VEINTE
Cuando Johnny se fue, los otros tres hombres pudieron centrarse en el tema de Danny y Jimmy Shea. Ante la sorpresa de Tom, todo empezó con Woltz diciendo que se apagaran las luces.
—Tranquilos —susurró el magnate—. El proyeccionista no está del todo bien de la cabeza. No habla y no entiende lo que ve, sólo sabe cómo funciona el proyector.
—Todo un hallazgo, ese hombre —dijo Hagen.
Tamarkin soltó una risita:
—Ojalá hubieras encontrado una chica así, ¿verdad, Jack? Alguien que no habla y que no entiende lo que ve. Alguien que sólo sabe poner el culito.
Woltz no dijo ni pío, cosa que a Hagen le asombró.
Hagen le había conseguido a Woltz esa copia de la película, pero no la había visto y no se moría precisamente de ganas de verla. La pornografía le causaba malestar, y esa cinta era aún peor: un repugnante recuerdo de lo que le había ocurrido a Judy Buchanan y lo que de ello se había derivado.
Empezó la proyección: blanco y negro con mucho grano, una sola cámara, posición fija, sin sonido y con una iluminación escasa. Una mujer de generosos pechos y cabello moreno —nada serio, según parecía, sino una simple conquista— estaba abierta de piernas en una cama grande, envuelta en un escotado vestido de tonos oscuros, mirando a la cámara y haciendo posturitas. Se bajó el vestido y enseñó un pecho, riéndose.
Un instante después entró en cuadro el actual presidente de Estados Unidos, desnudo de cintura para abajo. Debió de decir algo gracioso, pues la mujer se echó a reír. El también se rio. En vez de meterse en la cama, en vez de quitarse el resto de la ropa, Jimmy Shea cruzó la habitación y tomó asiento en un sillón grande y sin brazos que parecía un trono. La cámara estaba perfectamente situada para captarlo de perfil. Tenía un poco de tripa y solía ocultarla gracias al corte de sus trajes. Estaba completamente erecto y sus genitales parecían de lo más normal.
La mujer llegó hasta él, todavía vestida, y se arrodilló para ir directamente al grano. La mamada era de lo más enérgica y, según Tom, iba dirigida claramente a la cámara.
Hagen empezó a poner pegas. Woltz lo hizo callar. Hagen suspiró, pero dejó que la cinta siguiera rodando. Ese rollo sólo duraba unos pocos minutos, pero en total había un par de horas de filmaciones. Había sido Rita Duvall, la amante de Michael, la que había mencionado que los hermanos Shea eran aficionados a filmar sus escapadas sexuales. Juraba que ella, durante su breve relación con Jimmy Shea, nunca había participado en algo así, y que había sido esa manía suya la que le puso punto final. Tras investigar un poco, Hagen descubrió que el criado negro de Johnny Fontane había hecho una copia de cierto metraje registrado en la casa de Johnny en Beverly Hills en la época en que los Shea y el cantante aún se relacionaban.
En la pantalla, la mujer, que seguía de rodillas, se apartó del entonces gobernador Shea. Este se levantó y se masturbó hasta eyacular sobre los pechos de ella.
—Ya es suficiente —dijo Tamarkin.
—Luces —ordenó Woltz.
Todos se quedaron en silencio durante un buen rato.
—¿Dónde era eso? —preguntó Tamarkin—. ¿Dónde se rodó?
Hagen dijo que lo ignoraba.
—¿Y cómo llegaste a conseguir una película tan artística?
—Privilegios de la relación abogado-cliente —repuso Hagen, lo cual era cierto. Aunque le había pagado al criado por las películas, también le había cobrado la cifra simbólica de un dólar para aparentar su condición de cliente.
—Tengo que hacer una llamada —dijo Tamarkin.
—Hay un teléfono en el recibidor —indicó Woltz.
—Dos minutos —sentenció Tamarkin mientras se iba.
—Así que es cierto —le dijo Hagen a Woltz—. Lo de la llamada.
Jack Woltz hundió la cabeza entre las manos y no respondió.
