VEINTISIETE
—Ven a la cama.
Rita Duvall, envuelta en una bata y con un antifaz levantado sobre la frente que rozaba su pelo rojo, hizo su aparición en la oscura recepción de la posada. Michael estaba tirado en un sillón que había arrastrado hasta el teléfono de pago.
—Mañana es... Bueno, son las tres de la madrugada, así que supongo que ya es mañana. Razón de más para que vengas a la cama, cariño. Tienes que dormir.
—No creo que pueda —dijo Michael.
—Da igual, pero ven a la cama —insistió Rita.
—Me temo que tampoco estoy preparado para eso.
—No te estoy pidiendo que hagas nada, excepto dormir. Vamos. Déjame que cuide de ti. Sabes que eso se me da muy bien.
—No puedo.
—Deduzco que no se sabe nada.
Michael negó con la cabeza.
—¿Has llamado a Theresa?
—No.
Era tan impropio de Tom no llamar cuando había dicho que lo haría que cuando Michael telefoneó a su casa en Florida le comentó a Theresa que llevaba cerca de una hora esperando noticias de él. Teniendo en cuenta los recientes problemas de Tom y Theresa, ésta llegó a la conclusión de que todo eso tenía algo que ver con otra mujer. Michael le dijo que ojalá fuera tan sólo eso de lo que tuvieran que preocuparse, lo cual llevó a Theresa a un airado monólogo. Tuvo que colgarle el teléfono.
—Creo que le voy a dar hasta el amanecer —dijo Michael.
Mejor aún, hizo que Al Neri la llamara. Iba de camino hacia allí.
—El sol sale una hora después ahí abajo, ¿recuerdas?
—¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes?
—Soy francesa —dijo ella.
—¿Y eso qué tiene que ver?
Sus manos bailaban en un gesto modelo voilá.
—Nos encantan el sol y los amaneceres. La promesa de un nuevo día, ¿sabes? Más cosas que disfrutar.
—Ya.
—Hablando del nuevo día, ¿has comprobado tu azúcar? Porque mañana no vas a estar para nada si no...
—Estoy bien —la interrumpió Michael. Cada vez controlaba mejor su diabetes. Hacía mucho tiempo que no se producía ningún incidente.
—¿No crees que deberíamos volver a Nueva York? —había una mezcla de miedo y esperanza en la voz de Rita—. ¿Qué opinas?
«Sí», pensó Michael.
—No —dijo—. Claro que no.
No podía.
Rita se animó.
Ella insistía en comprometerse, cosa que Michael no pensaba considerar siquiera hasta que Rita y los chicos tuvieran una buena relación. Y lo que era más importante, Michael había cancelado tantas visitas a Mary y Anthony en el último momento que no podía soportar la perspectiva de haber llegado hasta allí para verlos y acabar no viéndolos. Además, tenía regalos que hacer y entregas que coordinar. Así que debía llegar hasta el final.
—Tiene que haber una explicación lógica de por qué Tom no ha llamado —dijo—. Igual estoy exagerando. Seguro que no ha pasado nada.
—Pues si no ha pasado nada, deberías venir a la cama —dijo Rita.
Michael contempló el teléfono como si fuera capaz de obligarlo a sonar.
Al cabo de unos instantes, tumbado en la cama, miraba fijamente el rutilante dosel. Durante un par de minutos, Rita le frotó el pecho con la mano para consolarlo, y luego se quedó dormida.
Michael se quedó inmóvil y despierto hasta que se hizo de día. Luego se levantó de la cama, se duchó, se vistió y fue a ocupar su sitio junto al teléfono público.
—Bueno, ¿qué te dicen las tripas? —preguntó Michael.
—Tres huevos fritos con salchichas —le dijo Al Neri a la camarera.
Michael ni siquiera había reparado en su presencia. No tenía hambre, pero pidió lo mismo y se obligó a comérselo.
Estaban tomando café en una cafetería cercana a la posada. Rita estaba en la habitación, preparándose. Al parecía haber descansado bien. Alguien lo había llevado hasta allí, con lo que había podido dormir en el coche. Michael tenía ojeras, y su cabello blanco estaba despeinado. Aparentaba los sesenta.
