DIECINUEVE

El fin de semana anterior a las primarias presidenciales de California, que coincidía con el Día de Difuntos, Tom y Theresa Hagen volaron por separado a la Costa Oeste y se encontraron en el aeropuerto de Los Ángeles. De hecho, la limusina había recogido a Tom en la pista de aterrizaje del rancho del senador Pat Geary, justo a las afueras de Las Vegas, y tras un rápido encuentro con el senador, lo condujo hasta el final del trayecto. Theresa dejó a sus hijas con su cuñada y tomó un vuelo de Pan Am.

Salió de la terminal y al principio no vio la limusina de Tom. Llevaba un vestido verde —que, según su marido, seguro que era nuevo—, escotado y ceñido en los lugares apropiados, pero elegante. Llevaba el pelo corto —mucho más de lo que Tom consideraba bonito o, incluso, acorde a la moda— y teñido de un color más oscuro que el habitual.

El chófer salió del vehículo y exhibió la pancarta con el nombre de soltera de Theresa, para asegurarse de no llamar la atención.

Parecía que había perdido algo de peso. Estaba pálida. Venía de Florida y estaba pálida.

El chófer le abrió la puerta.

—Estás estupenda —le dijo Tom.

—¿Te gusta? —dijo Theresa, acariciándose la parte de atrás de la cabeza.

—Pues sí —aseguró Tom.

—Embustero —replicó ella—. No me mires así. Te veo venir. Siempre te he visto venir y siempre lo haré.

Tom no podía decir nada al respecto. Así iban a ir las cosas durante un tiempo. De momento, lo único que podía hacer era apretar los dientes y aguantar como un hombre.

El coche se puso en marcha. Tom se agachó para abrazar a su mujer, y ella se apartó ligeramente. Hasta que suspiró, exasperada, y se dejó abrazar.

Exasperada consigo misma, observó Tom. Por estar allí, suponía. Por ceder y hacer las paces por el bien de sus hijos, seguro. Pero también porque —y ésa era la excusa para el encuentro— quería ver la colección de arte de Jack Woltz.

Tom le había suplicado y vuelto a suplicar que regresara a Nueva York o que, por lo menos, accediera a verlo, pero cuando ella por fin se prestó y lo invitó a Florida a pasar el fin de semana del Día de Difuntos, resultó que a él no le venía bien. Ese fin de semana tenía previsto un viaje de negocios. Ella le preguntó de qué clase de negocios se podía hablar en ese fin de semana en concreto, y en vez de encontrarse con el silencio habitual ante ese tipo de preguntas, esta vez obtuvo una respuesta. Tenía que ver a Jack Woltz, le dijo Tom. No debería haberle dado su nombre, y en esos momentos no pensó que tuviera ningún motivo nuevo para ser más sincero con ella que de costumbre, pero lo fue porque así parecían aconsejarlo las circunstancias. Eso sí, también se daba cuenta, mirando las cosas de manera retrospectiva, de que había puesto un cebo en el anzuelo y Theresa lo había mordido. «¿Jack Woltz, el productor cinematográfico?», le preguntó ella; y él respondió: «¿Acaso hay otro Jack Woltz?» Y ella dijo que lo preguntaba porque conocía a alguien que conocía a su conservador. «¿Conservador de qué?», inquirió Tom. «De su colección de arte —repuso ella—. Tiene uno a sueldo. Se supone que en su casa de campo hay piezas que no se han visto en público desde hace más de cincuenta años.» Le preguntó a Tom si podían ir a ver esa casa. Tom dijo que no sabía si podría arreglarlo. Añadió que ya había quedado con Woltz en su despacho de la productora. Lo que no le dijo fue que Woltz también le había dicho que él y su nueva esposa habían invitado a unos amigos a pasar el fin de semana en su casa de Palm Springs y que Tom podía llevar consigo a su familia si le apetecía, cosa que en ese momento Hagen interpretó como una ironía. Aunque la verdad era que a él tampoco le hacía mucha ilusión pasar la noche —mejor dicho, dos o tres noches— bajo el mismo techo que degenerados como Jack Woltz y los surfistas porreros que, seguramente, constituían el selecto círculo de amistades de la nueva señora Woltz. Pero Theresa lo tenía dominado. «¿Que no sabes si podrás arreglarlo?», se burló ella. Le dijo que lo conocía a la perfección, que no había nacido ayer. «Tú puedes arreglar lo que se te antoje. No me digas que no.» Tom le contestó que lo estaba sobrevalorando, pero ella repuso que ni hablar del peluquín.

Y allí estaban. De camino a la casa del puto Jack Woltz para pasar el fin de semana.

Hay veces en que a uno le entran ganas de cortarse la polla.

Bueno, no exactamente.

Tom le dio un beso a su mujer.

—No tan de prisa —le dijo ella.

El chófer, que estaba entrando en la autopista, aminoró la velocidad.

—No se lo decía a usted —le dijo Theresa.

Tom levantó el cristal de separación.

