TRECE

Desde la redada en la granja de las afueras de Nueva York —durante un cónclave de todas las familias, algo más importante que una reunión de la Comisión, un acontecimiento que hizo que los norteamericanos oyeran por primera vez la palabra «Mafia»—, la Comisión se había reunido lo menos posible. El encuentro de esa noche sería el primero desde que Michael Corleone había regresado a Nueva York.

Como en cualquier reunión de toda organización importante, su éxito dependía de ponerse de acuerdo en lo fundamental antes de sentarse a la mesa. Michael figuraba en la junta de varias empresas y organizaciones caritativas, y siempre le divertía ver a gente por lo general razonable ponerse a cantar las alabanzas de una discusión abierta: bonito concepto, reservado a los tontos más preocupados en guardar las formas que en ser eficaces. El único asunto por resolver que Michael podía prever afectaba a Cario Tramonti. La deportación de Tramonti no se había sostenido ante el juez, pero sus promesas de hacerse con la ciudadanía estaban enriqueciendo a una legión de abogados. Tramonti se había negado a comentar su agravio en cualquier otro foro que no fuera la Comisión. Pero propusiera lo que propusiese, Michael disponía de los votos suficientes —Altobello, Zaluchi, Cuneo, Stracci y, probablemente, Greco— para vetar lo que fuera. Y Tramonti se había comprometido, a través de intermediarios, a no decir nada sobre el plan criminal de Cuba.

Las precauciones de seguridad para la reunión de la Comisión eran complejas, aunque por primera vez en décadas no incluían al clan Bocchicchio. Cesare Indelicato, el capo di tutti capi siciliano, así como el padrino de Carmine Marino, les había cerrado el paso. Aunque quedaban ya muy pocos.

El restaurante elegido para el encuentro estaba en una esquina de Carroll Gardens separada del resto del barrio por la construcción del tren BQE, el Brooklyn-Queens Expressway, un muro de cemento contra el que se estrellaba el mido del tráfico.

Los edificios más próximos al restaurante estaban vacíos, exceptuando los apartamentos alquilados a socios de confianza de la familia Corleone, que los usaban tanto para alojarse como para esconderse. La aledaña feria callejera y los inminentes fuegos artificiales de Red Hook atraerían a la mayor parte de la gente que se acercara esa noche por las inmediaciones del East River.

A una manzana del restaurante, una fuente estropeada echaba agua sobre la calle oscura. Una brigada del departamento de aguas de la ciudad, convenientemente untada, hacía como que arreglaba una fuga. Según lo previsto, el sargento de la comisaría más cercana había enviado a algunos agentes de uniforme a cortar la calle y a mantener alejados a los curiosos. Esos polis no tenían la menor idea de lo que pasaba dentro del restaurante; no eran más que unos asalariados escogidos por su falta de curiosidad.

A las siete en punto, cinco hombres se colocaron ante la puerta trasera del restaurante, y cinco más en la delantera, con lo que cada entrada contaba con un soldado de confianza de cada una de las familias de Nueva York: los Barzini, los Tattaglia, los Stracci, los Cuneo y los Corleone, tocándoles a estos últimos las cuestiones de seguridad, un trabajo que había sido supervisado por Eddie Paradise. Tras un breve intercambio de saludos, todos se dedicaron a andar sobre sus pasos y a fumar en silencio. Apareció Paradise, estrechó manos, dio las gracias y luego se alejó de allí para controlar la periferia.

La llegada de los diferentes padrinos tuvo lugar entre las siete y media y las ocho. Michael Corleone y Tom Hagen ya estaban dentro.

El primero en llegar fue Cario Tramonti. Su sitio en la Comisión era siempre una formalidad complicada. No siempre se presentaba, pero cuando lo hacía, se le permitía elegir sitio: una de las muchas cortesías que tenía aseguradas por el hecho de que su organización era la más antigua del país. Detrás de él iban un guardaespaldas y su hermano pequeño, Agostino. El ascenso a consigliere de Augie el Enano era reciente; ésa sería su primera reunión de la Comisión.

El abrazo que se dieron Cario Tramonti y Michael Corleone nada revelaba de las diferencias que habían tenido en el pasado. Ambos intercambiaron comentarios amables sobre sus respectivas familias; un observador no avisado los habría confundido con un par de amigos.

