ONCE

Sobre la húmeda barra de bar junto a la alta ventana del salón, Michael Corleone alineó tres vasitos y llenó dos de ellos con Strega. En el suyo había, básicamente, agua y un poco de licor que le daba a ésta un tono amarillento.

Tom hizo entrar a Johnny en la habitación.

—¡Michael! —dijo éste con los brazos extendidos a modo de disculpa—. Lamento mucho haber exagerado...

Michael posó la botella con la suficiente fuerza como para cortar de raíz a Johnny.

—¿Exagerar? Pero si hoy es tu gran día, John.

Lo dijo con tal falta de entonación que era imposible entender su intención, aunque algo intuía al respecto.

Se dieron un abrazo.

Michael meneó la cabeza:

—Si no fuera por mi familia, me olvidaría de mis propios cumpleaños, que es lo que le ocurre a cualquier hombre mayor. ¿Pero que te acuerdes tú? Eso es un honor. Soy yo quien te debe una disculpa.

—¿Por qué motivo?

El irónico encogimiento de hombros de Michael era como un eco inquietante de los de su padre.

—Quería ir y ver el desfile, pero llevo todo el día en reuniones de trabajo. En sábado. Terrible. —Le dio a Johnny una palmadita en la espalda—. Los canallas nunca descansan, ¿verdad?

Johnny Fontane se acercó a la ventana.

—Bonita vista. —Echó un vistazo a su alrededor, como si nunca hubiera estado en un ático—. Desde la calle, nunca pensarías que hay una vista así —añadió.

Hagen se cruzó de brazos y observó esa actuación con los ojos entornados. No tenía una buena opinión de la farándula en general ni de Fontane en particular. Si vas a la ópera encontrarás siempre cantantes mejores. En cualquier obra de teatro del off-Broadway los actores tenían más talento que Johnny. ¿Bailar y contar chistes? Según Hagen, sus hijas pequeñas hacían mejor ambas cosas. Johnny era un gamberro, un crío irresponsable de cuyos problemas tenían que encargarse los demás: a menudo, él mismo (había sido Hagen quien, siguiendo órdenes de don Vito, había llevado a cabo esas inversiones que le granjearon a Fontane su premio de la Academia). Pero, por motivos que se le escapaban, todo el mundo trataba a Johnny Fontane como si fuera alguien importante. Hasta Michael parecía sentir debilidad por él.

Michael repartió los vasos.

—Mi padre se sentiría orgulloso de ti, Johnny —dijo—. Cent'anni.

Los tres brindaron y bebieron.

Michael y Johnny se interesaron por sus respectivas familias. Ambos eran padres divorciados, lo que resultaba muy común en los círculos que frecuentaba Johnny, pero toda una rareza en los de Michael. Padres católicos divorciados.

—¿Con qué frecuencia los ves? —preguntó Johnny—. Me refiero a Anthony y a Mary, claro.

—Los veo a menudo —respondió Michael automáticamente—. Voy siempre que puedo, y ellos vienen aquí en vacaciones.

No habían aparecido desde el 4 de julio. Michael tenía un avión privado, pero no había volado a Maine en un mes, desde que había ido a ver cantar a Anthony en un montaje escolar de Flower drum song. Y había llegado tarde.

—Eso está bien —dijo Johnny—. Porque un hombre que no pasa tiempo con...

Se calló, se rascó la cabeza y puso cara de estar metiéndose en un lío.

—Algo que he aprendido, a base de sufrirlo en mis carnes, es que si no estás ahí te pierdes un montón de cosas. Tú ya lo sabes. No pretendo enseñarte nada, pero te diré una cosa: por si te consuela, todo mejora. Mi hija va a la universidad aquí, y no hace ni...

—Juilliard —dijo Michael—. Eso he oído. Impresionante.

—¿Qué tal está Rita? —preguntó Johnny.

Al oír su nombre, a Michael se le suavizó el rictus.

—Está bien —dijo—. Te envía saludos.

—¡Pero mira a este tío! —le dijo Johnny a Tom Hagen antes de volverse a mirar a Michael—. Estás loco por ella, ¿verdad? Lo veo. No puedes timar a un timador, compadre.

Michael enrojeció levemente y levantó los brazos, resignado. ¿Qué podía hacer uno?