—Mis tripas me dicen que lo tienen a buen recaudo.
—¿No tendríamos que haber sabido ya de Sid Klein?
—¿Has llamado a Sid Klein?
—Sí. Hace semanas que no habla con Tom.
—No estoy diciendo necesariamente que lo tengan por aquello que se salió de madre —dijo Al, refiriéndose a lo de Judy Buchanan—. Tengo la funesta impresión de que quizá los federales sepan algo sucio de él. Cuando hablaste con Tom, mencionó que el FBI lo seguía, ¿no? Eso parece indicar que nadie ha podido hacerle nada, exceptuando a los federales. Además, sabemos que el FBI está consiguiendo algo de información a través de esa chica de Arizona —se refería a Bev Geraci—. En fin, esto es lo que pienso.
—¿Sólo lo piensas?
—Puede que algo más que eso. Tom va a cerrar ese trato y, de repente, zas, desaparece. No sé si pueden acusarlo de soborno o de cualquier otra cosa. Lo que estoy haciendo es responder a tu pregunta. Me has preguntado por mis tripas y yo te hablo de mis tripas. —Neri se encogió de hombros y, susurrando, añadió—: Me quedaría más tranquilo si no estuviera retenido.
—¿Más tranquilo? —le preguntó Michael—. ¿Como cuánto?
—Mira, Tom es como un hermano para mí, casi tanto como para ti —dijo Al—, pero sigue sin ser siciliano, ni siquiera italiano. Sé de gángsters irlandeses que vendieron a sus amigos, pero eso es algo que nunca ha hecho uno de los nuestros.
—Tom es uno de los nuestros.
—No digo que no lo sea en ese sentido —dijo Al—. Pero si llega el momento en que se enfrente a una condena larga, yo, personalmente, me pondría nervioso. Tom tiene lealtad a granel, pero no conciencia; lo sabes mejor que nadie. No ha hecho nunca nada que no redundara en el máximo beneficio de Tom Hagen. La lealtad hacia ti y tu familia le ha ido muy bien, pero si llega un momento en que las cosas cambian... —Al sopló en el café—. Esperemos que ese momento no llegue nunca.
Michael golpeó con el cuchillo contra el tablero de la mesa de fórmica. Le entristecía admitirlo, pero también él había pensado algo similar.
—Tom es mi hermano —dijo—. Voy a intentar olvidarme de lo que acabas de decir.
—Vale —dijo Al—. Tienes razón. Si me he pasado de la raya, lo siento. Gracias.
Llegó la comida y Michael la probó. El plato de Al quedó casi vacío antes de que Michael hubiera acabado con su primer huevo.
—Bueno —dijo Michael—. ¿Estamos seguros al ciento por ciento de que Tom cerró el trato?
—Hablé directamente con Geary y con Tamarkin y ambos dijeron que sí —repuso Al—. Ben Tamarkin jura que Tom dejó el hotel a eso de las nueve. Todo coincide.
—¿Fueron entregadas las contribuciones?
—Sí —asintió Neri—. Estoy convencido de que el trato se cerró.
Incluso hablé con cierta gente de Nueva Jersey que conozco —agitó el estuche negro de sus gafas de sol para indicar que hablaba de Black Tony Stracci—. La pelota está en el campo. Lo del Senado en el 66, ya sabes.
—Olvídate de Nueva Jersey. ¿Con quién hablas en Miami? ¿Con quién de nuestra gente?
Neri se encogió fatalmente de hombros.
—¿Y eso qué se supone que quiere decir?
—Aparte de Tom, ¿a quién tenemos haciendo negocios allí? Richie Nobilio está hasta las cejas de trabajo en Nueva York, y los tíos que llevan sus asuntos en Fort Lauderdale son de bajo nivel —dijo Al—. Y eso es todo lo que tenemos por ahí, por cierto: nadie de peso.
—¿Estás seguro? —dijo Michael—. ¿Nadie?
