DIECISÉIS
—Sal de la ciudad —ladró el detective—. Y no vuelvas nunca.
—¿Así de fácil? —dijo Dantzler—. La cosa está mal, pero no...
—Te van a matar —dijo el detective—. Haz lo que quieras, pero yo voy a tener que limpiar tu mierda, cabrón.
El detective colgó, salió corriendo hacia una cabina que había en la esquina y llamó a un número que, según la compañía telefónica, pertenecía a la rectoría de una iglesia católica de Brooklyn que, en realidad, no existía.
Donde de verdad sonaba el teléfono era en la parte alta del club de caza de Carroll Gardens.
El que descolgó fue Momo el Cucaracha en persona. Tomaron las medidas de precaución previamente acordadas entre él y el detective, aunque no hacía falta. Momo era el único presente. Eddie Paradise le había dicho que se quedara allí durante la reunión de la Comisión para, entre comillas, vigilar el fuerte. Qué gracioso era ese enano cabrón. Y qué rápido se le había subido a la cabeza lo de mandar.
—Esa cosa que ha pasado —dijo Momo—, se la hizo ella, ¿no?
—Yo no diría eso.
—¿Hablamos de una situación permanente?
—Eso me han dicho.
—Eso te han dicho —repitió Momo—. Qué bien los eliges, ¿eh? Yo te dije: tíos de primera, el dinero no importa. ¿Y tú me consigues eso? Me decepcionas. Mucho.
—Fue un accidente, ¿vale?
—Los accidentes no les suceden a la gente que se los toma como un insulto personal —dijo el Cucaracha. Eso formaba parte del código al que tenía que ajustarse cualquiera que formara parte de la familia Corleone. El código que le había enseñado a Momo su tío Sally.
—Pues se ve que mis chicos no eran de ésos —repuso el detective.
—¿Son de los que hacen su trabajo, por lo menos?
—¿A qué te refieres?
—A que si esos genios que contrataste tienen fotos o algo. Pruebas, ¿lo pillas? Para eso se les pagaba.
—Por supuesto —dijo el detective, aunque no podía estar seguro del todo—. Claro que sí.
—¿Te las han dado o aún las tienen ellos?
—Las tienen ellos, pero puedo conseguirlas.
—¿Testigos? —preguntó Momo.
—No están seguros —respondió el detective—. Habrá que verlo.
Momo se quedó mirando el teléfono.
—Vale. Vete para allá cuanto antes y llámame desde una cabina nada más llegar.
Porque no estaba haciendo esto por cuenta propia.
Luego respiró hondo y llamó a Nick Geraci.
Llamar desde allí era un riesgo, pero Momo era el único que se encargaba del teléfono, así que quizá no lo era tanto.
En Acapulco era mediodía.
La voz de Geraci sonaba un tanto extraña, aunque quizá todo era culpa de la conexión. Aunque el tío estuviera atontolinado —o comoquiera que se llamara la enfermedad que tenía—, el Cucaracha se sorprendió de que el cerebro le funcionara tan bien como siempre. Momo no tenía que repetirle nada; y Geraci, sin dudar, llegaba a conclusiones a las que su leal soldado no había llegado del todo. De hecho, lo primero que Geraci le preguntó fue si la reunión de la Comisión ya había empezado.
—Sí —le dijo Momo—. Hace cosa de una hora.
—Tenemos cosas que lo relacionan con ella, ¿no? ¿Fotografías, recibos, cosas así?
—Las tenemos —asintió Momo, confiando en que así fuera.
—Con todo el respeto hacia esa pobre mujer —dijo Geraci—, esto tiene todo el aspecto de un afortunado accidente.
Momo se preguntaba porqué había que tenerle respeto a la puta guarra de un miserable, pero no dijo nada.
—¿Por qué afortunado?
—Aunque nada salpique a nuestro amigo el abogado —dijo Geraci—, la cosa no dejará de hacer daño, tanto a él como a su, hum, hermanito. Si lo llevan bien, quizá no salga dañada la organización. Por lo menos al principio. Luego sí.