Tom Hagen, al que le chirriaban los zapatos nuevos, condujo a los Tramonti hacia sus asientos en una de las dos largas mesas que había al final de la sala de banquetes. Cada una de ellas estaba cubierta por un mantel blanco sobre el que descansaban botellas de vino tinto, cestas de pan y platos de aperitivos. Hagen cogió una aceituna de uno de los platos. Al principio se sentía como un personaje secundario en esos encuentros; cuando Vito lo nombró consigliere, Tom era el hombre más joven de la sala y el único que no era italiano. Ahora, casi veinte años después, Hagen se sentía totalmente en su elemento.

—A la que los zapatos empiezan a hacer ese ruido, es hora de tirarlos y de comprarse otros, ¿verdad? —dijo Augie el Enano, señalando los de Tom. Lo hizo con su extraño acento, que era una mezcla de oriundo de Brooklyn y negro del profundo sur.

Hagen sonrió, asintió y les dijo que se sintieran como en casa.

—¿Qué zapatos? —preguntó Cario, que era un poco duro de oído.

—Olvídalo —dijo Augie—. Los zapatos en general, ¿vale?

Dos de los viejos leones ya habían llegado: Anthony Stracci, de Nueva Jersey, y Joe Zaluchi, de Detroit. Como de costumbre, ambos venían con su consigliere y con el preceptivo guardaespaldas. Zaluchi y Stracci eran viejos amigos de los Corleone y sus más fuertes aliados. Zaluchi era un hombre mayor con cara de pan que ya había rebasado los setenta. Había casado a una de sus hijas con el heredero de una empresa automovilística y a la otra con Ray Clemenza, hijo de Pete Clemenza, difunto capo de los Corleone. Joe Z había tomado el poder en Detroit después del caso de la Banda Púrpura y construido un imperio que había alcanzado la fama por ser uno de los más pacíficos de todo el país. Pero últimamente se comentaba que los negros se estaban apoderando de Detroit y que los sindicatos de camioneros recibían instrucciones de la mafia de Chicago. Muchos de los padrinos pensaban que Zaluchi estaba senil. Cuando saludó a Michael llamándolo «Vito», éste prefirió no corregirle.

Black Tony Stracci, que también había cumplido ya los setenta, insistía en que no se teñía el poco pelo que le quedaba, que cada año estaba un poco más negro que el anterior. Siempre había sido tan fiel a los Corleone que algunos indocumentados creían que la familia Stracci no era más que un regime de éstos. Las operaciones de tráfico de drogas de los Corleone utilizaban muelles y almacenes controlados por los Stracci (alianza cimentada por Nick Geraci, pero ajena a la conspiración de éste). Black Tony —en lo que fue una de las discusiones más desagradables de toda la historia de la Comisión— también se había unido a Michael Corleone para vencer la oposición de varios padrinos (en especial, Tramonti y Sam Drago, el Silencioso) a la hora de asegurar el apoyo de la Comisión al gobernador de Nueva Jersey, James K. Shea, en su camino hacia la presidencia. Los Stracci tenían negocios en Nueva York, pero su centro de poder estaba en Nueva Jersey, que era menos prestigiosa y menos lucrativa, lo cual los relegaba siempre al puesto más bajo en el escalafón de las familias de Nueva York.

Los siguientes en llegar fueron los dos miembros más recientes, y ambos lo hicieron envueltos en trajes rutilantes y luciendo corbatas chillonas: Frank Greco, de Filadelfia, que había sustituido al difunto Vincent Forlenza (dejando a Cleveland sin una silla en la mesa), y John Villone, que había regresado de Las Vegas para heredar Chicago del también fallecido Louis Carapolla Russo. Cuando Michael saludó a Frank el Griego diciéndole que tenía muy buen aspecto, Greco se lo tomó a broma: «Cuando era joven parecía un dios griego. Ahora sólo parezco un puto griego.» Michael sonrió. Ya le había oído ese chiste con anterioridad. De hecho, a los cincuenta, Greco aún era joven en comparación con los demás padrinos. Filadelfia era otra plaza que estaba perdiendo terreno ante los negros, pero Frank el Griego seguía siendo fuerte en South Jersey, lo que le proporcionaba contactos con varios miembros de la administración Shea.