Al necesitó unos instantes muy desagradables para darse cuenta de que Michael estaba hablando de Nick Geraci. O puede que sólo estuviera preocupado por los últimos bocados de su salchicha final.
—No creo —dijo—. No podemos descartarlo del todo, pero aunque esté en la zona, no veo cómo podría llegar hasta Tom. Yo diría que el seguimiento del FBI lo hace imposible.
—¿Y no podemos averiguar nada a través del FBI?
—Se nota que estás falto de sueño —dijo Al—. ¿Cómo íbamos a conseguir algo así?
Michael suspiró.
—Sería difícil —declaró—, pero no imposible.
—Bueno, si quieres enviarme en esa dirección, dame los detalles.
Mientras tanto, llamaré a amigos de amigos en Miami —dijo Al, haciéndole una señal a la camarera para que les llevara más café—. Todo de lo más sutil, así que no te preocupes de que alguien ate cabos. Y, por si acaso, Tommy está yendo para allá desde Panamá City en estos mismos momentos. Tommy puede ser nuestro hombre en Miami si es que, desgraciadamente, acaba pasando algo allí.
—¿Tommy? —preguntó Michael—. ¿Has enviado a Tommy?
—Ya estaba en Florida.
—¿Tienes idea de lo grande que es Florida? Se va a tirar diez o doce horas conduciendo. Si enviamos a alguien desde Nueva York, seguro que llega antes.
—Mira, jefe, si quieres que envíe a otro, dímelo. No me ofenderé si es que no confías lo suficiente en Tommy.
—No confío lo más mínimo en Tommy. Por lo que sé, Tommy podría ser un traidor. Eso explicaría por qué la rata que lleva persiguiendo todo este tiempo nunca le ha mordido.
—Tommy no es el traidor —dijo Al—. Y si lo fuera, yo sería el primero en encargarme de él.
—Lo dices como si pudieras elegir.
—Preferiría no elegir. Si es que llegamos a eso.
Michael asintió. El bueno de Al. Para bien o para mal, iban a pasarse la vida juntos.
—Tommy me parece bien —dijo Michael—. Por lo menos, de momento.
Apartó el plato. Se había comido como la mitad. Neri arqueó una ceja y Michael le dijo que se sirviera.
—Dime una cosa, Al. A Geary ya lo conocemos, ¿pero por qué habríamos de fiarnos de Ben Tamarkin?
—No te lo tomes a mal —dijo Al—, pero empiezas a preocuparme. ¿Qué sacaría Ben Tamarkin de hacerle daño a Tom?
Michael tomó un sorbo largo de café.
—No lo sé —dijo—. Pero, ahora mismo, no podemos dar nada por seguro.
—¿Cuándo he hecho yo algo así? —dijo Al.
Michael extendió el brazo y le dio a su viejo amigo una palmada en la espalda.
A tenor de la situación con Hagen, Al y su conductor —Donnie el Bolsas, que se había mostrado leal durante los meses que llevaba informando a Tommy— optaron por quedarse en Maine el mismo tiempo que Michael. Cuando llegó el momento de ir a recoger a los chicos, cogieron el coche de Al —un Coupe de Ville de color negro— porque era más grande. Donnie el Bolsas se quedó en la posada. Conducía Al. Rita insistía, de una manera tan vulnerable como dulce, en que no sabía cómo comportarse con los niños. Michael ya le había dicho anteriormente que todo lo que necesitaba saber lo había aprendido de pequeña, pero ahora se limitaba a dejarla hablar. Con las mujeres, lo fundamental es saber cuándo hay que dejarlas hablar solas.
Pronto se encontraron enfilando el camino rodeado de árboles que llevaba a la academia Trask. Detrás de ellos circulaban una camioneta de reparto y dos camiones: uno de ellos llevaba un barco; el otro, una caravana. Kay daba clases en la escuela, y ella y los chicos vivían junto a un lago, en una de las viejas casas de piedra suministradas por la empresa. Cada vez que visitaba ese lugar, Michael Corleone no podía evitar la sensación de que volvía a casa. Kay y sus hijos tenían exactamente la vida que Michael había planeado para ellos, con la única pega de que él no formaba parte de esa vida. Podía trazar la línea de acontecimientos que habían llevado a esa situación. Explicar por qué había sido así ya resultaba más difícil.