Hicieron un alto para una cena romántica en un restaurante francés del que a Tom le había hablado Fontane, quien, justo es reconocerlo, sabía cómo impresionar a una dama. A pesar de las precauciones, el FBI dio con ellos. Ahora seguían a Tom permanentemente. Cuando Theresa fue al servicio, Tom envió al camarero afuera para que les preguntara a los agentes si querían comer algo a su cuenta.

Tom y Theresa llegaron a Palm Springs al anochecer.

En los casi veinte años transcurridos entre la primera y la segunda visita de Tom, la propiedad de Jack Woltz se había transformado. Cuando Tom estuvo allí para hablar del papel de Fontane en aquella película de guerra, parecía un decorado, una réplica de la típica mansión campestre británica, tan cuidada hasta el último detalle que cada flor del jardín, cada cuadro de un maestro antiguo y cada curva de los senderos ponía en evidencia el engaño. Ahora se había convertido en una monstruosidad fortificada. Woltz había comprado las dos casas vecinas y las había echado abajo. Los guardias de seguridad habían sido sustituidos por veteranos del ejército israelí armados hasta los dientes. Circundando la propiedad, había una verja de hierro de más de seis metros de altura con pinchos en la parte superior que le había construido a Woltz, siguiendo sus instrucciones precisas, una empresa cuyo principal cliente era el servicio de prisiones. Había cámaras de televisión en circuito cerrado por todas partes.

—Esa verja —dijo Theresa Hagen—, ¿es para que la gente no entre o para impedir que salga?

Aunque la reputación de mujeriego de Jack Woltz era del dominio público, su afición por las jovencitas no lo era tanto. Theresa se había enterado de ello a través de Tom.

—Tal vez no hayamos tenido una buena idea —dijo Tom.

Theresa inclinó ligeramente la cabeza y luego contempló a su marido con el ceño fruncido de una manera exagerada, como si fuera una maestra que no daba crédito a la tontería que acababa de soltarle un alumno.

Los agentes del FBI habían aparcado el coche a un lado de la carretera, a unos doscientos metros de distancia. Los guardias dejaron pasar la limusina de los Hagen a través de la verja y la cerraron inmediatamente a continuación.

—Vale —dijo Tom—. Pero no me digas que esto no te inquieta.

Theresa se encogió de hombros. Aparentemente, estaba tan preocupada por otros asuntos que una verja de prisión y unos tipos con ametralladoras no le parecían más que los horrores que le tocaban en el día de hoy.

Mientras la limusina rodeaba una rotonda, Tom miró por la ventanilla en un silencio cargado de estupor. Johnny le había informado de los cambios, pero verlos por uno mismo era impresionante. Ya no estaban las canchas de tenis. Ya no estaban los amplios establos de fachada victoriana e interiores relucientes. Los verdes pastos por donde corrían los purasangres y el magnate se fumaba sus purazos, mientras cantaba las excelencias de sus animales ante los invitados, habían sido reemplazados por largos y vulgares setos, así como por una estructura tipo búnker presidida por una marquesina rescatada de algún viejo cine. En ella se leían los títulos de las películas que el estudio de Woltz distribuía en esos momentos.

La propia mansión había sido remodelada de forma tan drástica por Woltz, con la colaboración de su nueva esposa, que Tom podría haber pensado que la original había ido abajo por entero. Adiós a las cúpulas, un barnizado beige para el suelo de piedra pulida, paredes que recordaban el poderío del viejo mundo sustituidas por enormes cristaleras, ángulos severos por doquier y, en resumen, una modernidad basada en la omnipresencia del cemento.

Junto a la mansión, y un poco escondida, seguía estando la piscina. Las estatuas que la rodeaban —como las que había en el agua, en fuentes y pedestales— se habían multiplicado. La mayoría eran reproducciones en metal, de tamaño natural y corte neoclásico, de líderes políticos con chaqué o héroes militares a caballo. Pero también había algún que otro desnudo en mármol de lo más incongruente —las habituales mujeres rollizas frotándose unas con otras en grupitos de dos o de tres—, así como varias piezas contemporáneas. Las estatuas estaban todas muy juntas, aunque no se sabía muy bien a qué criterio obedecía eso.

Theresa estaba atónita, especulando acerca de diferentes piezas, soltando nombres que a Hagen no le sonaban de nada: Thorvaldsen, Carpeaux, Crocetti, Lehmbruck, el conde Troubetsky, lord Leighton. Eso era algo que a Tom le encantaba de su mujer: lo mucho que sabía y lo bien que se lo pasaba con su erudición. Hagen no conocía a muchos escultores, aparte de Miguel Ángel, pero apreciaba la cultura y adoraba estar casado con una mujer que sabía cosas así. Aún más, le encantaba estar casado con una mujer que, a diferencia de casi todas las que había conocido mientras se iba haciendo mayor, tenía unas pasiones creativas que iban más allá de lavar la ropa y cocinar. Theresa sabía los precios que alcanzaba el arte en las subastas, pero su primera reacción ante cualquier obra no se basaba en su precio, sino en su belleza y en cómo reaccionaba ella ante el esfuerzo del artista. Y eso también le encantaba a Tom.

—¿Siempre las ha tenido así? —le preguntó Theresa.

