VEINTICINCO
El calor era prácticamente insoportable. Agosto en el sur de Florida. Embutido en un traje de verano perfectamente cortado, Tom Hagen se mantenía a la sombra de un magnolio en el jardín trasero de su casa, fumando un habano y contemplando a un caimán que tomaba el sol a la orilla del canal situado a poco más de diez metros. Su hija, Christina, que tenía nueve años, estaba sentada bajo una sombrilla situada junto a la piscina vallada y leía Lo que el viento se llevó. Gianna, de cuatro años de edad, estaba en el interior de la casa con Theresa y su tía Sandra, ayudándolas a preparar la cena. El aire acondicionado se había estropeado y todas las ventanas estaban abiertas. Desde donde se encontraba, Tom podía oír el murmullo televisivo de la convención. Y por encima oía a Gianna cantando una canción que había aprendido y que le indicaba cómo poner la mesa correctamente. Su viejo collie, Elvis, soltaba un ladrido cada vez que la niña ponía algo en la mesa. Tom sonrió: era un hombre afortunado. Y a su manera, feliz.
Consultó su reloj de pulsera. Casi las seis: el avión del presidente estaría aterrizando en esos momentos.
Frankie Corleone estaba friendo salchichas mientras su nueva novia, cubierta con un ligero vestido veraniego, ocupaba una silla de jardín y lo contemplaba con algo parecido a la admiración. Frankie tenía su propia casa —lo habían colocado en una empresa repartidora de cerveza, un negocio que compartía con Stan Kogut, el eterno novio de Sandra—, pero seguía comiendo casi a diario en la de su madre o allí; aunque él, a diferencia de Stan (quien, sin duda, estaba tirado en el sofá mirando la tele), ayudaba a veces en la cocina.
—Te acabas acostumbrando —dijo Frankie.
—¿A qué? —preguntó Tom entornando los ojos ante el sol de última hora.
—A los caimanes. Te aseguro que ese chiquitín tiene más miedo de ti que tú de él.
—Eso es cierto —dijo la novia. Era una morenita cuyo nombre Tom había olvidado, aunque se la acababan de presentar. Todo lo que recordaba de ella era que había participado en el concurso de Miss Florida—. Los caimanes tienen unos impulsos muy primitivos que les impiden huir ante la lucha. Cuando tienen miedo, se quedan petrificados.
—¿Tú crees que ése es pequeño? —dijo Tom—. Yo diría que mide casi seis metros.
Frankie levantó la cabeza y los hombros cosa de un segundo, como si estuviera sorprendido, y estalló inmediatamente en una carcajada, que era lo mismo que hacía su padre.
—Espera a ver uno grande.
Era clavado a Sonny Corleone cuando tenía su edad; tanto que a veces Hagen tenía la impresión de estar viendo a un espectro. En cuanto al trato con las mujeres, el hijo había superado al padre en eficacia.
Justo entonces apareció un mosquito y le picó. Se dio una palmada.
—Florida —dijo, enfadado.
—Un paraíso junto al mar —señaló la morenita sin el menor asomo de sarcasmo.
—Mi tío aún se está aclimatando —le explicó Frankie. Era un niño cuando su padre fue asesinado y Sandra cogió a sus hijos y se fue para allá. Se consideraba un ciudadano autóctono de Florida—. Espera a que llegue el invierno —le dijo a Tom—. Por lo menos, aquí no hay que sacar el calor con una pala, ¿verdad?
—¿Estás seguro? —Tom se despegó del pecho la camisa empapada en sudor—. Yo diría que sí.
Pero Tom sonreía mientras decía eso. Nada le iba a deprimir hoy, ni siquiera el desprecio que sentía hacia el sitio que, en teoría, se había convertido en su hogar. Apagó la colilla del cigarro contra el tronco del árbol y atravesó la espesa capa ele césped para decirle a Theresa que se iba.