El Cucaracha sonrió. En seguida entendió a qué se refería Geraci. Era su camino de vuelta. Habían debilitado a Michael, con lo que los más cercanos a él pondrían en duda su capacidad para ser el jefe, hasta llegar al momento en el que, por el bien de la familia, habría que apartarlo suavemente. O darle un buen empujón.
Hablaron de ello por primera vez en verano, cuando Momo se cocía en su resentimiento durante su viaje-premio a Acapulco y Nick Geraci se materializó una noche —como si fuera un fantasma— en la terraza de la casita del acantilado que ocupaba el Cucaracha.
Geraci tuvo que esperarlo durante más de una hora. El Cucaracha había salido a cenar con una furcia americana de categoría que le habían proporcionado. A juzgar por lo que se oía cuando regresaron, también era una mujer de talento. Por lo general, Geraci no se iba de putas como solían hacer muchos, simplemente porque podían, pero llevaba ya mucho tiempo alejado de Char. Hubiera sido muy duro escuchar a Momo dale que te pego si él no se hubiera dedicado a lo mismo unas cuantas veces. Mejor con una puta, razonaba, que con alguien que le importara. Además, si no hubiera aceptado la oferta del encargado del hotel de enviarle a una chica a la habitación, la cosa habría levantado sospechas. A fin de cuentas, era un norteamericano lejos del hogar que estaba solo. Aunque había tenido ya tres citas con otro estadounidense, un tipo con un ojo de cristal: una vez junto a la piscina y dos en su habitación. Ya era bastante malo irse a la cama con una agencia federal como para que encima pareciera que también se acostaba con un agente federal. Así que cuando el encargado se ofreció, Nick aceptó la oferta. La chica tenía anchas caderas y gruesos muslos. Se había mostrado limpia, eficaz y profesional, con lo que ahora aparecía una vez a la semana. No hacían daño a nadie. Era como sacar el coche del garaje para darle una vuelta y que no se oxidara.
Cuando el Cucaracha acabó de una vez, despidió a la mujer, se puso unos amplios calzones grises, se peinó y salió a echar un pitillo.
Geraci estaba sentado a la mesa. Llevaba un 38 en el cinturón de sus pantalones de loneta.
Claramente sorprendido, Momo Barone intentó ir de tranquilo.
—Te has dejado barba, ¿eh? —dijo tocándose la cara.
Geraci se echó más agua mineral en el vaso y tomó un sorbo.
—Entre amigos, te queda fatal —dijo Momo.
—¿Qué tal estás, Cucaracha?
—Madonna. La gente cree que estás muerto, ¿sabes?
—¿La gente?
—Sí, la gente —asintió Momo—. Dicen que estás muerto o que lo estarás muy pronto.
—¿Y qué piensa la gente de Diño DiMiceli? —dijo Geraci, impasible—. ¿Qué dicen de Willie Binaggio?
El Cucaracha dio una larga calada a su cigarrillo.
—¿De verdad te los cargaste a los dos?
Geraci bebió otro sorbo de agua. La adrenalina conseguía mantener controlados sus pequeños temblores.
—No he dicho nada —dijo Momo—. Pero deja que te pregunte algo: ¿cómo supiste que estaría aquí? ¿Quién te dice que no te voy a matar? ¿Y qué clase de sitio es éste, por cierto, en el que cualquiera puede colarse sin que yo me entere? ¿Eh?
Geraci sonrió.
—Es evidente que tienes un montón de preguntas, Cucaracha. Siéntate y hablaremos.
Momo lanzó al vacío el cigarrillo a medio fumar y se quedó de pie.
—¿Por qué estás tan seguro de que no les voy a entregar tu cabeza en bandeja de plata? Yo también tengo que prosperar, ¿sabes?
—Te diré por qué —dijo Geraci.
