DOCE
—Muy bien —dijo Johnny Fontane finalmente—. ¿Control de qué?
Al principio, Michael Corleone no respondió. Estaba tentado de decir que de los «sueños». ¿Acaso la gente no se refería a veces a los grandes estudios como las fábricas de sueños? Los sueños ajenos. Hablar de sueños no era algo que fuera con él. «Control total», podría haber dicho una versión más joven de sí mismo. Pero hacía tiempo que la vida le había hecho demasiado humilde como para decir algo así.
—Déjame que te pregunte algo —dijo—. ¿Cuándo fue la última vez que viste a Jack Woltz?
—¡Oh, por el amor de Dios! ¿Ése? —Johnny se quedó mirando a Michael, luego a Tom Hagen y, al final, suspiró con resignación—. Woltz. Bueno, Hollywood es pequeño. Me lo cruzo por ahí, pero hace tiempo que no hago nada con su estudio. Si hubo algún proyecto que ayudáramos a producir, no fue ninguno en el que yo estuviera involucrado personalmente.
—Hemos investigado un poco —dijo Hagen—. Y hay dos tipos de películas que parece que dan dinero. Uno es el que practica tu productora bajo tu responsabilidad: películas con estrellas y un presupuesto razonable. El otro es el modelo gran espectáculo. Con la cosa esa... anamórfica... el...
—Cinemascope —dijo Johnny.
—Exacto. Cinemascope. El caso es que (corrígeme si me equivoco) esas películas son auténticos acontecimientos. La gente apaga el televisor y va a verlas.
Fontane asintió.
—Eso parece. Pero así es Hollywood, con lo que no te sorprendas cuando lo que resulte válido hoy ya no lo sea mañana.
—Que sea lo que Dios quiera —dijo Tom—. Tú estás en posición de hacer películas de los dos tipos, John, pero no lo haces. Nosotros sólo vemos las pequeñas.
—Claro, porque necesitas mucho más apoyo de los grandes estudios para acometer superproducciones de ese tipo —repuso Johnny—. El dinero es sólo una parte del asunto. Piensa en toda la gente involucrada, en los exteriores, los decorados y toda la pesca. ¿De qué control estás hablando? Eso es exactamente lo que tienes que ceder para levantar algo a una escala tan grande. Y por cierto, no te olvides de que esas películas pueden recaudar una fortuna, pero también pueden fracasar en taquilla. El tipo de proyectos que hemos estado desarrollando son un apuesta más segura.
—Exactamente —dijo Michael—. Apuestas. En todos tus desafortunados periplos por la pista de carreras, ¿alguna vez viste a alguien que saliera adelante apostando exclusivamente por los favoritos?
—Tienes razón —admitió Johnny—. Ahora te escucho. Para ser sincero contigo, siempre pensé que erais diferentes. Todo aquello en lo que tienes intereses (al igual que tu padre antes que tú, Dios lo tenga en su gloria) parece algo seguro.
—Hay una gran diferencia entre un favorito y algo seguro —repuso Michael.
—Eso no te lo puedo negar. Mira, llegas justo a tiempo. Estaba leyendo unos guiones esta mañana y pensando en lo que ahora me estás diciendo. Por ejemplo, había uno estupendo sobre un esclavo romano. Una gran historia, enorme. O Colón: nunca se ha hecho realmente una gran película sobre Colón. Pero hay algo que tienes que ayudarme a entender. Aunque pudiéramos desarrollar un proyecto así en mi productora, ¿por qué ibas, íbamos, a querer trabajar con Jack Woltz? Tiene casi ochenta años y está senil. En las proyecciones fanfarronea diciendo que tiene una vejiga mágica, que puede saber el dinero que dará una película basándose en las veces que tiene que ir a mear. Cuantas menos veces, mejor, evidentemente, pero ese tío es el último miembro de la industria con el que querría hacer una película cara. Por no hablar de que Woltz International no es precisamente el estudio más rutilante de la ciudad.
Johnny se volvió hacia Tom Hagen:
—Supongo, Tom, que eso ya lo descubriste en tu investigación.
—Mantenemos una relación con el señor Woltz —dijo Michael—. Y dentro de lo posible, prefiero hacer negocios con gente con la que ya los he hecho antes. Se ha establecido una confianza mutua.
