CUATRO
Los indios tenían un nombre para la tierra de los muertos: la llamaban Mictlan. Nick Geraci no se hacía la ilusión de ser el único en Taxco que había hecho negocios allí.
Estaba de pie en su terraza, a la languideciente luz del desierto, envuelto en un albornoz, aplazando la molestia de tener que volver a vestirse. Los puños le temblaban. A su espalda, sobre el tejado de baldosas verdes, estaba la ropa que tanto trabajo le había costado ponerse esa mañana, con tanto botón y tanta cremallera. Ahora estaba empapada de sangre y metida dentro de una alfombra enrollada, junto al desconocido que había ido a matarlo.
Siglos atrás, Taxco fue desalojada de la colina que ocupaba por la retaguardia colonizadora de los conquistadores, quienes esclavizaron a los nativos y los metieron en oscuros agujeros para que buscaran plata. Los mandamases se quedaron en la superficie, disfrutando del idílico clima y supervisando lo que se convertiría en una red de tortuosos callejones de piedra, jugando a los dados y cepillándose a las mujeres de la zona, bebiendo un tipo de licor antes de pasar al siguiente. Ese es el origen de esa pequeña población, que aún produce plata y sigue siendo de lo más acogedora, con sus joyerías y sus bares, su aroma a buganvillas, a pollo asado, a maíz y a paja: un refugio para excéntricos y marginales. En cada esquina se producían imágenes que sorprendían a los turistas y los llevaban a sacar la cámara.
El apartamento de Geraci estaba en el tercer piso. Desde la terraza podía ver el Zócalo, la barroca cúpula de la iglesia de Santa Prisca, así como una rutilante sucesión de mansiones coloniales con tejados de mosaico, obligada cada una de ellas por la estructura angulosa de la colina y sus restos de roca virgen a ser ingeniosamente diferente de las demás. Desde aquí, la ciudad estaba bañada en los colores blanco, rojo y verde, los mismos de la bandera mexicana (y de la italiana). Pero Geraci llevaba suficiente tiempo en Taxco como para ver lo que había más allá de la belleza.
Podía distinguir a mujeres de mirada triste tras los mostradores de las platerías o sentadas frente a mesas de café, y ver cómo se tragaban unos gestos que nunca se permitirían exhibir ante sus ansiosos clientes o sus indiferentes amantes. Podía detectar a hombres solitarios que hablaban solos y caminaban de una forma tan extraña como apresurada, alejándose de algo, más que yendo a alguna parte. Veía perros trotando solos por los callejones, con la cabeza baja, como si maldijeran a sus propios demonios. Su corazón estaba de parte de esos perros.
Miró por encima del hombro, hacia la alfombra. La había comprado en la calle. Era de lana, de colores brillantes, turquesa y naranja, negra donde tenía que serlo. En ella había un guerrero estampado, que mostraba un noble perfil. Le gustaba esa alfombra.
Aunque Geraci no había querido matar a ese tipo, y aunque esas manos que ahora le dolían servían para el trabajo duro, no le eran muy útiles a la hora de vestirse, pues temblaban y palpitaban de manera contundente. Ya no recordaba la última vez que pudo propinar un buen puñetazo. En momentos de necesidad, sorprendentemente, su cuerpo no le había traicionado.
Se apoyó en la barandilla y pudo atisbar la lejana sima, resguardada del viento, a la que habían ido a parar cuatro siglos de basura ciudadana, y observó cómo a menudo el terreno baldío de hoy se convierte en el vertedero de mañana, cómo los negros lagos de residuos putrefactos se crean y se destruyen, cómo a los niños se les advierte siempre que no se acerquen por ahí. Los buitres lo sobrevolaban durante el día, y los lobos lo patrullaban por la noche. Seguro que había otros cuerpos en esa sima, pero éste sería el primero que Geraci transportaba hasta allí. Daba igual. Ya había estado en Nueva Jersey.
Vestirse. Eso sí que le molestaba.
Los temblores le incordiaban también, pero eran de ida y vuelta.
Charlotte, su mujer, estaba preocupada por su rostro, por el modo en que a veces se quedaba sin expresión, pero hasta que encontrara una forma de reunirse con ella que no incluyera que lo mataran, eso no era ningún problema. ¿Qué más le daba a Nick Geraci si la gente no entendía sus expresiones?