—Lo sabía —dijo Johnny—. Te lo dije, ¿verdad? Esas piernas de bailarina. Y ni un gramo de grasa en el cuerpo. Es una chica estupenda. Me alegro por ti.

Marguerite Duvall le debía mucho a Johnny Fontane. Cuando él la conoció, sólo era una bailarina más de un digno espectáculo de chicas desnudas, una muchacha francesa con pretensiones a la que le encantaba follar. Johnny le consiguió un maestro de canto y le presentó a gente útil. Marguerite no tardó mucho en cantar en el Kasbah. Eso llevó a un papel secundario en el espectáculo de Broadway Cattle cali, donde daba vida a una madame francesa. Los críticos pusieron verde la obra, pero la escena del burdel en llamas fue un éxito y, ante la sorpresa de todos los esnobs del teatro neoyorquino, Rita consiguió un premio Tony. Johnny también la había incluido en algunas de sus películas, así como en la lista de intérpretes del Baile Inaugural, junto a estrellas mucho más importantes. Por aquel entonces ya no se acostaba con Jimmy Shea; eso tuvo lugar mucho antes. En el transcurso de los años, Johnny les había presentado a Rita a varios amigos suyos. La gente de orden no lo entendería, pero según Johnny, compartir mujeres era algo que estrechaba los lazos de amistad.

Michael Corleone le hizo un gesto a Johnny para que se sentara en el sofá. Él ocupó un sillón a su lado. Tanto el sofá como el sillón estaban tapizados con el mejor cuero italiano. Hagen se subió a un taburete metálico que había junto a la barra.

—¿De verdad crees que tu padre se sentiría orgulloso de mí? —preguntó Johnny.

—Así es —respondió Michael—. Cuando yo era pequeño, me llevó muchas veces a ese desfile. Siempre me señalaba a los tíos importantes e insistía en decirme que en Norteamérica puedes llegar a ser lo que se te antoje. Cristóbal Colón vino aquí y encontró un lugar lo suficientemente grande como para poner en práctica sus mayores sueños. Un nuevo mundo.

—Cristóbal Colón nunca puso los pies aquí —saltó Johnny—, para ser exactos. Pero bueno, entiendo lo que quieres decir, y la verdad es que estoy de acuerdo contigo.

Hagen suspiró sonoramente.

—Eso decía mi padre —dijo Michael.

—No quería ofender —murmuró Johnny.

—Bueno, John, ¿en qué puedo ayudarte? Es tu gran día.

—Supongo que has visto la prensa, ¿no? —dijo Johnny.

Miró a los ojos al hijo de su padrino. Michael Corleone se había quedado tan quieto y tan frío como el suelo de mármol bajo sus pies—. No era... Lo que quiero decir es que nada de eso... Que esos chupasangres... ¿Sabes?... Ya lo sabes, ¿verdad, Mike? Lo que no se inventan lo retuercen y...

Michael ni siquiera parpadeó.

Johnny bajó la cabeza. Empezó a moverla de arriba abajo, y permaneció así durante un rato.

—Lo que quiero decir —entonó— es que me responsabilizo de todo. He cometido errores, muchos errores, sobre todo con el dinero. Tú y tu familia, mi padrino... Todos habéis sido una fuente importante de... Bueno, yo diría que de sabiduría. Y eso te incluye a ti, Tom. He tenido oportunidades que un tío como yo nunca...

Finalmente, levantó la cabeza.

—Voy a ir al grano —dijo—. Necesito vender mi participación en tu... en el casino de Tahoe antes de que me obliguen a hacerlo. Puede que eso no suceda. Y para ser sincero contigo, me va muy bien la pasta que genera todos los meses esa inversión, pero vendiendo me haré con algo de dinero rápido. Lo que intento decir, puesto que hay confianza, es que creo que sería mejor para todas las partes implicadas si... si parece que la decisión es mía. La de vender.

Michael se frotó los labios con los dedos índice y medio, que a Fontane le recordaron la forma de una pistola.

—Estoy algo confundido —dijo Michael—. ¿Me estás pidiendo permiso para vender tu parte del Castillo en las Nubes?

Fontane se encogió de hombros.

—Es una inversión, John, como cualquiera de las tuyas. Sólo son negocios, te lo aseguro.

—Porque si quieres, por pura lealtad hacia ti y tu familia, plantaré cara a esos cabrones de la Comisión del Juego...