Hagen asintió lentamente, corroborando lo dicho.
Woltz también mantenía una relación con los Shea y, probablemente, podía ir a verlos de parte de Michael. Y también era el adecuado para sentar a la mesa a los Corleone con los judíos rusos que controlaban desde la sombra todo el poder en California. Hasta las familias de Los Ángeles y de San Francisco respondían básicamente ante ellos. El abogado de Woltz, un tal Ben Tamarkin, constituía para el sindicato judío de allí una versión aún más poderosa de lo que Tom era para la familia Corleone.
—El tipo de negocio que estoy interesado en desarrollar aquí es más complicado que levantar una simple película —explicó Michael—. Cada vez más, las películas se ruedan fuera del país, y ahí podemos echar una mano. Por ejemplo, conocemos gente en Italia que puede mantener a raya los gastos del rodaje en exteriores. Otra cosa: los estudios tuvieron que desprenderse de sus distribuidoras, ¿no? Pues ahí también podemos ser de utilidad. Las grandes salas del centro de las ciudades las están pasando canutas por culpa de la delincuencia, pero nosotros tenemos intereses en centros comerciales de las afueras, y en casi todos ellos hay cines.
—Con el debido respeto —intervino Johnny—, ahí tienes un problema. Nadie quiere ver un buen espectáculo en una de esas pantallas enanas de Villamierda de Abajo.
—Sí, si es que ya viven en Villamierda de Abajo —repuso Michael—. Porque si se trasladaron a Villamierda de Abajo fue para eludir los problemas de la gran ciudad. Puede que la pantalla sea algo más pequeña, pero es nueva, limpia y segura, y hay un montón de sitio para aparcar, y entrando o saliendo del cine puedes comprarte unos zapatos. Es un negocio integrado verticalmente. O, mejor dicho, varios negocios que funcionan cada uno por su lado pero fomentan el interés mutuo. No vas a tener ninguno de los problemas que te dan los casinos porque, primero, Hollywood, como ya sabes, apenas si tiene leyes y normas; por lo menos, en comparación con el juego legalizado. Y segundo, porque te vamos a ayudar. Tom trabajará contigo. Cuando llegue el momento (y espero que sea pronto), te acompañará a ver al señor Woltz.
Johnny se quedó mirando a Tom.
Éste se encogió de hombros.
—Ya hay una confianza mutua.
Michael Corleone estaba de pie, junto a la ventana de la cocina, pelando una naranja y mirando a Johnny Fontane, que cruzaba el patio.
—¿Estás bien? —le preguntó Tom Hagen.
Michael siguió pelando la naranja. Abajo, en el patio, Connie corría detrás de Johnny como una vulgar puttana.
—¿Te refieres a lo de Johnny? Francamente, no me preocupa mucho si...
—No hablo de Johnny. Ni de nuestros intereses en Hollywood. —Hagen había dicho «intereses en Hollywood» en un tono de desprecio tan sutil que sólo lo habría captado un miembro de la familia.
—¿A qué te refieres entonces? —le preguntó Michael.
—A que si estás bien. Te conozco desde que tenías siete años, joder. Algo te preocupa. Algo te ha estado preocupando. Y no me refiero tampoco a los problemas de Tommy Scootch en México.
Así era Tom: le había pillado el punto, y sin necesidad de citar a Joe Lucadello.
Michael negó con la cabeza.
—No es nada.
—Creo que la noche de ayer fue dura.
—¿Te lo dijo Al?
Hagen sonrió.
—No —mintió—. Lo acabas de hacer tú.
—Acertaste, consejero. —Terminó de pelar la naranja y empezó a comérsela.
—¿No pudiste dormir o qué?
