VEINTIUNO
Aún no habían transcurrido dos años de la desaparición de Nick Geraci. Como seguía igual, dos años no era un lapso exagerado de tiempo para esperar la venganza. Cualquiera que se dedicase al trabajo de Geraci podía citar, sin dudarlo un instante, bastantes situaciones que duraban mucho más. Por poner tan sólo un ejemplo famoso, Don Vito Corleone esperó un cuarto de siglo para clavarle un puñal en la tripa al mañoso siciliano responsable de las muertes de su padre, de su hermano Paolo y de su santa madre, esta última ante sus propios ojos. Vito clavó la hoja en el ombligo de ese hombre y lo rajó hacia arriba, sajando piel e intestinos, hasta llegar a la base de su caja torácica y acabar con su vida de manera húmeda y silenciosa: cinco segundos de un placer siniestro, sangriento y maloliente que el cuarto de siglo de espera había hecho aún más dulces.
Pero otros problemas de los Corleone los obligaron a considerar el caso Geraci como una prioridad que había que resolver, aunque todo se desarrollara a espaldas del público.
Dos años eran tiempo más que suficiente para que Nick Geraci desapareciera también de las páginas de los diarios. Había conseguido convertirse en una noticia vieja. En algunas redacciones, cargarle algún muerto a Nick Geraci se había convertido en un chiste privado que se utilizaba para indicar que no había sospechosos: hablar de Geraci era como hablar del Hombre del Saco. La gente había pasado a otros asuntos, siempre deseosa de saciar su apetito de pan y circo. El asesinato de Judy Buchanan había estado bien, pero no escaseaban las ambrosías que se servían a diario. ¡Fireball Roberts muere en un accidente de coche! ¡Ánimo, que ya empieza la Feria Mundial! Lástima que... ¡oh, Dios mío, la que se está liando en el sur con los negros! ¡Perros! ¡Mangueras! ¡Cadáveres frescos enterrados junto a presas! Pero esperad, chavales, no os perdáis esto: todo el mundo dice yeyeyé... ¡Ha llegado la beatlemanía!
Tomad y comed.
Oficialmente, a Nick Geraci se le daba por muerto. Su mujer había rellenado el papeleo necesario para ello. El único misterio que quedaba por resolver era si su cuerpo aparecería alguna vez. Una teoría al respecto —que sus restos habían acabado en un bloque de cemento del estadio Shea— había conducido a la creencia popular de que estaba enterrado bajo una de las bases. A veces los locutores de radio bromeaban sobre eso: «La mala noticia es que los Mets no han metido ni una esta noche. ¿La buena? Que Nick Geraci sigue descansando en paz.» Y así sucesivamente.
Sin embargo, para la mayoría de las personas en la tradición de Geraci, la manera de pensar era ligeramente distinta. En ese mundo, desaparecer un par de años no era nada del otro jueves. Muchos habían batido ese récord. En Sicilia, un padrino de la Mafia se desvaneció durante casi veinte años y un buen día apareció en perfecto estado de salud: nunca abandonó la isla ni perdió el control de su imperio.
Si Geraci estuviera muerto, los de su círculo sabían que alguien se habría responsabilizado del asunto, pues los Corleone hubieran sabido agradecérselo convenientemente. Y en el caso de que hubiesen sido los propios Corleone los que se hubieran encargado del tema, seguro que habría aparecido el cuerpo.
Pero había otro motivo de preocupación.
Aunque hubieran pasado dos años desde su desaparición, en la organización Corleone aún se le echaba la culpa de ciertas cosas, y sin la ironía que aplicaban los locutores a las chapuzas de los New York Mets. Era conocido que Geraci había incrustado a varios sicilianos en pizzerías del Medio Oeste, gente que llevaba una vida decente y honrada, totalmente alejada de sitios en los que se los pudiera convocar para devolver el favor. Nadie sabía dónde estaba esa gente, a excepción de Geraci, que se suponía que lo tenía todo en la cabeza.
Algunos de ellos, sin embargo, estaban localizados. De hecho, a los que habían venido de Sicilia con cierta experiencia criminal se les ofrecieron oportunidades en Nueva York con Sacripante o Nobilio. Pero había muchos más por ahí perdidos de los que nadie sabía nada, con lo que cada vez que un camionero se cargaba a los que habían intentado atracarlo o que un correo que transportaba dinero de Las Vegas para los Corleone era asaltado y estrangulado, cundían las sospechas de que el trabajo había sido llevado a cabo por, digamos, algún simpático palurdo que después había vuelto corriendo a su tranquila vida de pizzero en cualquier pueblucho de Indiana.