Había gente que a Tamarkin lo llamaba el Fantasma. Era el negociador definitivo. Respondía ante un grupo de hombres muy ricos a los que casi nadie conocía; y él mismo, aunque era un personaje más público, tampoco se dejaba ver mucho. Había ayudado a que se produjeran incontables milagros en el sur de California, entre los que se incluían los Brooklyn Dodgers y un suministro prácticamente ilimitado de agua. Solía decirse que Ben Tamarkin podía salvar a un condenado con una sola llamada telefónica.
Hagen había descubierto también que el poder de Tamarkin venía de un juego muy peligroso: darle al FBI la información necesaria para no tener problemas, pero no la suficiente como para acabar con los poderosos individuos a los que servía y protegía. Aunque no tenía pruebas de ello, Hagen se curaba en salud asumiendo que todo eso era cierto.
Al cabo de dos minutos justos de haberse ido, Tamarkin se internó por el pasillo central y volvió a su asiento.
—Disculpadme —dijo—. Continuemos.
Hagen se incorporó para mirar a los otros dos hombres.
—Como ya le he dicho al señor Woltz, hay algo más de este material lamentable —dijo—. Parte de él incluye también al hermano del presidente, que, por lo que me cuentan, tiene un abanico de actividades aún más amplio. El rollo que copiamos para el señor Woltz es, aparentemente, una muestra muy representativa. Preferiría no saber más de lo que ya sé. Preferiría que nadie supiera más. Soy consciente de que muy poca gente ha visto estas películas, y sería deseable que las cosas se mantuvieran así.
Tamarkin lo contempló, impasible. Aunque se suponía que Woltz debía presentar al presidente en una recogida de fondos la noche siguiente, Hagen observó que el más mínimo cambio en sus actividades tenía que pasar por Tamarkin.
—Caballeros —dijo Tom—, los tres tenemos orígenes humildes. Los tres tuvimos que empezar a ganarnos la vida de muy jóvenes. Podemos ver ciertas cosas que alguien que ha sido siempre rico, como Danny Shea, es incapaz de ver. Por ejemplo, no se da cuenta de que los dos líderes sindicales a los que está intentando empapelar han mejorado la vida de los honrados trabajadores a los que sirven. La política sindical puede ser muy sucia, y el que consiga hacer algo decente en ese turbio ambiente no es fácil que sea un firme candidato a la santidad.
Woltz seguía con la cabeza entre las manos, pero Hagen observó que continuaba respirando. Tamarkin, por el contrario, mantenía fija en Tom su intensa mirada de rayos láser.
—Por el mismo motivo —siguió Hagen—, muchas de las personas con las que el señor Michael Corleone hace negocios se oponen con firmeza a esta administración. Al señor Corleone, cuyo entorno es tan parecido al del presidente, le resultaría muy sencillo apreciar ciertos asuntos que a esas personas, incapaces de ver más allá de sus diferencias con algunas iniciativas del gobierno, se les escapan. Una economía fuerte, altas cotas de empleo, el programa espacial, el liderazgo motivador, la habilidad para controlar a los comunistas... La lista es larga, como todos convendremos.
Tamarkin se cruzó de brazos.
Siguió Hagen:
—Michael Corleone no es el demonio en que Danny Shea lo está convirtiendo ni el que la gente quiere ver. Estuvo involucrado en la campaña del presidente en las últimas elecciones y puede que haya sido providencial a la hora de los resultados. A Michael le gustaría seguir ayudando a este gobierno si este gobierno dejara de tratarlo como a un adversario.
Finalmente, Woltz levantó su enorme y calva cabeza:
—Hablemos claro. ¿Quiere que lo ayudemos a chantajear al presidente de Estados Unidos?
Tamarkin le lanzó al viejo una mirada de profundo desprecio.
—En absoluto —dijo Hagen—. ¿Cómo lo íbamos a hacer? ¿Qué periódico publicaría algo así? ¿Qué canal de televisión lo emitiría? A no ser que me esté olvidando de algo, lo que siempre podría suceder —aquí hizo una pausa—, este material carece de valor político. Pero por otro lado —señaló la pantalla—, un hombre honorable debe guardar los secretos de sus amigos. ¿Qué interés tenemos en resguardar los ruinosos secretos de un enemigo? Me parece de lo más... innecesario que el presidente nos quiera como adversarios cuando nos puede tener de amigos. De hecho, ya lo éramos, antes de que su hermanito empezara a portarse mal. Señor Woltz, señor Tamarkin, sabemos que ustedes tienen buenas relaciones con el presidente y con otras personas de su círculo íntimo. En ningún caso les pediríamos que pusieran en peligro esa amistad. No les estoy pidiendo que ejerzan de mensajeros del señor Corleone. La verdad es que no les estoy pidiendo nada más que considerar la situación, considerarla en su totalidad, y hacer lo que crean que deben hacer. —Se acercó a Tamarkin y le puso la mano en el hombro; luego se agachó y miró a Woltz a la cara—. Lo único que les estoy sugiriendo es que dejen que su conciencia los guíe.
