DIECIOCHO
Uno de los primeros días cálidos de primavera, Francesca Corleone Van Arsdale —llena de preocupaciones, como casi siempre— estaba preparando la cena con su tía. No había nadie más en la cocina. Era una de esas noches en que Kathy daba clases. Las ventanas estaban abiertas y Francesca podía ver y oír a los hijos de Connie, Víctor y el pequeño Mike, jugar a la pelota en el patio con su pequeñín, Sonny, que acababa de cumplir seis años. Víctor había sacado fuera la radio, que lo acompañaba a todas partes. En ese instante sonaba la canción de los Beatles She loves you. Las hermanas Hagen, Christina y Gianna, también deberían haber estado allí hasta que las llamaran para cenar, pero se habían ido a Florida con Theresa. Los hombres estaban todos arriba.
«En su casita del árbol.» Así la llamaba Kathy a sus espaldas. Solía decirle en broma a Francesca que iba a regalarles para Navidad un cartel que dijera NO SE ADMITEN CHICAS. Esto era una falta de respeto, claro está, y tampoco resultaba del todo acertado, pues últimamente parecía que Rita Duvall cada vez pasaba más tiempo con Michael, pero Francesca le daba la razón. Todo el montaje era la puesta en práctica de una fantasía típica de un muchacho: un príncipe que creció y se convirtió en rey, que se trasladó a una isla y se construyó una fortaleza en la cumbre de un alto edificio, reconstruyendo además el jardín tan querido por su padre, el difunto monarca. De acuerdo, ese jardín había sido un proyecto de la tía Connie. Pero todo lo que estaba haciendo era recrear algo que su padre había creado dentro de algo que había creado su hermano. Los chicos pueden permitirse el lujo de añorar el pasado mientras viven soñando con el futuro. Puede que a las mujeres también les gustase hacerlo, pero se pasaban la vida esclavizadas por el presente. ¿Y de qué clase de presente se trataba? De la Gran Era del Muchacho Americano, protagonizada por un presidente juvenil y pichabrava que aún jugaba a juegos de chicos (fútbol sala, barquitos) y que inspiraba a sus conciudadanos casándose con el equivalente adolescente de un viaje a la luna (lo que le permitía, subliminalmente, ser el primero en mear en su superficie cuando las mujeres no miraban). El diseño de los nuevos aparatos de radio, tocadiscos, coches, aviones de combate y aeronaves de reconocimiento salía directamente de los tebeos. Altas y fálicas torres de televisión lanzaban millones de pequeñas partículas de luz al espacio, donde echaban a nadar hacia el infinito. La serie de televisión más famosa, «Bonanza», era una historia para adolescentes sobre cuatro «hombres» que vivían solos en un rancho (el hermano mayor, el más masculino de todos, no tardó en desaparecer): Ben, el patriarca venerable; Hoss, el gigantón infantiloide; Little Joe, el adolescente barbilampiño y seductor diplomado, y Hop Sing, el cocinero chino infantilizado (con el que se obviaba la presencia de madres o esposas). El grupo musical más famoso del mundo, los Beatles, estaba compuesto por cuatro chicos británicos con el pelo largo que vestían bonitos trajes idénticos, calzaban botas de tacón cubano y cantaban como ciertos cantantes típicamente americanos, como Larry Williams, cuyo mayor éxito, Bad boy, versionaban en todos sus conciertos, o como Little Richard, el mayor Peter Pan de la historia de Estados Unidos. Y todo ello se proyectaba sobre el aterrador telón de la guerra fría, ese nirvana del secretismo más extremo, el más peligroso juego juvenil de todos los tiempos. Ahora el mundo entero estaba a merced de enfrentamientos a cara de perro y de fronteras marcadas en el polvo. Como la mera existencia del mundo estaba en peligro, lo más importante era saber quién tenía escondidos los misiles más grandes y hacia adonde apuntaban.
O ése era el tema del ensayo erudito que Kathy estaba escribiendo.