Porque si fuera Momo quien hubiera sorprendido a Nick, eso significaría que Michael lo había enviado para comprobar su lealtad. Pero el Cucaracha llevaba tres días en Acapulco y no había hecho nada por acercársele. El Cucaracha era un hombre de acción. Geraci no se había instalado en el mismo Acapulco —una ciudad abierta, pero también refugio de lo que quedaba del sindicato de Hyman Roth, un lugar en el que cualquier día alguien podría reconocerlo—, sino a unos kilómetros de distancia, en la costa, en el llamado Pie de la Cuesta. Si el Cucaracha lo hubiera sabido, seguro que no habría esperado tres días para moverse.
—Porque somos amigos —dijo Geraci.
—¿Amigos? ¿Qué coño amigos? A la mierda los amigos.
Geraci suponía que se refería a Eddie. Geraci y Momo se conocían desde pequeños. A Momo siempre lo había visto venir, lo cual era muy adecuado para un lameculos.
—Así que has venido a matarme, Nick, ¿es eso?
—Siéntate, ¿quieres? —Geraci pescó dos botellas de Tecate de un barreño de acero. Había pedido la cerveza al servicio de habitaciones mientras el Cucaracha no estaba—. Creo que te gustará lo que tengo que decirte. Voy a volver y tú me vas a ayudar. Tengo en la cabeza a otros tíos en los que podemos confiar. Cuando todo termine, serás mi consigliere.
—Consigliere?
—Consigliere.
—No me toques los huevos, ¿vale?
—Cucaracha...
La verdad es que Geraci era sincero. Extendió los brazos en plan «¿qué más puedo decir?». El Cucaracha pareció aceptarlo: sonrió. Y así fue cómo Cosimo Barone acabó metido en el bolsillo de Nick Geraci.
—¿Te importa si me pongo un albornoz? —preguntó el Cucaracha—. Se me están congelando las bolas aquí fuera.
Geraci se levantó y le dio una palmada en su hombro peludo.
—Después de ti —dijo, y siguió a Momo hacia el interior, por si acaso.
El Cucaracha se puso el albornoz que venía con la habitación. Levantó las cejas para indicarle a Nick que, si quería, podía registrarle los bolsillos. Geraci se encogió de hombros y lo hizo. El Cucaracha también se encogió de hombros, pero para mostrar que no esperaba menos de él.
Como ocurre con la mayoría de los milagros, la aparición de Geraci en esa terraza sólo le parecería milagrosa a alguien que no pensara las cosas a fondo. Evidentemente, Geraci sabía que Momo sería enviado a Las Brisas en cuanto saliera de la cárcel porque a todos los que mantenían el tipo entre rejas les caía ese viaje como regalo de agradecimiento de la familia. Había sido idea de Fredo, al que le encantaba la gente famosa que iba a Las Brisas, así como esos jeeps de color rosa que te llevaban a la playa. En la familia nadie hablaba de Fredo, pero los temas que él había puesto en marcha y que funcionaban se habían convertido en tradiciones inamovibles. Cuando llegó allí desde Taxco por primera vez, Geraci se dejó caer por Acapulco a las ocho de la mañana (una hora en la que ningún mafioso que se respetara estaría levantado) y le dio al jefe de botones de Las Brisas el nombre de Cosimo Barone, una descripción del personaje y cincuenta dólares por las molestias. Luego regresó a su hotel en el Pie de la Cuesta y esperó a que se produjera la inevitable llamada. Cuando ésta se produjo, esperó un par de días a que Momo fuera a matarlo. Cuando eso no sucedió, volvió a levantarse temprano y pasó un día vertiginoso siguiendo a Momo por todas partes para ver si estaba con alguien más. Parecía que no. Cuando Momo salió a cenar con la furcia, todo lo que Geraci tuvo que hacer fue soltarle al jefe de botones otros cincuenta.
Intuir que Michael ascendería al coglione de Eddie Paradise a capo mientras Momo estaba en el trullo tampoco era algo especialmente difícil.
De nuevo en la terraza, el Cucaracha abrió las botellas de cerveza. Brindaron con ellas y bebieron.
Displicentemente, Geraci sacó su pistola y la dejó sobre la mesa, delante de él y fuera del alcance del Cucaracha. Era como las que usa la policía.
El Cucaracha no reaccionó.