A Tom no le hacía ninguna ilusión quedarse a pasar la noche en aquella horrible casa, bajo el mismo techo que aquella gente no menos horrible, pero era lo menos que podía hacer para compensar los cientos de veces que se lo había pasado divinamente, en cuerpo y alma, con Judy Buchanan. Seguro que fueron las mujeres las que inventaron la monogamia, un hallazgo tan piadoso como poco realista, un absurdo: como esa manía que tienen de coleccionar zapatos tan caros como mal hechos. La monogamia, pensaba Tom Hagen, representaba el triunfo de cómo tenían que ser las cosas sobre cómo eran realmente.
La habitación que les habían asignado tenía dos camas gemelas y, a excepción de los bocetos de Degas que estaban colgados sobre sus respectivas cabeceras, lucía una decoración austera. En albornoz, Tom y Theresa Hagen acercaron un par de sillas a la ventana y se sentaron para compartir una botella de vino tinto, que les habían dejado en la habitación, mientras contemplaban la estatua de Jack Woltz.
—Woltz es judío, ¿verdad? —preguntó Theresa.
—De la cabeza a los pies. ¿Por qué?
—Yo diría que en esta casa hay como unas veinte obras de arte que les fueron robadas a los judíos durante la guerra y que nunca aparecieron. Tendría que estudiarlas un poco más para cerciorarme, pero si me gustara apostar, apostaría a que hay algo más de veinte.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Si son más o menos de veinte?
—No —dijo Tom—. Lo otro.
—Conocí a una gente en Miami (Miami Beach, en concreto), judíos casi todos ellos. Trabajan para encontrar obras de arte importantes que se han perdido, ya sea durante la segunda guerra mundial o bajo cualquier otra circunstancia, pero están especializados en dicho período. Hay más de las que te imaginas.
—¿Y qué ocurre cuando encuentran algo? —preguntó Tom.
—Localizan al legítimo propietario, o a sus herederos, y de lo que sigue ya se encarga la justicia. O, mejor dicho, el miedo a la justicia. El temor a ser desenmascarado públicamente como receptor de bienes robados por los nazis le basta a mucha gente para hacer caso a su lado más bondadoso. Aunque el nuevo propietario desconozca el origen de la pieza y sólo sea un colaborador involuntario de los nazis, te aseguro que nadie quiere tener que dar explicaciones ante un juez. La gente ve las pruebas, habla con su abogado y se rinde.
Theresa le sirvió un poco más de vino a su marido.
—No estás pensando en mí —le dijo—, ni en mi relación con ese grupo, ni en nada del menor interés para el proyecto. Sólo estás pensando en cómo poder utilizar esta información contra Woltz.
Theresa siempre había parecido ser capaz de leerle el pensamiento, aunque era algo que ya no hacía casi nunca.
—Estaba pensando en qué más daba que fuera judío. ¿Se supone que por serlo tiene que embarcarse en una cruzada para ayudar a los demás judíos? Si empiezas a pensar así, ¿adonde vas a llegar?
—Eres un hombre muy inteligente, Tom, pero cuando se trata de mirar el mundo desde una perspectiva ajena, sólo eres capaz de hacerlo cuando puedes sacar algo. Eres un negado para la empatia.
Tom se dio cuenta de que su mujer no hablaba de Woltz.
—Me deprime —dijo Theresa—. Esto es sólo un ejemplo, pero me deprime que me consideres una de esas esposas tan ingenuas que no saben cómo se comportan los hombres.
—No te entiendo —mintió Hagen—. ¿A qué te refieres?