Perder el hilo de sus pensamientos era preocupante, pero no le sucedía a menudo. En cualquier caso, se acercaba a los cincuenta. Todo el mundo olvida cosas. Igual era una bendición. A Geraci le habría gustado poder olvidar lo mal que se sentía a diario cuando pensaba en su mujer y sus hijos y en las pocas esperanzas que le quedaban de volver a verlos. Le habría gustado poder olvidar el accidente aéreo en el que se vio envuelto y el golpe en la cabeza que, estaba convencido de ello, era el responsable de todos sus problemas (había aspirado a campeón de los pesos pesados, pero muchos de sus combates estaban amañados, con lo que casi nunca le habían golpeado en la cabeza con más fuerza de la que él empleaba en darse un manotazo en la frente cuando se olvidaba de algo). Pero lo que Nick Geraci nunca podría perdonar era que Michael Corleone hubiera saboteado su avión. Geraci no pensaba perder jamás la esperanza de hacérselo pagar, no importaba el tiempo que transcurriera. ¿Cómo podría perdonarle a Michael lo que le había hecho? Su envidiable habilidad psicomotriz había pasado a mejor vida. Cada vez que quería abrocharse una camisa o un puto par de pantalones, era como si Michael Corleone estuviera ante él con ese rostro suyo tan frío e inexpresivo.
Geraci se mentalizó para la tarea inmediata y dio media vuelta para volver a entrar.
Fue entonces cuando le entró el pánico.
Por unos instantes, había olvidado la otra tarea que tenía entre manos. Por un segundo —aunque le pareció mucho más tiempo—, Geraci hasta había olvidado quién había asegurado ser el muerto.
A los pocos meses de su desaparición, Nick Geraci empezó a alcanzar la categoría de mito. Hasta el New York Times, siempre tan señorial y tan gris, acabó apuntándose al juego con un editorial cuyo titular rezaba: «JUEZ CRÁTER Y AMELIA EARHARDT, LES PRESENTAMOS A ACE GERACI.»
Sólo unos pocos miembros de la sociedad a la que pertenecía Geraci, así como algunos elementos importantes de la CIA, sabían exactamente quién era. E incluso para esa gente, aparentemente se había convertido de la noche a la mañana en una leyenda. Estaban al corriente del escuadrón asesino que dirigía y de la debacle en Cuba que habían protagonizado, pero casi nadie culpó de ella a Geraci. Sabían que Michael Corleone había intentado matarlo, sacrificándolo como a un peón de la lucha obsesiva del joven mafioso por convertirse en un empresario legal. Sabían que Geraci lo había descubierto todo y que conspiraba con los jefes de Cleveland y Chicago para intentar vengarse. Y sabían que casi lo habían logrado. Esa conspiración había sido responsable, directa o indirectamente, de la muerte de docenas de conocidos personajes relacionados con la Cosa Nostra norteamericana, incluidos dos jefazos, Luigi Louis Russo, de Chicago (también conocido como Carapolla, a causa de su nariz en forma de pene), y Vincent Forlenza, de Cleveland (alias el Judío porque diversos judíos ocupaban puestos de importancia en su sindicato), así como a varios mandamases de las organizaciones de Chicago y de Cleveland. Otras bajas destacables incluían al gángster judío más poderoso del país (un hombre llamado Hyman Roth), a los jefes de los sindicatos de Los Ángeles y de San Francisco y a un surtido de capataces y caporegimi de la familia Corleone, incluidos a Rocco Lampone, Frank Pentangeli y Fredo Corleone. El caos había obligado a Michael Corleone a regresar a Nueva York para vigilar más de cerca sus negocios, tanto los legales como los ilegales.
Evidentemente, los que estaban al corriente de todo esto no hablaban, como no fuera entre sí.
En cuanto al FBI, no tenían muy claro quién era Geraci ni qué había ocurrido exactamente. Habían asignado al caso un buen número de agentes, pero no le habían reclamado la jurisdicción a la policía de Nueva York; se suponía que a causa de una diferencia de opinión entre el director del FBI, quien consideraba que estaban ante un tema local que correspondía, por consiguiente, a las fuerzas del orden locales, y el fiscal general, que aunque tenía la mitad de años que el director, era su jefe putativo, y había decretado la investigación como una de sus prioridades. Tales informaciones, que solían aparecer en revistuchas de crímenes y tías en pelotas, resultaban ser ciertas.