—No —repuso Tom—. Antes había menos. No había tanta... ¿acumulación?

—¿Quién haría algo así? —dijo Theresa—. ¿Cómo puede alguien reunir tanta belleza y conseguir que esto parezca un mercadillo? ¿Por qué iba a hacer nadie algo así?

—A su nueva mujer no le gusta la escultura —explicó Tom—. Forma parte de un grupo religioso que opina que la reproducción de seres humanos es un acto de idolatría que te roba el alma. —Se encogió de hombros—. Esto es California. Aquí las chifladuras se venden a granel. Lo único que sé es que, en cuanto esa mujer se instaló en la casa, hizo amontonar ahí todas las estatuas. Su religión se supone que es liberal, pero parece que tiene una norma según la cual hombres y mujeres no pueden compartir una piscina, y como Woltz se hace todas las mañanas un kilómetro en largos, ella no se deja ver. Creo que le ha construido otra en algún lado.

Theresa parecía tener más preguntas que hacer sobre las rarezas de la señora Woltz, pero cuando llegaron al último recodo del camino estalló en carcajadas.

—Más vale que te olvides del asunto —le aconsejó Tom.

—Lo siento —dijo ella—. Madonna. Oh, Dios mío, necesito la cámara.

En medio del sendero ovalado que había delante de la mansión, una brigadilla de trabajadores estaban manipulando una reproducción de El pensador de Rodin. Probablemente la estaban trasladando a la zona de la piscina, junto a las demás estatuas. En el otro extremo de la casa, sobre un camión aparcado junto a los coches de los demás invitados (deportivos, vehículos de marcas extranjeras), yacía la nueva adquisición de la colección: una escultura en bronce de Jack Woltz en ocasión de sus cincuenta años en el mundo del cine que, evidentemente, era más grande que el original y que mostraba al magnate con los brazos extendidos y el pulgar y el índice de cada mano en ángulo recto, como si estuviera encuadrando.

—Me parece un milagro que no esté envuelto en una toga de romano —dijo Tom.

—O desnudo —apuntó Theresa mientras intentaba recuperar la compostura—. Como Napoleón.

—¿Hay estatuas de Napoleón desnudo?

—Está el Marte pacificador, de Canova. El original está en Londres, pero yo vi una reproducción en Milán el año pasado, de bronce.

—¿El año pasado estuviste en Milán?

—Todos estuvimos en Milán el año pasado. ¿No te acuerdas? Toda la familia menos tú. A última hora tuviste que quedarte para hacer no sé qué.

—Ya me acuerdo. Creí que habíais ido a Francia, a la Riviera.

—También fuimos a la Riviera —dijo Theresa—. Primero fuimos a Milán en avión y luego cogimos un tren. Si te enseñé las fotos.

—Es verdad —dijo Tom—. Ahora me acuerdo.

—¿Lo ves? Hay que ver lo bien que le mientes a todo el mundo menos a mí.

Se equivocaba. Tom era un embustero espantoso, y punto. Se movía en un mundo en el que todo lo que decía era verdad y en el que la mentira sólo asomaba en lo que no se decía. «Michael quiere verte» no es una mentira cuando, por ejemplo, es una abreviación de la frase «Michael quiere verte muerto». O, también, de «Michael quiere que te subas al puto coche y no vuelvas nunca, chupapollas de mierda, traidor de los cojones». O sea, que Tom, a la única persona a la que mentía era a Theresa. Conque su comentario, aunque de manera perversa, constituía un halago. Pero reconocer algo así no era la mejor manera de recuperar su corazón.

—Contigo miento mal —le dijo— porque lo que siento por ti no lo siento por nadie más.

—Eso, más que una mentira, es una verdad a medias —repuso ella.

El chófer de la limusina le abrió la puerta. Varios miembros del servicio doméstico se afanaban en hacerse con las maletas. Uno de los veteranos del ejército israelí apareció para escoltar a los Hagen hasta la puerta principal.

Theresa le dio a Tom una palmadita en la rodilla.

—Venga —le dijo—. Vamos a divertirnos un poco.

Los hombres armados que había a ambos lados de la puerta principal no se dieron por aludidos ante la llegada de los Hagen ni se molestaron en saludarlos. Parecía que sus órdenes consistían en quedarse allí plantados, tan imperturbables como los guardias del palacio de Buckingham.

Tom Hagen nunca había tenido tan cerca una metralleta, y eso parecía molestarle más que a Theresa. Ella se le adelantó a la hora de subir los pocos peldaños de la escalinata y en llamar a la puerta con absoluta tranquilidad.

Les abrió un mayordomo de uniforme que precedía a un chorro de aire acondicionado —otra novedad— que estuvo a punto de derribarlos. El mayordomo era británico —o por lo menos lo parecía— y algo joven para ese trabajo. Tendría unos treinta y cinco años y una de esas narices ganchudas tan típicas de la realeza y de sus más importantes servidores. Su corte de pelo era idéntico al del presidente Shea.

De algún lugar de la casa llegaba el ruido de unas risas lejanas, así como ese sonido de guitarras roqueras que la gente asocia con surfistas y drogadictos, aunque a Tom sólo le sonaba esa música porque era la que escuchaba constantemente el hijo mayor de Connie, Vic.