Michael se volvió para mirarlo. Por un momento, pensó en contarle a Tom los sueños que estaba teniendo: «Sueño con Fredo. Son sueños recurrentes. Parecen reales. En el más reciente, nos peleábamos a puñetazos. En todos ellos, Fredo está sangrando. En todos ellos, menciona una advertencia pero no me dice de qué se trata.» Pero no. Michael Corleone era un hombre lógico y razonable. Había explicaciones lógicas: la diabetes, la medicina que tomaba, el estrés. Puede que los sueños tuvieran que ver con Rita. Nunca aparecía en ellos y casi nunca se hablaba de ella, pero era una presencia constante, sin embargo, del mismo modo en que Fredo era una presencia en los despertares de Michael y Rita, aunque nunca hablaran de él. (¿Por qué habrían de hacerlo? Rita sólo había estado con Fredo una vez.) Los sueños habían empezado después de que Michael tuvo una bajada de azúcar; ahora sucedían cada vez que dormía. A Michael le resultaba ridículo pensar que había visto el fantasma de Fredo. Una locura. No era más que un sueño. Entre hombres, ¿qué interés tenía hablar de sueños?
—Olvídalo —dijo mientras se volvía de nuevo hacia la ventana—. Fue una noche normal, ¿vale?
—Vale.
—Vale.
—Siempre te digo —insistió Tom— que cuando tengas insomnio no puedes quedarte en la cama. Tienes que levantarte y hacer algo. Caminar, por ejemplo.
Michael frunció el ceño y luego hizo una pausa dramática. Sabía que Tom Hagen tenía una amante, así como Tom sabía que él lo sabía, pero casi nunca hablaban de ella, y jamás mencionaban su nombre. Había sido crupier de blackjack en el Castillo en la Arena; toda una belleza, casada con un hombre que solía pegarle, situación a la que Tom puso remedio. Tenía un hijo ya mayor en una especie de hospital, cuyos gastos Tom pagaba íntegramente. Ella y Tom llevaban juntos más tiempo del que había durado el matrimonio de Michael y Kay. Todo el asunto le parecía a Michael lo más característico que Tom hubiera hecho nunca. No era siciliano, pero siempre trataba de serlo, así que podía tener una comare, aunque de categoría. Mejor aún, había encontrado a una con la que podía sentirse noble. La había ayudado y se había mantenido leal a ella: era perfecto. Hasta la usaba como tapadera para la familia (negocios inmobiliarios, aparcamientos, cines) y como correo, entregando dinero a diferentes personas repartidas por todo el país. Vivía casi siempre en Las Vegas, pero ahora estaba en Nueva York, en el piso que Tom le había puesto y que estaba encima de una floristería.
—Caminar, ¿eh? —dijo Michael.
—Me refiero a un buen paseo —explicó Hagen—. Te sentará bien.
Michael le lanzó una de sus miradas. Si existía una manera infalible de que un padrino causara baja definitiva, ésa era convertirse en un insomne acostumbrado a pasear a las tres de la mañana.
Michael contempló a Johnny Fontane, que estaba allí abajo, esperando el ascensor; tenía a Connie colgada del brazo. Francesca, cruzada de brazos, los observaba meneando la cabeza con una desaprobación que, por lo menos para Michael, era de lo más evidente.
—¿Crees que conseguirá que la invite a salir? —preguntó Tom.
—¿Quién, Francesca?
—¿Francesca? —Tom se estremeció. Fontane era de su misma edad—. No, hombre, Connie.
—Jamás —replicó Michael—. ¿No te has dado cuenta? Johnny se está distanciando de nuestra familia.
—Ya —dijo Tom. Con los dedos índice y medio procedió a darle golpecitos en el pecho a Michael—. Pero con las cosas del corazón nunca se sabe.
Michael y Hagen comentaron algunos pequeños asuntos logísticos y convinieron en verse junto al ascensor al cabo de dos horas para acudir juntos en coche al club de caza de Carroll Gardens.
—Podríamos dar un largo paseo —sugirió Michael.
Tom lo ignoró.
Una vez se hubo ido Tom, Michael salió a una pequeña terraza con vistas al río en la que tenía instalado el telescopio que sus hijos le habían regalado por Navidad. Mary había hecho un comentario agridulce al respecto de que así podría vigilarlos en Maine.