—Eso es cosa tuya, John.

Johnny no esperaba una respuesta así. Era de esa clase de hombres que lo arreglan todo hablando y actuando, y ahora se enfrentaba a alguien que era totalmente opuesto a él. Johnny se inclinó hacia adelante en el sofá y siguió hablando:

—Voy a ser sincero contigo. Intenté que Jimmy Shea moviera algunos hilos. Con la Comisión del Juego, pero...

—¿Acudiste primero a ellos?

—Ni hablar, Mike. Esos cabrones irlandeses desagradecidos... No te ofendas, Tom, pero son unos miserables.

Hagen levantó las manos para indicar que no se había sentido ofendido.

—Con todo lo que he hecho por ellos —siguió Johnny—. Y ésta es la primera y única cosa que les he pedido.

—O sea, que yo soy el plan B. Por eso has venido a verme.

—No, por el amor de Dios, no. —Fontane notaba cómo iba ruborizándose—. El plan A consistía en mantener mi parte de todas, todas. No tenía mucho sentido venir a verte cuando la Comisión del Juego la tiene tomada conmigo por ser socio tuyo. Si lo llevé todo de una manera no muy hábil, lo siento de verdad, Mike. Yo quería hablar contigo del asunto, pero tú no estabas disponible, como puede confirmarte Tom. Y yo también tenía compromisos. Ésta era la primera ocasión que teníamos de hablar cara a cara.

Michael hizo un gesto fatalista para darle la razón: de nuevo ese tenebroso reflejo de Vito.

—Lo que me temo —siguió Johnny— es que si no vendo, llevarán el tema a los periódicos para poder ver impresos sus nombres. Esos tíos son políticos. Creen que si repiten una mentira varias veces, y en voz bien alta, la gente acabará por creérsela. Y los periódicos, pues ya sabes, plantan las acusaciones en portada y si resulta que no se sostienen, se acaban disculpando con un suelto al lado de las tiras cómicas. El problema, tal como yo lo veo, es que si vendo, la investigación se acaba, pero también parece que les estoy diciendo a esos cabrones que sus mentiras a mi costa son ciertas. Quiero creer que todo el mundo se olvidará del asunto a la que se acaben los titulares. Pero corro el riesgo de que parezca que he admitido algo y sigan investigando y...

Michael cerró los ojos y levantó las manos para que Johnny se callara, como así fue. Hay cosas que es mejor no decir.

—Perdóname —dijo Michael—, pero hay algo que no entiendo. —Mucha gente, cuando habla de algo que no entiende, suele mirar al techo o a lo lejos. Michael miraba de frente a Johnny—. ¿Ahora tienes problemas de dinero? ¿Cómo es posible?

Johnny se echó a temblar.

—¿Que cómo es posible? Tengo unos gastos tremendos. Mi última gira: tuvimos que sacar a la carretera a una orquesta de cuarenta músicos, lo cual no sólo significa comidas y hoteles, sino también camiones, técnicos, una secretaria y, no te lo pierdas, Tom, hasta un abogado. Te sorprendería saber lo que tuvimos que pagar cada noche a los camioneros que vigilaban el trabajo de otros camioneros. La gira fue bien y, toquemos madera, mis discos se siguen vendiendo, pero hay un montón de gente que chupa de cada entrada, de cada disco y de cada cheque que me llega. Más los impuestos. El tío Sam no tendría tantas chisteras de repuesto si no fuera por el aquí presente. De lo que queda, tengo que pagar los gastos de las casas de Palm Springs y Las Vegas. Luego están las diferentes facturas de mis hijos (la universidad no es barata, por cierto), algo que puedo asumir pero que me sale caro. ¿Y qué me dices de mantenerse en el candelera? La fama no sólo aporta dinero. A la fama hay que alimentarla, lo que significa apoderados, publicistas, seguridad, un mayordomo, ropa, coches, regalos, lo que se te ocurra, por no hablar de cómo te conviertes en el objetivo de todas las buenas causas que hay por ahí. No te olvides del contable que se me fugó. Y para acabar de arreglarlo, imagínate los problemas que da una ex mujer como la tuya y multiplícalos por tres. Pero no me quejo, de verdad, he tenido mucha suerte. Todo podría ir mucho peor, pero ya que me lo preguntas...

Michael y Tom intercambiaron una mirada.