John Villone había supervisado los intereses de la mafia de Chicago en Nevada, y así era cómo lo había conocido Michael. Era uno de esos «tripones» de la vieja tradición siciliana que unía a su natural corpulencia un aire de valor y poderío. A diferencia de sus predecesores, eso sí, llevaba unos trajes de payaso hechos a propósito para parecer más gordo. De todos modos, Villone era de esa clase de gente a la que todo el mundo aprecia y cuya compañía es deseada, cosa que lo hacía envidiable a ojos de Michael. John Villone había sido íntimo de Louis Russo, y siguió siéndolo incluso cuando éste lo apartó de los negocios importantes de la familia tras una discusión por una mujer. Villone caminó hacia su asiento en la sala de atrás con su brazo carnoso alrededor de Tom Hagen, ignorando que éste había usado el cinturón que ahora llevaba puesto para estrangular a Louis Russo, el querido amigo del gordo.

El bronceado jefe del sindicato de Tampa, Salvatore Sam Drago, el Silencioso, fue el siguiente en cruzar la puerta. Como tenía por costumbre, llevaba a la espalda una gran bolsa de naranjas; sonriendo y sin decir ni una palabra, la depositó sobre la barra. Él y Michael se abrazaron. Al Neri manoseó las naranjas por si había algo escondido entre ellas. A pesar de sus diferencias, Michael y Sam Drago tenían mucho en común. Al igual que Michael, Drago era el hijo menor de un jefe y también había iniciado su vida intentando mantenerse al margen de los negocios de la familia. El padre de Drago era el fallecido jefe siciliano Vittorio Drago, íntimo amigo y aliado de Lucky Luciano. Cuando Mussolini se hizo con el poder y metió en la cárcel de la isla de Ustica a Vittorio y a los demás jefes, el joven Sammy Drago, que estaba en Florencia, estudiando para ser pintor, voló a Estados Unidos y se instaló en Florida. Intentó vivir de la pesca comercial, pero lo perdió todo y a punto estuvo de que lo deportaran. Allá en Sicilia, su madre consiguió que Lucky Luciano en persona hiciera uso de sus influencias, aunque Sam Drago no se enteró hasta que ya estaba bajo la férula del exiliado norteamericano. Se dijo a sí mismo que sólo estaba ayudando a controlar ciertos intereses de Luciano en Florida para poder mantener a su santa madre mientras su padre estaba en la cárcel. Pero la guerra no tardó en llegar, pasaron los años y Sam Drago, que había sido un artista prometedor, acabó encontrando su auténtica vocación como pandillero y líder de una banda.

Al Neri negó con la cabeza. En la bolsa no había más que naranjas. Empezó a pelar una. Hagen condujo a Drago y a sus hombres a la habitación de atrás.

Los últimos en llegar fueron los tres padrinos de Nueva York que faltaban: Ottilio Cuneo, Paul Fortunato y Osvaldo Altobello.

Altobello les sostuvo la puerta abierta a los otros dos padrinos y a sus hombres. Llevaba cosa de un año en la Comisión, pero ésta no se había reunido durante ese tiempo. Semejante gesto de humildad concitó cabezazos de aprobación en el asmático Fortunato y el alegre Cuneo.