Francesca le pasó a su tía el relleno de ricotta para los manicotti y empezó con la ensalada. Connie empezó a reunir los envoltorios. Connie y Francesca no hablaban de nada en concreto, como de costumbre: el estado de las diferentes tareas domésticas, la necesidad de limpiar antes de que llegara la asistenta o si determinadas prendas habían sido recogidas, o no, de la lavandería. O sea, nada. Nada, pensaba Francesca, cuando, como de costumbre, había tanto de qué hablar. Era como si todos los miembros de la familia tuvieran una lista de posibles temas de conversación, a corto y a largo plazo, y respetaran un acuerdo no escrito según el cual no se tratara ninguno de los cincuenta más importantes, con excepción de cuando a alguien se le calentaba la boca. En esos momentos, evidentemente, reinaba la pasión y se armaba la marimorena (al pequeño Sonny le gustaba ver por televisión los combates de lucha libre, pues le recordaban a las broncas domésticas). El que se la ganaba era porque se lo merecía, y si no, ¿qué ibas a hacer? Nada. A veces funcionaba a la inversa y eran las llamas de tu pasión las que chamuscaban a otro. Así que, al final, todo quedaba en tablas. El dolor te llegaba desde ninguna parte y la historia de cada persona estaba destinada a terminar igual. ¿Cómo decía la canción vaquera que solía cantar el tío Fredo? «No importa cuánto luche o resista, nunca saldré vivo de este mundo.» A todos sus sobrinos y sobrinas les hacía reír. La cantaba poniendo una vocecita extraña y soltando pequeños hipidos. Pero lo que entonces les parecía divertido, ahora se les antojaba una pesadilla. Nadie decía nada al respecto. Sobre Fredo. Ese tema estaba en los puestos más elevados de la lista.
El largo cuchillo de chef estaba aplastando los tomates en vez de rebanarlos, así que Francesca sacó la piedra de afilar. Connie estaba despotricando acerca de la película que habían visto juntas la noche anterior y que a Francesca le había gustado, aunque sólo fuera por la banda sonora jazzística y por lo bien que le sentaban los leotardos a Johnny Fontane. También él era una mezcla de joven y de adulto, pero con Johnny las cosas eran diferentes, o eso pensaba Francesca. Era consciente de que Fontane era el paradigma de una cierta masculinidad elegante, la personificación de un determinado código de conducta. Pero su actitud juvenil —bromista simpático cuyas zalamerías y alharacas delataban la presencia en su interior del niño que no quiere ir a acostarse por miedo a perderse la diversión de los adultos— impedía que Johnny le pareciera demasiado viejo para ella. Francesca y Johnny se habían visto dos veces hasta el momento, con tranquilidad y para hablar de negocios: una para comer y otra para tomar unas copas en uno de los reservados con cortinas rojas del restaurante de Hal Mitchell en la calle Cincuenta y cuatro; en esta ocasión, comentaron la posibilidad de reunir fondos para un homenaje a la memoria del mejor amigo de Johnny, el cantante y actor Niño Valenti. Esas citas no eran secretas, pero Francesca no le había dicho nada al respecto a ningún miembro de su familia, pensando especialmente en Connie. ¿Qué habría que explicar? ¿Que él la había invitado a California por tercera vez y que ella había aceptado? Si ni siquiera se habían besado jamás, a no ser que incluyéramos los ósculos en la mano y en la mejilla.
Francesca deslizó el cuchillo sobre la piedra.
Connie, con una insistencia enternecedora, estaba analizando el final sorpresa de la película de la víspera. ¿Cómo era posible —sostenía— que J. J. White diera vida al rey de Inglaterra?
—Es el único negro de toda la película —dijo Connie—. ¿Y nos tenemos que creer que es el rey? El rey de la vieja y alegre Inglaterra. El rey Mulignan I. Francamente, aunque se trate de una comedia, no cuela.
—Hum... —dijo Francesca mientras notaba que crecía su preocupación—. Sí.
—Hablando de Johnny —siguió Connie—, Michael me dijo que los rumores son ciertos.
—¿Qué rumores? —preguntó Francesca. Notaba que estaba ruborizándose. No se atrevía a mirar a su tía.
—¿No lo has leído? —dijo Connie—. Está intentando interpretar a Cristóbal Colón. El descubrimiento de América. Y piensa producir la película él mismo. Parece que está en conversaciones con los estudios. Cantidad de estrellas, Cinemascope, de todo. Puede que la dirija Sergio Leone y que la música la compongan Morricone o Niño Rota, aunque también se habla de Mancini o de Cy Milner. Salió un artículo en Screen Tattler según el cual piensan rodar la película en Italia y construir réplicas exactas de las tres carabelas.
—Las tres, ¿eh? —dijo Francesca. Deslizó el cuchillo por la piedra una última vez, le pasó un trapo y siguió cortando las verduras.
