SEIS
El Día de Colón, a la hora más oscura del amanecer, a cuarenta pisos de altura sobre un callejón sin salida del extremo este de Manhattan, en un lujoso dormitorio con vistas al FDR Drive, el East River y la isla de Roosevelt, Michael Corleone se puso a gritar.
Al cabo de unos momentos, se produjo un sonido que parecía como de lucha: golpes, porrazos y vidrios rotos, seguidos del producido por algo o por alguien al caer al suelo.
En el otro extremo de la suite, Al Neri —que dormía desnudo cuando no estaban por allí los hijos de Michael; o sea, casi siempre— saltó de la cama, pulsó el botón que había mandado instalar en la mesilla de noche, cogió una larga linterna de acero y corrió por el pasillo hacia su jefe. Lo de los gritos era nuevo, así como lo del ruido de lucha, pero esos episodios nocturnos tenían sus precedentes. El origen más verosímil estaba en la diabetes de Michael. O puede que ya hubiera tenido lugar la primera bronca en serio entre su jefe y Rita Duvall. Ella estaba en Los Ángeles, grabando un concurso televisivo, pero puede que la cosa hubiese acabado pronto. La verdad es que Neri había asegurado el edificio de tal manera que no había modo de que se colase nadie. Pero de todas formas, cuando estás corriendo en pelotas por un pasillo, en mitad de la noche y en dirección a unos ruidos extraños, te da por pensar: «Los putos Bocchicchio. El cabrón de Geraci...» La cara del guardaespaldas, sin embargo, lucía el aspecto tranquilo del padre de familia que saca a pasear al perro.
La pesada puerta de entrada al dormitorio de Michael estaba cerrada por dentro. Neri la había arreglado para que sólo se pudiera abrir con una llave especial. Ya no se oían gritos. Neri llamó a la puerta.
—¡Eh, jefe!
No se oía nada de nada. Instintivamente, Neri intentó echar la puerta abajo, golpeándola con el talón de su pie descalzo. Acto seguido, dándose a todos los demonios, regresó a su cuarto en busca de la llave.
Un piso más abajo, las luces empezaron a encenderse, primero en el dormitorio de Connie Corleone y luego, poco después, en los de los dos hijos de Connie y en la suite al otro extremo del edificio, donde vivían Kathy y Francesca, las hijas gemelas de Sonny Corleone, el difunto hermano de Michael. El hijo de seis años de Francesca, también llamado Sonny, ni se inmutó. Era un espanto cuando estaba despierto, pero siempre había tenido el sueño pesado. Todos los demás se congregaron en la enorme cocina que Connie había instalado la última primavera, después de que Michael compró el edificio entero y trasladó a lo que quedaba de su familia a los tres pisos superiores. La suya siempre había sido una familia que dormía con las ventanas abiertas.
Connie revisó las cerraduras. Francesca llamó a un número especial, y un guardia en una habitación de control que había en el pasillo le dijo que todo estaba en orden.
—Está todo bajo control —le comunicó Francesca a su tía.
Connie asintió severamente y se puso a hacer café.
Francesca se quedó mirando el teléfono colgado. «Bajo control.»
Connie les preguntó a sus chicos si querían unos huevos o si preferían volver a la cama —era sábado, así que a ella tanto le daba—, y los muchachos se decantaron por los huevos. También le preguntaron de dónde venía ese mido, pero su madre les dijo que de la televisión. Francesca intentó establecer contacto visual con Connie, pero ella miró hacia otro lado.
En la habitación aledaña, el hijo de Connie, Víctor —un desastre sin paliativos hasta para lo que se espera de un chico de catorce años—, puso en el tocadiscos Night train, de James Brown, a toda castaña. Little Mike, su hijo de ocho años —un angelito, aunque adoraba a Víctor—, empezó a bailar como un loco por toda la habitación. Habitualmente, esto habría generado una regañina de Connie, cuyo odio hacia ese tipo de música había incrementado la pasión que Víctor sentía por ella. Pero todo lo que hizo Connie fue encender un cigarrillo y suspirar. Víctor hacía como que era un boxeador que se entrenaba, y Little Mike no tardó mucho en imitarlo.
Abajo, en el piso treinta y ocho, donde vivían los Hagen, Tom, Theresa y sus dos hijas dormían tranquilamente, lo suficientemente alejados del follón como para no enterarse de nada. Las habitaciones de sus hijos estaban vacías.
