, recorrió el pasillo hacia una explicación completa de en qué consistía el mundo a partir de ese momento.

Theresa Hagen estaba sentada a la mesa de la cocina con el teléfono enfrente, temiéndose lo peor.

Sonó el teléfono. Era un amigo suyo, propietario de una galería en South Beach, cuya voz temblaba a causa de las noticias que estaba a punto de transmitir.

Curiosamente, Theresa sintió alivio al saber de qué se trataba.

Eran malas noticias, pero no las peores.

Tommy Neri ya debería haber llegado a Miami, pero aún estaba en Panama City. Por culpa de una mujer. Nada especial, pero ambos se habían reído lo suyo y a Tommy le resultaba difícil dejarla. Le sentaba bien olvidarse de lo estresado que estaba. Nunca había consumido mucha heroína. Fue un día después de que mataran al presidente cuando se dio cuenta de que lo que ella le había contado había sucedido el día anterior. El puto día anterior.

Oficialmente, Joe Lucadello no existía. Pero

.?3

Esa misma tarde, Cario Tramonti, como era de prever, había sido absuelto de las acusaciones de evasión de impuestos que había en su contra: otro asalto legal, difícilmente demostrable, que el gobierno federal había orquestado contra su imperio. Nadie, ni siquiera la fiscalía —que no estaba mucho por la labor— esperaba un veredicto diferente. Aun así, el Ballena había tenido que invertir tiempo y un dinero que había ido a parar a manos de su bien pagado abogado. Con lo que no era de extrañar que Tramonti abandonara el juzgado con una discreta sonrisa en la cara y pocos signos de entusiasmo más.

—Es un acto de justicia —les dijo a los periodistas.

En el momento del tiroteo, Tramonti estaba celebrando ese acto de justicia con una fiesta privada en Nicastro's, el restaurante situado cerca de sus oficinas, junto a su hermano, varios funcionarios gubernamentales de importancia y Paul Drago, el hermano menor del jefe de la mafia de Tampa Salvatore Drago el Silencioso. En la sala principal no había ni radio ni televisión; con lo que, en teoría, nadie se enteró de lo que había sucedido en Miami hasta que acabó la fiesta.

Al Neri siempre recordaría que los Yankees iban perdiendo. Recordaría el aspecto del dial de la radio del coche, que lo hacía pensar en algo procedente de una nave espacial. El Coupe de Ville era su primer Cadillac, y nada que hubiera comprado antes o que comprara en el futuro le proporcionaría una satisfacción semejante. Todavía olía a nuevo. Recordaría haberse quedado mirando el ancho dial como si fuera un televisor. Recordaría haber levantado la vista del salpicadero y ver aparecer a una mujer que conducía una furgoneta hecha polvo. Debía de tener unos treinta años y llevaba un pañuelo en la cabeza. Con las ventanillas bajadas, la radio se oía a todo trapo.

—Ya no volveré a confiar en nadie —canturreaba de lo más alegre—. Lo único con lo que voy a contar a partir de ahora es con mis dedos.

Al levantó los suyos y se los quedó mirando.

La mujer rodeó la esquina. Al ya no podía oír la música, pero ella se detuvo a dos manzanas de distancia. La emisora que tenía sintonizada también debió de interrumpir su programación habitual.

Al casi nunca pensaba en la soledad desesperada en la que vivía, pero sí lo hizo entonces. Pensó en el camino violento y sin hijos que había escogido. Quería ir hacia ella, hacia la mujer del pañuelo en la cabeza. Para ver si estaba bien.

En vez de eso, abandonó sus reflexiones. Salió del coche y fue a darle la noticia a Michael.