Cuando iba a la universidad, Michael aspiraba a dar clases de matemáticas en el futuro, en una universidad o en una escuela preparatoria como ésa. Cuando había estado en el Cuerpo de Conservación Civil —y luego, cuando había vivido en la campiña siciliana, a las afueras del pueblo de Corleone— se había jurado que criaría a sus hijos al aire libre, lejos de la suciedad, literal y metafórica, de las ciudades. Kay era de New Hampshire, y tras un período inicial de entusiasmo por vivir en Nueva York, se había hartado y compartido ese sueño con él. Lo intentaron. La casa en el lago Tahoe se acercaba bastante a lo que deseaban. Hubo momentos en el lago Tahoe en los que Michael miró a su alrededor y pensó que, a pesar de las dificultades, había hecho realidad su sueño. Y tal vez, durante un tiempo, así fue.
Pero hubo otros tiempos, los peores de todos. Las metralletas que abrieron fuego contra él y su familia. Lo que Fredo permitió que le ocurriera. Todas esas sangrientas y complicadas pesadillas que subyacían en todo.
Pero ese sitio, sin embargo, era de verdad. Por lo general, Michael detestaba reconsiderar sus decisiones, ya fueran personales o de trabajo. En su mundo, eso era un defecto que podía hacer que te mataran. Pero la academia Trask era —parafraseando un pasaje de un cuento muy leído allí—, un resumen de todas sus aspiraciones: estaba colgada en una ancha y ondulante colina, rodeada por los espesos bosques de Maine y a una hora de la playa, y ofrecía ventajas tan atractivas como sus equipos de atletismo y la oportunidad de crecer junto a los hijos y las hijas de las mejores familias de Norteamérica.
Ahora iba allí como invitado. Para intentar recuperar la relación con sus hijos y para presentarles a la mujer con la que salía, la mujer a la que se le había metido en la cabeza que tal vez llegaría el momento en que Michael considerase la posibilidad de casarse con ella. Pese a su pasado en el mundo del espectáculo, Rita era una persona adorable en todos los sentidos. Michael le tenía mucho cariño. Se había acostumbrado a ella. Era fácil convivir con esa mujer. Y hasta era posible llegar a amarla.
Pero nada más ver a Kay en el porche blanco de su casa de piedra, Michael supo que nunca podría casarse con ninguna otra.
Como todas las mujeres inteligentes, Kay iba mejorando de aspecto a medida que se iba haciendo mayor. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, moviéndose suavemente bajo la brisa veraniega procedente del lago. Llevaba los brazos al descubierto y su bronceado era un poco más claro que el tono de su blusa. Los pantalones de color crema lucían un corte a lo años cuarenta que a Michael, inevitablemente, le recordaron la primera vez que se vieron, pero Kay ya no era del todo aquella misma chica: sus caderas se habían ensanchado, sus brazos se habían musculado ligeramente a causa de la natación y del tenis, y su lozana juventud había sido conquistada y reemplazada por algo que se parecía mucho a la serenidad.
Y lo mejor de todo era que estaba flanqueada por sus hijos, a los que abrazaba de un modo nada posesivo: de hecho, más bien parecía que los empujaba suavemente hacia su padre. Mary, a la izquierda, era una preciosidad de niña de once años envuelta en un vestido veraniego, con su pelo negro muy bien peinado y apenas capaz de contener su entusiasmo. Anthony estaba a la derecha, con un estirón recién pegado y esa alegre insolencia típica del chaval que ya tiene trece años y acaba de llegar a la adolescencia. Aunque aún faltaban unas cuantas horas para el partido, ya llevaba puesto el uniforme de jugar al béisbol: sobre su pecho recién ensanchado había bordada en rojo la palabra «Lobos».
Por un momento absurdo, Michael se preguntó qué habría que hacer, cómo sería posible, que Kay volviera con él y la familia estuviera unida de nuevo.