—Lo sé, ¿vale? —dijo Theresa—. Trato con muchos artistas. Los artistas son como forajidos. Viven al margen de la ley y creen que las normas son para los demás. Tú crees que tu mundo está lleno de cláusulas secretas. Te crees que son únicas, lo cual es para troncharse. Asimismo, no puedo soportar que me consideres como una pobre campesina italiana que tiene que aceptar que su signore tenga una comare. Como si me quitaras un peso de encima, igual que si contrataras a alguien para que me ayudara con la limpieza del hogar.
—Theresa, eso no...
—¿Tanto te cuesta entender que a mí también me gustaría hacer lo que hiciste tú? El sexo me gusta, por si no te habías dado cuenta. Y los motivos que tú tenías para buscarte un chocho también los tenía yo para pillar una buena polla. Pero yo no lo hice. Nunca lo haría. ¿Sabes qué es lo que más me molesta?
Hagen tenía las manos metidas en los bolsillos del albornoz y se le estaban convirtiendo en puños.
—No.
—Nunca lo imaginarías.
—Supongo que no. Ya me has dicho que soy incapaz de ver el mundo a través de los ojos de los demás.
—No te burles de mí.
—No me estoy burlando.
Se quedaron callados unos instantes. Luego Theresa se sirvió más vino.
—Lo que más me molesta —dijo— es que sigas insistiendo en que no significaba nada, que no la querías. Por el amor de Dios, Tom, escúchate a ti mismo. ¿Por qué destruyes tu familia por algo que ni siquiera vale la pena? ¿Por qué te haces vulnerable ante cualquiera que esté detrás del asesinato de esa puta? Si la hubieses querido, lo comprendería, entendería mejor por qué corriste un peligro semejante. Y lo que es más importante: si la hubieses querido, eso demostraría que aún puedes sentir una pasión.
Tom se obligó a calmarse, a abrir los puños, extender los dedos y respirar hondo. Casi todos los hombres que conocía ya hubieran pegado a su mujer a esas alturas. Tom nunca le había puesto la mano encima a la suya —ni a nadie más— cuando estaba enfadado. Como todo el mundo, sentía el impulso. Pero incluso de niño, Tom ya sabía controlar sus impulsos como si fuera un ascético cura de pueblo.
—Esto es ridículo —repuso él—. Te puedo jurar que nada de esto habría ido mejor aunque yo la hubiese querido. Lo que, insisto, no era el caso.
—Tienes una vida fantástica, Tom. Lo has hecho todo muy bien. Te he oído decirlo muchas veces y estoy de acuerdo contigo. Pero eres incapaz de extraer algún placer de las cosas. Lo siento por ti. Cualquier ternura que demuestres hacia los demás, cualquier pasión, cualquier amor, no es más que una actuación.
—Una actuación. ¿Tú crees que siempre estoy actuando?
—No digo que seas consciente de ello; no creo que lo seas. Sinceramente te lo digo. Puede que esa actuación (y seguro que hay una palabra mejor para lo tuyo, pero no soy psicóloga) sea simplemente algo que utilizas en tu propio beneficio. Pero todas tus emociones parecen más ensayadas que vividas.
De repente, Tom sintió los síntomas de una indigestión. Intentó pensar en algo que había comido y que pudiera haberle sentado mal. Había sido un día muy largo. El pinchazo fue a más, y Tom trató de controlarlo respirando hondo, cosa que pareció funcionar.
—No pienses así —le dijo a Theresa mientras le daba una palmadita en la mano y se levantaba para pillar el frasco de Pepto-Bismol. «Eso es la úlcera —se dijo—. Ya estamos otra vez con lo mismo.»
Tom pensó que quizá a Theresa le sentara mal que se levantara de esa forma, en mitad de una conversación, pero mientras volvía junto a la ventana —con un vaso de agua para ella también, por si acaso—, el aspecto de su esposa era el de una mujer madura, preocupada y perversamente animada.
—¿Te encuentras bien?
—Es la úlcera, creo. Estoy bien, pero me temo que vuelve a dar guerra.
Si no la conociera mejor, habría interpretado su reacción como un cínico intento de demostrarle en qué consistía la empatia. Pero Theresa estaba siendo de lo más sincera, como lo era con todo. Lo que ahora sentía Tom por ella era amor. Estaba casi seguro de ello. No necesitaba a una mujer como ella, la necesitaba a ella. Theresa. Alguien que le decía la verdad.