Ambos intercambiaron las noticias de que disponían, aunque la mayor parte tenían que ver con lo que sucedía en Nueva York. No hace falta decir que Nick no pensaba explicar los detalles de su permanencia con vida durante el último año, ni que Momo no le presionó en ninguna dirección.
Según el Cucaracha, la mujer y las hijas de Nick estaban estupendamente. Las chicas iban a la universidad y obtenían muy buenas notas. Momo y su mujer habían ido a ver a Charlotte hacía unos días y la encontraron muy serena y sensata.
Geraci no hizo mucho caso a su interlocutor: tenía otras fuentes para mantenerse en contacto con su familia y saber qué tal les iba. Charlotte estaba a punto de derrumbarse; si quería salvar su matrimonio, Nick necesitaba volver pronto a su lado. Su hija mayor, Barb, no quería hablar con él; y la menor, Bev, era un desastre. De todos modos, estaba bien que el Cucaracha las vigilara a todas lo mejor que pudiera.
Momo parecía estar empecinándose en no ver la pistola, cosa que de momento le estaba saliendo bastante bien.
—Pusieron a Tommy Scootch a buscarte —dijo Momo—. ¿Te lo puedes creer?
Esto no lo sabía.
—¿Tommy Neri? ¿No Al?
—Tommy.
Geraci meneó la cabeza, considerando el asunto. Tommy Scootch había crecido como Tommy Palumbo. Neri era el apellido de soltera de su madre. Tommy había adoptado el apellido de su tío para medrar (aunque también, seamos justos, para distanciarse de una serie de detenciones por robo de carteras y otros delitos de poca monta, que es de donde le salió el apodo: scucire, hurtar, robar). Salió de Sing Sing como Tommy Palumbo (Al se había puesto en contacto personalmente con Geraci, que movió algunos hilos para que el chaval saliera antes) y se subió a un avión en Nevada como Tommy Neri. No tardó nada en convertirse en un matón de primera, trabajando bajo las órdenes directas de Rocco Lampone, que entonces era un capo de por allí, y de Fredo Corleone, el teórico subjefe (cosa que, según Nick Geraci, constituía un paradigma del más desquiciado nepotismo).
—Diño y Wille B., pues vale; pero, francamente, ¿cómo piensa encontrarme Michael si no pone al frente del asunto a alguien como tú?
A Momo se le infló ligeramente el pecho antes de que pudiera controlarlo: el halago había funcionado.
—Contigo es que la cosa va en serio —siguió Geraci mientras empezaba a contarse los dedos—. Richie Dos Pistolas, otro tío serio. O cualquiera de los Rosato, o alguno de esos que utilizamos en el caso del tío aquel y los problemas con el sindicato: gente seria, seria, seria. Y, claro está, Al Neri... eso sí que sería serio.
—Ahí tienes por qué no se lo encargó a Al, ¿no crees? Para no aparentar que está desesperado.
—Puede ser —dijo Geraci. Hizo una pausa para que Momo pensara que estaba meditando sobre lo que le acababa de decir. Geraci había echado de menos a Momo. El tipo le caía bien, sin más, y no sólo por lo fácil que resultaba llevar a alguien así por donde le apeteciera, sino también porque era un tipo divertido. El Cucaracha empezaba a mirar el 38 por el rabillo del ojo—. Pero esto es una puta chapuza. ¿Tommy Scootch? Pero si es un novato. Sabes que tengo razón, Cucaracha. No te ofendas, amigo mío, pero fíjate bien en lo que te digo: el nepotismo va a acabar con nuestro maldito estilo de vida.
Durante un segundo, Geraci temió que Momo fuera a ofenderse, no por el concepto de nepotismo, sino por la palabra en sí. Pero resultó que ya la había oído antes, en más de una ocasión, y siempre en un contexto insultante. Soltó un discreto gruñido, como si fuera un perro.
—Yo me he ganado todo lo que tengo, ¿no?
—Lo sé. Tienes razón. No quería ofenderte.
—¿Qué diferencia hay con lo que hacen todos los mandamases? Ejecutivos, senadores, gente así. Hasta los presidentes. La mitad de ellos llegan a donde llegan por enchufes.