—Una moneda por tus pensamientos —dijo Rita apretándole la rodilla, gesto que cogió a Michael por sorpresa: casi se había olvidado de que estaba allí.
—No valen nada —respondió él—. Guárdate la moneda. ¿Estás preparada?
Rita asintió.
Comparada con Kay, Rita tenía aspecto de pasar hambre y resultaba de una belleza inútil. Si Kay era una leona, ella era un flamenco.
—Lo harás muy bien —le dijo Michael.
Bajaron del coche. Mary corrió a través del césped para abrazar a su padre. Anthony, que llevaba las maletas, echó a andar disciplinadamente detrás de ellos.
Michael se encargó de las presentaciones. Nadie se llevó una sorpresa. Cada uno de ellos había oído hablar de los demás y había visto fotografías suyas. Todo fue de lo más cordial. Kay se quedó atrás, pero Michael la hizo venir y unirse al grupo. Lo único que lo alteró fue la mirada de alarma que Kay le dedicó.
—Tienes muy buen aspecto, Michael —le dijo sin el menor asomo de sarcasmo—. ¿Has perdido peso?
—Kay —le dijo—, te presento a Marguerite Duvall.
—Encantada —dijo Kay—. Te vi en Broadway, en Cattle cali.
—Llámame Rita.
Desde la perspectiva de Michael, el apretón de manos entre ambas mujeres no parecía nada tenso.
—Sí —dijo Anthony—. Era muy buena. Me encantó la escena en que se quema el burdel, y la canción sobre Dallas. Hablamos de representarla en nuestro club de teatro, pero creo que había algún problema con los derechos.
Rita le dio las gracias.
Michael tiró a su hijo del uniforme. El chico dio un respingo, pero no muy exagerado.
—Creí que íbamos a comer antes del partido —dijo Michael.
—Me pongo muy nervioso —explicó Anthony—. No puedo comer nada hasta que acaba.
—No pasa nada —dijo Michael—. Podemos tomar unos perritos calientes o algo así.
—No tienes por qué ir al partido, papá —le dijo Anthony.
—¿Estás de broma? —repuso él—. No me lo perdería por nada del mundo.
Anthony se mostraba escéptico.
—No pasa nada si tú, Mary y la señorita Duvall hacéis cualquier otra cosa. A lo mejor ni siquiera juego hoy.
Michael miró a Kay, y ella hizo un gesto indicativo de que la actitud de Anthony era cosa exclusivamente suya.
—¿Estás diciendo que no quieres que vaya?
—No, señor.
Michael se sorprendió ante ese «señor». Era una muestra de respeto y, al mismo tiempo, quería decir algo más. Era el tipo de cosas que él solía hacer también a esa edad, antes de que se hiciera mayor y comprendiera la grandeza de su padre.
Justo entonces aparecieron los dos camiones y la furgoneta de reparto.
Aparcaron detrás del Coupe de Ville, y Al Neri salió del coche para ayudarlos. También apareció, renqueante, un tractor.
—Oh, Dios mío —dijo Kay—. Es una broma, ¿no? ¿Te has traído a Al?
Avergonzado, Al la saludó discretamente y fue a hablar con el hombre del tractor.
Anthony pareció encogerse detrás de su madre. De repente, parecía más un niño que un hombre. En sus ojos había algo parecido al terror.
—Michael —dijo Kay—, si pensabas que podrías necesitar la protección de Al Neri, ¿puedes explicarme qué estás haciendo aquí? Si es así, no sé qué haces cerca de mis hijos.
Anthony, con la mirada aún clavada en Al, dio un paso atrás, hacia la casa.
—Nuestros hijos, Kay. Y no es lo que imaginas. Al ha venido a darme un mensaje.
—¿No podría haberte llamado?
—También ha venido a ayudarme con esto —dijo Michael. Una mentira, aunque piadosa. Lo estaba ayudando, ¿no?
—¿Y qué es esto?
Pero entonces se abrieron las puertas del camión.
—¡Un pony! —chilló Mary—. ¡Oh, papá!
Le dio un fuerte abrazo y luego echó a correr hacia el caballo.
—Connie tenía uno —le dijo Michael a Kay.