Del interior de la casa salió un rugido metálico sobre el que se imponía la voz aguda y excitada de un reportero. La masa congregada en el aeropuerto había tenido el primer atisbo del presidente Shea. Había habido conatos de trasladar la convención a otra ciudad en la que no hubiera sentado tan mal el fracaso de la política cubana de Jimmy Shea y en la que, ya puestos, no hubiera tantos problemas para controlar la seguridad. Pero Miami también era la patria chica del vicepresidente Payton (en concreto, Coral Gables), y Florida era un estado en el que nunca se sabía quién iba a ganar las elecciones. Así pues, la convención se quedó en Miami. Y a juzgar por el ruido de la televisión y los primeros informes de los miles de entusiastas congregados en el aeropuerto, más los que se freían al sol en el camino desde ahí al Fontainebleau, la idea había sido acertada. Se había tomado la decisión correcta, pensaba Tom.
—Ojalá pudiera quedarme a echarles un bocado —dijo mientras pasaba junto a la parrilla de las salchichas.
—Tú te lo pierdes —dijo Frankie mientras le guiñaba un ojo a su novia—. No hay nada como mis salchichas.
El muchacho también había heredado de su padre ese ingenio tan sofisticado. Tom miró a Christina, pero la niña parecía estar demasiado concentrada en su libro como para haber registrado la grosería de Frankie.
—¿Adonde vas? —le preguntó la mujer.
—A conocer al presidente —bromeó Frankie—. ¿Verdad que sí?
—Ya lo conozco —dijo Tom, bromeando también, aunque lo cierto es que así era, aunque hacía años.
—¿Lo dices en serio? —dijo la morenita—. ¿Al presidente Shea?
—¿Pero tú eres tonta o qué? —intervino Frankie—. No, no habla en serio.
—Me temo que no es nada tan rutilante como eso —dijo Tom—. Sólo negocios.
—Sabes que no soy tonta —le dijo a Frankie la morenita.
—Pues no digas tonterías.
—¿Tonterías? —La chica se cruzó de brazos—. Mira quién habla.
—¿Te recuerdan a alguien? —dijo Theresa, apareciendo en el patio y señalando a la joven pareja con un cucharón de madera. Sonreía de manera traviesa. Llevaba el pelo recogido, pero se le estaba desmoronando. Llevaba unas bermudas y una camisa hawaiana de color naranja bañada en sudor.
Tom le dio un beso y un abrazo. Mantuvo el brazo en torno a ella, que olía de maravilla: su propio y crudo aroma acechaba bajo la dulzona mezcla de albahaca, cebolla frita y Chanel n.° 5.
—Tu tía tiene razón —le dijo Tom a Frankie—. Si hay algo que he aprendido en esta vida —dijo mientras le daba a Theresa un casto pero furtivo cachete en la cadera— es que no hay mejor cualidad en una mujer que la de plantarse cuando dices una tontería y decírtelo a la cara.
—¿Ah, sí? —repuso Frankie—. Yo pensaba que todas las mujeres lo hacían.
—El pobre no sabe nada —dijo la morenita mirando a Tom y a Theresa—. Los jugadores de fútbol consiguen lo mismo que las aspirantes a miss: que la gente piense automáticamente que son tontos. Yo sacaba matrículas en la universidad.
Frankie hizo un gesto displicente con las pinzas de la carne.
—Alguien realmente inteligente no insistiría en eso constantemente.
Theresa y la morenita intercambiaron miradas. Las posibilidades de Frankie con esa chica empezaban a desintegrarse.
—Tengo que irme —dijo Tom—. Mantén a las niñas lejos del caimán. —Lo señaló: no se había movido ni un palmo.
—¿Te refieres a Luca?
—¿Lo has bautizado?
—¿Te acuerdas de aquel tío que trabajaba para Vito? ¿El tipo duro? ¿Luca Brasi?
—Por supuesto.
—¿No se le parece? El mismo ceño, la misma mirada muerta.
—Todos los caimanes son así —dijo Tom—. Tú mantén a las niñas alejadas. Lamento no poder quedarme a cenar.
De la televisión a todo trapo salía la información de que la comitiva presidencial se había puesto en marcha. Iba directamente del aeropuerto al Fontainebleau. Se habían cerrado varias carreteras por motivos de seguridad, pero ninguna de ellas era de las que tenía que utilizar Tom. El aeropuerto estaba situado al oeste del hotel, mientras que Tom venía del norte.
Le dio otro beso a Theresa y echó a andar hacia su coche, un Buick azul tan nuevo como elegante.