Cuando encontraran a Geraci, no haría falta torturarlo para que cantara la lista de sicilianos infiltrados que tenía en la cabeza. Una vez esa cabeza encajara tres balas del 22 que se dedicaran a rebotar en su interior, espachurrándole el cerebro, ya daría lo mismo. Entonces, todos esos hombres, estuvieran donde estuviesen, podrían vivir en paz y convertirse en pilares de la sociedad incapaces de hacer daño a nadie. Lo cual, de hecho, era lo que muchos de ellos tenían pensado hacer.
Incluso en el caso, querido lector, de que alguien así hubiera sido tu propio padre, tú nunca lo sabrías. Su apellido —que ahora es el tuyo— no era probablemente el de su padre. Y su nombre de pila tampoco era con seguridad el que le puso su madre. Como muchos otros, puede que el hombre pasara de ese trabajo en el restaurante a algo distinto, y mejor; tal vez sabía algún otro idioma que le permitía hacerse pasar por griego, español o árabe; o quizá era de esas personas a las que, como a tantos otros norteamericanos, no les gustaba hablar del pasado. El pasado pasado estaba, y no tenía ninguna importancia porque ahora era un estadounidense más. Sus hijos eran norteamericanos de pleno derecho. Y él le había dado esquinazo a la historia al jurar fidelidad a la bandera y a los equipos locales, al ganar dinero y conducir un coche reluciente, al cuidar el césped y pagar impuestos a nombre de la persona que se había inventado.
La CIA tenía un programa similar, al que llamaba «Gente muy Especial». En el caso de la CIA, esa gente no venía de Sicilia, sino de Yale o de la academia de la agencia. Casi nunca se los usaba como asesinos, sino con intenciones aún peores. Se los ponía al mando de compañías mantenidas a flote por el gobierno, se les hacía ricos a pesar de su falta de dedicación al trabajo y se los ponía en posición de entrar en política o de hacer negocios en países extranjeros cuando los sabios decidieran que había llegado el momento. Ninguno de ellos desaparecía. Pero muchos se reinventaban a sí mismos: chicos privilegiados de la América profunda que interpretaban el papel de personas normales. Millones de votantes se lo tragaban. Por lo menos un presidente —y puede que otros tres también— había salido de ese programa.
En la versión de La oferta de Fausto que acabó siendo publicada, había una escena en la que Nick Geraci comparaba anotaciones de su programa y el de la CIA con un agente tuerto llamado Ike Rosen, de cuya existencia dudaría posteriormente el Subcomité del Senado para Asesinatos y Cambios de Régimen. En esa época, un portavoz de la CIA testificó que no había tal programa oculto y denunció las memorias de Geraci como un «simple relato de ficción». Recientemente, documentos desclasificados han demostrado que ese programa existía, aunque a día de hoy no hay pruebas de que se pueda decir lo mismo del tal Ike Rosen.
En el libro, Rosen ayuda a Geraci a mantenerse a, por lo menos, un paso de distancia de sus vengativos perseguidores. Lo que Rosen pretende es evitar que Michael Corleone consiga montar una operación para eliminar a Nick.
Incluso aquellos que se empeñaban en dar crédito a la versión de Geraci asumían que si Rosen había existido, su nombre debía de ser un seudónimo.
Como Michael Corleone llevaba años interesado en los negocios legales —los únicos que ahora podía administrar Tom Hagen—, éstos funcionaban a pleno rendimiento aunque los Corleone siguieran teniendo problemas. Dejando aparte la Feria Mundial de 1964, esa enorme gallina de los huevos de oro, el dinero salía a espuertas de los aparcamientos, de las funerarias, de los carritos de comida, de los bares, de los restaurantes, de las máquinas expendedoras, de los hoteles y los casinos y, lo mejor de todo, de la construcción: especialmente, de esa nueva mina de oro que eran los centros comerciales de las afueras. En este tema, Michael tenía que dar las gracias a dos socios, relacionados ambos con la época de Vito Corleone. Ray Clemenza, el hijo de Pete, construía centros comerciales por todo el país. Roger Colé (nacido como Ruggero Colombo) era uno de los constructores e inversores con más éxito de Nueva York. Su empresa, King Properties, debía su nombre al adorado can que Roger había tenido de pequeño y que podría haber propiciado el desahucio de los Colombo de no mediar Don Vito Corleone con el casero. Michael no sólo contaba con grandes participaciones en los negocios de ambos personajes, sino que también contrataba contables que vigilaran a sus contables para estar seguro de que nada remotamente ilegal asomaba en los libros de cuentas o en las devoluciones fiscales.