En el corazón, en la boca del estómago, Francesca sabía adonde conducían todos los problemas de la familia: a ella. No se lo había dicho a nadie, pero no podía dejar de pensarlo. Había matado a su marido. Había perdido los estribos, le había salido el típico temperamento familiar y se había cargado a su marido con su propio y decadente automóvil deportivo. Necesitaba desesperadamente confesarse y ser absuelta de ese pecado mortal, pero no sería tan fácil: la verdad era que no acababa de lamentar lo que había hecho. Billy la había traicionado. Iba a hacer daño a su familia y, de hecho, ya lo estaba haciendo, durmiendo con esa mujer con la que llevaba liado desde que estudiaba Derecho (y mintiendo al respecto). ¿Qué más daba si le habían cargado el muerto a esa furcia? Ahí se veía la mano de la justicia. Le había sentado bien hacer lo que había hecho, incluso a la vista de su cuerpo roto y sanguinolento. Eso era lo que más le había complacido, aunque detestara reconocerlo. Esa adrenalina suelta, ese alivio que había sentido: no sería honrado olvidarlo. Por otra parte, ella no era un monstruo. No podía evitar estar destrozada por lo que había hecho. Había matado a su marido, y ahora se estaría pudriendo en la cárcel de no ser por su familia. Su niño pequeño, Sonny, la luz de su vida, se habría quedado sin ella. Y ella sin él. Eso era impensable. Pero ahora, con todo ese lío en torno a Tom Hagen, cada vez le resultaba más evidente que lo que había hecho le caería encima tarde o temprano. Probablemente, más temprano que tarde.
Gracias a Dios que tenía una hermana gemela, con lo que, por lo menos, había alguien que la entendía sin necesidad de recurrir a las palabras. Compadecía a los miembros de su familia que no tenían un gemelo; que eran todos, por cierto, con la excepción de la tía Connie, cuyo hermano gemelo había muerto antes de nacer. La pobre Connie estaba rodeada de muertos desde antes incluso de venir a este mundo. ¿Cómo debía de hacerle sentir eso? ¿Quién sabe? En realidad, no se trataba tan sólo de Connie. Nadie hablaba del asunto. De hecho, Francesca se había enterado de lo del gemelo muerto unos pocos meses atrás, en Navidad, cuando el padrino de Connie, Ozzie Altobello, se había quedado hasta tarde y, vencido por todo el vino trasegado, se había quedado en un rincón gimoteando y les había contado la historia a Kathy y a Francesca, que se habían quedado pasmadas. Cuando le preguntaron a Connie a la mañana siguiente, ésta cambió bruscamente de tema. Cuando le preguntaron por el asunto a su tío, Michael confirmó su veracidad, pero también cambió de tema rápidamente. Cuarenta y un años después, aún seguía muy arriba en la lista de temas. Y tampoco hablaba nadie del bebé muerto de Francesca, Carmela, nacida prematuramente y que sólo había llegado a vivir un día.
En el exterior, el pequeño Sonny se moría de risa y no paraba de gritar «¡Gol!».
—¿Sabes?, si te pones una cerilla de cocina entre los dientes —dijo Connie, señalando la caja que había encima del horno—, las cebollas no te harán llorar.
Francesca se apartó de la encimera y volvió la cabeza, secándose la mejilla con el dorso de la mano.
—Es gracias al fósforo —dijo Connie.
Se lo había dicho infinidad de veces. Francesca siguió a lo suyo.
—Allá tú —dijo Connie—. No hay que sufrir por obligación, carissima.
Francesca suspiró.
—¿Qué pasa? —dijo Connie.
—¿Ya no puede una ni suspirar?
—Si lo que has hecho es solamente suspirar, vale. Pero a mí no me ha parecido un simple suspiro.
Y ahora eso. En aquella familia nadie hablaba de nada, pero, al mismo tiempo, te tocaban las narices por cualquier cosa.
Bueno, vale, lo intentaría.
—Estaba pensando... —dijo—. Quiero decir que ni en un millón de años...
Su voz se fue desvaneciendo.
Connie había reunido ya todos los tubitos de manicotti en el plato y estaba cubriéndolos de salsa marinera. Se quedó mirando a Francesca de manera expectante.
Francesca miró al techo como si hubiera una chuleta pegada allí arriba.
—No querría que nadie, en especial el tío Mike, pensara que no me gusta trabajar para la fundación —dijo refiriéndose a la Fundación Vito Corleone—, porque sí me gusta.
—Por supuesto.
Connie se había puesto muy celosa cuando se enteró de que Francesca volaba a Los Ángeles al cabo de unas semanas para hablar con cierta gente de Johnny Fontane de los planes de éste para su propia fundación. Ni siquiera hablaría con Johnny, sino con su gente.
—Claro que sí —dijo Francesca—. De verdad que es un trabajo que da muchas satisfacciones. Pero al mismo tiempo, también es de ese tipo de cosas que yo siempre había pensado que hacían... las mujeres mayores. Obras de caridad y cosas así. Creo que no me estoy explicando muy bien.
Connie metió la bandeja en el horno y cerró la puerta. No puso el reloj en marcha, cosa que a Francesca la sacaba de quicio. Según su tía, todo el mundo tenía que estar al tanto. Y así era cómo se metía la pata, por un exceso de confianza en uno mismo.