—Te dejaré algo en la nevera para cuando vuelvas —le dijo su mujer.
—No sé cuándo será eso —repuso Tom.
—Cuando sea —dijo ella, apartándose un mechón de pelo húmedo de la cara—. Aquí me encontrarás.
—¡Adiós, papá! —le gritó Christina tras levantar la cabeza del libro.
Era difícil precisar desde esa distancia si lo que recorría el rostro de su hija era sudor o llanto. Pero si se trataba de lágrimas, decidió Tom, seguro que la culpa era del libro.
—Adiós, cariño —le dijo. Y siguió andando.
Cuando Tom vio el Chevrolet Biscayne negro en su retrovisor, aparcó y salió del coche. El Chevrolet se detuvo a unos cien metros detrás de él. Aunque los seguimientos cada vez eran más erráticos y menos entusiastas, el FBI aún iba detrás de Tom Hagen bastante a menudo. Tom se había aprendido los nombres de los agentes habituales y los trataba siempre con una gran amabilidad. Hoy estaba especialmente contento de verlos. Llevar a un agente del FBI pegado al culo era mejor que tener un guardaespaldas. Tom le hizo una señal al coche para que se acercara, pero cuando éste no lo hizo, fue él quien echó a caminar en su dirección.
—Hola, agente Bianchi —dijo Tom.
—Señor Hagen...
—Voy al hotel Deauville —siguió Tom.
—¿No fue ahí donde tocaron los Beatles? —preguntó el agente—. Mis chicos fueron a verlos. Es donde está el salón de baile Napoleón, ¿no?
—Ni idea.
—¿Y qué pasa en el Deauville?
—Sólo quería que supieran que no voy al Fontainebleau —dijo Tom—. Creo que el Deauville está un poco más al norte. No conozco un camino mejor para llegar, aunque esta carretera también lleve al Fontainebleau. ¿Lo hay?
—Si quiere direcciones —dijo Bianchi—, tendrá que esperar a que le toque al agente Rand McNally hacer de canguro.
—Me parece muy bien —asintió Tom—. Me preocupaba que, a medida que nos acercáramos al Fontainebleau, ustedes se preguntaran si tenían que pararme, llamar a su contacto en el servicio secreto y cosas así. Estoy seguro de que ahí ya reina el caos. Querido u odiado, éste es un presidente al que la gente se mata por ver. Me molestaría empeorar las cosas. Por supuesto, hagan lo que consideren más conveniente. ¿Pero alguna vez les he tomado el pelo?
El agente suspiró.
—Limítese a volver al coche —le dijo—, y haga lo que tenga que hacer.
—Por supuesto —dijo Hagen—. Tendré que poner gasolina por el camino. Pero aparte de eso —le dio unos golpecitos a la capota como si fuera un mecánico que acaba de arreglarlo todo—, voy directo al Deauville.
Fiel a su palabra, Tom se detuvo en una gasolinera no muy lejos de la autovía de la calle Setenta y nueve. Utilizó el teléfono público para llamar a Michael Corleone. Michael había venido con Rita desde Maine para visitar a sus hijos y para darse un respiro. Había estado esperando la llamada de Tom junto a un teléfono de pago en el hall de la posada en que se alojaban.
—Yo diría que siete —dijo Michael refiriéndose al número de miembros de la familia que, desde la desaparición de Geraci, cumplieron condena y disfrutaron del viaje de agradecimiento a Acapulco. Ahora la tesis era que Geraci había contactado allí con alguno de ellos. La familia había enviado también a algunos más, pero sólo un miembro de pleno derecho habría tenido la influencia necesaria para ser el infiltrado de Geraci.
—¿Algún nombre de esa lista que te diga algo?
—Para serte sincero, no —dijo Michael, quien, evidentemente, no estaba dispuesto a citar ni uno por teléfono—. Cinco de los siete eran gente cercana a la persona en cuestión. Pero Nobilio no piensa borrar a nadie de la lista, ni siquiera a los otros dos.
—¿Y Al qué piensa?
—Lo mismo que Richie.
Los había metido a ambos en eso, a sus dos hombres de mayor confianza. Nobilio, como el capo que era, llevaría la voz cantante, claro está, y eso era algo que a Hagen le parecía perfecto. Al le caía bien y confiaba en él, pero era un hombre de acción, no un estratega.