Pero los negocios que Nick Geraci había controlado más de cerca estaban languideciendo. Los beneficios de la familia con las drogas habían caído de manera dramática; la operación que Geraci había montado en secreto, utilizando los restos del regime de Sonny Corleone y de acuerdo con el capo di tutti capí siciliano, Cesare Indelicato, se había convertido ahora en una sociedad con Indelicato y con la familia Stracci, de Nueva Jersey, que controlaba los muelles en los que se descargaba la droga. Los Stracci se quedaban el sesenta por ciento de los beneficios en el lado norteamericano (mientras que antes se conformaban con el diez), únicamente porque el capo que llevaba esos muelles era un líder más capaz y experimentado que cualquiera que los Corleone pudieran haber contratado.
Los sindicatos al servicio de los Corleone mantenían su fidelidad, pero varios líderes sindicales habían empezado a portarse como si las órdenes las dieran ellos mismos. El problema más visible de este conflicto consistió en que el Departamento de Justicia empezó a ir también en contra de los jefazos del sindicato. Ahí había cierta justicia, pero no del tipo que los Corleone pudieran encontrar satisfactoria.
La mayor baza de la familia Corleone siempre había sido la red de gente que tenían en nómina —comedores de carne, se los solía llamar—, y la amenaza más ominosa de la ley se cernió sobre ellos. Geraci había supervisado esos pagos durante los siete años previos a su desaparición, y nunca le habían dado ningún problema. En los dos años que habían pasado desde su fuga, como la responsabilidad de los pagos era compartida por Tom Hagen con los capos de la familia, la estructura de la red se había mantenido intacta, pero estaba dañada. Y ahora Hagen estaba fuera del tema a perpetuidad, y de él sólo se ocupaban los capos, Nobilio y Paradise. Aunque los problemas eran demasiado amplios como para adjudicárselos a un capo sin experiencia, el regime de Eddie Paradise las estaba pasando canutas para hacer bien su parte del trabajo.
Cada vez más, la policía y los políticos que, en teoría, estaban comprados, se comportaban como si no lo estuvieran. Se las apañaban muy bien para encontrar nuevas formas de ganar dinero y de pedir más, chupando tanto de los Corleone como de sus rivales y aduciendo que habían hecho todo lo posible para hacer ese favor que no acabó de salir bien o que fracasó estrepitosamente.
El dinero que salía de la Feria Mundial cubría una multitud de pecados, uno de los cuales era la severidad de lo que algunos habían empezado a describir como la Rebelión de los Comedores de Carne. Como ocurre con la devastación de las termitas, se oía más de lo que se veía, y para ver algo había que saber dónde mirar; con lo que, a no ser que la situación se controlara pronto, toda la estructura estaba condenada a convertirse en una pila enorme de aserrín y mierda de mosca.
Eddie Paradise seguía a lo suyo, pero sabía lo que pensaba la gente. Pensaban que era una especie de viajante de comercio, un gordo bajito que estaba donde estaba porque no tenía una opción mejor. Un personaje cómico que no se enteraba de gran cosa. A veces lo llamaban el Tortuga, porque era «lento pero seguro». La cosa empezaba a salir en la prensa, incluso en artículos escritos por gente que se suponía que estaba en nómina. Aparentemente, hacía tiempo que lo llamaban Eddie el Tortuga a sus espaldas y con intención vejatoria. A Eddie no le gustaba verse metido en situaciones así, tener que reaccionar violentamente a ofensas reales e imaginadas, repartir leña a diestro y siniestro. Además, ¿qué insulto era ése? La tortuga siempre acababa ganando la carrera; eso no había quien lo negara. Pero en algún momento, mientras Eddie no miraba, América se había convertido en uno de esos sitios en los que gustaba más el jodido conejo. Pues vale. ¿Acaso puede uno cambiar las cosas? Siendo realistas, no. Por ejemplo, ¿qué podía uno hacer con los problemas en los muelles de Red Hook? Una vez los cargamentos habían sido colocados en los contenedores, se podían colocar en cualquier parte, incluso en muelles que no fueran del sindicato, y transportar la mercancía en camiones a donde fuera. Para bien o para mal, era la propia América la que estaba cambiando. Eddie no era el único que pensaba así. Estaba en el ambiente, en ese aire americano con olor a libertad. Un ejemplo: Eddie poseía una parte de un club nocturno en el Greenwich Village y, recientemente, cuando acudió ahí a reunirse con alguien en la rebotica para planear algo totalmente diferente, oyó a dos cantantes de folk que hablaban en los camerinos. A uno le iba muy bien y sólo estaba de visita. El otro, que era el que cantaba esa noche, era un viejo amigo suyo. «América está cambiando —dijo el famoso—. Hay un sentimiento de destino y yo estoy dirigiendo los cambios.»