Lo que la policía de Nueva York conocía del caso era aún más incierto que lo que sabía al respecto el FBI. Habían identificado a Geraci como el capo di tutti capi, el jefe de todos los jefes, cuando sólo había sido el caporegime de los Corleone que se encargaba de los asuntos de la familia en Nueva York (e incluso eso tenía un punto de montaje). Pero la investigación, en cualquier caso, había generado disensiones dentro del cuerpo, cosa que la prensa explotaba de mil amores. Ciertos creyentes del departamento —gente con ganas de prosperar o de captar la atención del FBI gracias a un caso de campanillas— estaban intentando encontrarlo realmente. Otros se habían empeñado en colgarle al delincuente desaparecido toda una serie de casos sin resolver que no tenían nada que ver con él. De momento, iban ganando los partidarios de cerrar la investigación y pasársela al FBI y/o a alguien de Ohio. Dado que Geraci era, literalmente, el ahijado del rey del crimen de Cleveland, Vincent Forlenza (quien, sin tanta alharaca, también había desaparecido y aún no se lo podía considerar técnicamente muerto), era de sentido común que los responsables de la desaparición (o huida) de Geraci se encontraran en Cleveland o la cercana Youngstown, un refugio de mañosos. Hay que reconocer que no todos los integrantes de esta facción policial querían deshacerse del caso porque no solían investigar nada relacionado con esas bolsas de papel llenas de dinero que los ayudaban a pagar sus barcos de pesca y las obras del sótano de sus casas.
La prensa, especialmente la de Nueva York, no cabía en sí de gozo. Durante semanas, las primeras planas se llenaron de seudónimos pintorescos y de especulaciones desquiciadas. Según una «fuente en la cúpula del hampa», Geraci ya había desaparecido anteriormente, en 1955, y había pilotado un avión que se estrelló contra el lago Erie y acabó con la vida de los jefes mañosos de San Francisco y Los Ángeles. El piloto, que estaba inconsciente, fue llevado a un hospital de Cleveland, pero desapareció y no fue encontrado hasta varios meses después, comido por las ratas y en avanzado estado de descomposición. El piloto se llamaba, aparentemente, Gerald O'Malley, pero no hubo manera de averiguar nada de él. En la época, dos periódicos diferentes opinaron que el tal O'Malley tal vez no había existido nunca. Eso no probaba que Geraci y O'Malley fueran la misma persona, pero sí era cierto que, durante sus tiempos de boxeador, Nick Geraci usó diferentes nombres y participó en varios combates de resultado dudoso, con lo que mucha gente llegó a la conclusión de que, a lo mejor, sí lo eran.
¿Qué se decía en la calle? Que el cuerpo de Nick Geraci había acabado en uno de los bloques de cemento del nuevo estadio de béisbol de Flushing Meadows Park.
Lo cierto era, por exagerado que pueda parecer, que la nación más poderosa del mundo había movilizado a abundante personal de las fuerzas del orden —toda una caza del hombre— para atrapar al líder de una importante sociedad criminal secreta —un hombre alto, imponente, con barba y una enfermedad degenerativa y crónica—, y no había sido capaz ni de dar con la cueva en la que se escondía.
Geraci había hallado cobijo bajo el lago Erie, en un refugio antiaéreo del tamaño de un salón de baile, con su propio sistema de tratamiento del agua y de la electricidad y, al parecer, un stock inagotable de comida enlatada. Geraci había oído hablar del lugar haciendo negocios con Don Forlenza. Casi todos los que sabían de su existencia o estaban muertos o no se les ocurriría buscarlo allí. En el tren procedente de Nueva York, Geraci pensaba que en cualquier momento alguien podía matarlo. Pasó de largo por Cleveland y llegó hasta Toledo, donde no conocía a nadie; robó una barca y llegó a Rattlesnake Island sin perder de vista la costa. La residencia estaba vacía, como solía estarlo cuando no andaba por allí Forlenza. Geraci desconectó la alarma, entró por una ventana, saqueó el mueble bar y dejó la radio puesta en una emisora de rock and roll para que pareciera que se habían colado dentro unos chavales. Acto seguido, se encaminó hacia el refugio.
Lo brillante del invento era que estaba tallado en la roca bajo una habitación de invitados secreta —en la que Geraci se había alojado algunas veces, con lo que sabía cómo abrir la puerta oculta— y otro refugio bien abastecido. Cabía la posibilidad de que, aunque alguien registrara la residencia, nunca encontrara la puerta escondida. Y si la encontraba, puede que no se le ocurriera buscar el gran refugio de abajo.
Algo que siempre ocupaba la atención de Geraci era lo que podía estar esperándolo allí fuera, al otro lado de la puerta. No sabía qué catástrofe lo acechaba o cómo iba a acabar todo. Un montón de extraños envueltos en largos abrigos negros. O un hatajo de federales con mandíbulas cuadradas, trajes cutres y metralletas... Era consciente de que esas imágenes procedían de las películas, ¿pero de dónde si no? En su vida había tenido un encontronazo con el FBI.
O puede que se tratara de un solo hombre. Del asesino favorito de Michael Corleone, Al Neri, sonriente y solitario.