—Lo que intento decir —siguió Francesca— es que cuando era pequeña, si alguien me hubiera dicho que a los veintitantos ya sería viuda, con un hijo y sin muchas perspectivas, y que me dedicaría a...
—¿Quién le dice a nadie algo así? Quítatelo de la cabeza. ¿Por qué no te dejas de fantasías absurdas? Es tu vida, no una película en la que, no sé, aparezca un espíritu que viene del futuro a contarle en qué te has convertido. ¿Quieres un consejo? Te comes mucho el puto tarro.
A Francesca se le pusieron los ojos como platos.
Connie se ruborizó. Le tiró un trapo a Francesca y le dio la espalda. Francesca nunca había oído a su tía —o a cualquier mujer de su familia— utilizar esa palabra. Tacos italianos, de acuerdo, y algunos de los americanos más suaves, pero no ése.
Eso no iba por Johnny Fontane, pensó Francesca. Iba por Billy. Frunció el ceño. También su tía sabía lo que había ocurrido realmente con Billy.
Connie se acabó lo que le quedaba de café.
Francesca hizo lo propio con su vino.
Fuera, el eternamente malhumorado Víctor Rizzi había tomado asiento y estaba recorriendo el dial de la radio. Sonny y el pequeño Mike seguían dándole a la pelota. Víctor no era muy alto para su edad, con lo que los dos críos menores no eran mucho más bajitos que él. El pequeño Mike Rizzi, que tenía nueve años, era clavado a su padre, un italiano del norte: tenía el cabello rubio de Cario y sus pálidos ojos azules, así como el mismo pecho fornido y los mismos potentes antebrazos. Del mismo modo, Sonny era casi una copia exacta del padre de Francesca: alto para su edad, abundante pelo rizado y la misma barbilla marcada. Se las había apañado para meterse unos calcetines doblados dentro de la camisa del uniforme escolar en un vano intento de aparentar que llevaba hombreras de verdad. Víctor encontró lo que andaba buscando en la radio: los Beatles, de nuevo. Comenzó a cantar, y los otros no tardaron mucho en seguir su ejemplo.
Los ojos de ambas mujeres se cruzaron. Las dos tenían claro que cada una de ellas estaba esperando que la otra hablara.
—Tienes razón —dijo finalmente Francesca—. ¿De acuerdo? Sé que tienes razón. Lo que pasa es que cuando pienso en cómo me han ido las cosas, todo me resulta... extraño.
—Pues deja de pensarlo. —Era un reproche, no una sugerencia.
—¿Sabes que me resulta imposible? —dijo Francesca—. Lo aprendí en la universidad, en psicología. Hay un término al respecto. Tal como funciona la mente, si le dices que no piense en algo, comienza a hacerlo automáticamente. —Levantó el cuchillo—. Así que no pienses en cuchillos.
—La universidad —se burló Connie—. Seguro que no te explicaron nada sobre los sicilianos. —Se volvió para controlar el horno—. No sé si he hecho suficientes manicotti. Mira, ¿lo ves? Es muy fácil. Ahora no estoy pensando en nada más. Y en cualquier caso, ¿por qué te crees tan especial, eh? ¿Qué te hace pensar que eres diferente de los demás?
Francesca intentó no morder el anzuelo. Seguro que las mujeres de la familia llevaban siglos diciéndoles cosas así a sus hijas y sobrinas. Francesca se lo había oído a su madre en infinidad de ocasiones. Y también había oído cómo se lo decía a Connie la abuela Carmela.
—Puede que todo el mundo sea diferente de los demás.
—Falso —dijo Connie—. Totalmente falso. Eso es lo que todo el mundo quiere creer. Pero es una frase hecha. Puede que sea cierto si eres un hombre, pero para las mujeres...
—Oh, Connie...
—Mira, ¿quién crees tú que tiene la vida que esperaba? ¿Eh? Ni siquiera los hombres la tienen, en realidad. ¿Tú crees que Mike o...? —Connie se calló. Recogió el trapo del suelo—. No. Nadie la tiene.
—No tengo esa impresión —contraatacó Francesca—. Puede que no sea exactamente lo que esperaban, pero sí algo parecido. Por lo que he podido ver, la mayoría de la gente es así.
—¿Como quién?
—Como mi madre, por ejemplo.
—¿Tu madre? Tu madre también es viuda. Enviudó joven, igual que tú. ¿Crees que esperaba algo así? ¿Lo esperabas tú?
Francesca hizo un gesto de admisión con el cuchillo.
—Vale, muy bien, pero aparte de eso, acabó teniendo la vida para la que la habían preparado sus padres, que era, más o menos, la que ella esperaba tener. Igual que tú, por cierto.
—¿Igual que yo? —Connie se echó a reír—. Sí, claro. ¿Tú crees que yo esperaba que mi marido se fuera a por tabaco y no volviera? ¿Tú crees que...?