A Eddie se le quedó grabado. A pesar de sus problemas y de los problemas de la gente de su entorno, a pesar de sí mismo, Eddie tenía también un sentimiento de destino. El destino de Eddie Paradise era dirigir los cambios.
No estaba soñando, por mucho que lo dijera la gente. Las tortugas saben nadar, ¿verdad?
La gente pensaba que Momo Barone hubiera hecho mejor el trabajo y que el único motivo por el que Michael no cambiaba a Eddie por Momo era que le haría parecer indeciso. La gente creía que Michael le había ordenado a Eddie que le diera más autoridad y más responsabilidades a Momo, las suficientes como para que pareciera que el Cucaracha estaba también a cargo de su regime. La gente decía muchas tonterías. Momo Barone era el amigo más antiguo de Eddie. Eran como hermanos. Momo podía parecer un capullo miserable, pero Eddie sabía cómo era en realidad. Así pues, ¿qué esperaba la gente de Eddie Paradise? ¿Que jodiera a su más antiguo amigo para que la gente, cierta gente, lo interpretara como un signo de debilidad? Esto a Eddie lo sacaba de quicio. Ningún hombre débil haría algo así. Un hombre débil liquida a un lugarteniente fuerte. Sólo un hombre fuerte hace más fuerte a su segundo de a bordo.
De todos modos, era cierto —había testigos— que Michael Corleone, furioso tras la redada en la reunión de la Comisión, le había dicho a Eddie que, si necesitaba ayuda para llevar el negocio, debería pedirla. Así habían empezado todos esos rumores. A Eddie no le gustaba que lo abochornaran en presencia de extraños, pero lo encajó como haría un capo fiel, en concreto un novato, alguien plenamente consciente de que el cargo venía con cierta tocada de cojones, especialmente después de semejante estropicio. Es decir, que Eddie se quedó quieto y encajó la bronca como un hombre.
¿Qué haría a continuación, ordenar que se cargaran a Michael en venganza? No. Para empezar, ¿quién cojones tomaría el mando? Los Corleone ya tenían una directiva débil. Si alguien se cepillaba a Michael, no había un plan B. El plan B era desaparecer.
Y aunque hubiera habido un plan B, ir en esa dirección iba en contra del carácter leal y razonable de Eddie.
Conclusión: lo que hizo fue verse con el Padrino en privado una vez que las cosas se calmaron. Michael incluso salió de su torre y se aventuró por Brooklyn para quedar con Eddie en el club de caza de Carroll Gardens. Que esto tuviera lugar en el territorio de Eddie constituía, de hecho, una disculpa no verbalizada (que era la única que podía esperar Eddie, pues los jefazos ni se disculpan ni deberían hacerlo jamás). Michael y Eddie subieron a la azotea para hablar de hombre a hombre. La noche era fría, pero lo de la azotea había sido idea de Michael y Eddie no pensaba ponerse picajoso acerca de cuál era el mejor rincón de su club social para reunirse. Apareció Momo. Posteriormente, hubo quien le dio a esto excesiva importancia, pero en el momento resultó de lo más natural. Probablemente, Michael debería haberse traído también a algún secuaz —un consigliere, un subjefe—, pero lo cierto es que andaba algo escaso de efectivos.
No se trataba únicamente de la fuga de Geraci y de los problemas que estaba afrontando Tom Hagen. Sin ir más lejos, el difunto Rocco Lampone —que había estado casado con una prima de Eddie— le hubiera venido de perlas en una situación así, pero Michael, vete a saber por qué, lo había utilizado para quitar de en medio a Hyman Roth. ¿Quién envía a un capo a hacer un trabajo semejante? Por no hablar de que era una misión suicida. Que Eddie Paradise supiera, nadie.
Pero eso formaba parte del pasado.
Ahora, en el presente, Eddie Paradise asumía plena responsabilidad de todo lo que había salido mal. Quería que Michael Corleone tuviera eso muy claro.
—Además, esos polis eran de Homicidios, no de mi capitán —le informó Eddie—. Mi capitán no lo habría visto venir, ni loco. Los polis que nos cayeron encima no estaban ahí para alejar a otros polis. O, por lo menos, a otros detectives, agentes y coches dispuestos a aparecer con la sirena a todo trapo. Eso no significa que la cosa acabe ahí. Acaba y punto. Quiero que lo entiendas. Lo único que digo es que también es posible, de vez en cuando, hacerlo todo bien y que salga todo mal.
—La vida es una puta decepción —suspiró Momo Barone, encogiéndose de hombros ante lo imponderable del asunto.
Michael le dio unas vueltas a lo que acababa de oír y luego se quedó mirando a Eddie.
