TREINTA Y UNO
La respuesta, entregada al día siguiente a través de unos intermediarios, fue que sí.
Pero Stracci le hizo saber a Geraci que Frank Greco, como nunca lo había visto, quería quedar con él para tomar una copa antes de decidir nada. Geraci repuso que aceptaba encantado la invitación. Y que las copas corrían de su cuenta.
Nick había estado viviendo en el barco de Momo Barone, el barco que el Cucaracha le había comprado a Eddie Paradise cuando éste se hizo con uno nuevo. Estaba amarrado en un pequeño club náutico de Nicoli Bay —tan cerca y al mismo tiempo tan lejos de su casa en East Islip—, en vez de Sheepshead Bay o Canarsie, donde la mayoría de los mañosos que Nick conocía tenían los suyos. Había resultado ser un escondrijo perfecto a corto plazo: lo suficientemente cerca de la ciudad como para poder ver a la gente que tenía que ver (incluidas unas cuantas citas con Charlotte, perfectamente organizadas), pero lo suficientemente lejos como para que pareciera imposible que pudiera cruzarse con tíos del ambiente. Para la mayor parte de la gente a la que intentaba evitar, la ciudad de Nueva York no iba más allá de los aeropuertos. La cabina de abajo era de lo más confortable. Hasta había instalado la máquina de escribir sobre una mesa de póquer, y había conseguido terminar su libro... a excepción del último capítulo, pues creía que necesitaba vivir antes lo que iba a contar en él. De momento, había tomado algunas notas al respecto.
—Bueno, ¿cómo va a ir la cosa? —le preguntó Momo. Era la noche anterior a la reunión y hacían como que pescaban—. ¿Michael va a acudir a esa reunión sin saber cuál es el orden del día?
Geraci negó con la cabeza.
—Aparecerá convencido de que va de otra cosa. Tendrán que aclarar los habituales embrollos, y según dicen un par de padrinos, Michael le va a pedir a la Comisión que autorice un golpe contra los cómolollevas.
A Momo se le iluminó el semblante.
—Los tíos de Nueva Orleans. ¿Y qué va a conseguir con eso?
—Sólo busca un chivo expiatorio —dijo Nick—. Por si la investigación del gobierno sobre el asesinato de Jimmy Shea los alcanza y les crea problemas a amigos nuestros. Mira, Cucaracha, es de manual. Pura filfa. Da igual. Michael entrará ahí, escuchará los razonables motivos por los que debería retirarse y, con un poco de suerte, ahí acabará todo.
—¿Y luego qué?
—No te adelantes —dijo Nick.
—¿Tú crees que basta con que aparezcas por la reunión y, zas, te hagas con el mando por arte de magia?
—Algo así. ¿Qué es lo que te preocupa?
—Dios mío, Nick. ¿Cuánto hace que me conoces? Me preocupa todo.
Geraci se echó a reír. Mejor eso que destrozarle el peinado al Cucaracha, o intentarlo.
—¿Por qué lo haces? Siempre he querido preguntártelo.
—¿El qué?
—Lo del pelo.
—¿Qué le pasa a mi pelo?
—Nada.
—Venga, ¿qué le pasa a mi pelo?
—No le pasa nada. Olvídalo.
—Bueno, vale, cojamos este momento, por ejemplo —dijo el Cucaracha—. Estamos en el agua, con el viento y demás. ¿Estoy preocupado por parecer un costroso cuando acabemos con esto? —Se señaló el pelo con las dos manos—. No, no lo estoy. Todo está en su sitio. Bien pegado. Ahí tienes un ejemplo de por qué lo hago. Pero bueno, ya sabes, en cuestiones de moda, ¿quién sabe? ¿Por qué hay tíos que van enseñando los puños de la camisa y tíos que no?
—Veo que le has dado muchas vueltas al tema —dijo Nick.
—¿Y tú qué coño sabes? —replicó Momo—. Para tu información, a estas alturas, lo mío ya es una marca de la casa.
—Volvamos a tu primera pregunta —dijo Nick—. Jubilar a alguien tan importante, en contra de su voluntad, es algo que no se ha hecho desde que mandaron a freír espárragos a Charlie Lucky, cosa que ocurrió hace años, con lo que no es precisamente algo que podamos tomar como modelo. La noche de la reunión, tú te vas a tu club social y te quedas por ahí cerca para que pueda localizarte luego, pero no creo que vaya a pasar nada. Utilizando el punto de vista de Michael, te diría que no será muy diferente de cuando la junta directiva de una empresa despide al presidente.
—Puede ser —admitió el Cucaracha—. Con la diferencia de que, hasta ahora, su familia ha sido la empresa. Así que la cosa será más bien como si la junta de Petróleos Getty se deshace de J. Paul Getty.
Geraci enarcó las cejas.
—¿Qué pasa? —dijo Momo—. Oye, sólo por el hecho de que no puedo tocar los periódicos del puto Eddie el Loco antes que él no significa que no los lea. Si tengo que ser un buen consigliere...