—Espera —dijo Kay—. Apareces de visita y te traes...
—Llamé al director —la interrumpió Michael—, y me dijo que no había ningún problema.
—¿Llamaste al director y a mí no?
—El barco de pesca es para ti, Anthony —dijo Michael. El tipo del tractor lo estaba enganchando al vehículo de transporte.
Anthony protestó como sólo puede hacerlo un adolescente:
—Yo no pesco.
—Te encantará —le aseguró Rita—. Pescar es muy relajante. Cuando yo era pequeña, mi padre...
Rita captó las miradas de Kay y de Anthony y su voz se desvaneció.
—¿Le estás regalando un barco? Michael, yo... —Kay parecía tener problemas para respirar.
—Claro que pescas —le dijo Michael a su hijo—. Solías hacerlo con... —Ahí se detuvo—. Podemos pescar juntos esta semana, solos tú y yo.
—Necesitas un permiso —dijo Anthony—. Es la ley.
—Lo conseguiremos.
—Si no tienes un permiso, es pesca furtiva.
—¿Qué te acabo de decir? —le dijo su padre, y el muchacho dio otro pasito hacia atrás.
Con la cara roja, Kay señaló la furgoneta de reparto:
—Por lo que más quieras, dime que lo que hay detrás de la Puerta Número Tres no es para mí.
—¿La Puerta Número Tres? —preguntó Michael, confuso.
—Es de un concurso de televisión —intervino Rita, que hasta hacía poco había estado presentando uno, aunque no ése.
—Gracias por tu ayuda —repuso Kay.
Ambas mujeres se quedaron mirando mutuamente.
—No hay de qué —dijo Rita.
Mary ya andaba rondando al caballo, fascinada, acompañándolo mientras el mozo lo llevaba al establo. Casi todas las chicas del campus —hijas también de profesores, pues las clases no empezaban hasta dentro de dos semanas— fueron apareciendo para echarle un vistazo. Sólo chicas. Era como si los ponis emitieran un ultrasonido que sólo las chicas pudieran captar. Rita lo tomó como una excusa para sumarse al entusiasmo general.
—Es una mesa de billar —le dijo Michael a Kay—. Una donación para la escuela, aunque confiaba en que los chicos y yo pudiéramos echar una partidita de vez en cuando. ¿Juegas al billar, Anthony?
—La verdad es que no.
—Yo te enseñaré —le dijo Michael.
—Lo suponía —dijo Anthony, y se fue a meter las maletas en el coche.
—También consulté al director para esto —le dijo Michael a Kay—. Me dijo que están haciendo reformas en la sala de juegos.
—No lo sabía.
—Fue idea suya, Kay. Le pedí que me dijera qué necesitaba, y la mesa de billar estaba en la lista. Me hizo gracia. Cuando tenía tu edad, Anthony, el tío Fredo y yo nos pasábamos la vida jugando al billar. Llegamos a ser muy buenos. Y hasta ganamos algo de dinero.
Michael captó la mirada de Kay.
—Tómatelo con calma, Kay. ¿Desde cuándo eres tan...? —Se quedó sin palabras. La cosa era contagiosa—. Tiene trece años. Ya es un hombre.
Anthony cerró de golpe la puerta del camión y miró a su padre como si le estuviera agradecido por su reconocimiento, cosa que era exactamente lo que Michael pretendía.
—Ya es un hombre, sí —convino Kay—, pero nunca será uno de esos que...
—No empecemos, Kay —la interrumpió Michael—. ¿De acuerdo? Si quieres hablar conmigo a solas, dímelo. Pero si no es así, déjalo.
Kay respiró hondo.
—Olvídalo —dijo—. Simplemente... olvídalo.
—Lo intentaré —respondió Michael.
Kay le dio una lista mecanografiada de instrucciones: un plan de lecciones, bromeó, aunque no estaba bromeando. Indicaba todas las actividades que los chicos tenían esa semana y aportaba direcciones detalladas de todo, como si Michael nunca se hubiera ocupado antes de sus hijos. Kay añadió que tenía una copia, por si él perdía el original.