Sudando y echando el bofe por el recorrido de casi tres metros que había entre la acera y la puerta del restaurante, Fat Paulie Fortunato, padrino de la familia Barzini, se dejó caer con contundencia en un sillón e intercambió abrazos desde ahí con Michael y Tom Hagen. Fortunato estaba tan gordo que parecía que acababa de comerse a John Villone para desayunar. Sus ojos eran como ranuras en su cara de pan, y su cabeza leonina estaba permanentemente inclinada hacia adelante, como si los músculos del cuello no pudieran sostenerla. Para los Corleone, Fortunato era lo más parecido a un enemigo que había entre las Cinco Familias. Había sido un capo de lo más fiel para Emilio Barzini, cuyo asesinato nunca se les pudo adjudicar a los Corleone (ni a Al Neri, que se había puesto su viejo uniforme de poli para el tiroteo), y también había sido una persona muy cercana a Vince Forlenza en Cleveland, quien —por decirlo de una manera técnica— había desaparecido y se le suponía muerto. La base de operaciones de Fortunato era el Distrito Textil. También había sido uno de los hombres de Barzini que más había hecho por meter a la familia en el tráfico de drogas. Lamentaba lo que él definía como la hipocresía de los Corleone, quienes se abstuvieron de aportar sus apoyos políticos al narcotráfico en vida de Vito y que, cuando Michael tomó el mando, crearon un regime encubierto para sacar tajada del asunto. Pese a estas diferencias, Fortunato no era de natural alguien que se ofendiera fácilmente o que se lanzara a la batalla. Había sido jefe durante ocho pacíficos años y dirigido Staten Island con el estilo habitual desplegado por los Barzini durante décadas.

Puede que no hubiera mayor prueba del poder de Michael Corleone que el ascenso a padrino de Ozzie Altobello en lo que aún se conocía como la familia Tattaglia. Acérrimos enemigos de los Corleone en otros tiempos, ahora los Tattaglia estaban dirigidos por el genuino padrino de Connie Corleone, que era un amigo leal de Vito desde la Prohibición. Los Tattaglia, menos diversificados que la mayor parte de las demás familias, estaban especializados en prostitución, locales de alterne y pornografía. Ese imperio fue construido por Philip Tattaglia, quien disfrutaba de sus logros con una glotonería épica. Tras ser asesinado en 1955, su hermano Rico abandonó su retiro para sucederle. La organización empezó a desmoronarse. Estaba mal de fondos y cada vez era más vulnerable a las redadas policiales y a las cruzadas de los moralistas. Cuando Rico murió el año anterior por causas naturales, casi todos esperaron que el nuevo padrino fuera uno de esos chulos con pretensiones de la familia o alguno de sus guerreros. Pero en vez de eso, el pulcro Altobello, que era un consigliere nato, se encontró desempeñando ese papel. No eran pocos quienes le consideraban afecto a los Corleone.

Leo el Lechero Cuneo era un viejo bajito que parecía alto, como les sucede a ciertos actores con talento. Llevaba un traje de lo más normal. Y se le había concedido el honor de llegar el último no por deferencia a su poder, sino como un gesto de respeto ahora que, desaparecido Forlenza, se había convertido en el miembro mayor de la Comisión.

Michael Corleone liberó a Cuneo de su sombrero y su abrigo antes de que un camarero escandalizado apareciera corriendo para relevarlo de esa supuesta humillación.

—Todo lo contrario, ha sido un honor —dijo Michael en italiano—. No hay ofensa en rozar los tejidos de Don Cuneo.

Michael sonrió para que éste no pensara que hablaba con sarcasmo.

Cuneo farfulló algunas estrofas de una canción siciliana que Michael ni conocía ni entendía.

—¿Estoy en lo cierto? —dijo en inglés mientras le daba a Michael una palmadita en la mejilla.

—Por supuesto —repuso éste mientras le mostraba a Cuneo el camino hacia la sala de banquetes.

La familia Cuneo tenía algunos negocios en Nueva York, principalmente en Manhattan y el Bronx, pero estaba radicada fuera de la ciudad, en el campo, donde poseía la factoría lechera más importante de la región, que era la que le había proporcionado a Ottilio Cuneo el apodo de Leo el Lechero. Leo Cuneo había jugado un papel fundamental en el tratado de paz que sucedió a la guerra de las Cinco Familias, pero su posición de estadista del hampa había durado poco. Fue en la granja de su socio donde tuvo lugar la terrible redada. La mitad de los jefes mañosos de Estados Unidos fueron detenidos mientras intentaban huir por el bosque. ¿Cómo era posible que ningún miembro de la familia Cuneo se hubiera enterado con antelación de la redada o, por lo menos, hubiera reparado en los coches que se acercaban? Michael no tenía ni idea, pues el asunto superaba al entendimiento humano. Él había detectado la presencia de hombres en la espesura mientras iba hacia allá, pero había seguido adelante. Se suponía que era el encuentro en el que iba a negociar su retiro de todo eso, un objetivo que no había abandonado del todo pero que ya no figuraba en su horizonte, algo en lo que Michael intentaba no pensar.