—¿Y tú? —preguntó Hagen—. ¿Qué piensas?
—Para serte del todo sincero —dijo Michael—, no son gente a la que conozca muy bien.
Lo cual era un barómetro, se decía Tom, de cuán alejado estaba Michael de la gente de la calle. Esa distancia había sido, hasta hacía poco, la marca de la casa.
—¿Nada en el otro sitio? —dijo Tom refiriéndose a Panama City, Florida, el único lugar mencionado por Fausto Geraci que les sonara a nuevo a Al Neri y a Tommy Scootch. Tommy había estado allí una semana, buscando pistas.
—Nada —contestó Michael—. Y ya sabes que, pese a todo, este asunto no es lo que más me preocupa en estos momentos.
—Si te refieres a lo de por aquí, va todo viento en popa a toda vela.
Tom se oyó a sí mismo diciendo esa chorrada típica de Johnny Fontane y meneó la cabeza. No sabía cómo Ben Tamarkin conseguía pasarse la vida rodeado de gente de Hollywood sin que se le pegara su tontería.
—Llámame cuando acabe. Este teléfono está bien. El conserje vendrá a buscarme.
—Ya está acabado —dijo Tom—. Todo está preparado. Pero vale, te llamaré. ¿Cómo están Kay y los chicos?
—Rita y yo acabamos de llegar. Hace un par de horas —dijo Michael—. Recogeremos a Anthony y a Mary mañana a primera hora.
—Pues nada, dales recuerdos. —A Tom le reventaba pensar en todo el tiempo que había pasado desde que Michael los había visto por última vez. Más de una visita había sido cancelada a última hora, a veces por culpa de Michael, pero más a menudo a causa de Kay o de los chicos. Rita aún no conocía ni a Anthony ni a Mary. Era un gran paso, pero si ella y Michael se tomaban en serio su relación, también era algo que tenía que producirse—. ¿Cómo está Rita? ¿Nerviosa?
—Le ha ido muy bien. Un par de pastillas para el mareo y todo en orden.
No estaba preguntando cómo le había ido a Rita en el vuelo, sino cómo le iba en general. Tom lo dejó pasar.
—Mira, te llamaré desde algún sitio en el que me pueda tomar una copa. Brindaremos el uno por el otro a distancia.
—Tom, ya sabes que papá habría...
—Ahórratelo. —Por mucho que Tom hubiese adorado a Vito, las cada vez más frecuentes referencias de Michael a su padre empezaban a ponerlo nervioso—. Te llamaré.
De regreso al coche, Tom sacó dos botellas de Pepsi Cola de una máquina expendedora y le llevó una al agente Bianchi.
Tom se detuvo delante del Deauville y le dio al aparcacoches las llaves y cien dólares. El empleado hizo un gesto de asentimiento y, salidos de la nada, tres coches aparecieron para cortarle el paso a Bianchi.
Era algo que Tom hacía por precaución y porque se lo podía permitir, aunque no resultara del todo necesario. A fin de cuentas, no estaba haciendo nada ilegal. Con toda seguridad, Bianchi era el único agente enviado a seguirlo. Y cualquier cosa que se le pudiera ocurrir ya sería convenientemente desbaratada en las alturas.
Ya en la recepción, Tom no intuyó la presencia de ningún agente, pero para asegurarse se dispuso a subir por la escalera. Andaba casi por el tercer piso cuando oyó los primeros pasos sobre los peldaños. Hagen no podía ver a quién pertenecían, pero sonaban a los de un viejo cansino, a los de alguien que no tenía la menor prisa. Abrió la puerta que daba al tercer piso y recorrió el pasillo que conducía al otro extremo del edificio. Nadie lo seguía, pero el corazón le latía a toda velocidad. Intentó respirar hondo. Tenía que volver a jugar al tenis. Hacía un calor tremendo, pero a lo mejor Theresa y él podían hacerse socios de algún club que tuviera pistas cubiertas y jugar juntos. Siempre lo habían hecho... ¿Cuándo? Hacía siglos. Cuando se acababan de casar.
Debería dejar de darle a los habanos, pero sabía que nunca lo conseguiría.