Francesca bajó la cabeza con escepticismo.
Connie cerró los ojos e hizo un gesto despectivo.
—Te entiendo —dijo Francesca. Que Cario había desaparecido seguía siendo la versión oficial de los hechos, pero Francesca intuía que todos los miembros adultos de la familia Corleone sabían la verdad. El asesinato de Cario no era algo que Connie pudiera haber esperado—. Sigue. Lo siento.
—¿Tú crees que yo esperaba hacerme mayor para divorciarme?
—No, tía Connie, no, pero...
—¡Divorciarme! —Farfulló algo en latín—. No me lo puedo creer. Y ese pobre hombre, ¡Ed! Oh, Dios mío... —Hizo una pausa y tragó saliva, cosa que hacía cada vez que salía a colación su segundo marido, aunque nunca lloraba.
Ed Federici era del barrio y trabajaba como contable. Era el hombre con el que su padre pensaba que debería casarse, cosa que hizo poco después de que el abuelo Vito falleció y así que llegó la anulación de su matrimonio con Cario. Ed era un buen hombre que llevaba una vida honrada y que nunca le había puesto la mano encima, pero la aburría. A la que se tomaba un par de copas de vino, Connie iba por ahí contando que el cazzo de Ed tenía el tamaño de un pulgar y que, para colmo, cada vez que ella empezaba a sentir algo por ahí abajo, él se desinflaba. Ahora, sin embargo, Ed Federici (felizmente casado de nuevo con una mujer más joven y más maciza con la que vivía en Providence, Rhode Island) era un santo que la maldad de Connie había convertido en mártir.
Recuperó la compostura.
—Ya sé que suena como si todo fuera malo, como si todas las promesas que uno se hace no sirvieran para nada, pero no es así. Mira a tu alrededor. Todas las vidas tienen problemas, carissima, pero la vida, en sí, es una bendición. Cuando era pequeña y vivíamos en la avenida Arthur, ¿tú crees que yo esperaba vivir algún día en un ático de Manhattan? ¿Crees que esperaba poder comprar en las mejores tiendas y comer en los restaurantes más caros, y disponer de chóferes que me llevaran de aquí para allá, y tener zapatos estupendos antes de que lleguen a las tiendas, como si fuera la princesa de un cuento? ¿Quién podía esperar algo así?
—Nadie. Pero supongo que esperabas ocuparte de tu familia, y lo haces. Eso también es una bendición, pero de las que se ven venir. No sé, yo creo que tú eres como la abuela, toda una matriarca.
—¿Una matriarca? ¿Así es cómo me ves? ¿Cómo a tu abuela? ¡Si sólo tengo treinta y siete años!
La verdad es que tenía cuarenta y uno, como bien sabía Francesca.
—A los treinta y siete ya no se es joven.
—Pero tampoco se es vieja.
—Si treinta y siete años no son suficientes para ejercer de matriarca, ¿qué edad hay que tener?
—Más de treinta y siete, eso seguro.
«¿Cuarenta y uno, tal vez?» Pero Francesca no lo dijo.
—Vale, pero Michael te considera una matriarca.
—¿Qué sabrás tú de lo que piensa Michael? No me parece bien que hagas como si lo supieras.
Francesca cogió las pinzas y comenzó a revolver la ensalada.
—Llámalo como quieras, pero tal como están las cosas, especialmente si Theresa no vuelve, te toca a ti mantener unida a la familia, como hizo tu madre cuando pintaban bastos en su época. Y me parece bien. Lo digo como un piropo.
Connie sacó un montón de platos.
—Michael me considera su hermana, ¿vale? —dijo—. No su madre o una matriarca. Y Theresa volverá, créeme. Tom no tuvo nada que ver con aquel horror y todos lo sabemos.
Francesca empezó a decir algo, pero una mirada de su tía la llevó a callarse.
Terminó con la ensalada, se hizo con las bebidas y ayudó a acabar de preparar la mesa. Ocho personas. La mesa daba para el triple de gente, pero no se habían molestado en extender las hojas plegables. La sala parecía una caverna.
Durante un buen rato, Francesca y Connie fueron de una habitación a otra sin hacer más ruido que el que generaban los platos, los vasos, la cubertería de plata, los cajones al cerrarse y las cosas al ser puestas sobre la mesa. Ni por un segundo se cruzaron sus senderos, como si todo estuviera coreografiado en vez de practicado miles de veces.
—Sé sincera —dijo Francesca finalmente—. Sabes perfectamente que Tom llevaba años con esa mujer. Eso también es un horror. Y lo hizo. Sabes que lo hizo.
Connie miró a su alrededor, como si alguien pudiera estar escuchándolos, y luego bajó la voz.