O de su propio protegido, Cosimo Barone, alias Momo el Cucaracha. Eso era muy propio de Michael. Había obligado a Geraci, como prueba de lealtad, a matar a Sally Tessio, el tío de Momo, el hombre que había sido como un padre para Nick Geraci.
¿Cómo sabría cuándo salir, si es que eso llegaba a suceder? ¿Qué lo obligaría a hacerlo?
Durante varios meses, el único que supo dónde estaba Nick Geraci fue Nick Geraci.
Allí abajo, una de sus muchas desgracias consistía en no saber qué sabía nadie. Había una radio de galena, pero Geraci no sabía cómo usarla, y no se atrevía a intentarlo por miedo a que alguien captara su frecuencia y ésta lo delatara. Había un televisor, enchufado a una antena en la terraza de la mansión. Por mucho que odiara la televisión, a veces la veía. En los noticiarios no decían nada de su situación. Las noticias de la tele nunca hablaban de nada interesante. Y lo mismo podía decirse del resto de la programación. Pero también el televisor dejó de funcionar un buen día.
Cuando eso ocurrió, Geraci se preparó para lo peor. Agarró una silla, la puso ante la puerta y se sentó a esperar con una escopeta en el regazo. Si los que vinieran a por él fuesen polis, se presentarían como tales. Los apuntaría con su arma hasta que le enseñaran la placa, momento en el que entregaría la escopeta y se iría con ellos de manera pacífica. No quería morir, pero ante cualquiera que no Riera un poli, rezaría un poquito y abriría fuego.
Todo ello, claro está, si no estaba en pleno tembleque y era incapaz de apretar el puto gatillo.
Pasaron las horas. Se quedó dormido. Cuando despertó, observó horrorizado que se había olvidado de darle cuerda al reloj. Se había acostumbrado a fiarse de la tele para poner el reloj en hora. Tenía ganas de dispararle al televisor, pero no quería hacer ruido. Además, cabía la posibilidad de que volviera a funcionar. Por mucho que odies la televisión, ese invento monstruoso siempre acaba por atraerte.
Pero no volvió a funcionar.
En ese agujero no había ni día ni noche, y ahora ya no había ni siquiera tiempo. Puede que pasaran dos días o dos semanas antes de que devolviera la silla a su lugar y abandonara la vigilia.
Se preguntaba por qué no había empezado a hacer marcas en la pared, como los presos de las películas, para saber el tiempo que llevaba allí. La ropa empezaba a desintegrársele a causa del áspero detergente que tanto había usado y de la tabla de lavar en la que se había aplicado con excesivo ahínco. Entre eso y los problemas para vestirse, empezó a andar por ahí desnudo. Siguió bañándose, pero dejó de afeitarse. Puede que la barba le resultara útil.
Geraci leía mucho. Se había licenciado en Historia en la escuela nocturna y casi tenía el título de Derecho también, y tenía a gala leer muchas biografías y libros de historia. Cuando terminó con las guerras romanas que se había traído, todo lo que le quedó fueron los libros que ya estaban allí antes de su llegada: noveluchas de quiosco, literatura pornográfica y El príncipe de Maquiavelo. No conseguía atacar las noveluchas, y la idea de tocar pornografía ajena le ponía los pelos de punta (aunque lo hizo en algunos momentos de debilidad). Ya había leído El príncipe, pero volvió a leerlo varias veces como arma contra la locura. Sin embargo, no tardó mucho en darse cuenta de que no era la herramienta precisa para ese fin.
Fue entonces cuando empezó a juguetear con la máquina de escribir. Era grande, vieja y negra. Al principio la usó para intentar escribir cartas —el Parkinson le dificultaba escribir a mano—, pero la imposibilidad de enviarlas lo hizo abandonar. Pero le gustaba escribir. Aporrear ese vetusto armatoste era bueno para sus dedos, y le permitía hacer algo con su mente. Empezó a considerar la posibilidad de escribir un libro, la historia de su vida. Si no salía de ésa, sus hijas sabrían quién había sido y cómo había vivido. Y si quedaba lo suficientemente bien como para que lo publicaran, a lo mejor le sacaban un rendimiento económico.
Echaba de menos a su mujer y a sus hijas. Con cada sesión ante la máquina de escribir, su anhelo por ellas crecía. Leía lo que había escrito y le daba grima. Las quería, pero también eran seres humanos, y las estaba idealizando tanto que ya no eran nada. Arrancaba la página, cerraba los ojos e intentaba verlas. Pero al cabo de un momento, lo único que conseguía ver era a Charlotte desnuda y haciendo cositas en la cama, especialmente aquel quiebro suyo tan mono cuando él le hacía el amor por detrás. Acababa haciéndose una paja y luego pasaba un buen rato odiándose. Aunque la verdad era que ella sólo había hecho eso un par de veces. Puede que una y media.