—¿Se te fugó el contable? —preguntó Michael.

—¿Ese tío? Supongo que debe de estar en alguna isla tropical, inflándose de cócteles de coco...

—¿Lo supones? —terció Hagen.

Johnny se volvió hacia él.

—Perdona, ¿acaso estaba hablando contigo?

Tom encendió un cigarrillo.

—¿A cuánto dirías que ascienden tus deudas de juego del año pasado, Johnny?

—Porque no me había dado cuenta de que estaba hablando contigo.

Johnny volvió a mirar a Michael, cuyo rostro había recuperado la frialdad.

—Ya sé por dónde vas, consejero —dijo Johnny—, pero te llevo ventaja. Todo eso se ha acabado. Hubo una época en la que todo lo que tocaba se convertía en oro, incluidos mis esfuerzos a favor de nuestro amigo el presidente, pero sobre todo los discos y las películas que hacía, las inversiones, todo iba bien. Cuando tienes una racha así, es normal que intentes probar suerte en las carreras o apostando en partidos y combates de boxeo. Cuando empecé a tener mala suerte, me deshice de ese tipo de riesgos. No es que sea asunto tuyo, pero ya que lo preguntas...

Michael le ofreció a Johnny un cigarrillo. Johnny lo había dejado un año antes por consejo de su médico. Los pulmones. Pero lo aceptó de todas formas.

—El motivo por el que Tom y yo sentíamos curiosidad por tu situación financiera —dijo Michael mientras encendía su pitillo— era que, si tú confiabas en vender tu parte de la propiedad de Tahoe, tal vez no te diera la cantidad que esperabas. De hecho, no vas a recuperar tu inversión inicial ni nada que se le parezca.

—Estás de broma, ¿no? Ese sitio es una puta mina de oro. Un chollo.

—John, no puede ser que ahora te enteres de que el valor de un negocio privado no siempre está relacionado con el dinero en efectivo. —Michael echó la ceniza en un cenicero de pie y adoptó el gesto que utilizaba su padre para indicar que «No puedo hacer nada»—. En un negocio a la vista, las cosas son aún peores. —Se echó a reír—. Y lo nuestro es un chanchullo, ¿no te parece? No hay un inversor en todo Wall Street capaz de sobrevivir a una investigación como la que tú sufres en Nevada, John.

Parecía que a Fontane le torturaba todo lo que no estaba diciendo. No recordaba haberse fumado nunca un cigarrillo a tanta velocidad.

—¿Nada parecido a mi inversión inicial? —consiguió decir finalmente—. Me resulta difícil creer que...

—Es algo relativamente nuevo —dijo Michael—. Los sitios nuevos implican unos gastos que los viejos no tienen. También está la mala prensa, las minutas de los abogados. O sea, que no, que nada parecido.

Esta última frase la pronunció mirando a Hagen.

Johnny asintió, resignado. Todo su cuerpo parecía estar encogiéndose.

Tom Hagen reprimió una carcajada.

Johnny metió la mano en el bolsillo de la chaqueta en busca del frasco de aspirinas que le había dado su hija, rechazó el vaso de agua que le ofrecía Michael, sacó cuatro tabletas y se las tragó a palo seco.

—Pero me fumaría otro cigarrillo —dijo—. Si te quedan.

Michael le pasó el paquete.

—Todo tuyo —dijo—. Pero antes de que te vayas, necesito que entiendas algo más. Tu parte en el Castillo en las Nubes, como te decía, es cosa tuya. Pero nuestra parte en tu productora... Eso es mío.

No necesitaba decir que esa parte —de hecho, aunque no sobre el papel— era claramente mayoritaria.

Johnny se estremeció.

—No deberías tener ninguna queja al respecto. Casi cada película que hemos sacado durante los últimos años... Bueno, no es que vayan a ganar ningún premio, pero han ido bien tal como está el patio hoy en día. El año pasado fue el peor en cincuenta años para la industria de Hollywood. Con la televisión y tal, no sé si vas a volver a ver una industria como la de los días gloriosos.

Michael y Hagen se miraron.

—No estoy hablando de beneficios, John —replicó Michael, sonriendo. Una sonrisa que cuadraba a la perfección con su mirada. Ambas pertenecían a alguien que estaba a punto de decir «Jaque mate»—; estoy hablando del control.