—No hace falta que te pongas a la defensiva —le advirtió Nick, haciéndole una señal de «¡Alto!» con las manos—. El puesto ya es tuyo, ¿vale?
El Cucaracha asintió:
—Vale.
—¿Quién es nuestro representante en el pelotón de seguridad?
—No estoy seguro. Se ha encargado de ello Richie Dos Pistolas.
—¿Y sigue sin saberse a quién se trae Michael como consigliere, si es que viene con alguien?
—Ni una palabra.
—Casi seguro que tendrán que ser Richie o Eddie, lo que significa que estarán en la sala cuando los demás padrinos den la orden. Esos dos no me parecen gente poco realista. Por el contrario, Richie es un oportunista, y lo digo como un cumplido, y Eddie...
—Vive en el presente. Ya lo sé. No te haces a la idea de la de veces que le he oído largar sobre lo poco que le gustan el pasado y el futuro.
—Incluso si Michael no se quedara sin esos apoyos (cosa que, por lo que me estás contando y por lo que oigo en todas partes, es poco probable)...
—Poquísimo.
—...Aunque no fuera así, aunque nos enfrentáramos a la peor situación posible, ¿cómo va a reunir Michael al personal necesario para oponerse a las órdenes de la Comisión? Es imposible. Y si lo intenta, será un suicidio.
El Cucaracha lo pensó y pareció estar de acuerdo.
—Si me gustara apostar —dijo el Cucaracha—, te apostaría que, a la que la gente se entere de la decisión que se va a tomar en la reunión, los únicos con los que va a poder contar Michael serán Al y Tommy Neri... y no estoy del todo seguro de Tommy.
—Un ex poli enganchado a la pornografía —dijo Geraci—, y su sobrino, el Drogata. Yo creo que podemos encargarnos de ellos.
Hizo una pausa para destacar el otro sentido de encargarse.
—¿Pornografía? —preguntó Momo.
—¿Te acuerdas de aquel sitio que tuve en el SoHo un tiempo? Neri era uno de los habituales. La próxima vez que lo veas, míralo a los ojos y dime si no es el masturbador más compulsivo de la historia —dijo Nick—. Y por cierto, a no ser que hayas encontrado una cura milagrosa para tus vicios, a ti te gusta apostar.
—Lo dejé hace tiempo —repuso Momo—. Y nunca llegué a tener ningún problema al respecto.
—Ni yo lo estoy insinuando —dijo Nick—. No seas tan suspicaz.
El Cucaracha asintió en señal de paz.
—Muy bien —dijo Geraci—. Mira, me encantaría quedarme aquí todo el día, esperando a que piquen y mirando los barquitos que pasan, pero tengo cosas que hacer en la ciudad. Así pues, dos cosillas más y nos volvemos. Primera, quería estar seguro de que no le has dicho nada a nadie.
—¿Sobre tu regreso? Sí, yo...
—No. Sobre lo de utilizar a la Comisión para jubilar a ese cabrón.
—Oh. No. A nadie. Ni a Renzo, ni a ninguno de los chicos, ni a mi primo Luddy. A nadie.
—¿Estás seguro? Piénsalo un minuto.
Geraci no andaba en busca de nada concreto: sólo quería ser exhaustivo. El Cucaracha, Dios lo bendiga, era de los que se tomaban las órdenes en serio. Casi todo el mundo interpretaría «un minuto» como «unos instantes», pero Momo casi apuró los sesenta segundos.
—Nadie —dijo—. Estoy seguro.
—Muy bien —asintió Geraci—. Pues así es cómo lo vamos a hacer. Evidentemente, cualquiera que no sea tonto del todo se preguntará si yo estoy detrás de todo esto, pero déjalos que se lo sigan preguntando. No quiero que nadie, más allá de la gente con la que haya hablado personalmente, pueda probar que esa idea vaya más allá de una ocurrencia de alguno de los padrinos.
—¿Vas a aparecer sin guardaespaldas?
—Ni siquiera voy a hacer acto de presencia. Es como si esperara entre bambalinas.
Momo se aclaró la garganta:
—Si quieres que vaya como si fuera tu... Bueno, en mi cargo oficial... Pero si quieres traerte a otro, a mí no me importa.
Nick intentó no sonreír por temor a que Momo lo encontrase paternalista, pero le resultaba enternecedora la entrega a la causa que mostraba el Cucaracha.
—Te lo agradezco —dijo Nick—. Pero más vale que te mantengas alejado del asunto hasta que Michael se ponga a hacer las maletas. En cuanto descubras que lo has planeado todo en la sombra, estás muerto.
Momo se encogió ligeramente de hombros y asintió.
—Bueno, pues llévate un guardaespaldas. Nunca se sabe.
Nick consideró esa posibilidad.
Por el canal navegable venía un carguero de un color entre negro y marrón, con bandera liberiana, que se parecía mucho a los miles de barcos que Nick había utilizado para llevar a América drogas y otros materiales rentables. Suponía que ése era uno de ellos y que se dirigía hacia uno de los muelles controlados por Stracci.