—No sabemos lo que hizo o lo que dejó de hacer —sentenció mientras señalaba a Francesca con una cuchara de madera, como si la estuviera acusando de algo—. ¿De acuerdo? Pero añadiré algo: si Tom dice que las fotos están manipuladas y que todo es un montaje, yo lo creo.
—No, ni hablar. Yo eso no me lo trago.
—No pienso seguir por ahí.
—Tú no lo crees, Connie. Sé que no lo crees.
—Tom es un hombre, ¿vale? Deberíamos dejar las cosas ahí.
—¿Ser un hombre es una excusa?
—No, pero te recuerdo que eres tú la que cree que la gente tiene la vida que esperaba.
—Sólo me refería a alguna gente.
—Muy bien, y yo sólo estoy diciendo que Tom y Theresa, los dos, son exactamente esa clase de gente de la que hablas.
—Creí que habías dicho que nadie tiene la vida que esperaba tener.
Connie la ignoró:
—Escucha bien lo que te digo: Tom y Theresa arreglarán su situación. Es lo que hace la gente como ellos. Theresa ya ha dejado antes a Tom, ¿sabes? Va y viene, y la cosa no suele durar mucho. ¿Lo sabías? Pues así es. Theresa es una finolis, y eso es lo que suelen hacer las finolis: salir corriendo.
—Espera un momento, ¿me estás diciendo que la culpa es de Theresa? Su marido le hizo unas promesas a Dios y luego las rompió. La engañó; no sólo eso: también la humilló. Su traición salió en todos los periódicos, y en la televisión. Sabes tan bien como yo que los hombres de esta familia, si traicionan a sus socios... pues bueno, que no está muy bien visto.
—Ya basta. No hables de cosas que no comprendes.
—Yo diría que esas promesas cuentan, pero si de lo que se trata es de romper las que les hicieron a Dios y a sus mujeres, no pasa nada, ¿verdad? Pues no. Porque nosotras no pintamos nada.
—Sé que eso no está bien, pero lamento informarte de que suele ocurrir.
—Creí que estabas defendiendo justamente lo contrario.
—Yo no estoy defendiendo nada. Estoy haciendo la cena para mi familia, eso es lo que estoy haciendo, ¿de acuerdo? —Miró el reloj del horno y sacó los manicotti. Estaban algo tostados, pero no se habían quemado—. Lo único que puedo decir es que tú eres joven, carissima. Y me parece muy bien que pienses que la vida no es como la habías previsto. Pero así son las cosas. ¿Y qué es lo mejor? Lo mejor es que al final todo el mundo acaba donde tenía que estar.
Francesca agarró el cuchillo de chef que estaba en el fregadero y lo blandió como si fuera el chiflado de Psicosis en la escena de la ducha.
—No pienses en un cuchillo —dijo, y lo clavó con rabia en una tabla de madera.
—¿Pero qué te pasa? —dijo Connie—. No hay que ponerse así.
—Sí que hay que ponerse así.
Francesca salió de la cocina, meneando la cabeza, para decirles a los hombres y a los niños que era la hora de cenar.
Cuando apareció por el patio, su crío pequeño la vio y se echó a reír eufóricamente.
—¡Mami! —gritó, dándose golpecitos en sus grotescas imitaciones de hombreras—. ¡Soy Frankie el Asesino! —ése era el apodo del hermano de ella cuando jugaba en el equipo de Notre Dame—. ¡Y te voy a matar!
Echó a correr hacia su madre.
—Ni te atrevas, pillastre—le dijo ésta.
El crimen anunciado se convirtió en un abrazo.
—Me gustan tus hombreras —dijo Francesca. Y al niño le encantó.
La preocupación se extendió sobre ella como si fuera, literalmente, una ola. Tambaleándose, llegó hasta una silla de metal.
Si alguna vez llegaba a alejarse de ese crío, de esa risa, si por algún motivo se separaba de él, no podría soportarlo.
Pero no.
No podía pensar en eso.
—Ve a lavarte las manos —le dijo, y añadió, dirigiéndose a Víctor y al pequeño Mike—: Y eso también va por vosotros.
Se levantó, fue hasta el teléfono que había justo detrás de la puerta y pulsó el botón del intercomunicador.
—La cena —dijo.
—En seguida bajo —dijo Michael Corleone—. Oye, Francie, ¿qué hay?
Francesca se quedó mirando a Sonny, que corría por el pasillo, alejándose de ella y siguiendo a sus primos.
—Manicotti —dijo, e intentó pensar si no se habrían quedado cortas.
Cuando Kathy llegó a casa esa noche —tarde, como tenía por costumbre—, Francesca aún estaba despierta, tumbada en el sofá del salón de su suite. La programación televisiva había acabado, y ella estaba leyendo Pylon, de William Faulkner.