La ex mujer de Michael, Kay, vivía en Maine (sí, él le había pegado, pero sólo una vez, cuando ella mintió acerca de su aborto espontáneo y le dijo luego que, en realidad, había sido provocado; el golpe —y el consiguiente remordimiento de Michael al respecto— le había granjeado a Kay el divorcio que no podría haber conseguido de otra manera). Los dos hijos de Michael, Anthony, de doce años, y Mary, de ocho, también vivían en Maine y acudían a una escuela de lujo en la que Kay daba clases. Hacía meses que Michael no los veía, y eso constituía una fuente de dolor y hasta de vergüenza tal, que nadie que viviera en los tres pisos superiores mencionaba el tema. Una vez a la semana, Connie les enviaba cartas a Anthony y a Mary, así como algunos regalitos y dulces italianos, pero lo hacía con mucha discreción.
Los padres de Michael, Vito y Carmela, habían fallecido de muerte natural y descansaban en paz en el cementerio Woodland, en el Bronx, junto a su hermano Sonny (oficialmente muerto en un accidente de coche, aunque en realidad había sido acribillado por pistoleros de los Tattaglia en un peaje de la autovía de Jones Beach) y la hija prematura de Francesca, Carmela, que sólo llegó a vivir un día.
No muy lejos yacía el marido de Connie, Cario (estrangulado por orden de Michael, en venganza por su papel en el asesinato de Sonny, aunque el crimen le fue adjudicado a la familia Barzini).
El marido de Francesca, Billy (William Brewster Van Arsdale III) estaba enterrado en el panteón de su familia en Florida.
Fredo, el otro hermano de Michael, había salido a pescar hacía cuatro años y se le daba por ahogado. Los gases internos que hacen salir los cadáveres a la superficie no siempre lo logran en aguas tan frías como las del lago Tahoe. Su viuda, la actriz Deanna Dunn (de la que estaba separado), le había comprado una lápida en un cementerio de Beverly Hills, pero la tierra de abajo seguía sin remover.
Ahora aparecían, procedentes del ascensor privado que sólo abastecía a los tres pisos superiores, tres guardias armados de toda confianza.
Desde el exterior, el feo edificio no parecía la fortaleza que realmente era por dentro. Ningún transeúnte habría supuesto que contenía un pelotón de guardias desplegados discretamente, ni que se había invertido en él una pequeña fortuna en medidas electrónicas de seguridad, muchas de las cuales procedían de la misma gente que provee de artilugios semejantes a la CIA. No se trataba de un edificio que llamara la atención de los peatones (revestimiento blanco, balconadas funcionales y sin adornos). De hecho, llamaba mucho más la atención la acera de enfrente, con sus antiguos edificios de ladrillo visto de cuatro plantas. Nada en el diseño del edificio llevaría la vista hacia las tres plantas superiores y el jardín de la terraza, pues parecían formar parte de una estructura diferente. En Nueva York, sólo los turistas miran hacia arriba, y pocos se veían en un vecindario como ése: Yorkville, una parte de Manhattan a la que no llegaba el metro, que no aparecía en las guías y que no era más que un barrio residencial, principalmente alemán, aunque llevaba años acogiendo también a irlandeses, judíos e italianos. Exceptuando el ruido del tráfico en el FDR y de los camiones de la basura frente al edificio de al lado, de noche era de lo más tranquilo. Especialmente a cuarenta pisos de altura.
Casi siempre.
—¿Jefe? —llamó Neri, casi con ternura.
Vio venir a los tres guardias y les dijo que se pusieran en posición y le cubrieran la espalda. Luego abrió la puerta y entró con la linterna alzada. Sus reflejos eran tan buenos que resultaba tan mortal con lo que llevaba en la mano como la mayoría lo era con una pistola. No la había encendido desde que era un poli novato, pero le había encontrado muchas otras utilidades. La usó para matar a un chulo de Harlem que había rajado a una mujer y estaba violando a una niña de doce años. Cuando los testigos dijeron que Neri seguía machacando al sujeto aunque ya estaba muerto, sus superiores, frustrados por los años que llevaban sin ser capaces de controlarlo, lo acusaron de asesinato. Los Corleone se enteraron del caso. Movieron unos cuantos hilos y los cargos fueron retirados. Neri se llevó la linterna de la sala de pruebas y se fue a trabajar para Michael Corleone, una nueva carrera que agradecía y que pagaba con una lealtad inquebrantable. Una decisión que nunca había lamentado. Ni una sola vez, ni siquiera cuando lo llamaron para que liquidara al pobre Fredo.