—Ya sé que tal vez no es el momento más adecuado para decirlo, Theresa, pero te quiero.
—¿Tú te estás oyendo? «Ya sé que tal vez no es el momento, pero...» —Meneó la cabeza—. Yo también te quiero, Tom, ¿de acuerdo? Que Dios se apiade de mí, pero así es. Me gusta tu mente, tu encanto, tu ingenio. Me encanta estar casada con un hombre que no se siente amenazado por una mujer con una carrera (o algo parecido, vaya). Mi interés por ti va más allá de nuestro hogar. Me gusta lo guapo que eres. Me gusta lo que hemos construido juntos, nuestra familia, la misión que hemos compartido como marido y mujer. Pero al final, no sé explicar muy bien por qué te amo. Todo eso supongo que lo explica, pero no del todo.
Tom asintió. No podía hablar. Sentía una opresión en el pecho, así como unos extraños picores, y le vino a la cabeza la loca idea de que tal vez eso era de lo que hablaba la gente cuando se refería al amor.
—¿Qué te apasiona, Tom? Dime algo.
—Tú —dijo él—. Los chicos. Nuestra familia.
—Respuesta correcta —dijo Theresa—. Así es cómo lo contestas todo, utilizando la respuesta que crees que espera la otra persona. No con sinceridad, porque en realidad no sientes nada.
—Te equivocas —replicó Tom.
Theresa se lo quedó mirando. Se acercó a él y le dio un beso casto pero tierno en la frente.
—Que así sea. Espero que así sea.
Cosa de una hora después, en la cama junto a su mujer dormida, Tom se despertó de golpe, aquejado de aquello que un rato antes había considerado un signo del amor. Esta vez le dolía de verdad: más picores y una presión más contundente en el pecho.
El médico particular de Woltz se lo llevó al hospital de Palm Springs, donde le hicieron unas pruebas, y luego le dio la enhorabuena.
—Es difícil decirlo con seguridad, pero todo parece indicar que ha sufrido un leve ataque al corazón —le dijo—. Afortunadamente para usted, sólo ha sido una advertencia. Pero créame, si no se cuida, la cosa irá a peor.
—Nunca creas a nadie que diga «créame» —susurró Tom. El susurro era la única expresión que se podía permitir.
El doctor se lo tomó bien, como si fuera una broma.
—Tómese un descanso —le aconsejó.
Theresa estaba de pie junto a la cama con la cara surcada de lágrimas secas y de las señales de la falta de sueño. El médico le dio una tranquilizadora palmadita en el hombro y luego los dejó solos.
Theresa cogió la mano de Tom, respiró hondo y empezó a hablar:
—Bueno. Condición número uno: nos quedamos en Florida. No es negociable. Las chicas, tú y yo. Y los chicos cuando vengan de visita. La casa de Hollywood es nuestro hogar. Quédate con la de Nueva York para tus negocios, si quieres, pero yo no pienso volver a poner los pies allí. Voy a mantener las distancias con todo eso. Si viajo a Nueva York será por cuestiones artísticas únicamente. Pero nuestro hogar será Florida.
Tom asintió, algo mareado. Pensó que si los corazones se hundieran, el suyo ya se habría ahogado.
—De acuerdo.
A unos cuantos kilómetros y aproximadamente a la misma hora, Francesca Corleone, recuperando el resuello y borracha por primera vez en muchos años, vio su propio cuerpo desnudo en el espejo situado sobre la enorme cama de Johnny Fontane y no pudo apartar los ojos de él, aunque le hubiera gustado. Lo que estaba haciendo difícilmente se podría describir como «hacer el amor». La cama estaba deshecha y arrugada, y en ella sólo se llevaba a cabo un acto animal; sobre sábanas de sudado satén, a los acordes de una bossa nova y a la luz de una lámpara de ambiente que Francesca hubiera preferido que Johnny apagara.