Aunque allí arriba hacía frío, nadie parecía acusarlo. Eddie se sentía como si se estuviera friendo en el aceite hirviendo que, en forma de desaprobación, le estaba echando encima su superior.
—Tú puedes con esto, Eddie —dijo Michael—. Eres nuevo y he sido paciente contigo mientras te familiarizabas con el asunto. Pero tengo que añadir que ya va siendo hora de mejorar. No estoy nada contento con lo que ocurrió en esa reunión, con los polis entrando y llevándose a Tom esposado. Pero tampoco tengo el menor interés en seguir hablando de lo que salió mal. Lo que me interesa es asegurarme de que todo va a ir bien a partir de ahora.
Eddie asintió. Por eso lo necesitaba Michael. Los capullos de alrededor vivían en el pasado. Michael, por otro lado, era alguien que planificaba, alguien interesado en el «a partir de ahora». Eddie pilló de ahí lo que estaba bien e hizo con ello lo que pudo.
—Gracias —dijo.
—No te voy a explicar los dimes y diretes de tu oficio, Ed —dijo Michael—. Si pensara que necesitas ese tipo de ayuda, no tendrías el trabajo que tienes. Nunca te habría ascendido.
Y también, pensaba Eddie, porque todo lo que sabía sobre los dimes y diretes de ser un capo lo había aprendido de su padre o de Tom Hagen, aunque ninguno de ellos lo hubiera sido nunca.
—Pero tendrás que admitir que estamos ganando bastante —dijo Eddie—. A pesar de la presión que hemos tenido, ya sabes, con los federales encima de nosotros, las cifras que estamos consiguiendo en muchas facetas de nuestros negocios son tan buenas como siempre, más o menos.
—Más o menos —repitió Michael sin expresión alguna.
Eddie se lo tomó como una crítica, pero tal vez era justa.
—Para mí, eso es un síntoma de otro problema —dijo Michael—. Es sintomático de lo que tenemos que hablar.
Eddie y Momo intercambiaron una mirada. Sintomático. Maldito universitario.
—¿Qué otro problema? —preguntó Eddie.
—Esta fascinación por el dinero —repuso Michael—. Las flores venenosas de la avaricia. Ya sé que así es como funcionan otras familias, pero entiéndelo, Eddie, por favor: no es eso lo que mi padre construyó. No es nuestra tradición, Ed, y no es aquello en lo que quiero que se convierta mi familia. Mi padre creía que América era una tierra de oportunidades, pero también supo ver la hipocresía y el cinismo que crecían en la oscuridad, justo debajo de tan patrióticos lemas. Tú eres un pragmático, Eddie, un hombre realista. A mi padre le hubiera gustado eso de ti. Le habrías caído bien.
Eddie sólo se dio cuenta de que estaba sonriendo cuando le echó un vistazo a Momo y vio la cara que ponía éste.
—Lo que mi padre intentó construir —siguió Michael—, lo que logró edificar fue una organización realista basada en intereses mutuos, una organización que le ofrecía a la gente los servicios que quería y sacaba provecho de la buena fe consecuente. El dinero es un producto derivado de semejante negocio, no un fin en sí mismo. Nadie te obliga a acudir a un corredor de apuestas o a un prestamista. Recurres a ellos por voluntad propia y te muestras agradecido ante el favor que te hacen. Eso es lo fundamental. En eso consiste todo. Los beneficios son secundarios. Las ganancias son un derivado de las buenas relaciones. Lo importante es esa buena reputación que va de boca en boca y hace que más gente venga a vernos para solicitar nuestros servicios. El mismo principio rige para la gente que ocupa posiciones de poder. Nadie obliga a esa gente a venir a vernos para que los ayudemos a acceder a esas posiciones. O a prosperar en ellas. Nosotros ayudamos a la gente, pero la elección es suya. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
Eddie se encogió de hombros.
—Entiendo lo que me dices, pero tal vez me preocupa un poco por qué me lo dices.
Michael se puso en pie. Era bastante más alto que Eddie, aunque no fuera realmente un hombre de gran estatura. Pero el jefe tenía una manera de plantarse durante una conversación que lo hacía parecer un gigante. En cualquier ambiente, se imponía. Y allí, en la azotea, prácticamente se imponía sobre el oscuro cielo nocturno.
—El dinero lo envilece todo —dijo Michael—. En cuanto reduces nuestra tradición a simple dinero, nos reduces a todos a meros delincuentes. Y eso es algo que no puedes hacer. El dinero se deriva de hacer negocios como deben hacerse, y una vez ganado se convierte en maneras de conseguir otras cosas, ya se trate de ampliar tu negocio o de comprarles cosas a tu mujer y a tus hijos... Como esa estola de visón nueva que tiene tu mujer o el barco nuevecito que tienes amarrado en la bahía de Sheepshead.