Ahora, en el crepúsculo —la «hora mágica», como la llamaban en Hollywood, un término que había aprendido de Fredo—, sentado en un taburete, Michael miraba a través del objetivo en esa dirección. Se detuvo unos instantes en la isla de Randall, donde vivía y llevaba sus negocios Robert Moses, escondido en su mansión, a plena luz del día, protegido por las vigiladas verjas de la comunidad de vecinos. Prácticamente, un castillo. Michael sabía bastantes cosas de Moses, de ese supuesto visionario que construía parques y carreteras, de ese genuino diseñador de la moderna Nueva York al que tanto los políticos como los periodistas consideraban de lo más respetable. Originario de Cleveland, como Nick Geraci, Moses nunca había tenido ningún cargo oficial, pero era el político con más poder de la ciudad y del estado de Nueva York. También era uno de los corruptos más extravagantes, cosa que sorprendería a muchos, pero no a nadie que formara parte del mundo de Michael Corleone. Ahí, cualquiera te diría que el enorme poder de Robert Moses estaba íntimamente relacionado con las proporciones, realmente inmensas, de su ambición y su avaricia.
En algún lugar de esa isla, había un hombre que era el responsable de la expulsión de sus hogares de medio millón de neoyorquinos, la mayoría de ellos negros e inmigrantes pobres, italianos en su mayor parte. Medio millón de personas; una población superior a la de Kansas City. Moses derribó sus casas y construyó edificios que los desahuciados no podían permitirse, o —más a menudo y de forma aún más diabólica— bloques de apartamentos que, recién hechos, ya tenían peor aspecto que los de cualquier suburbio. Todo ello a costa del contribuyente. Robert Moses construía carreteras que partían los vecindarios por la mitad y creaban calles fantasmales, paraísos para la delincuencia, donde antes vivían familias normales; todo ello, para que los ricos pudieran llegar antes a sus mansiones de las afueras y para que él acumulara una fortuna incalculable. Moses tenía tres yates, con sus correspondientes tripulaciones, preparados de día y de noche. Disponía asimismo de un centenar de camareros y una docena de cocineros a los que podía poner a servirle cuando se le antojara. A la hora de hacer regalos a sus amigos, optaba por estadios y rascacielos. La isla de Moses era su propia nación: una nación secreta que el pueblo norteamericano mantenía sin saber de su existencia. Permanentemente. Todo el que quisiera trasladar sus impuestos al otro lado del puente tenía que pagarle un tributo al padrino Robert Moses. Tenía su propio sello, sus propias matrículas, su propio servicio de inteligencia, su propio ejército, su propia constitución, sus propias leyes y hasta su propia bandera. En cierta ocasión, el alcalde de Nueva York hizo un aparte con Michael y, de amigo a amigo, le susurró esta advertencia: «Nunca permitas a Bob Moses que te haga un favor. Si lo consientes, ten la seguridad de que algún día utilizará ese favor para destruirte.»
A pesar de todo eso, ahí seguía el tal Moses, en su isla, dedicado sin duda alguna a idear nuevos planes para arruinar a la mayor ciudad del mundo y llenarse los bolsillos en el ínterin, mientras se presentaba ante los ojos del pueblo y de la ley como un pilar de la comunidad.
Como un héroe.
Robert Moses no estaba permanentemente amenazado de muerte o de tener que rendir cuentas a la justicia. Eso no le sucedía ni siquiera de vez en cuando.
Su implicación en diferentes delitos y atrocidades diversas no le había llevado a perder a dos de sus hermanos en muertes violentas. No había causado que sus hijos volvieran del colegio llorando por lo que los demás críos decían de él. No había motivado que a sus hijos los ametrallaran.
Los logros de Robert Moses se estudiaban en la universidad, en las clases de ciencia política y planificación urbanística; no en las de leyes o criminología. Robert Moses era un personaje en la sombra al que todos conocían y del que casi todo lo que trascendía era bueno.
Y básicamente falso.
Michael se apartó del telescopio.
Robert Moses era tan malo que, probablemente, dormía de maravilla. Seguro que todas las mañanas se levantaba fresco y rozagante, sin la menor preocupación relativa a quién pensaba difamarlo hoy, quién iba a intentar meterlo en la cárcel, quién trataría de volar su coche o quién haría lo posible por pegarle un tiro. Seguro que Robert Moses nunca tenía la tentación de acercarse a la ventana de su mansión al anochecer para mirar por un telescopio y preguntarse, aunque sólo fuera por un instante, cómo sería ser como Michael Corleone.