—¿Qué haces despierta? —le preguntó Kathy.
Francesca le mostró el libro a modo de respuesta.
—Oh —dijo Kathy—. Pues nada, buenas noches. —Había estado bebiendo y apestaba a cenicero.
—¿Tienes un minuto? ¿O un ratito? —Francesca no estaba despierta porque quisiera leer. No sabía por qué había exhibido el libro con tanta vehemencia.
—¿De qué va? Porque si son más malas noticias, no sé si podré...
—No —dijo Francesca—. No lo son. La verdad es que no. Pero hay ciertas cosillas que me preocupan. Cosas en marcha, ¿sabes?
Kathy asintió.
—Me temo que sí.
No farfullaba, no estaba borracha. Se acercó a Francesca y le dio un beso en la frente. Olía a sexo. Era algo que ambas captaban en seguida.
—Mañana hablamos, ¿vale? —dijo Kathy—. Aún tengo que leerme las últimas cien páginas de la novela de la clase de mañana.
¿Y cuándo iban a hablar? Pero Francesca lo dejó estar.
—¿Qué novela? —preguntó, abordando el tema cincuenta y tantos.
—La verdad es que la ha escrito un amigo, no es nada que enseñen en clase. Me la estoy leyendo para darle mi modesta opinión. No puedo pensar con mucha claridad, perdona. Ha sido un día muy largo. —Se dio media vuelta y echó a andar—. Todo ha sido muy largo.
¿Por qué estaba leyendo un estúpido libro sin publicar cuando debería estar escribiendo sus propias cosas? Otro tema para la lista.
—¿Sabes qué? —dijo Francesca mientras Kathy volvía la esquina hacia su habitación.
—De verdad, Francie, que no estoy fina. Mañana hablamos, supongo.
—La tía Connie ha pronunciado... cierta palabra.
—¿Que ha hecho qué?
Francesca vocalizó la palabrota en silencio.
—¿Quién ha conseguido algo así?
—Yo.
—¿Era de eso de lo que querías hablar?
—No exactamente.
—Vale, he picado —dijo Kathy—. ¿Qué demonios hiciste para que Connie dijera eso?
—Mañana te lo digo —dijo Francesca.
—De acuerdo —asintió Kathy, y luego hizo una reverencia—. Buenas noches.
Una hora después, Francesca volvió a ver cómo estaba Sonny. Seguía durmiendo a pierna suelta, agarrado al muñequito GI Joe que su tío le había enviado por su cumpleaños. Tras la puerta cerrada del dormitorio de Kathy, la luz aún estaba encendida. Francesca le dijo que volvía en seguida.
—¿Que ahora vuelves? —dijo Kathy con voz somnolienta—. ¿Adonde vas?
—A dar una vuelta —dijo Francesca—. No puedo dormir.
—Ten cuidado —advirtió Kathy—. Mejor date un paseo por el patio.
Eso se lo decía una mujer que se estaba yendo a la cama con Dios sabía quién, Dios sabía dónde y Dios sabía con qué intenciones.
—Vale —dijo Francesca—. Hasta ahora.
Hacia arriba era imposible esquivar a los de seguridad, pero hacia abajo había algunas maneras. Francesca cogió el ascensor, bajó unos cuantos pisos y luego salió, caminó hacia el otro extremo del pasillo y pilló la escalera de servicio. No llegaba hasta arriba del todo, con lo que los de seguridad no la vigilaban. Salió, atravesó el garaje y enfiló un estrecho callejón que llegaba a la siguiente calle; una vez ahí, fue en dirección oeste hacia la avenida York. Hubiera sido el mismo camino que habría tomado Tom Hagen. Seguro que el montaje había sido perfecto y que todo lo que podía haber salido mal salió fatal.
Algo que Francesca había aprendido durante la época que había vivido en Washington era que, en cuanto el gobierno federal se inmiscuía en una investigación criminal local, esa investigación podía desmadrarse. Lo que un día son manzanas, al siguiente son naranjas: campos enteros de ellas, probablemente. En ese caso concreto, de eso estaba segura, el motivo por el que Danny Shea no iba a soltar la presa era que se estaba vengando de la muerte de su propio empleado, Billy Van Arsdale, quien, de hecho, le había estado nutriendo de información sobre la familia de Francesca: un dossier que la propia Francesca había encontrado, robado y destruido. El propio Billy le había dicho que tenía miedo de que sus ambiciones políticas fueran incapaces de sobrevivir a un matrimonio con conexiones mañosas.
Parece que llegó un momento en el que decidió reconducir la situación. Como también llegó el momento en que Francesca, molesta por la traición y acalorada por la emoción, se cobró su venganza.