—Envía a un siciliano —dijo finalmente—. Cuanto más recién llegado, mejor. No le digas nada hasta el último momento. Dile que se encuentre conmigo en la acera de enfrente del restaurante. Proporciónale la menor información posible y... hum... dale también una Beretta MI2. Si algo sale mal, eso nos ayudará a nivelar un poco las cosas.
La M12 era una bonita pistola que disparaba diez balas por segundo y era eficaz a más de doscientos metros.
—Cuenta con ello —dijo Momo—. ¿Cuál era la segunda cosilla?
—Ah, sí. El tal Frank el Griego. ¿Qué sabemos de él?
—Es un buen tío —dijo Momo—. O eso es lo que he oído. Un poco exagerado con las joyas y las colonias, pero cuando pintan bastos todo el mundo habla maravillas de él. Y tenías razón con lo suyo con Black Tony En todo lo que han hecho juntos, Greco ha seguido siempre las instrucciones del viejo. Lleva muy poco tiempo en la Comisión para hacerse el listo, creo yo. Además, nadie va a planear nada en las inmediaciones del sitio ese, Jerry's Chop House. Del que he oído hablar muy bien, por cierto. Me refiero a la comida. Pero bueno, creo que si quiere verte es para que la gente no piense que es el lameculos de Black Tony.
Momo, que no era más que el lameculos de Geraci, dijo esto sin asomo de ironía.
—Gracias, amigo mío —dijo Geraci—. Has hecho un buen trabajo.
Guardaron los utensilios de pesca. Momo puso el motor en marcha y se dirigieron hacia la orilla.
—Una pregunta más —dijo Momo—. Michael Corleone mató a tu padre, intentó matarte a ti y tal y tal... ¿Y tú no vas a pedir ninguna satisfacción? ¿Vas a dejar que se vaya de rositas?
Geraci pasó el brazo por los hombros de Momo Barone.
—Lo que he prometido —dijo— es que, si se va pacíficamente, ni yo ni mis hombres nos lo cepillaremos.
—Vale —dijo el Cucaracha—. Lo que yo decía.
Geraci negó con la cabeza.
—Únicamente si... —dijo—. Y eso es sólo el principio.
El Cucaracha entendió lo que quería decir.
—Hay mucha gente en el mundo que no trabaja para ti —apuntó.
—Y desde un punto de vista puramente estadístico, es muy probable que haya entre ellos algunos sujetos dados a los accidentes, gente peligrosa para sí misma y para los demás —remató Geraci.
Momo estalló en una risita aguda y feminoide que Nick nunca le había oído antes.
—Mañana a esta hora, ¿no? —preguntó el Cucaracha.
—Tú, tranquilo —repuso Geraci.
Nick Geraci llevaba un cuarto de siglo ejerciendo de neoyorquino y nunca había puesto los pies en Staten Island. Era demasiado impaciente para subirse a ese ferry cargado de catetos, como no fuera por obligación, pero era la única manera de llegar al islote, a no ser que estuvieras dispuesto a conducir hasta Nueva Jersey, dar media vuelta y pasarte un buen rato en la autovía. Un puente nuevo —el más grande del mundo en su género— conectaba Bay Ridge, en Brooklyn, con Staten Island. Parecía terminado, pero no se inauguraría hasta dentro de un mes, así que Nick se tomó la libertad de usar el barco de Momo Barone. Además, si algo salía mal, parecía el mejor sistema para salir pitando, en vez de tener que atravesar un puente o subirse a un ferry lento y fácil de registrar.
La navegación era más complicada de lo que había supuesto: desde el agua, las perspectivas de Nueva York eran muy diferentes de las que tenías cuando caminabas o conducías. Pero no perdió de vista la costa, tuvo presente la posición del sol y mantuvo la mirada fija en el puente. No tardó mucho en encontrarse navegando debajo de él: se iba a llamar Verrazano Narrows Bridge, en homenaje al explorador italiano que fue el primer hombre blanco en navegar hasta allí y ver el puerto de Nueva York, pero en atención al clamor popular, que contaba con el apoyo del alcalde, el puente iba a acabar llevando el nombre del presidente asesinado. En esos momentos, Nick Geraci era el italiano que más recientemente había explorado el puerto. Suspiró ante su belleza —contemplando la estatua de la Libertad como debieron de hacerlo su padre y su madre cuando llegaron hasta allí en su camino hacia la isla de Ellis— y no tardó mucho en amarrar en un muelle cercano a lo que resultó ser Stapleton.
Se estaba haciendo de noche. Se suponía que el restaurante no andaba lejos de la costa nordeste. Se cruzó con una mujer no del todo fea —cabello castaño claro, pero indudablemente italiana, de unos treinta años— y le preguntó la dirección.
—¿De dónde sales tú? —le dijo la mujer, como si esperara que Nick le dijera que venía de otro planeta.
—De Cleveland —se oyó decir Geraci. Pero no sabía por qué lo había dicho.