Subió por la escalera un piso más y, seguro de que nadie lo vigilaba, hizo en ascensor el resto del trayecto hasta la suite.
Llamó a la puerta. La abrió Pat Geary, como si fuera el mayordomo de Ben Tamarkin y no, por lo menos de momento, el miembro principal del Comité Judicial del Senado. La luz de la suite era tan potente que estuvo a punto de dejar ciego a Tom. Y la propia suite estaba cubierta de cristal, cuero blanco y madera clara. A lo largo de una pared de espejos había una barra de bar tapizada. El sonido de un televisor —información de la convención— llegaba desde otra estancia. Tamarkin, vestido con una guayabera negra y pantalones blancos de lino, se había sentado en un sillón de cuero con apariencia de trono que había en el extremo más alejado.
—Siempre es un placer verte —dijo Geary mientras dejaba pasar a Tom.
Para ser alguien que en cierta ocasión había intentado sacarles pasta y luego les dijo a Tom y a Michael que no intentaran ponerse en contacto con él nunca más, la verdad es que Geary los había tratado bastante a ambos en el transcurso de los años. Que la relación hubiera acabado por ser agradable era cosa de Fredo. Fredo y Geary se habían caído bien, y eso había ayudado a los Corleone a conseguir innumerables cosas de Geary con la mayor discreción posible. A la gente le caía bien Fredo, cosa que ni Tom ni nadie supieron apreciar hasta que ya estaba muerto.
—Deduzco que el señor Tamarkin y tú ya os conocéis...
Tamarkin se levantó y le dio la mano a Tom. Pero no se quitó las gafas de sol.
—Buen trabajo —dijo Tom.
—Toquemos madera —dijo Tamarkin, golpeándose el cráneo con el puño.
—¿Todo sigue preparado?
—Estará aquí —dijo Tamarkin, refiriéndose al jefe de la campaña presidencial, un ex ejecutivo de los estudios Walt Disney a través del cual había negociado el trato. Hagen nunca lo había visto. Se sentó—. Viene del Fontainebleau. Tú y yo tenemos otras cosas de que hablar, pero pueden esperar.
—¿Otras cosas?
Sabía a qué se refería. El descubrimiento de América estaba sufriendo auténticas hemorragias de dinero. La primera Santa María se había hundido. La actriz que interpretaba a la reina Isabel había vuelto a la heroína. La subvención del gobierno italiano había sido rescindida. Y eso era sólo el comienzo.
—Pueden esperar —insistió Tamarkin.
Tom asintió y se volvió hacia Geary.
—Una cosa, senador, antes de que se me olvide —dijo—. El de anoche fue un discurso excelente. De verdad que me gustó lo que dijiste.
—Vaya, pues gracias —dijo Geary. Se deslizó tras la barra para preparar unas bebidas—. Creo que salió bien.
—Fue un éxito —dijo Tom—. Whisky. Con hielo.
—Ya me acordaba —repuso Geary.
—Yo tomaré un mojito —señaló Tamarkin.
—¿Un mosquito? —se asustó Geary; parecía realmente confundido.
—Olvídalo, Festus —le dijo Tamarkin—. Sólo te estaba tocando los címbalos. Yo no bebo.
Geary se lo quedó mirando durante unos pocos segundos, pero sabía de quién vivía, así que se volvió hacia Hagen:
—Puede que «éxito» sea un poco exagerado, Tom, pero fue muy emocionante tener la oportunidad de hablar en nombre de gente que, de otra manera, se quedaría sin voz.
Ben Tamarkin se cruzó de brazos. Sabía que Geary era un notorio antisemita y no tenía ningunas ganas de compartir las alabanzas que Hagen le estaba dedicando.
—Para muchos de tus temas —dijo Tom—, yo también formo parte de esa gente.
Como muchos hombres de su posición, también estaba a favor de la mano dura con el delito callejero. Consideraba ofensivos los delitos con los que se lo relacionaba (juego, préstamos, drogas), o dignos de ser perpetrados contra gente que elegía involucrarse, que aceptaba ciertas normas y luego se las saltaba.
—El típico ladrón —dijo—, el chorizo, el que pega a su mujer, el violador, el pedófilo y demás... Tenemos que sacar a esa gentuza de las calles.