—Más de la mitad, créeme —dijo Geraci—. No hay nada de malo en ello, por otra parte. También un caballo de carreras engendrado por un campeón tiene muchas posibilidades de convertirse en otro campeón. Tampoco tengo nada en contra de Tommy, creo que es un buen hombre. Lo que quiero decir es que Michael le ha encargado el trabajo a Tommy únicamente porque Al insistía en ello. ¿Te acuerdas de cuando tú estabas en esa situación y tu tío te vigilaba? Pues entonces Michael nunca se tomó el menor interés en ti. Y fíjate en lo de Eddie Paradise: aunque tú estuvieras a la sombra, no tenía por qué darle el cargo. Todas las familias que conozco han tenido alguna vez a un caporegime en Lewisburg, Atlanta o Sing-Sing. A Eddie lo escogieron porque era el cuñado de Rocco Lampone, y a ti no te escogieron porque mientras Michael viva, siempre le tendrá manía a tu tío Sally.
Momo asintió, pensativo.
Geraci calló durante unos instantes para congratularse del resentimiento que estaba generando en su interlocutor.
—Pero volvamos a Tommy —siguió—. Si Michael no estuviera para favoritismos, enviaría a por mí a alguien de mi propia banda, alguien que supiera cómo pienso y pudiera utilizarlo en mi contra.
—Tú aún piensas que he venido a darte lo tuyo, ¿no?
Geraci lo miró y no respondió.
Momo suspiró y abrió otras dos cervezas.
—Uno tiene que trabajar duro para demostrar lo que es, ¿pero para probar lo que no es? Ni hablar, ¿sabes?
Geraci sonrió. Ya le había oído a su tío la misma frase hecha.
—Lo sé.
El Cucaracha se pasó la mano por su espesa mata de pelo.
—¿Cómo piensas volver? ¿Cómo lo vamos a hacer?
Ese gesto nervioso era una buena señal. Significaba que Momo se daba cuenta del riesgo, pero estaba con Nick. Cualquiera que se limitara a querer salir del paso, y volver corriendo junto a Michael para contárselo todo, sobreactuaría en sus intentos de aparentar tranquilidad. Momo no estaba haciendo eso. Los ojos de quien sí lo hiciera lo traicionarían, pues se posarían subrepticiamente sobre la pistola, preguntándose si Nick iba a usarla o si él podría cogerla antes: una oportunidad de eliminar a Geraci y convertirse en un héroe. Pero Momo parecía haber olvidado que la pistola seguía allí.
Geraci se acabó la cerveza.
—Sólo hay una manera de salir del escondite —empezó—. La única forma de volver a mi vida y a la normalidad es regresar no como capo, que es imposible, sino como jefe de todo.
Geraci siguió diciendo que había reclutado a otros útiles aliados durante el tiempo que había estado a cubierto. No le iba a decir exactamente de quiénes se trataba —no era el momento de entrar en detalles sobre sus negociaciones con los Tramonti—, pero dijo lo suficiente para que Momo entendiera que se refería a, por lo menos, una de las familias involucradas en el desastre cubano. Momo había contribuido a poner en marcha esa operación —había conocido al tío del parche que se hacía llamar Ike Rosen—, pero ya estaba en el talego cuando tuvieron lugar los entrenamientos, las prácticas de tiro y las sesiones informativas en la granja de Nueva Jersey. Los detalles sobre la ayuda exterior que Nick intentaba obtener podían esperar. Pero ahora mismo, según dijo, lo que necesitaba era hacerse con más aliados dentro de la familia Corleone. Sería duro, pero no imposible.