Nadie pasó mucho tiempo en la cárcel. Los abogados señalaron que la Constitución de Estados Unidos amparaba el derecho de reunión, pero esas referencias surgieron posteriormente y no aparecieron en la portada de ningún medio de comunicación. También eran demasiado complicadas como para que resultaran admisibles por los jueces o por la opinión pública.

Los desastres de la redada seguían presentes. Sin toda esa publicidad y ese escándalo público, seguro que el FBI hubiera seguido guardando las distancias. Si no hubiera sido por la redada, la gente —siempre dispuesta a ignorar que su gobierno se pasa la vida matando a personas inocentes por todo el mundo— nunca se habría sentido tan amenazada por personajes como los que componían la Comisión. A fin de cuentas, ¿qué resultaba más peligroso para el norteamericano medio: los temas que se debían tratar en esa reunión o, por citar un solo ejemplo de la actualidad, los tejemanejes de la CIA en ese extraño sitio llamado Vietnam? ¿A qué venía ese escrutinio público de los asuntos de Michael mientras la indiferencia era la norma ante todos esos escándalos de altura cometidos en nombre del pueblo norteamericano? La respuesta era sencilla. No había más que ver qué era lo que daba dinero en Hollywood, esa casa de putas del sueño americano: banales descripciones, propias de un tebeo, de héroes y villanos, historias simplonas para gente que no pensaba. Esa redada le había dado al público lo que quería. Ahora, gracias en gran parte a la histeria desatada, personas complejas pero cargadas de buena intención como Michael Corleone y James K. Shea se habían convertido ante los ojos de la gente en material para tebeos. Nada importaba que ambos fueran hijos de hombres que habían emigrado muy jóvenes a ese país, hombres que habían hecho negocios juntos y que habían construido sus fortunas comerciando con algo que ya no era ilegal. Tanto Michael Corleone como James K. Shea eran héroes de guerra condecorados. Ambos habían estudiado en universidades de primera y se habían casado con mujeres a las que conocieron durante esos años (nada importaba que Michael, que siempre había sido fiel, fuera un hombre malo o que Jimmy Shea, un putero comecoños, fuera el príncipe azul). Ambos tenían dos hijos, un chico y una chica. Ambos eran católicos que sólo iban a misa cuando había que guardar las apariencias. Sus familias habían sufrido terribles tragedias. Juntos, en Chicago, Virginia Occidental y Florida, habían robado la presidencia norteamericana. El amor de cada uno de esos hombres por su país era profundo y sincero.

Nada de eso importaba. El público sólo quería una historia de buenos y malos.

Por un lado, la gente se enfrentaba a la amenaza de una vasta y terrorífica conspiración criminal dirigida por los miembros de una sociedad secreta: funestos supervillanos, tipos dañinos con apellidos extranjeros. Por el otro, protegiendo a la ciudadanía de todo tipo de malvados, estaba el guaperas de piel clara Jimmy Shea, un superhéroe de mandíbula cuadrada, y su ayudante Danny, el chico maravillas con la boca llena de dientes.

Y la culpa de todo eso era de Leo Cuneo, por no haber controlado la seguridad como debería.

Vito Corleone les había enseñado a sus hijos que los grandes triunfos y los grandes errores no eran casi nunca los incidentes más representativos de la vida de un hombre, pero que sólo un niño consideraría injusto juzgar a alguien por ellos. El tema no era la justicia; el tema era qué significaba ser un hombre.

Justo era reconocer, eso sí, que Leo Cuneo se había responsabilizado del fallo de seguridad. Mientras entraba en la sala de banquetes, los demás padrinos lo recibieron con sincera calidez. Pero la metedura de pata le había costado cara: eso era algo que él tenía muy claro y, probablemente, los demás también. Leo Cuneo había sido un buen amigo de la familia Corleone. Había votado junto a Vito, y luego con Michael, en cada asunto importante que se presentaba ante la Comisión. Su gente, incluso, había localizado al asesino de la primera mujer de Michael, Apollonia, un tipo llamado Fabrizio que trabajaba bajo un nombre falso en una pizzería de Buffalo, y Cuneo en persona se había encargado de enviarle saludos de Michael Corleone en forma de tres balas del calibre 9: dos en el pecho y una, a quemarropa, en la cabeza. Esa lealtad era la que mantenía con vida a Leo el Lechero.