Otro problema que tenía era que se animaba y escribía pasajes emocionantes y violentos que parecían reales mientras los narraba, pero que de hecho no habían ocurrido nunca. Esas escenas lo entretenían muchísimo. Era lo que la gente quería, ¿no? Pero luego pensaba que lo que realmente querían los lectores eran libros que les informasen desde dentro de cómo eran las cosas. Así pues, más papel a la basura, más tiempo preguntándose a quién coño creía estar engañando.
Las hojas arrugadas superaban ampliamente en número a las que sobrevivían. La provisión de papel no iba a durar mucho, así que empezó a aplanar las bolas y a utilizar la cara no escrita. También utilizó las servilletas de papel marrón. Sólo usaba hojas nuevas cuando pasaba a limpio una página que le parecía bien.
Retiremos eso: nunca le parecían bien. Invariablemente, volvía a leer lo escrito —¿un día después?, ¿una semana?— y se daba un asco monumental. Geraci era un tipo listo que siempre había escrito buenos trabajos en clase, pero ahora resultaba —cosa que le sorprendía— que escribir un libro era un coñazo.
El título le gustaba, eso sí: La oferta de Fausto. Por Fausto Dominick Geraci Jr. No sabía si usar su alias, Ace. Eso ayudaría a que la gente pronunciara su nombre a la americana, como a él le gustaba. Había boxeado con ese nombre (cuando no había aparentado ser alguien completamente diferente), así que podía ser que algunos lectores lo recordaran. Geraci también pensaba escribir sobre sus aventuras pilotando aviones en los primeros tiempos de sus operaciones con narcóticos, con lo que usar el apelativo Ace podía ser una buena idea: de hecho, fue en parte por eso que el alias se consagró. Por otro lado, la gente podía hacerse una idea equivocada. Geraci no volvería a subirse a un avión por nada del mundo. Y además, cuando escribió a máquina la palabra Ace, no le gustó lo que vio. «¡Miradme, soy Ace!» Nadie querría leer el libro de semejante capullo.
Todo ese trabajo para la página del título.
No tardó mucho en atacar las novelas baratas, aunque sólo fuera para pasar el rato. Le sorprendió comprobar lo buenas que eran muchas de ellas: El hogar del marinero, Soy leyenda, Una tía maciza, La chica de Cassidy, Una muerte lenta y dulce... Tan buenas que era difícil pararse a pensar en cómo escribían los escritores y cómo él podría plagiarlos. Incluso las peores novelas —como La vida sexual de un poli, que resultó ser porno— parecían mejores que lo que Geraci había estado pergeñando, aunque era consciente de que quizá se estaba volviendo majareta. Fue por aquel entonces cuando empezaron los esporádicos lapsus de memoria.
También empezó a oír cosas.
La roca bajo el lago Erie tenía túneles que conducían a unas minas de sal. Durante años, hubo rumores de que Forlenza quería excavar un pasadizo que permitiera ir de ahí a tierra firme. A veces, a Geraci le parecía oír el ruido de los taladros.
También oyó lo que parecían ser pasos. De vez en cuando, oía un ruido que se parecía al que hace la gente al arrastrar muebles. En varias ocasiones le pareció oír los ladridos de unos perros. Ocasionalmente, habría jurado que oía ruido de agua y se quedaba mirando las paredes, esperando que el lago las echara abajo y lo ahogara como a una rata. Una vez, Geraci creyó oír el Mesías de Haendel, lo cual tanto podía indicar que era Navidad como que estaba soñando.
No tardó mucho en dormir y soñar que dormía, que estaba despierto o que no sabía si estaba dormido o despierto.
Puede que se tirara un año en ese agujero. O tal vez sólo fueron seis semanas. Una mañana se despertó y pensó: a la mierda, lo que lo esperara ahí fuera era mejor que ese sinvivir de su ratonera. O quizá lo soñó y luego despertó, no estaba seguro. En cualquier caso, se levantó de la cama con la seguridad de tener una misión. Se bañó. Hizo lo que pudo para arreglarse la barba. Su torpeza con las tijeras lo convenció de que intentar cortar su pelo estropajoso sería peor que dejarlo como estaba, así que se lo peinó hacia atrás con brillantina —tenía un bote entero— y confió en que su aspecto no coincidiera con el de las fotos policiales. Encontró una bola de cordel y ató lo que tenía de su libro, maldiciendo sus dificultades para hacer un nudo decente. Luego se puso la ropa que aún no se había convertido en harapos, respiró hondo y se sometió al suplicio de los botones y las cremalleras. Pero en general tenía un buen día, y le resultó más fácil de lo que esperaba. La ropa le colgaba.