El mayordomo los guió a través del oscuro y reverberante pasillo. Parecían estar alejándose de la música. El mobiliario, curiosamente, parecía el mismo de antes de la remodelación: mullidas alfombras, sillones lujosamente tapizados y divanes que parecían haber sido diseñados especialmente para damas británicas de alta cuna con tendencia al desmayo. Las espesas cortinas de terciopelo estaban corridas y no daban facilidades para apreciar las obras de arte, pero éstas tampoco parecían haber cambiado. En cada pared de cada habitación había, por lo menos, una de ellas, y ninguna había salido barata precisamente. Como Tom y ella no estaban solos, Theresa disimulaba su entusiasmo, pero a su marido le resultaba evidente que se hubiese parado muy a gusto delante de cada cuadro para proceder a su estudio.

El arte contemporáneo era su especialidad —y algo que los Hagen se podían permitir—, pero Theresa se lo pasaba divinamente con cualquier buena colección privada. «En un museo —le había explicado a Tom años atrás—, sientes que el arte le pertenece al mundo, pero en una colección privada eres muy consciente de que ese arte es propiedad de alguien. Y por eso las colecciones privadas resultan tan excitantes.» El noventa por ciento de esa excitación lo ponía la obra en sí, pero era el otro diez por ciento el que más estimulaba a Theresa. «Esto es de alguien», solía pensar, y cuantas más vueltas le daba al asunto —mientras se enfrentaba al genio y a la belleza—, peor le sentaba la evidencia de que ese alguien no era ella.

Woltz los estaba esperando en el mismo porche acristalado en el que había recibido a Hagen la última vez. Johnny Fontane y Francesca Corleone estaban sentados en el sofá de cuero marrón claro que había junto a él. Francesca blandía un martini; y Johnny, su habitual whisky con agua. Iban vestidos como para una junta de accionistas y estaban bañados en sudor. La habitación era un horno. Al ver a los Hagen, todos se levantaron.

A Theresa le sorprendió ver juntos a Johnny y a Francesca. Ésta pareció asustarse un poco. Tom se hizo cargo de la situación y le apretó el brazo a Theresa: ya se lo explicaría luego. Ella pareció entenderlo.

—¡Congresista Hagen! —dijo Woltz.

—Tom, a secas.

Cuando le gente le aplicaba ese tratamiento, a Tom siempre le sonaba como un chiste a su costa.

—Lamento lo de sus problemas con la ley —siguió Woltz—. Sé por experiencia propia que no hay nada peor que ser acusado injustamente.

Ahora le tocaba a Theresa darle un pellizco a Tom, aunque el suyo tenía un componente sarcástico.

—Gracias —dijo Tom.

El viejo no estaba sudando en lo más mínimo. Como muchos hombres que habían sido altos y fuertes, los achaques de la edad parecían haberle exasperado. Woltz ya estaba completamente calvo. El labio superior lo tenía algo inclinado por un lado a causa de un leve ataque padecido el año anterior. Pero aún vestía como siempre: mocasines italianos tan caros como un buen coche de segunda mano, pantalones de lino de color crudo recién planchados y camisa de seda azul bien abierta que dejaba al descubierto el espeso pelo blanco del pecho.

—Está usted igual —dijo Woltz—. ¿Cuánto ha pasado?

—Casi veinte años —respondió Hagen.

—Me vuelven los recuerdos —dijo Woltz en un tono algo amargo—. Ya conoce a todo el mundo, ¿verdad? Caras familiares, ¿a que sí? —Señaló a Francesca, pero miró a Tom—. Ya se ha enterado de lo de Niño Valenti, ¿no? La recogida de fondos para Niño Valenti. Yo me acabo de enterar. Una idea prometedora. Hay que cuidar de los viejos actores y cantantes, de los que están enfermos. ¿Qué tal el viaje, bien? ¿Ya han visto su habitación? ¡Vaya modales, los míos! Usted debe de ser la esposa del congresista Hagen.

—Supongo —dijo Theresa.

—Tendréis que perdonarlo —intervino Johnny—. En los tiempos del nickelodeon, justo después de que Jack ganó su primer millón, su primera mujer lo obligó a acudir a clases de oratoria y etiqueta para camuflar su origen, pero parece que con el paso de los años se le ha olvidado todo.

Woltz no le hizo el menor caso.

—He oído que le encanta el arte, señora Hagen.

Theresa estaba mirando el cuadro que colgaba a espaldas de Woltz, un óleo en el que se veía a un grupo de chicas desnudas bañándose en un lago y a un sátiro hirsuto riendo en la orilla.

—Mi mujer ayudó a fundar el Museo de Arte Moderno de Las Vegas —explicó Tom—. Está en la junta directiva, y también en la de algunos otros museos. Más que una aficionada, es una experta.

—No hace falta que hables por mí —replicó Theresa, pero se traicionó un poco poniéndose colorada. Y al ser incapaz de apartar la vista de aquel inquietante cuadro. Sudaba de mala manera.