Eddie sintió un escalofrío de terror, pero le pasó en seguida. El trabajo de un jefe consistía en saber cosas así o ser capaz de averiguarlas. Eddie sabía que tenía que aprender a llegar a ese punto y que Michael Corleone era el maestro ideal.
—La gente que quiere nuestra protección puede pagarnos por ella (lo que está muy bien: dinero a cambio de servicios), pero el problema radica en que, si tu principal aliciente es el dinero que te llevas, puede que te pierdas otras cosas que valen más o que te pueden conducir a ganar mucho más dinero. Hay momentos en los que ofrecer protección gratis puede proporcionarte mayores beneficios que cualquier otra cosa. Es cuestión de equilibrio, evidentemente, y lleva tiempo aprenderlo. No es algo que uno nazca sabiendo.
Eddie asintió. Momo se pasó la mano por la boca. Eddie y Momo habían sido soldados juntos, del mismo modo que Nick Geraci había estado donde ahora estaba Eddie. Eddie dudaba de que Vito o Michael Corleone se hubieran dirigido nunca a Nick Geraci en ese tono. Y sabía que Momo estaba pensando lo mismo.
—También nos estás haciendo vulnerables de otra manera —dijo Michael—. Cuando tú —miró a Eddie— o los hombres que supervisas —le dio una palmadita a Momo en su planchado cabello engominado, lo que le hizo dar un respingo—, cuando cualquiera de tu regime se va a hablar con gente que tenemos en nómina, para hacerse cargo de esas obligaciones, hay que entender que lo que estás haciendo puede parecer que gira en torno al dinero, pero no es así. Nadie involucrado en este aspecto del negocio debería tener dudas al respecto. Así que cualquiera de esas relaciones consista exclusivamente en dinero, así que lo que entreguéis sea más un soborno que un tributo, os encontraréis con que la gente en la que pensabais que podíais confiar cree que se puede vender o alquilar al mejor postor.
—Pues si lo hacen, que se vayan preparando, te lo juro —dijo Eddie.
—¿Lo ves? —dijo Michael—. No lo pillas. No quiero que se vayan preparando. No quiero que las cosas lleguen a ese punto. Si se llega a eso, es como si hubieras fregado el suelo pero te hubieses quedado atrapado en un rincón. Hay que actuar, pero cada una de esas acciones, lamentablemente, nos hace vulnerables. Como el hombre práctico que eres, Eddie, tienes que entender que no hay el menor futuro en dejar a tus espaldas a un montón de líderes sindicales destrozados a culatazos y de políticos con las piernas rotas.
«Otra vez con el futuro», pensó Eddie.
—Te entiendo —asintió—. Así lo haremos.
Comentaron unos cuantos asuntos más, entre los que se incluía, cuando ya iban terminando, el modo en que Eddie había estado gestionando la empresa de relaciones públicas de la que se había convertido en socio en la sombra. Eddie sentía cierta aprensión a sacar el tema, pero tenía miedo de lo que podía ocurrir si no lo hacía. Para su alivio, Michael le dio el visto bueno. Y acabaron hablando de cómo sacarle más partido al asunto.
Cuando Michael se marchó, Eddie Paradise se quedó con la impresión de que las cosas entre él y el jefe nunca habían estado mejor.
Lo que a Eddie le habría gustado era usar a su gente de relaciones públicas para hacer correr la voz sobre lo importante que era dónde había tenido lugar la reunión. Unos veinte hombres de Eddie y los miembros del círculo íntimo de Michael sabían lo que estaba ocurriendo, pero luego nadie comentó nada. Todo lo que corría por los mentideros eran un montón de chorradas acerca de por qué Eddie se había traído a Momo, insinuando que era demasiado débil para enfrentarse al jefe a solas. No había manera de que Eddie dejara las cosas claras sin que pareciera que se ponía a la defensiva por lo del Cucaracha o que se vanagloriaba de que Michael hubiera acudido a verlo. Eso lo incordiaba, pero no tenía más remedio que tragárselo.
Decidió que había llegado el momento de hacer algo realmente grande, algo que todo el mundo interpretara como un símbolo de orgullo y poderío. Empezó a lanzar sondas, dejando claro de manera discreta que andaba buscando un león. Sacó de la biblioteca libros que lo ayudaran con los temas de la alimentación y los cuidados necesarios, para cuando se presentara la ocasión. Hasta contrató a un cuidador del zoo del Bronx para vigilar la jaula que tenía en el sótano.
Un comedor de carne literal en el sótano de su club social, un león. Corleone: corazón de león. A Eddie le daba buena espina todo el asunto. Se convertiría en una leyenda.