Pasó otra media hora de saludos y bebidas. Tal vez los preliminares se habrían alargado más si no hubiera sido por el nivel de azúcar en la sangre de Michael Corleone. Había picado olivas y algo de queso de los platos del aperitivo, pero no era suficiente. Necesitaba comer de verdad. Ocupó su sitio en la mesa y tragó algo de agua. Tom Hagen se deslizó en el asiento de al lado, haciéndole una señal a Neri para que reuniera a los demás guardaespaldas y se fueran a esperar en el comedor principal. Los demás padrinos vieron que Michael había ocupado su asiento y siguieron rápidamente su ejemplo.

Mientras Neri se quedaba vigilando en la puerta, los camareros aparecieron con humeantes platos de macarrones y se dedicaron a llenar las copas y las cestas del pan. Cuando se hubo ido el último camarero, Al Neri le hizo una seña con la cabeza a Michael y cerró la puerta tras de sí.

La Comisión llevaba dos años sin reunirse, con lo que había un montón de asuntos, más o menos rutinarios, que resolver.

—Si nadie tiene nada que objetar —dijo Michael—, me gustaría trabajar mientras comemos. Así quizá lleguemos a los fuegos artificiales o, por lo menos, podamos regresar a casa al amanecer.

No hubo objeciones. A pesar de las imágenes siniestras que suelen asociarse a esa clase de gente —las palizas, la extorsión y el crimen—, ese tipo de negocio era, de hecho, de esos en los que lo realmente importante se decide comiendo. Igual que en la construcción, que en el mundo editorial o que en Hollywood. Pero para esos hombres la cosa no se reducía al negocio. Algunos de ellos lo hacían prácticamente todo comiendo. Paulie Fortunato, por ejemplo, solía follarse a dos mujeres a la vez mientras comía bocadillos de hígado, creando una especial coreografía que Fredo Corleone —quien aseguraba haberlo visto todo con sus propios ojos— le contó en cierta ocasión a Michael con todo lujo de detalles.

El primer tema que se debía tratar era la aprobación del ascenso de los nuevos jefes, Greco y Villone, así como la del nuevo hombre en Los Ángeles, donde Jackie Ping Pong Pignatelli se había dado de baja por motivos de salud. Unánimemente, sin discusión alguna, se llegó a un cálido saludo de bienvenida a todos ellos.

Luego vino la aprobación de hombres propuestos por varias familias para ascender a la categoría de miembros. Las familias que no estaban representadas allí tenían que pedir permiso para ampliar sus nóminas, especificando en cuántas personas. Luego tenían que dirigirse a un miembro de la Comisión para presentarle los nombres elegidos. Las familias con asiento en la mesa no sólo estaban mejor situadas para ampliar su plantilla, sino que también podían razonar con cualquiera que pusiera pegas a alguno de sus nominados. De todas formas, cuando el nombre de alguien llegaba a la mesa, estaba ya todo tan claro que el proceso se convertía en una mera formalidad... Aunque a Michael le pareciera que se alargaba en exceso.

Como muestra de cortesía hacia los nuevos padrinos, a éstos se les permitió hablar los primeros. Villone le cedió amablemente el turno a Greco.

—Bueno, vamos allá —dijo Greco—. Vinnie Golamari. Puede que algunos ya conozcáis a su familia. Un buen tipo. Un hombre muy, muy bueno.

—Yo conozco a un tal Vicente Colamari —dijo Black Tony Stracci, rascándose la cabeza como si estuviera a la caza de algún recuerdo lejano—. No te lo tomes a mal, pero si es el tío que creo que es, supongo que hablas en broma.

—Es Golamari, con ge —aclaró Greco.

—Porque si es el mismo Vinnie Colamari que yo conozco, olvídalo. Viejo. Ochenta años, por lo menos. Ayúdame, Elio —se volvió hacia su consigliere, que se encogió de hombros.