El Cucaracha asintió vigorosamente, como alguien al que se le preguntara si quería aceptar una fortuna. Los soldados y el personal de a pie siempre habían apreciado más a Geraci que a Michael Corleone. Geraci había empezado en las calles y ascendido desde ahí. Se había ganado cada céntimo, cada descanso, cada promoción. Y además, era un tipo normal, de los que se toman un trago contigo o van al boxeo o a un club nocturno. Por regla general, Michael se reservaba para sí mismo y para su pequeño círculo interno. Y ahora vivían en una puñetera torre blanca, lo que era de lo más natural. Geraci había pasado su vida adulta en clubes sociales y timbas de rebotica, mientras que Michael apenas había puesto los pies (primorosamente atendidos por su pedicuro) en sitios así. Michael era un universitario rebotado, mientras que Geraci casi se había licenciado en Derecho, pero en la calle eran Michael y Hagen, con su actitud superior, los que despertaban la desconfianza de la gente por ser «chicos de universidad». Por el contrario, las clases nocturnas de Derecho a las que acudía Geraci se consideraban una arma más a su disposición. Su idea de utilizar bancarrotas (en vez de incendios intencionados) como método predilecto de la familia a la hora de cargarse un negocio legal, por ejemplo, les parecía a los hombres de la calle un timo de lo más refinado, siendo ese tipo de iniciativas las que habían ayudado a Geraci a ganarse un amplio respeto. Curiosamente, Hagen, que era un abogado de verdad, a mucha gente le parecía un matón germanoirlandés con maletín. Todo eso otorgaba a Geraci ciertas ventajas, pero también era cierto que todos habían jurado lealtad a la familia Corleone, de la que Michael era el padrino, y la mayoría había sido adoctrinada para creer, por su propio bien, que esa lealtad era algo de lo que dependía su vida.
Los miembros y asociados de la familia Corleone, como un solo hombre, entendían que era mejor ser temido y respetado que querido. Michael Corleone no había ascendido siguiendo el escalafón, pero se había ganado ampliamente el respeto de sus secuaces. Geraci había matado a gente sin más arma que sus manos y se las había arreglado para eludir su propia sentencia de muerte no una vez, sino dos (hasta ahora), pero Michael era quien inspiraba el mayor temor dentro de la organización. Nadie dudaba de los rumores que lo señalaban como responsable del asesinato de su (simpático) hermano por una traición tan menor como inescrutable. Y se suponía, también, que Michael y Hagen habían amañado las últimas elecciones presidenciales, cosa cuya enormidad había asombrado incluso a aquellos que se consideraban demasiado cínicos como para sorprenderse ante nada. Entre los rumores a los que menos crédito se concedía figuraban su brutalidad ante los japoneses durante la guerra o lo que les había hecho a varios poderosos mañosos de Sicilia durante su exilio allí. Pero las historias seguían fluyendo. Y cada vez que alguien contaba una, la leyenda crecía.
—Aunque Michael Corleone, el hombre, muera —le explicó Geraci a Momo Barone—, queda el riesgo de que Michael Corleone, la leyenda (un fantasma, un espíritu, algo que ni siquiera existe), siga viviendo.
El Cucaracha no se perdía ni una palabra. Alguien cuyo interés no fuera del todo sincero no se habría olvidado por completo de la presencia de ese 38.
—Creo que ahora tengo a la gente adecuada para que haya un cambio en la cumbre —dijo Geraci, refiriéndose al asesinato de Michael Corleone y Tom Hagen—. Pero para que las cosas funcionen y ese cambio me permita volver a casa, necesito más gente de adentro... Unos cuantos, no tantos como para que todo se descontrole. ¿Qué pasa con la pandilla ésa que enviamos a Bushwick?
—Ahora el padrino los tiene bajo la férula de Nobilio.
Geraci asintió. Sus negocios en Sicilia le habían permitido salirse del tema de los narcóticos y empezar a importar sicilianos, la mayoría de ellos civiles. Geraci les había allanado el camino para conseguir la ciudadanía y mantenido alejados de ellos a los perros. Para muchos de ellos, había usado sus contactos en Cleveland y Chicago, que le permitieron darles trabajo en restaurantes de ciudades y pueblos repartidos por todos los estados de los Grandes Lagos: nunca a cambio de dinero, siempre como un favor. A menudo, esos trabajos venían con apartamento incluido y alquiler gratis durante los tres primeros meses, para que la gente pudiera instalarse con tranquilidad. En cuanto a los pocos sicilianos procedentes del mundo del hampa, Geraci les había proporcionado los rudimentos acerca de cómo se hacían las cosas en Nueva York. Habían aprendido rápido. Y hasta podía ser mejor que no estuvieran en el mismo regime que Momo.