—Sí, señor —asintió Geary mientras le pasaba a Tom su bebida—. Como yo siempre digo, hay que recuperar las calles de nuestras ciudades para los americanos decentes.
—Yo diría que muy pronto se te va a presentar la oportunidad —dijo Tom—. Brindo por el hombre más adecuado para eso.
Hicieron chocar sus vasos.
Pat Geary era el hombre más adecuado para eso simplemente porque resultaba preferible a la estrepitosa debacle en que había consistido la permanencia de Danny Shea en el cargo de fiscal general. Pero Pat Geary no distinguía «las calles de nuestras ciudades» de las dos blancas nalgas de su culo de protestante. Geary era hijo de un ranchero acomodado. Nunca había vivido en las calles, a diferencia de Tom. Nunca había tenido que luchar a diario por su vida o por conseguir algo de comer. Siendo un niño, aunque Tom no se había sentido como tal en esa época. Ahora se daba cuenta de que había sido una criatura grotesca: un hombre de once años. Sucio y magullado, incapaz de llorar a su padres muertos o de pensar en ellos, en sí mismo y en la vida que había llevado. No tenía nada que hacer ante los matones de rigor, ante la gente capaz de robarle una moneda y un mendrugo de pan a un hombre de once años huérfano y ante los tarados que se follaban a críos... pero Tom Hagen había sobrevivido a todo eso. Había escapado.
Tom se disculpó, salió al balcón y miró el océano mientras esperaba. Anochecía. La vista era espectacular, pero muy parecida a lo que había esperado ver: una extensión de arena blanca y el vasto Atlántico de un color verde azulado, petroleros que resplandecían junto al horizonte, guardacostas cerca de la orilla. Destellos de los edificios Art Déco situados al norte, aerodinámicos hoteles nuevos hacia el sur. Desde allí no podía ver el Fontainebleau, ni tampoco, evidentemente, el Centro de Convenciones de Miami Beach, donde pronto empezaría el discurso del vicepresidente. No podía ver Cuba, pero le parecía que sí podía sentirla. No podía oír nada de lo que sucedía al nivel del suelo, pero también podía sentirlo. Tom Hagen no era de los que dicen chorradas como «había algo en el ambiente», pero tenía que admitir que lo que estaba sintiendo iba más allá de la vista y de sí mismo.
«Salute», se dijo mientras alzaba el vaso hacia el cielo que se oscurecía y brindaba con lo que fuera.
El director de campaña decía:
—¿Pero qué seguridad tenemos de que, aunque aceptemos el trato, no vayan a salir a la superficie esas películas cuando menos lo esperemos?
Era un hombre calvo y rubicundo con unas cejas finas, casi invisibles, y ese tono grisáceo que suelen adoptar los insomnes. Su cuerpo tenía más curvas que ángulos.
—¿Puedo decir algo? —intervino Tom.
Tamarkin se encogió de hombros:
—Adelante.
—Es imposible probar que alguien no tiene algo —dijo Tom—. Lo único que se puede hacer es probar que sí lo tiene. Además, ¿quién sabe cuántas películas más de ésas corren por ahí? Estoy seguro de que ya habrá hablado de ello con el presidente y con su hermano. Estoy seguro de que tienen alguna idea acerca de cuán a menudo rodaba la cámara. ¿De qué serviría que les entregáramos hasta el último fotograma de que disponemos? De todas formas, no nos iban a creer. Y es probable que haya más de ese material lamentable dando vueltas por ahí. Desafortunadamente, señor mío, no podemos darle ningún tipo de seguridad más allá de nuestra palabra... que, como ya se habrá informado, es tan de fiar como que el sol sale todas las mañanas.
—Dick —dijo Geary—, respondo personalmente de ello.
—Si no te importa —dijo el calvo—, creo que me fío más del sol.
—¿Juega usted? —preguntó Ben Tamarkin.
—Lo menos posible —repuso el hombre.
—Lo que usted está diciendo en realidad es: ¿Por qué confiar en nosotros? —dijo Tom—. Ahí es donde todo cobra sentido. Las películas fueron lo que llamó su atención, lo que nos trajo a esta mesa. No se me ocurre quién podría imprimir algo así y enseñárselo a la gente. Y aunque fuera una pena que esas imágenes cayeran en manos de la primera dama o de la adorable esposa del actual fiscal general, por lo que sabemos, hace mucho tiempo que ambas mujeres decidieron tomarse con filosofía las tendencias de sus maridos.