Por lo general, incluso cuando estaba sola, Francesca no se miraba mucho al espejo si iba desnuda. Su madre le había dicho que sólo las guarras se miran al espejo cuando están desnudas. ¿O es que se encontraba muy guapa? No lo era. Era una chica del montón, y cuanto antes se diera cuenta de ello, más feliz sería su existencia. Las cosas crueles que una madre le dice a una hija se mantienen vigentes hasta que esa hija la palma. A menudo consiguen que una hija la palme. Y aunque su madre no le hubiera dicho eso tan desagradable, a Francesca nunca se le habría ocurrido que podría gustarle contemplarse a sí misma haciendo eso. Ya había tenido la oportunidad anteriormente, cuando había estado de vacaciones en Cuba con Billy. Pero acabó apartando la vista, o poniéndose encima de él o arrodillándose. O boca abajo. Eso le gustaba. Pero esto era distinto. Esto era Johnny.
Lo extraño del asunto era lo poco extraño que resultaba, lo natural que parecía. Hacía mucho que Francesca no había estado con nadie, así que Johnny se tomó su tiempo.
Su cabeza. Entre las piernas. Mucho más rato que Billy.
Intentó mirarlo, a Johnny, ese rostro, esos ojos, pero no pudo.
Sólo consiguió ver su reflejo. Sus nalgas subiendo y bajando, pequeñas y prietas, ridículas y adorables. Y en la coronilla, la pequeña calva que tanto le molestaba a él y tan poco a ella. Verlo así lo hacía todo divertido, triste y un tanto irreal. Qué extraño es eso de que te folien. Porque cuando lo ves, de esta manera, no es hacer el amor. Es follar. Detestaba esa palabra, pero era la única que se le ocurría. Y la única adecuada para lo que estaba viendo.
—Follame, Johnny —se oyó decir.
Su respuesta consistió en deslizarse dentro de ella, con fuerza. Los rumores eran ciertos: la tenía grande, era la polla más grande que nunca le hubieran metido a Francesca. Le hacía daño, pero también le parecía que Johnny era muy tierno. Le dolía de una manera agradable que para ella era totalmente nueva. La llenaba tanto que no había sitio para nada más. Con cada embestida de él, Francesca soltaba sus propios jugos.
—Así, así... —gritaba ella, sin aliento. No estaba segura de si quería decir «Así me gusta» o «Házmelo así».
Johnny no necesitaba saber nada. Era muy bueno en eso.
A Francesca le hizo sentirse muy dura y muy sofisticada el que le diera igual todo lo que Johnny había hecho para llevarla hasta allí.
Podría haberlo mirado a los ojos, debería haberlo hecho, pero no lo hizo.
No podía. Quería, pero no.
Los únicos ojos a los que Francesca podía enfrentarse eran los suyos, allí arriba, mirándola, estudiando el atisbo de sus propios pechos, desafiantemente asimétricos. La mujer de allí arriba parecía más asustada que contenta. Estaba bañada en sudor. En la pared de detrás de la cama, sobre la cabecera de cuero, la enorme cinta del magnetofón seguía girando y girando.
La bossa nova cedió su lugar a los aplausos. La voz de un presentador anunció a Johnny Fontane. Era el disco en directo, «Fontane blue». Johnny se la estaba tirando a los acordes de su propia música. No es que Francesca esperara algo diferente.
Y además, miles, o tal vez millones de personas se lo hacían a diario en sus dormitorios mientras sonaba la voz de Johnny.
—Sí —dijo Francesca con una voz que le sonó extraña. «Te quiero», estuvo a punto de decir, pero fue lo suficientemente sensata como para no hacerlo. O para no sentirlo, incluso. Se odiaba por pensar algo así. Francesca quería acabar de una vez con esa clase de amor—. Follame.
Por fin consiguió echarle un vistazo. Tenía los ojos cerrados y la cara desfigurada en una mueca.
Temblando, Francesca puso los dedos sobre la brillante y lampiña espalda de Johnny y lo atrajo hacia sí, para no ver lo que estaba ocurriendo. Que era lo último que podría haber esperado.
«La vida no es como esperas, ¿verdad?»
Como se había temido, el sueño real que estaba viviendo olía a sudor, a jabón masculino, a cuero fino y al ramo de flores de su propio y fragante coño.
Otra palabra que detestaba, pero que se veía obligada a usar.
Coño.
Sintió un espasmo ahí, como si tuviera vida propia, y notó un escalofrío. Sorprendentemente, de manera inevitable, estaba a punto de correrse.