Neri encendió el interruptor de la luz.
La cama estaba vacía. Un amasijo de mantas y sábanas yacía en el suelo. A su lado había un vaso para zumo, roto.
—¿Mike? —dijo Neri.
Al otro lado de la cama, algo se movió.
Michael Corleone se levantó lentamente, frotándose la cabeza.
—Madonna —dijo Neri—. Me has asustado, jefe. ¿Estás bien?
—Lo estoy. —Michael señaló la linterna—. Pase lo que pase, no me enciendas eso en las narices, ¿vale?
Neri bajó la linterna. El Padrino estaba empapado en sudor y más pálido que la luz de la luna. ¿Que si estaba bien? ¡Los cojones!
—¿Estás... eeh... solo? —Neri giró el cuello, buscando a su alrededor a alguien o algo que pudiera andar por ahí. Fue hasta el cuarto de baño de Michael. Nada extraño—. Sonaba como...
—Al, estoy bien. Gracias por preocuparte, ¿vale?
Si se tratara de Rita, Michael no le ocultaría nada. Rita ya había presenciado sus crisis.
—O sea, que ha sido lo del azúcar —dijo Neri. La diabetes. El vaso de zumo: eso lo explicaba, en cierta medida—. ¿Quieres que te traiga unas pastillas, fruta o alguna otra cosa?
—No es eso. No es nada. ¿Lo pillas?
Neri asintió.
—Cuidado con las sábanas de raso —dijo, señalándolas—. Resbalan que te cagas.
—Lo tendré presente —respondió Michael, exhibiendo una leve sonrisa.
Neri no podía creer que los ruidos que había oído procedieran de un solo hombre, pero llevarle la contraria a Michael Corleone no iba con su carácter.
—Feliz cumpleaños, por cierto.
—Hazme un pastel, si quieres —dijo Michael—, pero mantén la boca cerrada con respecto a esto, ¿de acuerdo?
Se dejó caer pesadamente sobre la cama. Gran parte de los motivos que habían llevado a la gente a considerarlo una especie de héroe popular en Nueva York consistían en que se lo veía como a una especie de galán de cine, pero en mitad de la noche y mirándolo de cerca, sólo era un viejo de cuarenta y tres años. La mejilla izquierda le tiraba de vez en cuando, resultado de la cirugía plástica sufrida para arreglarle esa cara que un capitán de policía había machacado. El pelo se le había vuelto repentinamente blanco. Puede que eso resultara atractivo con una buena luz, pero la de ahora no lo era. Todo el rato tenía sed y orinaba con una lentitud exasperante, como si fuera un viejo. En cierta ocasión, Rita —o sea, la señorita Marguerite Duvall, actriz con la que salía de forma esporádica— le chismorreó a Neri que Michael tenía problemas en el catre. «Le pasa a todo el mundo», dijo Neri, dando una nueva muestra de lealtad; toquemos madera, a él nunca le había pasado, exceptuando cuando estaba borracho, estado al que no accedía desde hacía años, cuando estaba en el Cuerpo.
—Lo del pastel va a ser que no —dijo Neri—. Tendrás que esperar a que te lo haga Connie. ¿Quieres café?
—¿Qué hora es?
Neri consultó el reloj que Michael tenía en la mesilla de noche.
—Cerca de las cinco. Creo que lo mejor será que intentes seguir durmiendo.
Esa noche, por primera vez desde el regreso del Padrino a Nueva York hacía más de un año, habría una reunión de la Comisión, la junta organizativa de la Cosa Nostra. La preparación para el cónclave llevaba semanas ocupando el tiempo de Michael.
Se frotó la cara.
—Qué coño —dijo desde detrás de sus manos.
No era fácil saber a qué se refería. Podía ser: «¿Qué coño ha pasado?» O: «¡Qué coño, claro, a por ello, haz café!»
Neri se dio media vuelta y regresó al pasillo. Qué coño. Aunque Mike volviera a dormirse, él no pensaba hacerlo. Y tampoco pensaba beberse ese aguachirle que Connie preparaba en la gran cocina de abajo. Neri no cocinaba, pero era muy suyo para el café.
Guió a los guardias de regreso al ascensor, totalmente ajeno al hecho de que estaba desnudo.
—Falsa alarma, chicos —dijo, aunque él realmente no lo creyera—. No hay nada que ver.