Los dos fajos de billetes que había traído consigo pesaban lo mismo que sendas pelotas de béisbol. El tacto era igual de agradable. En los bolsillos de sus pantalones, abultaban como tumores. Se metió una pistola en el cinturón.
«Adelante.»
Se quedó ante la puerta de acero mucho tiempo, incluso para el ritmo de su averiado reloj interior. La mano se le eternizó en la manija. Aunque pudiera alejarse de allí, ¿adonde iría? Canadá estaba a unos pocos kilómetros, pero él no sabía nada de Canadá. La costa de Ohio estaba más cerca. Lo había pensado infinidad de veces, pero nunca había trazado un plan.
«Sal de una vez.»
Salió. Con el manuscrito en una mano y la culata de la pistola en la otra.
Sobre la escalera de metal, sus zapatos producían un eco parecido al de los truenos. El refugio superior estaba vacío. Geraci se sentía como el que vuelve de unas vacaciones y se encuentra con que todo está como lo dejó, aunque no exactamente igual. La realidad de las cosas no acababa de encajar con el recuerdo que tenía de ellas.
Geraci encendió la luz de la habitación de invitados oculta, que estaba polvorienta y tal como la había dejado tiempo atrás. La mente le decía que diera media vuelta, pero los pies lo empujaban hacia adelante. Deambuló por el casino abandonado que llevaba allí desde la Ley Seca. La barra estaba cubierta por una lona. El espejo de detrás estaba resquebrajado; el escenario donde tocaba la banda, arruinado por el agua. Las mesas de juego, rotas y cubiertas de polvo, estaban amontonadas junto a elementos decorativos calientes de valor que no se podían ni vender ni regalar. Todo estaba como lo había dejado.
De repente, oyó el sonido de unos pies que corrían —botas— y se quedó inmóvil. Dejó sus papeles sobre la barra y sacó la pistola lentamente.
—¡Estás muerto! —gritó una voz aguda, la voz de un crío—. Te he matado.
—¡El que está muerto eres tú! —clamó una segunda voz—. ¡Te he pillado bien! Lo contaré todo.
—¡Si hablas, te mataré de verdad!
—¡Si tú me matas, mi padre te matará a ti!
Bajaban corriendo la escalera, hacia Geraci.
—¡Mi padre matará al tuyo!
—Tú te crees que tu padre puede hacer lo que quiera, pero sólo es un padre.
—Mi padre realmente puede hacer lo que quiera.
Geraci volvió a meterse el arma en el cinturón, convenientemente tapada por el faldón de la camisa.
Dos niños de pelo negro vestidos de vaqueros aparecieron por la esquina. Tenían unos ocho años y el más alto perseguía al más bajito. El alto llevaba un sombrero negro, y el bajito, uno blanco. Vieron a Geraci y se quedaron quietos. El bajito resbaló en el suelo del viejo salón de baile, se cayó y se levantó de inmediato. El alto se parecía un poco a Vincent Forlenza —¿un nieto?, ¿un bisnieto?—, pero Geraci no podía estar seguro de que fueran parientes.
—¿Están en casa vuestros padres? —les preguntó Geraci con una voz que le resultaba extraña.
Los críos intercambiaron una mirada y luego, como un solo hombre, alzaron sus armas y lo apuntaron.
—¿Quién lo pregunta? —dijo el alto.
—Soy amigo suyo —repuso Geraci—. ¿Están en casa?
—¿De dónde vienes? —preguntó el alto.
—Eres muy peludo —añadió el bajito.
—Es verdad —reconoció Geraci—, Soy Harry, un amigo de vuestros padres.
—Dame una buena razón para que no te mate ahora mismo —dijo el alto.
—Todos están en mi casa —intervino el bajito, y el otro chico lo miró mal. Seguían apuntando a Geraci.
—Vale, en tu casa —dijo éste dándose un manotazo en la frente; acto seguido, cogió el manuscrito y echó a andar apresuradamente—. Ahí es donde tenía que encontrarme con ellos. ¿Cómo puedo ser tan olvidadizo?
Atacó los escalones de dos en dos mientras, a su espalda, los críos empezaban a dispararle con sus armas de juguete.
—¡Te he dado, amigo!
—¡Yo le he dado primero!
—¡Yo le he matado más! ¡Muere, forastero, muere!