—¿Y qué haces por aquí, Cleveland? —La mujer tenía unos ojos exageradamente pequeños.
Staten Island ya empezaba a darle grima a Nick. Se suponía que por allí había un vertedero tan grande que era visible desde el espacio, como la Gran Muralla china. El Gran Vertedero de Staten Island.
—Esta semana hay apertura de fronteras en todo el país —dijo—. Ha salido en todos los periódicos, señora mía.
—¿De verdad?
—No. ¿Sabes dónde está ese sitio o no?
—¿Y qué más da? Los lunes cierran, Cleveland. Oye, ¿te pasa algo en la mano?
Nick no había notado los temblores.
—Mira —dijo—. He quedado con mi mujer delante de ese lugar —una mentira, pero supuso que una mención a su esposa acabaría con los conatos de coqueteo—. Me dio la dirección, la perdí y ahora te estoy pidiendo ayuda con amabilidad y educación, pero...
—Duché, Cleveland —dijo la mujer.
Nick supuso que había pretendido decir touché.
Pero acabó por darle las señas y —sorprendentemente, dado el nivel de la fuente— éstas eran las correctas. Llegó antes de tiempo incluso para lo que era normal en él: cosa de una hora.
La puerta de Jerry's Chop House estaba cerrada. Pero claro, era lunes, llegaba demasiado pronto y ni siquiera era de allí.
Un tanto asustado por las vibraciones que emitía aquel extraño mundo insular, Geraci no quería llamar la atención dando vueltas a la manzana o, aún peor, quedándose plantado a la puerta del restaurante: ése era precisamente el tipo de sitio en el que a uno lo detienen y lo envían al calabozo por vagabundeo. Había un bar enfrente, pero desde allí dentro no se podría ver el exterior ni saber cuándo aparecerían Frank Greco o el guardaespaldas siciliano. También había una pequeña librería, pero a veces, rodeado de libros, Nick perdía el sentido del tiempo y del espacio.
Echó a andar por la calle en busca de una cabina telefónica y para dejar pasar el rato. Llevaba tanto tiempo dolorosamente alejado de su familia que había cogido la costumbre de viajar cargado de calderilla, que acarreaba en un monedero de cuero que había comprado en Taxco.
De nuevo recurrió al complicado sistema de llamadas, y Charlotte descolgó cuando tenía que hacerlo.
—Lo siento —dijo Nick.
—¿Pasa algo?
—Lamento todo esto. Lo que ocurrió... Lo que le ha hecho a nuestra familia.
—¿Algo va mal?
La televisión sonaba de fondo. Parecía un telediario o, tal vez, una partida de bolos. Nick no había puesto los pies en su propia casa desde... No quería ni pensarlo. Ni tampoco quería pensar en que pronto podría estar allí de nuevo.
—No —dijo—. Todo va bien.
Tenía miedo a mostrarse demasiado optimista. Nunca había estado tan cerca del final. Apoyó la frente en el cristal de la cabina y cerró los ojos:
—Estoy bien.
—Estoy muy orgullosa de ti —le dijo Charlotte—. Te quiero.
—No llamo para que me felicites —repuso Nick—. ¿Por qué orgullosa?
Hubo una larga pausa. De fondo se oía la música enlatada de un anuncio de cigarrillos.
—No es cuestión de adjetivos —dijo finalmente Charlotte.
Lo mismo había dicho cuando él le dejó leer, por fin, la primera versión de La oferta de Fausto, y tenía razón.
—No lo sientas, ¿vale? —dijo Charlotte—. Haz lo que tengas que hacer y vuelve a casa. Lo que esté estropeado lo arreglaremos. Yo estoy bien; las chicas están bien. Estamos todos juntos en esto. Lo hemos pasado mal, pero seguiremos hasta que la muerte nos separe. ¿No es eso lo que nos dijo el cura?
—Es lo que suelen decir —dijo Nick—, pero cuando las cosas van mal, la gente no siempre se comporta así.
—Pues tu familia no es la gente —repuso ella—. Nosotros somos nosotros.
—Justicia —susurró Nick.
—¿Cómo has dicho? —le preguntó su esposa.
—Yo también te quiero —dijo Nick—. Tengo que irme. Pero ve calentando mi lado de la cama, ¿de acuerdo?
Colgó y se quedó mirando el teléfono. No tenía ganas de hacer más llamadas. De lo que tenía ganas era de encontrar un gimnasio y zurrar a alguien, a algún chaval ágil y chuleta que se riera del viejo tembloroso. O mejor aún, a alguien que le recordara a sí mismo cuando tenía esa edad.
Nick no quería pensar en su padre, muerto, ni en cómo había fallecido, ni en que ni se había atrevido a acudir a su funeral. Pero tampoco podía olvidar todo eso.
Encontró un Woolworth's y se dispuso a deambular por sus pasillos. Cada pocos minutos, salía afuera, echaba un vistazo a la calle y, cuando veía que no había nadie, volvía a entrar... para volver a salir al cabo de unos instantes y comprobar que la puerta de Jerry's Chop House seguía cerrada. Como era una calle comercial, nadie parecía prestarle demasiada atención.