Cosa que Tom encontraba muy sexy. «No es el calor —pensaba—, sino los halagos.»

Theresa le preguntó a Woltz si ese cuadro era de quien pensaba ella que era. Estaba casi con la lengua fuera.

Lo era.

—Pensaba que este cuadro... —dijo Theresa—. Tal vez me equivoque —cosa que decía cuando estaba convencida de estar en lo cierto—, pero... ¿esta pintura no estaba desaparecida desde que los nazis la robaron durante la guerra?

—Lo ignoro —dijo Woltz—. No lo sé. Tendría que preguntárselo a mi conservador. —Sonrió sin vergüenza alguna—. Yo sólo sé lo que me gusta y lo que no. ¿Quieren dar un paseo? Demos un paseo. Cuando tenía caballos —aquí le lanzó a Tom una mirada tan rápida como malévola—, no necesitaba a nadie para recorrer los establos. Pero con el arte necesito que me echen una mano. ¿Se apunta, Tom? Johnny y Jessica ya lo han visto todo.

—Francesca —lo corrigió la interesada.

—Me encantaría —dijo Tom pasándole un brazo por los hombros a su mujer.

Woltz llamó al mayordomo.

Muchos años atrás, cuando Luca Brasi sobornó a alguien de la casa para que le echara algo a Woltz en su coñac de la noche, Tom Hagen ya estaba en el avión, de regreso a Nueva York. Luca —el Al Neri de Vito Corleone— le cortó la cabeza al caballo de carreras favorito de Woltz y la deslizó entre las sábanas de satén del viejo. Evidentemente, Tom no había presenciado la operación, pero podía imaginársela. Pobre bicho, aún recordaba su nombre: Jartum. La verdad es que casi nunca pensaba en él, pero cuando lo hacía le deprimía y le provocaba auténticos remordimientos.

Francesca y Johnny habían salido al exterior y se estaban secando con blancas toallas para las manos.

—Los padres de mi madre son iguales —decía Francesca—. Tienen calor cuando todo el mundo tiene frío y frío cuando todo el mundo tiene calor. Me temo que es cosa de viejos.

Tenía veintisiete años, exactamente la mitad que Johnny. Ésa era la primera vez que a él le daba por pensar en ello. Francesca era mayor que su hija, Lisa. Algo era algo.

—Creo que hicimos algo bien ahí dentro. —Johnny no quería pensar en lo mayor que era. Prefería centrarse en el cabello húmedo de Francesca y en su empapado vestido veraniego. Le gustaban las mujeres mojadas. Recién salidas de la ducha, del mar, de la piscina. Atrapadas por la lluvia. Sudorosas. Todo eso le ponía. No era que estuviese tan loco como para liarse con ella, pero no se podía negar que era una criatura adorable y que daba gusto verla secarse con la toalla y el modo en que se pasaba los dedos por el pelo en un vano esfuerzo por dominarlo—. El tío es un roñica, pero al estar involucrada la Fundación Corleone, seguro que recibe una de esas ofertas que no se pueden rechazar.

Francesca dio un respingo.

—¿Qué has querido decir con eso?

—Nada, cariño —dijo Johnny—. Es una manera de hablar.

—Una manera de hablar —repitió ella.

—Sólo una manera de hablar. —Estuvo a punto de añadir «No hay que convertirlo en un caso federal», pero se calló a tiempo.

Danny Shea estaba en California con unos actos de campaña de última hora y, de hecho, se alojaba a unos pocos kilómetros de allí, en la casa de un cantante del viejo Hollywood que se había convertido en productor de concursos televisivos y que vivía en el otro extremo del campo de golf de la zona residencial en que habitaba Johnny.

—Bueno —dijo Francesca—. ¿Quieres ir a ver de dónde viene la música?

—¿Música? Yo no oigo ninguna música.

Francesca señaló en la dirección de donde procedía el sonido.

Era un éxito reciente e inmundo, perpetrado por un batería sin energía alguna, un bajista que no se había aprendido los tres acordes de la canción, un guitarrista que se pasaba el rato subiendo y bajando el volumen del amplificador y un borracho acatarrado que gritaba guarradas en dirección a un micrófono que colgaba muy por encima de su cabeza. Aparte de «Louie, Louie», Johnny no entendía nada más.

—Oigo un ruido —dijo—, pero yo no lo llamaría música.

—Oh, vamos —rezongó Francesca mientras tiraba de la solapa de Johnny en dirección a la fiesta—. ¿Tú nunca te diviertes?

—¿Divertirme? —dijo Johnny mientras dejaba que tiraran de él—. ¿Por qué crees que me llaman Johnny Fun-tane?

—¿Por el mismo motivo por el que a Sinatra lo llaman Frank Sinatra1?

—Nunca he oído a nadie llamarlo así.

—Te estoy tomando el pelo.

Por un momento, Johnny pensó que le iba a decir «Te estoy tocando las pelotas».

Francesca sonrió:

—Yo tampoco he oído a nadie llamarte Fun-tane.