Lo cierto es que Francesca había sido arrinconada y había reaccionado como suele hacer la gente valerosa en tales ocasiones: saliendo de allí a lo bestia. Había actuado. Había sobrevivido. Y seguiría sobreviviendo a pesar de lo que había hecho. Formaba parte de la familia Corleone. Ésa era su sangre. Y cuando pidió protección a Tom y a Michael, se convirtió en algo más. En cierta medida, se había convertido en uno de ellos, y pasaría el resto de su vida unida a ellos. Eso era lo que había.
Se había dirigido al apartamento de Judy Buchanan.
Estaba en el lado de la calle opuesto al que ella había pensado. A esas horas no parecía haber ni una alma: sólo se veía un coche de policía ocupado en la acera, que estaba cubierta de flores y de basura.
Al natural, el sitio era muy vulgar: un edificio de principios de siglo de tres pisos igual que otros miles repartidos por la ciudad. No tenía nada que ver con la impresión que se obtenía al verlo por televisión.
Intentó imaginar la escena del asesinato, cosa que le resultó bastante sencilla.
Cruzó la calle.
Mientras miraba las pancartas tiradas por el suelo, un chino canoso y con esmoquin apareció de no se sabía dónde con un cubo de lata medio lleno de marchitas rosas amarillas.
—¿Cuánto? —le preguntó Francesca.
Y el chino se lo dijo. Flores muertas a un precio razonable.
El poli bajó la ventanilla del coche:
—¿Qué te había dicho, eh, Hop Sing?
El chino murmuró algo que ella no entendió y luego le pasó las flores que le quedaban.
—Gratis —dijo con evidente disgusto—. Que las disfrute.
Vació de agua el cubo y echó a andar hacia el centro.
Francesca acarició las flores. Docenas de pétalos cayeron al suelo.
—Su noche de suerte, supongo —dijo el poli con sorna—. ¿Viene usted a menudo por aquí?
Francesca negó con la cabeza.
El poli era de su edad, pero estaba en baja forma. Parecía de esa clase de hombres que insisten en llevar viejas chaquetas que ya no pueden abrocharse a la altura del estómago. ¿Qué más le daba que el chino vendiera flores? El pobre tío sólo se estaba buscando la vida, y el poli se había puesto chulo porque se lo podía permitir (y porque, como solía suponer Francesa de esa clase de gente, su cazzo tenía el tamaño de un pulgar).
—Una historia triste —dijo el poli—. Lo de ahí dentro, me refiero. Lo de las flores no. Lo de las flores es algo que siempre funciona. Y ésas casi se le han caído encima.
—¿Las quiere? —dijo Francesca, ofreciéndoselas.
—¿Y qué iba a hacer con ellas? —dijo el poli—. Las flores son para ustedes.
—¿A quién se refiere con lo de «ustedes»?
—No sé cómo las llaman. ¿Las plañideras?
—Déselas a alguien. A su mujer, a su novia, a su madre, a quien quiera.
—Mi madre está en Florida. A las otras dos aún las estoy buscando. Debería quedárselas.
—Muy bien —dijo Francesca.
Caminó hasta la esquina y tiró las rosas en un cubo de basura. Volviendo de ahí, le dijo al poli:
—Sólo había salido a dar un paseo. No soy una plañidera. No quiero tener nada que ver con esa puta muerta.
—Me parece muy bien, señora —dijo el poli—. ¿Seguro que estará bien?
—¿Que si estaré bien? ¿Quién puede predecir el futuro? Yo no, ¿sabe usted? Yo intento no pensar demasiado.
—Debería presentarle a algunos que yo conozco y que apenas si saben pensar.
Francesca le lanzó lo que pretendía ser una mirada gélida y echó a andar hacia su casa, silbando al paso de los camiones de la basura, que se habían materializado de forma tan inesperada como el chino de las rosas amarillas y que estaban trabajando muy en serio calle a calle. Silbaba por silbar. Su mente estaba en otro sitio. Se había puesto a silbar cualquier cosa, sin darse cuenta de qué música era, hasta que se percató de que se trataba de una canción que había oído muchas veces pero que no podía situar. Aunque alguien hubiese reconocido la canción en su lugar (Ridirí high, de Colé Porter), puede que no le hubiera servido para recordar dónde o cuándo la había oído antes. Viniera de donde viniese, la melodía de esa canción se había abierto camino hasta el cerebro de Francesca y había echado raíces en él, consiguiendo pasar desapercibida. Era un clásico menor y podía haber salido de cualquier parte, de la radio o de uno de los discos de Kathy, aunque en realidad era la segunda de las tres canciones que había interpretado Johnny Fontane, con un esmoquin de rayas, en el baile inaugural del presidente Shea.