El primero en llegar fue el guardaespaldas. Nick y él intercambiaron señales discretas y previamente acordadas para confirmar sus respectivas identidades. Luego Nick le hizo un gesto para que se quedara atrás, de momento. El guardaespaldas, al igual que Nick, era un siciliano de piel clara y pelo nada oscuro. Llevaba un traje de moda, unas botas de tacón cubano y, aunque ya era de noche, unas gafas de sol de aviador con la montura dorada. El bulto de la pistola apenas si era visible a través de su chaquetón deportivo. Nick suponía que el chaval intentaba imitar el estilo de algún actor de cine, pero no sabía muy bien quién. Hacía años que no iba al cine.
Frank Greco llegó instantes después, justo cuando Nick se encontraba de nuevo vigilando la puerta de Jerry's Chop House.
—La puerta está cerrada —dijo Greco. Lo acompañaban su consigliere y un guardaespaldas.
—Sorprendente capacidad de observación la tuya, amigo mío.
Se presentaron. El Cucaracha tenía razón en lo del exceso de colonia.
—Se supone que está abierto —dijo Greco—. Llamaste para comprobarlo, ¿no? —le dijo a su consigliere.
—Conque quieres ser jefe... —le susurró a Nick—. Bien venido a ese mundo tan rutilante.
Greco se cruzó de brazos, respiró hondo y señaló hacia el bar que había enfrente. Todos lo siguieron.
En el interior, el local era más estrecho de lo que parecía. Había una vieja barra de madera de roble que ocupaba toda una pared. Para sentarse sólo había dos reservados cutres hacia la entrada, junto a la máquina de discos, en la que sonaba en esos momentos la canción de Marvin Gaye Can I get a witness? El barman, un gordo con una gorra de los Yankees, era la única persona que había en el tugurio.
Los guardaespaldas se quedaron junto a la puerta.
—¿Tiene una sala privada o algo así? —preguntó Frank el Griego.
El barman hizo un gesto expansivo hacia las mesas y las sillas vacías.
—Es un puto lunes —dijo—. Siéntense donde quieran.
—Cuidado con lo que dices, capullo —le dijo el guardaespaldas de Greco.
El siciliano de Geraci miró por encima de las gafas de sol, y su jefe negó con la cabeza. No había por qué sobreactuar. Ni siquiera había por qué reaccionar. Sólo era un barman, un civil sin el menor interés.
El consigliere dijo que iba a hacer unas llamadas y salió del bar.
—¿Así que nada de cuartos privados? —preguntó Greco.
—Tenemos un retrete —dijo el barman, encogiéndose de hombros.
—Nos tomaremos una copa, ¿vale? —le dijo Geraci a Greco—. Y en cuanto abran Jerry's, nos vamos para allá.
—¿Jerry's? —dijo el barman—. ¿De dónde vienen? Jerry's no abre los lunes.
—¿Por qué no te callas de una puta vez? —replicó Geraci—. No estaba hablando contigo.
Greco pareció un tanto alarmado y pidió un whisky con soda.
Geraci se hizo con una copa de vino tinto, se sentó junto a la máquina de discos y Greco se unió a él.
Empezó a sonar Havin' a party, de Sam Cooke. No era la música favorita de ninguno de ellos, pero tenían cosas más importantes en las que pensar. Y, por lo menos, servía para guarecerse de los curiosos, electrónicos o de cualquier otro tipo.
Greco se sentó. Los dos hombres brindaron.
—Salute —dijo Greco.
—Salute —dijo Geraci.
—Nick Geraci —dijo Greco—. El hombre, el mito. En mi mesa.
Los guardaespaldas también habían tomado asiento, y parecían relajados. Momo había estado acertado al proponerle a Nick que se llevara a un hombre consigo. Y esa M12 les daba la oportunidad de abrirse camino a tiros si la cosa se torcía.
—Yo, sin embargo... —dijo Greco, meneando la cabeza y señalando su propio reflejo en el espejo de la pared—. Mira ese viejo. De joven parecía un dios griego. —Tomó un sorbo de su bebida—. Y ahora sólo parezco un puto griego.
Geraci rio educadamente. Frank Greco y él eran, aproximadamente, de la misma edad.
—Con la de veces que he ido a Nueva York —dijo Greco—, y nunca había estado en Staten Island.
—Aquí nunca viene nadie.
—Ya vendrán cuando se inaugure el puente, ¿no? —dijo Greco, señalando vagamente en esa dirección. Se verían las torres de no ser por la falta de ventanas del local.
—Yo no confiaría mucho —dijo Geraci.
Ahora sonaba la canción de Rufus Thomas Walkin'the dog.
—Hombre —dijo Greco, encogiéndose de hombros—. Nunca se sabe. En cualquier caso, a los italianos nos la han vuelto a jugar con el nombre del puente. El inventor del teléfono fue Meucci. En el colegio decían que había sido Alexander Graham Bell, pero...