Atravesaron un pasillo a oscuras en dirección a una puerta de madera lo suficientemente ancha como para que pasara un Buick por ella. Daba a una piscina interior que estaba envuelta por una nube tóxica de tabaco, marihuana y cloro. Había unos treinta invitados, la mayoría de los cuales trabajaban con la nueva señora Woltz, Vickie Adair. Hombres vestidos con ropa de tenis y mujeres envueltas en albornoces, la mayor parte de ellas, más de la edad de Francesca que de la de Johnny, estaban en tumbonas de metal. Todos los hombres tenían el pelo revuelto y llevaban barba. Entre el ruido y el humo, tardabas un poco en darte cuenta de que en la piscina sólo había mujeres y de que todas ellas estaban desnudas. Frente a la pared del fondo se veía una barra y lo que parecía ser una salida, así que Johnny arrastró a Francesca en esa dirección. Nadie parecía reconocerlo, pero probablemente sólo intentaban hacerse los listos.

Johnny pidió bebidas para los dos y, mientras esperaban, Vickie Adair salió de la piscina completamente desnuda y se acercó a ellos. Alguien le pasó una toalla, pero ella no la utilizó para cubrirse. Era una actricilla acabada, una rubia de bote que aparentaba unos ochenta años más de los cuarenta y tantos que tenía. Si no hubiera estado desnuda y mojada, Johnny ni siquiera se habría fijado en ella. Llevaba afeitado el matojo, sin duda obedeciendo a extraños motivos de los que Johnny no quería saber nada. Mantuvo su mirada a la altura de la de ella y de la de Francesca; o, por lo menos, lo intentó. Francesca parecía estar encantada. Todos se presentaron a gritos. Vickie dijo que ella y Johnny se habían conocido tiempo atrás, y le preguntó a él si recordaba cuándo había sido eso. A Johnny le reventaba que le salieran con ésas. Había conocido a muchísima más gente que cualquier persona normal. ¿Cómo coño iba a acordarse de todo el mundo? Tenía ganas de salir de allí. Francesca seguía tan tranquila. Vickie dijo que había salido con él en Bang up job. Johnny tampoco se acordaba de eso, pero era muy normal: apenas si recordaba nada de esa película. Se inclinó sobre ella, para que Francesca no pudiera oírlo, y le dijo:

—Ahora me acuerdo, pero en aquella época tenías más pelo.

Acto seguido, lanzó una mirada a su ausente vello púbico. Ella le sonrió con una expresión de «muy gracioso» y luego le dijo algo a Francesca al oído. A continuación, Vickie les dijo que se sintieran como en casa, les mostró su culo fofo y caído y volvió a la piscina.

Johnny y Francesca se hicieron con sus copas y salieron al exterior. Ya había oscurecido. La temperatura debía de haber descendido unos diez grados. Había casi el mismo número de gente que dentro, deambulando por el césped, pero la media de edad era más alta aquí. Era evidente que todos sabían quién era Johnny, así que éste, de manera instintiva, se alejó de todo el mundo. El y Francesca caminaron juntos por la hierba, lo suficientemente lejos de la gente como para poder hablar tranquilamente, pero no tanto como para sentirse solos. Vieron un banco de piedra y lo que parecía una lápida y echaron a andar hacia allí.

—Lamento la escenita de hace un momento —se disculpó Johnny.

—Tranquilo, fue idea mía. ¿Creíste que me iba a escandalizar?

—No —mintió Johnny. Se acarició la garganta—. Malo para la voz: todo ese humo y ese cloro en el aire. Para ser sincero contigo, no podía oír ni mis propios pensamientos. Pero si quieres volver...

—Aquí se está bien —lo cortó Francesca—. No es la primera mujer desnuda que veo. Y supongo que tú tampoco.

—Lo que no había visto es tanto porro junto —dijo Johnny—. Menudo pestazo.

—Yo también me he fumado alguno que otro. —Francesca se echó a reír por el gesto sorprendido de Johnny—. Vamos, John. La fundación para la que trabajo trata a menudo con artistas e intérpretes. Mi hermana es profesora de universidad y toda una bohemia, más o menos. Yo he ido a la universidad, vivo en Nueva York. —Iba contando esas aparentes virtudes con los dedos—. ¿Cuán protegida crees que estoy?

Johnny meneó la cabeza.

—Lo siento. No pretendía ofenderte al dar por sentado que no eras una drogadicta —bromeó—. Bueno, ¿qué te dijo la nudista?

—¿Vickie? Me habló de los rumores que corren sobre... Hum... Sobre ti —se ruborizó al decir esto—. Dijo que esos rumores no son ciertos.

—¿Qué rumores? —preguntó Johnny, aunque ya sabía de qué iba la cosa.

Francesca negó con la cabeza.

—¿Y tú qué? —le preguntó a Johnny—. ¿Qué le dijiste?

—¿A Vickie? Le agradecí su hospitalidad.

La lápida de mármol negra lucía el bajorrelieve de un caballo.

Jartum —dijo Francesca, leyendo el nombre grabado en la piedra—. ¿Esto va en serio?

—Yo diría que sí. En cualquier caso, el caballo existió. Era de carreras.

—¿Y qué le ocurrió? —inquirió ella.

—Murió —dijo Johnny.