En el exterior, el sol de mediodía relucía sobre lo que parecían diez centímetros de nieve recién caída, y Geraci, medio cegado, era incapaz de recordar cuándo había visto algo tan hermoso. Respiró hondo el aire invernal, y le entraron ganas de llorar. La mera mención de la belleza le hacía pensar en Charlotte y las niñas. Se secó las lágrimas (no había nada que hacer: era el viento), y siguió adelante por el camino que llevaba hacia el embarcadero. No se veía ni una alma. Contempló la posibilidad de volver a la mansión a por un abrigo, pero lo más probable era que no encontrara nada de su talla. De momento, el frío le gustaba, era como el filo de una pala que lo devolviera a la vida.
No tardó mucho en darse cuenta de que enfrentarse al viento subártico con una chaqueta veraniega era el menor de sus problemas.
El lago estaba congelado.
Salvo caminar sobre el hielo, la única manera de salir de la isla era por el aire. Había una pista de aterrizaje en el otro extremo, con aviones que, teóricamente, podría robar y pilotar. Pero robar un avión era difícil aunque supieras conducirlo (cosa que, probablemente, aún recordaba), ya que comprobar que estaba en buen estado llevaba un tiempo del que no disponía. Secuestrar a un piloto a punta de pistola también era peliagudo.
¿A quién estaba engañando? Incluso en las mejores circunstancias, puestos a elegir entre volar y la peor de las catástrofes, Nick Geraci preferiría enfrentarse a la catástrofe.
Se coló en un garaje junto al embarcadero. Miró por una ventana, hacia el lugar del que venía. Los chicos no lo habían seguido, por lo menos aún no.
—¿Quién anda ahí? —apareció un hombre, vestido con un chaquetón de cuadros rojos y un gorro con orejeras como el que solía llevar el padre de Nick, que lo observaba desde detrás de un escritorio de metal mientras bebía café del tazón de un termo y hojeaba una revista de chicas desnudas—. ¿Es usted un cliente?
A Geraci, sorprendido, le llevó cierto tiempo responder.
El otro hombre se levantó de la silla con expresión preocupada.
—¿Puedo ayudarlo en algo, compadre?
—Por supuesto, compadre. —Geraci sacó la pistola—. ¿Qué utilizas para sacar la nieve?
Geraci le quitó el gorro y el chaquetón, le metió un trapo limpio en la boca y lo ató con cinta aislante a la silla de su escritorio.
El hombre se había meado encima.
Déjalo ahí y ya tienes un testigo. Mátalo y sigue adelante.
Geraci le estrechó el hombro.
—Lo peor ya ha pasado —le susurró.
Pero luego bajó el arma.
Si la poli o los federales le pisaban los talones, cargarse a ese mindundi era la mejor manera de acabar en el corredor de la muerte.
—Hace frío aquí. —Geraci encontró el termostato y subió la temperatura. Con un guiño, añadió—: Mi buena acción del día.
Unos minutos después, a bordo de un renqueante tractor rojo, vestido con el sombrero y el chaquetón del guarda —que le iba pequeño— y envuelto en mantas de caballo, Geraci empezó a recorrer la áspera superficie del lago, con las cadenas mordiendo el hielo y arrancando nieve, maldiciendo el viento y aprendiendo sobre la marcha a usar la pala. Una imagen definitiva de lo que se conoce como un «pringado».
Canadá ya no era una opción. Ohio estaba más cerca. Una y otra vez, se volvía a mirar en busca de los hombres que, sin duda alguna, iban a por él. Lentamente, Rattlesnake Island desapareció de su vista.
Iba sentado sobre su manuscrito. Había cogido una lata de gasolina y la había colocado en la parte trasera del tractor, por si acaso. Geraci nunca había conducido una cortadora de césped. Calculó que tenía por delante unos diez o doce kilómetros. ¿Quién sabía lo que duraría el depósito?
Las únicas señales de vida se apreciaban a lo lejos, en esos pescadores de la zona de South Bass Island, con esos vehículos sobre esquís que debían de ser tan pesados como el tractor robado.
Recordó que su padre también pescaba en el hielo, aunque nunca lo había llevado a él consigo. Nick siempre se imaginaba al viejo sentado en su cabaña destartalada, alimentándose de vino tinto barato y de amargura, con la cabeza baja y mirando al vacío: igual que en casa, pero con más frío.
Se echó a reír. Primero oía a un crío decir que su padre podía hacer lo que quería y luego se topaba con ese gorro con orejeras. Y ahora eso: pesca en el hielo. Aunque Nick Geraci no era especialmente supersticioso —pasaba por debajo de una escalera si así se ahorraba el rodeo—, prefirió tomarse todo eso como una señal. ¿Por qué no? La verdad era que no había nadie en quien pudiera confiar tanto como en su padre. Antes de retirarse a Arizona, Fausto Geraci trabajó como camionero y desempeñó otros trabajos para amigos de los Forlenza. Podría poner a Nick en contacto con algunos tíos de Cleveland que le echaran una mano. Suponiendo, claro está, que su padre estuviera vivo.