—Conozco la historia —lo interrumpió Nick.
Greco parecía sorprendido:
—¿Qué, eres de los que leen?
Nick respiró hondo. Intentaba no perder la paciencia.
—Conozco la historia, eso es todo.
Greco asintió.
—Vale. ¿Sabías que Meucci y Garibaldi vivieron juntos? No es que fueran maricones, ¿eh? Meucci estaba casado, y parece que a Garibaldi le gustaba ir de putas cuando andaba por aquí. Garibaldi estaba entre una revolución y otra, supongo, y se vino por algo. A ver a su amigo, imagino.
—Impresionante —dijo Geraci en un tono lo suficientemente neutro como para disimular el sarcasmo. Había leído todo lo que se había escrito sobre esos dos grandes y tristes hombres, pero no tenían mucho que ver con los asuntos del día—. Oye, permíteme que vaya al grano. Tú querías verme en relación con la propuesta de Don Stracci, ¿no?
—Así era —dijo, poniendo cara de súbito dolor—. Y así es.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Nick.
Frank el Griego se levantó y se llevó la mano al paquete.
—Tengo que ir a mear —dijo, y salió en dirección a los lavabos, hacia un pasillo oscuro situado en la parte trasera del local.
Nick echó un vistazo por encima del hombro y vio que el barman había desaparecido.
Todo comenzó a suceder tan de prisa que empezó a pasar más lentamente.
El guardaespaldas siciliano de Geraci se puso en pie.
Como si siguiera sus instrucciones, el otro hizo lo propio.
La aguja cayó sobre Night train, de James Brown y los Famous Flames.
Nick oyó la risita de Greco. Se produjo un resplandor en el oscuro pasillo, y Nick atisbo a Greco saliendo a un callejón en vez de entrando en un lavabo.
«Miami, Florida», gritaba James Brown.
Un segundo después, superponiéndose a los saxofones, Geraci oyó abrirse la puerta principal. Se puso rápidamente en pie y, mientras se volvía, vio que su siciliano, que debería haber vigilado esa puerta, que tal vez debería haberla atrancado, había sacado la MI2. El otro guardaespaldas había hecho lo propio con un 38 especial, y Nick se encontró mirando los silenciadores que habían sido colocados en los cañones de ambas pistolas. Fue el hombre al que había traído como guardaespaldas el que le dijo que se estuviera quieto.
Nick obedeció.
«Dios mío, no me dejes morir en Staten Island —pensaba Geraci—. Dios mío, no me dejes acabar la existencia en esta mierda de sitio, no aquí, en el culo del mundo.»
Momo Barone apareció por la puerta con una pistola pegada a la espalda. Quien sostenía el arma era Al Neri.
Detrás de él iba Eddie Paradise, que cerró la puerta tras de sí.
Se oyeron pasos en el pasillo de atrás. Michael Corleone salió a la luz con las manos a la espalda. Parecía un oficial pasando revista a las tropas y sintiéndose muy decepcionado con ellas.
«¡Filadelfia! —chillaba James Brown—. New York City, ¡llévame a casa!»
—Hola, Fausto —dijo Michael. Él era el único que llamaba a Nick por su verdadero nombre.
—Hola, Don Corleone.
«Y no te olvides de Nueva Orleans, la cuna del blues.»
Michael caminó hasta la máquina de discos y la desenchufó.
Luego se quedó mirando a Nick y le sonrió:
—Siéntate, Fausto.
Nick estudió rápidamente la M12 y el decidido lenguaje corporal del hombre que le apuntaba con ella. No valía la pena intentar nada. Comenzó a pensar en una posible solución. Bajo ninguna circunstancia pensaba pedir clemencia o mostrar debilidad.
Suspiró y se sentó.
Eddie Paradise se apoyó en la pared, entre los guardaespaldas y el mostrador. Cruzó los brazos con aire exasperado, como un hombre harto de que su mujer lo hubiera obligado a acompañarla en sus compras de ropa.
Michael cruzó de nuevo las manos a la espalda y caminó muy lentamente hacia la mesa de Geraci. Al Padrino le había pegado en la cara, años atrás, aquel capitán de policía y, en la penumbra, la cirugía plástica a la que se había sometido para que le arreglaran la mejilla y la mandíbula parecía estar languideciendo, casi desmoronándose.
Geraci medía casi treinta centímetros más que Michael. Sentado, no era mucho más bajo que él. Nick podía agarrarlo. Ir a por él, inmovilizarlo. Los guardaespaldas no podrían abrir fuego. No podrían estar seguros de darle a él en vez de a Michael.
—Casi lo consigues, Fausto —dijo Michael con una voz apenas audible—. De verdad, casi lo logras. Pasas años encerrado en cuevas y escondrijos, huyendo, pero contra todo pronóstico, mi querido ex amigo, casi te sales con la tuya. Seguro que ya paladeabas el triunfo.