—Vale. ¿Y lo del señor y la señora Woltz? ¿Me lo explicas?

—¿Quién sabe? Corre el rumor de que él estaba a punto de enfrentarse a un escándalo y que si se casaba con ella no pasaba nada. —Al tipo le encantaba hacérselo con crías de doce años, cosa que llevaba años haciendo—. Lo que no entiendo es qué sacaba ella casándose con él.

Francesca se frotó el índice con el pulgar.

—No creo —dijo Johnny—. Por lo que he oído, ella procedía de una familia con dinero. Se supone que su padre inventó un motor para lavadoras. Aunque también es verdad que un poco más de dinero nunca viene mal.

—Quizá tiene complejo de Edipo —dijo Francesca, mirando a Johnny a los ojos. Él no podía deducir nada de su expresión.

—¿Y el amor, qué? —dijo.

—El amor —dijo Francesca en un tono impersonal—. No lo había pensado.

Imperceptiblemente, sus rostros se iban acercando.

—Conque estáis aquí —dijo Theresa Hagen pegándoles tal susto que estuvieron a punto de caer del banco. Ya había acabado la visita a la mansión—. Lo siento— añadió.

—Deberían ponerte una campanilla —dijo Johnny, aunque se sentía aliviado. Se preguntó si podría contratar a esa señora para que los vigilara y lo salvara a él de sí mismo. Pero no lo iba a tener fácil, la pobre.

—¿Qué tal la visita? —le preguntó Francesca mientras se arreglaba el vestido, que no tenía la menor arruga.

—Es difícil de explicar con palabras —respondió Theresa—. Andan buscándolo, señor Fontane —añadió mirando al uno y a la otra con ganas de averiguar qué se traían entre manos antes de que ella los interrumpiera.

—Llámame Johnny.

—Tom, el señor Woltz y creo que más gente quieren verlo, señor Fon... Johnny. —Miró a Francesca y abrió mucho los ojos—. Ya sabes: negocios.

Johnny besó a Francesca en la mano e hizo lo propio con Theresa Hagen.

Ella, en realidad, y a pesar del modo en que lo miraba, no había interrumpido nada más grave que una conversación.

Johnny aceleró el paso para plantarse ante la parte delantera de la mansión y no tener que atravesar de nuevo aquella pesadilla.

Había que reconocérselo a Vickie Adair, pensaba Johnny: su mala uva era impresionante. El rumor de que tenía un pene enorme era, de hecho, cierto, pero... ¿qué coño podía hacer para dejar las cosas claras? Nada. Johnny era un caballero y no iba a contarle a Francesca Van Arsdale cómo tenía la polla. Y tampoco se la iba a enseñar, ¿no? Reconocía que era de lo más pueril querer enseñársela por puro rigor científico, y sabía que nunca lo haría. También era consciente de que no debería preocuparle lo más mínimo que tal vez Francesca creyera que tenía la picha pequeña. Johnny Fontane no necesitaba probar nada en ningún campo.

No se iba a liar con esa mujer. Punto.

Todo lo que ocurría era que la estaba ayudando con lo de las obras de caridad. Y eso parecía una buena manera de ayudar a recomponer sus maltrechas relaciones con los Corleone, en vistas a trabajar juntos por causas caritativas y no sólo cuando alguien necesitaba un favor. Este asunto en concreto era de lo más razonable: Vito Corleone apreciaba mucho al amigo de Johnny, Niño, que había sido un actor y cantante de éxito hasta que la priva y las pastillas le pasaron factura. Don Vito habría aprobado una beca que honrara la memoria de ese hombre y apoyara a gente de la industria que, al igual que Niño, las estuviera pasando canutas y pudiera ser ayudada a levantar cabeza. Francie era una chica estupenda, pero a él no le interesaba de esa manera y, sin duda alguna, si ella no llevara un par de martinis encima, tampoco mostraría el menor interés por él. ¿Estaba loco, acaso? ¿Hacérselo con la sobrina de Michael Corleone? ¿Con la hija de Sonny Corleone? ¿No se había llevado ya por delante a su primer marido la maldición familiar? Ni hablar del peluquín.

El rodaje de El descubrimiento de América tenía que empezar a la semana siguiente en Génova y sus alrededores, con lo que el abogado de Woltz —el legendario Ben Tamarkin, al que Tom no conocía personalmente, pero que había sido comparado a menudo con él— se unió al grupo en la pequeña sala de proyecciones del magnate para comentar algunos detalles al respecto. Tamarkin, un tipo canoso y de ojos verdes que lucía un fular rojo, se mantuvo en silencio un buen rato, absorbiéndolo todo. Hay pocas cosas en este mundo más peligrosas que un buen abogado que sepa escuchar.

A Hagen no le caían bien ni Woltz ni Fontane. Y ellos también se desagradaban mutuamente. Tom había esperado divertirse viendo cómo esos muchachotes bien alimentados y tan pagados de sí mismos se hacían los magnánimos. Quería ver cómo sus pueriles y antiguas discrepancias se fundían mientras hablaban de la película con genuino entusiasmo, centrándose en el beneficio económico y en las consiguientes puertas que ese lucro podría abrir. Pero, para su sorpresa, la cosa fue de lo más triste. Aquellos pobres cabrones no parecían tener la menor idea de lo que se les venía encima.