Tuvo que comenzar a rehacer las relaciones con los comedores de carne metafóricos que estaban bajo su supervisión, ocupándose de todos los que pudo. Había tantas cosillas que habían salido mal que empezaba a pensar que tal vez hubiera un soplón por ahí, pero al mismo tiempo temía estar volviéndose paranoico. Sus manías del periódico impecable, los calcetines nuevos, el jabón sin usar: sabía lo que decía la gente y no pensaba darles más motivos de inquina. Pero seguía pensando que era adecuado utilizar un acercamiento personal a la hora de volver a entrenar a los tipos de su regime en los que confiaba para los pagos.
Michael le había dado tanta confianza a Eddie que éste se encontraba muy cómodo haciendo suyo el mensaje del jefe.
—Déjame que te cuente una cosa, ¿de acuerdo? —le dijo a un jovenzuelo que Eddie había contribuido a entrenar, un siciliano grandote que, probablemente, nunca había tenido a nadie que se le plantara delante y le explicara la manera norteamericana de hacer las cosas—. Este asunto nuestro parece que tenga que ver con el dinero. Tú haces trabajillos y le das una parte de cada uno de ellos al tío que está por encima de ti, quien le da una parte al que está por encima de él y así sucesivamente; y los tíos que están arriba del todo se apañan con la poli y consiguen reducir las detenciones, las condenas y demás complicaciones. Fácil, ¿verdad? Y en cierta manera, así es. Todo el mundo habla todo el rato de dinero, con lo que sería comprensible que pensaras que en eso consiste todo. Pero no es así. Todo consiste en hacer favores. Es como el chiste aquel, quizá no lo hayas oído. Un niño y una niña están en la bañera dándose un baño. La niña le mira la picha al niño y le pregunta si se la puede tocar. Ni hablar, dice el niño, ¡mira lo que le pasó a la tuya! ¿Ah, sí?, dice la niña señalándose el chirri. Pues mi mamá me ha dicho que con uno de éstos puedo conseguir todas las cositas que quiera. O sea, que en nuestro mundo el dinero sólo es una polla. Pero los favores (darlos, recibirlos, todo eso), los favores son el chocho.
En principio, la información que situaba a Nick Geraci en Taormina tenía muy buena pinta... como tantas otras anteriormente. En principio.
Charlotte Geraci había sido vista subiendo al tren que iba de Nueva York a Montreal. Se la vio bajar del tren en Saratoga Springs. Fue vista de nuevo registrándose en el hotel Adelphi, donde tomó un taxi para ir al campus del Skidmore College, donde tenía que asistir a la ceremonia de graduación de su hija Barb. Después, la vieron entrando en un restaurante de la calle Caroline con dos enormes cajas de regalo (una de las cuales, como luego se descubrió, contenía una peluca morena y ropa de recambio); una vez dentro, pasó a un salón privado en el que se celebraba la fiesta. Barb Geraci, los padres de Charlotte y varios amigos de Barb ya estaban allí.
En el bar de la acera de enfrente, dos hombres situados junto a la ventana comprobaron que no había ni rastro del padre de Barb Geraci. Eran de la zona y venían muy bien recomendados. Trabajaban en un casino controlado por los Corleone que previamente había pertenecido a Hyman Roth.
Cuando acabó la fiesta, tampoco quedó el menor rastro de Charlotte. La habían perdido. Hicieron todas las preguntas que pudieron, pero no consiguieron descubrir nada. No se había despedido en el Adelphi, pero había dejado la llave en la habitación, pagada por adelantado. A donde se hubiera ido, no había sido en tren; sus vigilantes tenían amigos en la estación de Saratoga que estaban al acecho. El más joven y atractivo de los dos hombres se acercó a Barb Geraci en un bar, donde la chica tomaba copas con unos amigos, y de manera discreta averiguó que estaba sinceramente convencida de que su madre había vuelto a casa. Pero ahí tampoco había ni rastro de Charlotte Geraci.
Una semana después, Tommy Neri recibió una carta anónima en su club social. Estaba sellada en Taormina, en la costa este de Sicilia. Contenía una nota mecanografiada en italiano en la que se le informaba de que Charlotte se alojaba en un hotel de allí. El hotel tenía fama de seguro y de discreto. Se adjuntaban tres fotografías: Charlotte sentada a una mesa del café Wunderbar; Charlotte en las ruinas del anfiteatro griego, junto a un foso usado en tiempos para albergar leones; y Charlotte y Nick en una imagen con mucho grano, tomada evidentemente con teleobjetivo, entrando en el hotel. Nick Geraci se había dejado barba, cosa que no había hecho en su vida hasta el momento de su desaparición. Un detective de la policía al que Tommy tenía untado buscó huellas dactilares en las fotos, pero no encontró nada.