—Me temo que estás hablando de otro —dijo Greco.

Cario Tramonti, molesto, dio unas palmadas sobre la mesa. Se inclinó sobre su hermano y le susurró algo a la oreja.

—Puede que me confunda con el tal Vinnie —admitió el padrino de Nueva Jersey—. ¿Quién puede estar seguro de nada a mi edad? ¿Pero no es el tío al que pillaron con la chavala aquella? ¿Os acordáis? La chica tenía como trece años. Algo espantoso.

—No es el mismo. Sé de quién estás hablando y...

—Basta —dijo Sam Drago mientras le pasaba un palito de pan a Stracci.

—Espera —le dijo Stracci a Drago—. ¿Golamari no es el que hizo aquel trabajo en Pine Barrens con aquel otro, Publio no sé cuántos?

—¡Exacto! —dijo Greco, claramente aliviado—. Sí. Publio Santini.

—Por Santini respondo personalmente —declaró Ozzie Altobello.

Greco golpeó en la mesa con el dedo índice, como si tuviera delante una hoja de papel invisible.

—Es el siguiente tío de mi lista.

No había ninguna lista. Nada quedaba nunca por escrito.

Tony Stracci apretó los labios en señal de asentimiento.

—Vinnie y Publio son buena gente. He oído hablar bien de ellos.

Cario Tramonti echó la cabeza hacia atrás y lanzó un suspiro.

Fueron muchos los que lo miraron. Augie Tramonti le puso una mano en el hombro a su hermano.

Dio la impresión de que Cario iba a decir algo, pero no lo hizo.

Las cosas siguieron de esta manera: salían nombres que se discutían brevemente y eran aprobados, las familias hacían sus propuestas por turnos. Mientras tanto, Cario Tramonti no disimulaba su impaciencia. Su hermano, aunque era un notorio energúmeno, intentaba calmarlo. En un momento dado, Augie hasta le apartó de delante los platos a su hermano y, no contento con eso, también le quitó las migas como si fuera un camarero.

Evidentemente, Cario Tramonti no tenía ningún nombre que proponer.

Era el único que no necesitaba la aprobación de la Comisión.

Leo Cuneo le hizo algunas preguntas a Ozzie Altobello acerca de los nominados de los Tattaglia (aunque la semana anterior, durante un acto benéfico en pro de los niños lisiados, le había dicho a Michael que lo que había oído sobre todos los nuevos miembros propuestos por las demás familias de Nueva York le parecía bien).

Cario Tramonti hundió la cabeza entre las manos.

Michael Corleone lo comprendía perfectamente. Él también habría intentado agilizar el proceso, pero era consciente de que, a sus espaldas, había quien lo consideraba un universitario demasiado americanizado, un modernizador que aparentaba estimar la tradición, alguien que en el fondo nunca había querido estar allí, y que llevaba intentando salir desde que había entrado. La única vez que expresó su deseo de que el proceso fuera un poco más profesional, lo hizo en privado y ante Tom Hagen. Tom le dijo que lo dejara estar; esa gente eran amigos, amigos que no se veían mucho. «Si quieren hablar, déjalos que hablen.» La actitud de Tom había acabado con cualquier interés que tuviera Michael en seguir dándole vueltas al tema.

Después de la pasta llegó el asado. Entre exclamaciones relativas a cuán tierna estaba la carne, los allí congregados arreglaron algunas disputas: conflictos que no podían ser resueltos en un breve encuentro con los dos o tres individuos involucrados. Como ya había dicho el padre de Michael, la Comisión sólo existía por dos motivos: ampliar la plantilla y hacer las paces. Según Michael, la cosa había entrado en el terreno de la política, pero aunque los problemas con la administración Shea se hubieran convertido en el elefante particular de esa habitación, él prefería seguir fiel a lo fundamental.

Tramonti miró a Michael. Éste negó con la cabeza: aún no.

El conflicto que había propiciado esa reunión en concreto no era el tema de Danny Shea, como tampoco lo era la necesidad de iniciar a nuevos miembros y confirmar a los nuevos padrinos. El conflicto tenía su origen en dos simples carritos.