Deambuló ante Geraci, pero Nick descartó ir a por él. ¿Qué conseguiría con ello? Puede que lograra atizarle un par de veces, pero acabarían separándolos y ahí terminaría todo. Como en muchas situaciones peliagudas, la violencia física no servía para nada.
Michael dejó de andar y se lo quedó mirando.
—Imagino lo doloroso que todo esto es para ti, Fausto. Es trágico estar tan cerca de recuperar todo lo que has perdido y, al mismo tiempo, de obtener todo lo que siempre quisiste. Pero te has quedado con un palmo de narices.
Momo seguía sin levantar la vista. Lo habían llevado allí para demostrar su lealtad matando a Nick... lo mismo que le habían hecho a Nick con Tessio. Pero el Cucaracha no podía parecer más culpable. Estaba perdiendo cualquier oportunidad de probar esa lealtad.
Neri respiraba con fuerza y parecía tener ganas de que empezaran las ejecuciones.
Eddie consultó la hora en su reloj.
Los guardaespaldas parecían dispuestos a todo.
—Pese a todas nuestras diferencias, Don Michael —dijo Nick—, tenía mejor opinión de ti. Estás actuando a las órdenes de tus emociones, no de tu intelecto. Lo que negocié para ti con nuestros amigos de la Comisión te concede exactamente lo que siempre has dicho desear, al pie de la letra, y va acompañado de mi juramento a los demás padrinos de que ni tú ni tu familia sufriréis el menor daño. Me repugnaba renunciar a la venganza, pero lo hice porque era lo mejor para todo el mundo. Nadie pierde, nadie muere, nadie se las tiene que apañar con extraños asesinatos que se te pueden achacar tranquilamente a ti. O a amigos tuyos. Yo no soy un señor feudal sediento de sangre, Michael, y tú tampoco. Somos hombres modernos, empresarios modernos. Tú abandonarás todo esto siendo millonario, Michael, un millonario norteamericano perfectamente legal. Y cuando amaine la tormenta, yo mismo daré un millón de dólares de mi propio bolsillo a la institución caritativa que lleva el nombre de tu padre.
Michael seguía de pie ante Nick Geraci, inmóvil y en silencio, contemplando al hombre con más talento que jamás hubiera tenido a sus órdenes. El hombre con más talento que jamás hubiera conocido.
—Si me matas —siguió Nick—, resultará que todo lo que dices haber deseado siempre será una mentira. Elegirás la venganza en vez de cumplir tus anhelos. Mátame y nunca saldrás de este mundo. Sabes que tengo razón. Si no tomas esta salida, este sendero que he trazado para ti, no dejarás de oír mi voz en tu mente diciéndote que la cagaste. Mátame y verás que eres un mentiroso y un hipócrita. Y dará igual que nadie que no esté en esta habitación lo ignore, porque tú serás plenamente consciente de ello. Con un solo disparo, tu vida se verá reducida a una inmensa mentira.
Michael meneó la cabeza en un gesto que parecía de asombro.
—No lo entiendes —repuso.
Geraci se mantuvo en silencio unos instantes.
—Muy bien —dijo finalmente—. Ilumíname.
—Tu amigo de Nueva Orleans —dijo Michael— está a punto de señalarte como el responsable del complot para asesinar al presidente Shea. Hay fotos tuyas junto a Juan Carlos Santiago en Nueva Orleans, pruebas que os sitúan a los dos en Louisiana y Miami en momentos clave y en lugares sospechosos. Desconozco los detalles, pero hay algo que puedo asegurarte: que el gobierno va a por ti.
Geraci estaba convencido de que todo eso era un farol.
—Será muy fácil esquivar todo eso —dijo—, ya que nada es verdad.
—Yo sí tenía mejor opinión de ti —dijo Michael—. Tienes media carrera de Derecho, y la verdad, como deberías saber, se inclina ante lo que el gobierno pueda probar ante un tribunal.
Momo Barone se bajó del taburete, pero Al Neri le propinó un puñetazo en la cara y volvió a sentarse en él.
Eddie echó un vistazo para comprobar si la cosa había sido como uno de esos bofetones que las madres les dan a sus hijos para que se comporten.
Los guardaespaldas se alteraron un poco, pero mantuvieron sus armas apuntadas directamente al corazón de Geraci.
—Cree lo que quieras —dijo Nick—. Sólo estás diciendo eso para que, si la gente se entera de lo que ha pasado aquí, parezca que has estado de lo más noble. Para que parezca que no tuviste otra opción. —Forzó una sonrisa y añadió—: Y me parece normal. Porque en tu interior siempre sabrás que no fue así.
Michael cerró los ojos, exhaló largamente y puso cara de estar a punto de hablar, pero no lo hizo. En vez de eso, lanzó una mirada a Neri.
Neri le pasó la pistola a Momo el Cucaracha, con la culata por delante. Acto seguido, utilizó su vieja linterna de acero para empujar al Cucaracha hasta la mesa. Momo, con la sangre cayéndole de la comisura de la boca, apuntó con el arma del calibre 44 a la cabeza de Nick.