—¿Todavía utilizan de oficina aquel estanco en el Knickerbocker? —preguntó Geraci.
—Creo que sí. No veo mucho a esa gente.
—Eso va a cambiar —dijo Nick—. Hay un par de tíos a los que creo que podemos usar.
—El tal Renzo no-sé-cuántos —apuntó Momo, muy contento por haberlo pensado.
—Interesante —dijo Geraci—. ¿Por qué lo dices?
Momo defendió animadamente su elección, tal vez en exceso. Renzo Sacripante estaba hecho de la misma pasta que Geraci: era bueno con los puños, se trabajaba los ascensos y sabía ganar dinero; los que estaban por debajo de él lo querían; los que estaban por encima lo temían, y el hombre había sobrevivido a varios rifirrafes con Michael Corleone, diferencias que parecían haberlo hecho crecer. Lo que resultaba más importante ahora no era la elección de Momo, sino su deseo de ser un participante activo en lo que se avecinaba.
—Son buenas bazas —le dijo Geraci al Cucaracha—. Puede que él y unos cuantos más. En cualquier caso, y esto es lo fundamental, la misión de los infiltrados consistirá en debilitar y hundir a Michael y a Tom Hagen. Si no fuera así, por mucho que tomáramos el poder no podríamos disfrutar de él.
A Momo le encantaba que Nick lo incluyera en su uso del plural.
—Yo sería un jefe débil —dijo Geraci—. Estaría todo el día vigilando a los que echaran de menos a san Michael. Créeme: las otras familias de Nueva York olerían la sangre y tratarían de aprovecharse.
—¿Cómo piensas debilitarlos y hundirlos? —Momo seguía sin echarle ni un vistazo al arma.
Geraci le explicó que ese proceso ya estaba en marcha. Su propia habilidad para eludir la captura había representando un paso en la dirección adecuada. El leve caos que había sido capaz de orquestar en el exilio había sido otro (esto era más bien falso, pero Geraci había oído rumores al respecto a través de su padre y de sus nuevos contactos en Nueva Orleans). La pública persecución de Johnny Fontane a cargo de la Comisión del Juego de Nevada había conseguido que a Michael Corleone se lo describiera repetidamente como «supuesta figura del crimen organizado», cosa que era pura chiripa, pero qué coño, a Geraci le encantaba.
Pero lo que ya se había hecho era tan sólo un comienzo, dijo Geraci. Había más cosas. Así fue cómo Nick y su fiel soldado se quedaron sentados en aquella terraza discutiendo las diferentes maneras, grandes y pequeñas, en que se podía desmontar la leyenda de Michael Corleone. Escándalos y meteduras de pata evidentes que animaran a los leales a los Corleone a perder la fe en Michael y aceptar la verdad: que era Michael quien había traicionado a Nick. Además de eso, los jefes de las demás familias, en especial, las de Nueva York, necesitaban ver que sería mejor negociar con Nick Geraci que con el débil y decadente Michael Corleone, tanto ahora como en el futuro. Sólo entonces se podría dar el siguiente paso.
—Venganza —dijo Momo.
Maquiavelo escribió que un príncipe debe inspirar temor de una manera que evite el odio, aunque de esa manera no se haga acreedor al amor.
—Tal vez —dijo Geraci. Se hizo finalmente con el 38 y se lo volvió a guardar en los pantalones. Momo no reaccionó. La pistola ya no tenía nada más que probar, por ahora—. Pero yo prefiero llamarla justicia.
Durante las semanas siguientes al regreso a Brooklyn de Cosimo Barone, éste se había dedicado a poner en marcha algunas iniciativas —incluida una reunión algo tensa con dos de los tíos de Bushwick—, pero la muerte de Judy Buchanan y cómo podía ser utilizada fue más importante. La oportunidad llamaba a la puerta y la llamada se podía oír a tres mil kilómetros de distancia.