Tom había estado algo preocupado por la perspectiva de que tanta insistencia por su parte les hiciera pensar en lo que se les acercaba. Todos los días salía otra estrella diciendo que se apuntaba a la película aunque tuviera que hacer un papel secundario o un simple carneo. Al mes siguiente aparecería en Life una historia de portada sobre la construcción de las réplicas a tamaño natural de la Niña, la Pinta y la Santa María. Hagen, por su parte, había utilizado algunos contactos —incluida la empresa de relaciones públicas que controlaba Eddie Paradise— para colocar artículos en otras revistas y periódicos de importancia, inflando la importancia de la película todo lo posible. Muchos de esos mismos periodistas estaban ya en nómina para escribir artículos sobre lo complicado que estaba siendo el rodaje. Lo más divertido de los periodistas de espectáculos era que ni siquiera había que sobornarlos de la manera tradicional: escribían lo que se les decía a cambio de juergas, copas y un acceso controlado a las estrellas.

Los gastos no se acababan con las tres carabelas (cuatro, en realidad, pues había una Santa María de recambio por si la primera se hundía, lo que en realidad era su destino). Reconstruyeron el Madrid del siglo XV en la Génova rural, transformando un monasterio en el palacio de la reina Isabel (Deanna Dunn) y del rey Fernando (sir Oliver Smith-Christmas). Sólo los decorados costaban más que películas enteras, lo que, por otra parte, solía ocurrir en ese tipo de superproducciones. Había que gastar dinero para luego ganarlo. A Woltz y a Fontane, la cantidad invertida en esa película les parecía justificable por varios motivos que ahora resumía Hagen. Primero y principal, el número de cines que los Corleone poseían o controlaban parecía garantizar que los costes de distribución serían inferiores a los habituales, así como que el número de pantallas en que se proyectara la cinta sería especialmente alto. Otro factor que se tenía que considerar era que el dólar estaba mucho más fuerte que la depauperada lira. Además, Hagen había conseguido llegar a ventajosos acuerdos con los sindicatos, tanto aquí como en Italia. Y Michael había conseguido que un «amigo nuestro de Italia» (total, tampoco hubieran sabido quién era Cesare Indelicato) se prestara a que sus hombres vigilaran el rodaje para que nadie se atreviera a robarles o a cobrarles de más.

—Y tengo otra buena noticia, señores —dijo Hagen—. El gobierno italiano ha aceptado ayudarnos con una subvención de un millón de dólares.

—No está mal —admitió Tamarkin, abriendo la boca por primera vez.

—¿Lo ves, Jack? —dijo Johnny—. ¿Qué te había dicho de mis amigos de por allá, eh? La mejor manera de ganar dinero con los negocios es hacer negocios con gente que nunca pierde dinero en sus negocios, ¿no crees?

Woltz también parecía satisfecho, pero había cierta amargura en su sonrisa, una sonrisa que delataba a un hombre consciente de que lo que estaba oyendo era demasiado bueno para ser verdad, aunque no supiera exactamente por qué. Woltz había ganado una fortuna con la última película que había hecho con Johnny y el apoyo de los Corleone. Todo parecía indicar que con ésa ganaría aún más. A sus contables de a pie —que trabajaban bajo la supervisión de Ben Tamarkin— les gustaba la idea básicamente por la publicidad gratuita, los enormes descuentos y las ventajas con la distribución.

Según las investigaciones de Tom, la economía de Woltz no era especialmente boyante. No se había metido en la televisión cuando lo hicieron otras compañías, con lo que ahora salía adelante vendiendo discretamente parcelas de terreno, entre las que se incluían algunas situadas en la zona más extrema de los estudios (tendencia que los Corleone confiaban en acelerar muy pronto). Se había casado con Vickie Adair no sólo para acallar los rumores sobre su pedofilia, sino también por su dinero (que ella se pateó rápidamente en las reformas del hogar, creyendo que Woltz era tan rico que no lo necesitaba). Él tenía demasiado orgullo como para decirle la verdad, y seguía convencido de que su empresa sólo necesitaba un exitazo para salvarse.

En cuanto a Johnny, su antiguo contable había aparecido recientemente en las Bahamas; donde, por pura coincidencia, se iban a rodar algunas secuencias náuticas de la película, así como las de indígenas en la playa. Fue precisamente en la playa donde apareció el contable, asesinado de un tiro en la nuca. Se recuperó casi todo el dinero de Johnny, y ése fue todo el capital que su nuevo contable —elegido por Tom Hagen— le permitió invertir a su productora en la película. Johnny iba a perder hasta la camisa, pero eso ya le había ocurrido antes y, de hecho, se trataba de jugar con el dinero de la banca. La carrera de Johnny se iba a pegar un buen tortazo cuando la película fracasara, pero su carrera ya se había ido al garete una o dos veces, que era lo que les sucedía a todos los buenos luchadores por muy buenos entrenadores que tuvieran.