Tom le lanzó una mirada a Geary. De inmediato, el senador se echó hacia atrás y se puso a mirar el techo.
—Así pues, olvídese de las películas. Aquí quienes más salen ganando son los Shea. Ya vio la respuesta que obtuvo anoche el senador Geary. Si se presenta como independiente (y le aseguro que podemos reunir los fondos necesarios para que tal cosa suceda), no ganará, pero le va a robar votos al presidente. Hay votantes cuya intolerancia hacia los católicos, los judíos o la gente de color podría llevarlos en noviembre a votar por el otro. El senador Geary puede trabajar para ustedes, en condición de esa voz de la moderación que podría devolverles a sus votantes al redil, o puede ir por su cuenta y llevárselos consigo.
—¿Estás dispuesto a hacer eso, Pat? ¿A traicionar al partido que ha sido tu hogar durante toda tu vida?
—Corta el rollo, Dick —replicó Geary—. Ya que sacas el tema, será el partido el que me traicione a mí.
—Pero —intervino Tom—, si coloca a nuestro amigo aquí presente como fiscal general, todo el mundo sale ganando. Todo el mundo. El senador Geary se hace con una plataforma desde la que expresar y ampliar sus pasiones.
Geary asintió con la cabeza.
—Usted se hace con el miembro principal del Comité Judicial del Senado, cuya experiencia e influencias no son moco de pavo... especialmente, en comparación con las de Danny Shea, un chaval cuya principal baza a la hora de hacerse con el cargo consistía en que era el hermano del presidente. A pesar de sus espectaculares y ruidosas iniciativas, el muchacho no ha conseguido gran cosa. Su supuesta guerra contra la supuesta Mafia (por citar un solo ejemplo), ¿cuántas condenas ha arrojado?
—Noventa y una.
Tamarkin y Geary se echaron a reír.
—No estoy hablando de corredores de apuestas y proxenetas —aclaró Hagen—. Me refiero a esos gángsters temibles que salen en las películas. ¿A cuántos de ésos ha enviado Danny Shea a la cárcel?
La respuesta ya era conocida por todos: ninguno.
—Ya lo he entendido.
—Daniel Brendan Shea estira más el brazo que la manga —dijo Tom—. Y estoy convencido de que tanto usted como el presidente están de acuerdo, por delicado que resulte decirlo en voz alta. Pero si se baja del burro y anuncia que se presentará al Senado en 1966, todo el mundo lo comprenderá.
—Porque parecerá que enfoca su éxito hacia otros asuntos —dijo el calvo—. Ya comprendo.
—¿Enfocar? —replicó Tamarkin con las cejas exageradamente enarcadas—. Vaya si le gusta jugar, diga usted lo que diga.
—Por supuesto, no podemos asegurarle que Danny Shea gane —dijo Hagen—, pero le juramos que no nos pondremos en su contra. Tendrá una oportunidad limpia de polvo y paja, que es algo a lo que tiene derecho cualquiera, ¿verdad?
—Puede que ahora sea usted el que tenga que cortar el rollo, señor Hagen.
—Llámeme Tom.
—Si no le importa —dijo el calvo—, preferiría no hacerlo.
Tenía una de esas caras que están pidiendo a gritos un puñetazo.
Hagen respiró hondo, y eso le propició un ataque de tos. Geary se puso en pie de un salto y le acercó un vaso de agua.
—Lo siento —dijo Tom—. Creo que debería cambiar de marca de cigarrillos.
El calvo meneó la cabeza, lentamente.
—Lo tengo más bien por alguien que no cambia de marca, sino que lo deja.
Era una alusión a un anuncio. Hagen se abstuvo de dignificar el comentario con una respuesta.
—En cuanto a este noviembre —dijo—, el voto del sindicato está bastante en el aire, pero ya hemos demostrado que podemos inclinarlo hacia uno u otro lado, y de qué manera. No hay un tercer candidato del que preocuparse, ni ningún hermanito del presidente mirando por encima de su hombro. Lo que se está gestando ahora para las elecciones de noviembre podría muy bien ser un trampolín para el presidente. En un sentido literal, será él quien más gane con todo esto.