—Tienes que ocuparte de algunas cosas, amigo mío —dijo Geraci—. Y rápido.
El Cucaracha, siguiendo su costumbre de muchos años, escuchó las instrucciones de Nick Geraci con los ojos cerrados en señal de concentración, dispuesto a seguirlas al pie de la letra. Le gustaba volver a recibir órdenes de Geraci. Al Cucaracha le parecía que volvía a estar donde le tocaba, que era lo que sentía cuando volvía junto a su dulce esposa después de haber estado con otras mujeres.
Unos instantes después de que Momo hubo colgado el teléfono, el detective llamó de nuevo. Ahora estaba ante el edificio de la mujer asesinada.
—Tenemos polis en la escena del crimen —dijo.
—¿Detectives?
—No lo parece. Aún no.
—Apáñatelas para meter baza —dijo Momo—. No me importa cómo. No hace falta que te diga hacia adonde van a apuntar las pistas, ¿verdad? No tienes por qué meter al amante en eso ni nada parecido. Tú haz que parezca un trabajo por encargo y no dejes nada al azar, ¿de acuerdo?
—¿Un trabajo por encargo? No puedes hablar en serio.
Esto también era algo que a Geraci se le había ocurrido en seguida, mientras que Momo no hubiera dado con ello ni que dispusiera de todo el tiempo del mundo. Incluso aunque hubiera testigos que llegaran a ver huir a los dos investigadores, el asesinato se le podía seguir endilgando a Hagen. Si el caso se mantenía ante un juez, perfecto. Y si no, también. Le haría mucho daño ser acusado en público de haber contratado a dos sicarios para eliminar a su molesta amante.
—Más en serio que un juez —replicó Momo.
—Mira —dijo el detective—, he estado pensando. Puedo decirte por experiencia que cada vez que palma una tía, cualquiera con el que haya estado se convierte automáticamente en sospechoso. Te garantizo que este follón va a seguir el curso que tú quieres sin mí. Lo que intento decirte es que no quiero que me pillen en mitad de algo que no es asunto mío.
Al parecer, eso no le había preocupado cuando aceptó aquella bolsa llena de dinero que le dieron en agradecimiento por haberle pasado el encargo a un investigador de confianza.
—Me suda la polla lo que tú quieras. —El Cucaracha tenía mierda suficiente sobre el detective como para enterrarlo dos veces, y ambos lo sabían—. Vete para allá. Ahora mismo. Cuando encuentres lo que tienes que encontrar, cosa que harás en un periquete, te daré la dirección donde podrás localizar en esos momentos al sospechoso en cuestión. Tómate una hora, como mucho. Y te aconsejo que envíes unos cuantos coches, con luces y toda la pesca, y la sirena a toda hostia, ¿vale? Por una simple cuestión de... ¿cómo te lo diría? Eso, seguridad. Por la seguridad de todos.
El Cucaracha colgó y bajó a por un vaso de agua. Se lo bebió, cerró los ojos y trató de imaginar la expresión en el rostro de Eddie Paradise cuando apareciera la poli. ¿La gran oportunidad de Eddie para fardar delante de todos esos pezzonovanti? A tomar por culo. Avergonzado. Debilitado. Que tragara quina, el jodido fachenda.
Momo abrió los ojos.
Estaba justo enfrente de uno de los carteles de la segunda guerra mundial de Eddie, el de la mujer con unas buenas tetas que señala hacia los dados rojos: «¡No juegues con tu vida, por favor! Cuidado con lo que dices o escribes.» Por primera vez, el cartel le pareció una inmensa broma. Y la tía de las tetas también estaba en el ajo. No había más que mirarla. Mirando los dados, pero pensando en el catre. El Cucaracha le puso un dedo en sus orondos morritos. Sobre aquella pequeña cara, pálida como la porcelana, su piel bronceada parecía casi negra. Le guiñó el ojo.
—Chitón —dijo el Cucaracha.
Luego se echo a reír y subió a la azotea para disfrutar de lo que quedaba de los fuegos artificiales.