—Adiós, Fausto —dijo Michael—. Y por cierto, ¿te gustaría saber su apellido?
—¿El apellido de quién? —preguntó Nick.
Michael echó a andar hacia la puerta y señaló al siciliano de la M12.
—De este empleado fiel que fue enviado aquí a petición tuya —dijo Michael antes de echarle un vistazo a Momo—. Tuya y de un amigo tuyo.
—No sé de qué estás hablando —dijo Nick.
Michael abrió la puerta, meneó la cabeza y extendió el brazo para señalar al joven siciliano.
—Me llamo Italo Bocchicchio —dijo éste.
Geraci se autoconvenció de que el escalofrío que recorrió su cuerpo no era más que un temblor, y recuperó la compostura con tanta facilidad como la había perdido.
—Encantado de conocerte —dijo—. Llámame Nick. Todo el mundo lo hace. —Sonrió—. Todos, a excepción del asesino cabrón para el que has decidido trabajar.
Michael salió dando un portazo.
El otro guardaespaldas —que, probablemente, no era un hombre de Greco, sino parte también de la familia Corleone— volvió a pasar el pestillo.
—En la cara —dijo Al Neri.
A Momo le caía el sudor a chorro del casco que tenía por cabello. Los ojos le brillaban de miedo y las manos le temblaban.
En la misma situación, Sally Tessio se había puesto de rodillas y le había llamado cobarde a Nick: un gesto de cortesía para que le resultara más fácil dispararle. Pero el Cucaracha ya la había cagado. Ya había dado muestras de debilidad, con lo que ya lo habían tomado por un traidor. Según Nick, ya había confesado. Con toda claridad, Nick vio la manera de salir de ésa.
—De rodillas —ordenó Neri.
Nick obedeció.
El Cucaracha apoyó inseguramente la pistola contra la frente de Geraci.
¿Para qué traer a ese Bocchicchio si no era porque suponían que a Momo le faltaría el coraje necesario para hacerlo? A no ser que le hubieran prometido que se haría cargo del asunto cuando el Cucaracha fracasara.
Nick levantó la vista de la pistola que lo encañonaba entre los ojos y se quedó mirando el rostro sanguinolento de Momo Barone.
—Cucaracha —susurró—. Dame la pistola, Cucaracha.
Momo se sorprendió un tanto, lo suficiente para que Nick pudiera lanzarle un izquierdazo a la tripa. El Cucaracha tragó saliva y se dobló hacia adelante, momento en el que Nick le quitó el 44 de la mano derecha y empezó a disparar en dirección a los dos guardaespaldas. El aire se llenó del ruido de balas silenciadas, Nick sintió quemaduras en la pierna y la garganta y pudo notar la calidez en la piel de su propia sangre.
Se las apañó para levantarse.
Mientras Al Neri se disponía a golpearle con la linterna, Geraci disparó el 44 a su pecho y el ex poli salió proyectado hacia atrás como si le hubieran disparado con un cañón.
Nick se volvió para enfrentarse a los guardaespaldas. El del 38 estaba herido en la cadera: derribado, pero no muerto. El siciliano también estaba herido, pero ahora se levantaba y apuntaba su arma hacia Nick. Una bala del 44 le dio en toda la garganta y acabó con él.
Nick Geraci se derrumbó sobre el suelo, desorientado y con un dolor terrible, consciente de su visión borrosa y de las frías baldosas, deseoso de combatir la inconsciencia, de luchar contra la oscuridad, y trató de mover la pierna derecha, pero ahí no había nada, no tenía pierna derecha, se la habían volado, y el hueso del muslo se dobló mientras intentaba plantarlo contra algo: el dolor insufrible lo hacía sentir como si le estuvieran echando agua hirviendo por todo el cuerpo.
—¿Por qué yo? —oyó decir a Eddie Paradise—. ¿Por qué me pasan siempre a mí estas cosas?
Alguien —tuvo que ser Eddie— salió de detrás del mostrador, y Nick oyó llorar al Cucaracha y suspirar a Eddie.
—Oh, mierda —dijo éste, y disparó.
Se acabó el llanto.
Geraci respiró profundamente, apretó los dientes e intentó ver más allá de la luz blanca y del mareo. Consiguió incorporarse lo suficiente como para apoyarse levemente en un brazo. Sus ojos eran incapaces de enfocar nada.
—No es nada personal, colega —dijo Eddie.
—Nunca te darán ni una oportunidad —repuso Nick.
—¿No es eso lo que nunca hay que darle a un gilipollas? —dijo Eddie.
El dolor era excesivo, pero Nick apretó los ojos y contuvo la respiración. Podía sentir cómo se acercaban el frío y la oscuridad, cubriéndolo como una suave capucha.
—A eso me refiero, Ed —dijo Nick cayendo hacia atrás, sobre el suelo—. A ellos. Nunca serás más que...
—Oh, cállate ya —replicó Eddie.
Y disparó.