Poco después, un anuncio clasificado en el Daily News indicó también que Geraci estaba en Taormina. Tommy Scootch nunca había visto a Joe Lucadello, pero lo conocía por «nuestra fuente», que era como lo llamaba su capo, Richie Nobilio. Basándose en informaciones previas de Lucadello, los Corleone habían enviado a Tommy —o a ciertos tipos supervisados por él— a Taxco, Ciudad de México, Veracruz, Guatemala y Panamá. En cada una de esas ocasiones, se habían hallado pruebas de que Geraci había estado allí, pero no se encontró a Geraci en persona. La culpa siempre recaía en Tommy, como si no tomase las debidas precauciones, como si alguien de su entorno le pasara información a Geraci. Pero Tommy tenía una buena intuición con lo de Taormina, incluso antes de que esa carta la corroborara.
Siguiendo el consejo de su tío Al (que obedecía, según él, a órdenes de Michael Corleone, pues llegaban a través de Al, no de Richie), los hombres que Tommy Scootch había enviado a Taormina no tenían nada que ver con Cesare Indelicato, que aunque fuera amigo de Michael, puede (aunque nadie podía estar seguro de ello) que aún lo fuera más de Geraci. Siguiendo una sugerencia de uno de los secuaces de Nobilio, Tommy había contratado a dos independientes de Calabria. Estos individuos le hicieron saber a Tommy que no había nadie en el hotel registrado a nombre de Geraci, pero eso no constituyó ninguna sorpresa porque nadie esperaba que usara su verdadero apellido. El barman de un hotel aseguró haber visto al norteamericano de la barba y a la rubia de las fotos. Una doncella dijo que habían estado en la tercera planta, pero que ya se habían ido. Varios comerciantes y camareros de la zona recordaban haber visto al estadounidense barbudo de los tembleques. El hombre iba buscando una villa en el campo, de compra o de alquiler; cuanto más apartada, mejor. Hacía tiempo que no se lo veía por la ciudad, así que quizá la hubiera encontrado.
Esto es lo último que se supo de los calabreses.
Para cuando Tommy llegó a Sicilia, ambos habían desaparecido. Unos días después, su Fiat alquilado fue hallado en un campo de limoneros a las afueras de Savoca. Había sangre en el asiento de atrás y en el maletero, pero de los dos hombres, ni rastro. Cuando Tommy Scootch volvió a casa —de nuevo con las manos vacías—, en su club social lo esperaba una caja no muy grande. Había sido enviada desde Messina, muy cerca de Savoca, aunque la dirección del remitente —alguien debió de pensar que resultaba gracioso— era la del ático de Michael Corleone. Envueltas en plástico y rodeadas de hielo seco, ahí estaban las cabezas de los dos hombres, cortadas y molidas a palos. Junto a las cabezas, las manos, los pies y una postal del monte Etna. En el reverso de la postal —utilizando una Olivetti portátil del mismo modelo usado para la carta—, alguien había escrito, en inglés: «Lo estamos pasando muy bien. Ojalá estuvieras aquí.»
Puede que a Charlotte Geraci le hubiera ocurrido alguna desgracia. Pero lo más probable es que hubiera logrado huir con su marido a donde éste hubiese decidido. Sus hijas parecían realmente no saber nada de ellos, pero no estaban especialmente preocupadas.
Era evidente que alguien le estaba pasando información a Geraci.
Le estaban informando tan bien que podía permitirse el lujo de jugar con Tommy Scootch en vez de matarlo. Si Indelicato había tomado partido por Geraci, observaba Michael Corleone, lo peor estaba aún por llegar. Pero lo más probable era que el soplón fuera alguien que vigilaba a Tommy o conseguía información sobre sus planes de viaje. Pero las reservas las hacían secretarias de diversas empresas controladas por los Corleone, que llamaban a diferentes agencias de viajes y, sin que éstas lo supieran, utilizaban siempre distintos nombres falsos. Para estar seguro, era necesario considerar a cualquiera que estuviera en la órbita de Tommy, en especial, los demás hombres del regime de Nobilio, como a un chivato potencial, pero no se había descubierto nada. Ese tipo de escrutinio, además, ponía nerviosa a la gente y conseguía que la búsqueda de Geraci pareciera más urgente de lo que ya era.
Sólo Michael y Tom Hagen habían tenido contacto directo con Lucadello. En teoría, era posible que Joe también estuviera jugando con ellos, cosa que Tom creía pero Michael no. O que el soplón fuera alguien de Joe. O el propio Joe.
Michael no podía creer que el chivato fuera Joe.