Todo había empezado con una discusión entre dos vendedores de perritos calientes por el control de una esquina en la zona alta de Manhattan. Uno de ellos estaba bajo la protección de los Barzini; el carrito del otro pertenecía a alguien que obedecía órdenes de Eddie Paradise. Hasta hacía poco, la esquina en cuestión no valía nada, pero desde que se habían construido dos nuevos edificios de oficinas, era una mina de oro. Cada uno de los vendedores aseguraba haber sido el primero en echarle el ojo a la esquina. Al cabo de unos días, el vendedor que trabajaba para el soldado de Eddie le echó agua hirviendo al otro, que estuvo a punto de morir a causa de las quemaduras.

En venganza, los Barzini enviaron a alguien que le partiera un brazo al primer vendedor. Luego aparcaron un carrito nuevo a escasa distancia de uno distinto que, según creían, pertenecía a los Corleone, y reventaron los precios de todo; pero, en realidad, ese carrito pertenecía a los Cuneo, con lo que el soldado que lo vigilaba se vengó enviando a dos de los suyos a volar el carrito de los Barzini (con la llegada de las bombonas de butano, los carritos eran bombas ambulantes). Pero a los hombres de Cuneo se les cruzaron los cables —literalmente— y se volaron por los aires a sí mismos, en compañía de un carrito que estaba bajo la protección de los Tattaglia.

Una cosa llevó a otra.

Para cuando algún padrino se enteró de estas chorradas, ya no lo eran tanto. Los periódicos aún no las habían comentado, aparte de reseñar la misteriosa explosión de dos hombres y un carrito, pero eso no iba a durar mucho. Las Cinco Familias andaban colocando sus carritos por ahí, y las preceptivas discusiones acerca de quién se quedaba con qué esquina no estaban dando muchos frutos. Todo el mundo pasaba de todo. No había un orden concreto para la división del territorio, con lo que la Comisión recibió el encargo de crearlo. El tema se las traía, pero todos habían llegado a la mesa con un plan básico, esbozado durante varias breves conversaciones mantenidas en los últimos meses. Todo lo que tenía que hacer la Comisión era aprobar ese plan.

Mientras el plan en cuestión era convenientemente relatado, Cario Tramonti, congestionado, logró reunir la compostura necesaria para disculparse en voz baja por tener que ir al retrete, aunque la verdad es que casi se levantó de la silla de un salto. Michael sabía que podía confiar en Neri para que lo tuviera vigilado.

Los otros padrinos de fuera de la ciudad escucharon pacientemente, puede que dando gracias a Dios por disponer de una ciudad para ellos solos, aunque fuera una de segunda categoría y cinco veces menos lucrativa que Nueva York.

Pero era poco probable que nadie de los presentes considerara que los carritos constituyeran un tema trivial o aburrido. Ese humilde negocio era para cualquier gángster una vaca que daba oro en vez de leche. Los carritos eran lo suficientemente caros —Michael había oído que costaban varios miles— como para que el ciudadano medio se los pudiera permitir. En vez de eso, le alquilaban el carrito a alguien. Y todo el mundo sacaba algo. El inmigrante trabajador se hacía con un pequeño negocio que llevar, y su benefactor se quedaba con las dos terceras partes de sus ganancias y no tenía que pagarle ni un céntimo de salario. Los permisos, que un inmigrante se habría vuelto loco para obtener del ayuntamiento, aparecían como por arte de magia. Otros negocios de las familias suministraban la comida, la bebida, los condimentos, las servilletas de papel, el butano, las sombrillas, los neumáticos... cualquier cosa. Conclusión: un buen carrito podía ser tan rentable como un restaurante, pero sin los riesgos de éste. Nada de impuestos ni de licencias, gastos de mantenimiento más bien escasos, ninguna molestia derivada de tener a gente en nómina y ni hablar del papelamen que generaba la posesión o el alquiler de un local (o de la pasta que costaba utilizar a alguien como tapadera). Otrosí: si un barrio se degradaba, el restaurante también, pero a un carrito le bastaba con cambiar de sitio. Los carritos ganaban dinero: uno a uno, año tras año. Lo único que podía cargarse una situación tan buena era que los inversionistas del negocio se liaran a tiros entre sí.

Cosa que, de manera unánime, decidieron no hacer.