Tom esbozó una sonrisa y concluyó:
—La verdad es que se trata de una oferta que no se puede rechazar.
El calvo se movió suavemente adelante y atrás. La negación y la rabia debían de haberse apoderado de él antes de llegar; ahora recorría el penoso trayecto que llevaba del regateo a la aceptación pasando por la depresión.
Ben Tamarkin sacó un maletín. Estaba lleno de fajos de billetes de mil dólares, y también contenía una lista con nombres y direcciones de personas reales a quienes endosar las supuestas contribuciones económicas a la campaña, en caso de que se produjera algún problema al respecto.
—¿Qué me dices, Dick? —Tamarkin abrió los cerrojos del maletín—. ¿Amigos?
Geary y el director de campaña se dieron prisa en llegar al centro de convenciones para asistir al discurso del vicepresidente Payton, y Tamarkin se unió a Tom Hagen en la terraza para fumarse un habano de celebración. Al igual que su padre, Michael Corleone insistía en escuchar las malas noticias de inmediato. Pero las buenas, como un vino tinto con cuerpo, necesitaban respirar un poco antes de poder ser saboreadas como merecían.
Lo había conseguido.
Suponía que así era cómo debía de sentirse una persona después de darse cuenta de que ha sido elegido presidente, pero antes de hacerlo público.
Tamarkin, que había sido pagado generosamente por los servicios recién prestados, les preparó otras dos copas y propuso un brindis.
Ya estaba oscuro, pero en el exterior aún debían de estar a treinta grados.
—Por los mercenarios —dijo Tamarkin—. Por cada soldado de fortuna, cada Ronin, cada sicario y cada maldito abogado norteamericano que jamás hayan pisado la faz de la tierra.
Tamarkin no entendía nada. Hagen no era un mercenario. Pero resultaba muy difícil de explicar. Mientras empezaba a levantar su copa, el cansancio lo golpeó como una ola, como un muro de agua, y no pudo hacer nada más que derrumbarse sobre una silla.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Tamarkin.
Tom asintió con la cabeza:
—Estoy bien.
Tamarkin puso cara de dudarlo.
—¿Quieres que llame a un médico?
—No es el corazón, ¿vale? Nada de eso. Estoy bien. Sólo estoy... —¿Feliz? Se pasó los dedos por el cabello, cada día más escaso—. Creo que estoy un poco estresado, nada más.
Más de un año después de su cita con Joe Lucadello en la capilla del Fontainebleau, Tom Hagen sentía que aún estaba al comienzo de la escalada. Ya había tenido épocas duras, pero ninguna como ésa. Con Michael derrumbándose, con el gobierno de la nación más poderosa de la historia pisándole los talones, Tom había salido ileso, aunque con la ropa un tanto arrugada. Nada de lo que acababa de suceder era una sorpresa para él —así era cómo le gustaban las cosas, siempre había sido así, y se partía los cuernos para que todo saliera bien—, pero había una diferencia entre anticipar un final feliz y experimentarlo.
—Tienes que descansar —dijo Tamarkin—. Tómate unas vacaciones, por el amor de Dios. Los cementerios están llenos de gente que creía estar demasiado ocupada como para irse de vacaciones.
—De verdad que estoy bien. —Y lo estaba. Se levantó. Ahora ya se sostenía bien en pie. Su segundo whisky seguía sobre la mesa, sin tocar. El puro había desaparecido. La mezcla de satisfacción y fatiga que lo recorría era lo único que podía manejar. Llamaría a Michael desde casa. Tom quería volver a casa con su familia—. Pero creo que me voy a retirar.
Tamarkin le palmeó la espalda.
—Hazlo —dijo—. Pero llámame mañana, que tenemos que hablar del fiasco que tenemos en marcha en el viejo mundo.
Hagen lo había olvidado. La adquisición de Woltz International Pictures estaba yendo, como todo lo demás, hacia donde se suponía.
—Así lo haré.
Cogió el ascensor para bajar. Se quedó mirando hacia el espejo, contemplando la cara sonriente del tonto feliz que le devolvía la mirada.