Algunos pescadores de hielo debieron de oír el motor, pues bajaron de sus vehículos. Hubo quien le gritó algo. Geraci plantó cara al viento e hizo girar el vehículo, iniciando el camino que bordeaba Green Island, un pequeño santuario de pájaros no habitado por humanos, aunque era el más largo hacia tierra firme. Luego miró hacia atrás. Los pescadores parecían señalarlo y reírse de él, pero nadie lo siguió.
Ni oía ni veía aviones.
Mientras dejaba atrás el esquelético faro de Green Island —que más bien parecía un andamio—, tuvo su primera visión de tierra firme. Geraci seguía con la vista fija en ese faro, pero no parecía haber nadie allí arriba. Esperaba que pasara algo, pero no pasaba nada.
No había pescadores a la vista cerca de la costa. Dirigió el tractor hacia lo que parecía un trozo de costa fácilmente abordable.
Mientras se acercaba a la tierra, tenía que atravesar zonas de nieve más espesa, más alta a veces que la pala, con lo que se veía obligado a dar marcha atrás y rodear la nieve acumulada. En ocasiones se topaba con una nieve tan dura y helada que casi se quedaba atrapado en ella.
Cosa que, finalmente, acabó por suceder.
De repente, el tractor estaba hundido hasta lo alto de las ruedas de atrás. Maniobró hacia adelante y hacia atrás varias veces. La pala parecía haber quedado encajada en alguna grieta del hielo, que hacía ruido, como si estuviera rajándose. Las ruedas traseras machacaban y fundían la nieve, pero no conseguían mover el tractor. Un humo negro y acre empezó a salir a bocanadas del motor.
Geraci se plantó en la nieve y maldijo de inmediato su estupidez. La nieve estaba mojada, con lo que ahora también lo estaban sus pies. Llevaba mocasines italianos, cuando podría haberle robado también las botas al guarda del garaje. Cogió el manuscrito y calculó lo que le quedaba por delante: puede que cosa de un kilómetro. Contempló el tractor atrapado. Como respuesta a una plegaria que no había efectuado, oyó un ruido chirriante, como el de un edificio a punto de derrumbarse.
Hacía tiempo que Geraci no corría. Durante los últimos años se había tomado el asunto con excesiva calma. Se le cayó la pistola de los pantalones, pero no se agachó a recogerla porque oyó a su espalda un fuerte crujido. Siguió adelante. Tenía los zapatos empapados. Los pulmones le ardían. El crujido continuaba y él siguió corriendo. Oyó lo que parecía un gigantesco hundimiento y siguió corriendo.
Se detuvo, doblado por la cintura, y volvió la cabeza para ver el agujero en el hielo donde había estado el tractor.
Se recuperó lo justo para seguir andando. Seguía oyendo los crujidos y seguía pensando que en cualquier momento iba a atravesar el maldito hielo. Finalmente, con un ruido de succión, se encontró metido hasta las rodillas en una agua sucia de color marrón. Soltó un chillido. Pero estaba a tres metros de la costa, como mucho.
Hay días en los que uno tiene suerte.
Aunque suerte no era la palabra adecuada. Geraci se había forrado a costa de merluzos que creían estar en vena. Las principales ganancias en el mundo del juego procedían de idiotas convencidos de que acudir a clase de matemáticas era una pérdida de tiempo. Geraci creía en las probabilidades y en el azar, pero no en la suerte, en unas explicaciones lógicas de las que nunca se oye hablar.
El motivo por el que no había allí pescadores de hielo era la existencia de un tubo de cloaca de la anchura de un túnel ferroviario que expulsaba agua caliente y rica en nitrógeno hacia el lago, cerca de donde había estado el tractor. Cuando Geraci llegó finalmente a la costa, vio por todas partes advertencias que rezaban «HIELO QUEBRADIZO». Muy oportuno, pero tenía otras cosas que hacer. Tenía que robar un coche, subir la calefacción a tope y alejarse un par de condados de ahí, hacia algún lugar en el que estuviera a salvo de cualquier polizonte de pueblo con ganas de mejorar su expediente atrapando a un ladrón de tractores.
Por primera vez en mucho tiempo, Geraci no era un majara degenerado que vivía en una ratonera, un mierda que se pasaba la vida mirando a su espalda. Todo lo que un hombre tiene que hacer es seguir en movimiento. A la ofensiva o a la defensiva, pero jugando, por el amor de Dios. Durante demasiado tiempo, Nick Geraci no había logrado ni siquiera eso.
Estaba de regreso.