Lo que Michael intentaba no perder era la paciencia. Aparte de su mujer y de sus hijos, a él nadie le tosía. Bueno, su ex mujer. Era tremenda la manera que tenía de sacarlo de quicio, con tanta rapidez, con tan poco esfuerzo aparente.
¿Cuánto hacía que había pensado en volver con ella?
Kay lo trataba como a un hipócrita que utilizaba su dinero y su influencia para ayudar a la escuela y a que esa visita resultara agradable. Y eso Michael lo consideraba excesivo. Kay no necesitaba dar clases, evidentemente, pero había insistido en ello y Michael no le había puesto problemas. Si ella lo encontraba satisfactorio, pues que Dios la bendijera. De hecho, Trask era su trabajo soñado, un lugar donde ya hablaba de dar clases cuando iban a la universidad, cuando todavía eran novios. Por lo que Michael sabía, Kay creía que había conseguido el empleo por sus propios méritos y no gracias a un donativo anónimo que, en realidad, procedía de la Fundación Vito Corleone. Aunque puede que se oliera algo. Su experiencia previa —un breve período docente, nada más abandonar la universidad, en una escuela de su población natal de New Hampshire, seguido de nada en absoluto durante doce años— no la convertía precisamente en una candidata irresistible a un puesto de trabajo en la que era, probablemente, la mejor escuela preuniversitaria mixta del país.
Mientras caminaban hacia sus asientos, Michael creyó notar que, entre los demás padres, se producían comentarios en voz baja a su respecto, pero nadie tuvo las narices de acercarse hasta él y presentarse. Al Neri se quedó en el Cadillac, escuchando por la radio el partido entre los Yankees y los Red Sox. El coche estaba aparcado junto a una cabina telefónica. Michael y los suyos se sentaron en las gradas que había detrás de una portería, justo al lado del quiosco de refrescos. Michael fue personalmente a por las bebidas y los perritos calientes.
—Yo también vi Cattle cali —le dijo Mary a Rita—. Mamá me dijo que, aunque lo hacías muy bien, eso no quería decir que fueses realmente una prostituta. Qué gracia, ¿no?
—Mmm —dijo Rita—. Sí, qué gracia.
—Como si no hubiera visto actuar a mi hermano. Como si yo no hubiera actuado nunca. Como si fuera una niña pequeña que no distingue la realidad de la ficción.
—A veces a las madres les cuesta ver crecer a sus hijos —dijo Michael.
Mary no reaccionó ante ese comentario.
—¿Te gusta el béisbol? —le preguntó a Rita.
—No lo entiendo muy bien —repuso ésta.
—Yo no entiendo por qué le gusta tanto a la gente —dijo Mary—, pero me gusta ver jugar a mi hermano de vez en cuando. Lo hace muy bien.
Ciertamente, Anthony parecía un jugador muy digno. No era brillante, pero sí bastante bueno. Jugaba en la tercera base y —ante la sorpresa de Michael cuando su hijo saltó al campo por primera vez— bateaba con la mano izquierda. Aunque era diestro y, como todos los de la tercera base, lanzaba también con la derecha.
Le preguntó a Mary si Anthony siempre había bateado con la izquierda, y ella le respondió que no tenía ni idea.
Algunos de los padres más cercanos se volvieron para mirarlo mal, juzgando en silencio, sin duda, a un progenitor que no sabía cómo bateaba su hijo y todo lo que eso implicaba.
Mary jaleaba educadamente a los Lobos, pero parecía estar pensando en otra cosa.
—Preferirías estar con el caballo —dijo Rita—, ¿verdad?
—Estoy bien —respondió Mary—. No pasa nada.
Se acercó a Michael y le dio un beso en la mejilla.
—No tenías por qué hacerlo, papá —le dijo—. Pero muchas gracias.
Michael estaba demasiado emocionado como para hablar, así que se limitó a devolverle el beso y a guiñarle un ojo.
El juego no estaba igualado. El otro equipo, los Senadores, tenía bates nuevos y uniformes más bonitos, pero el de Anthony, los Lobos, lo superaba. Los Lobos tenían un par de grandes jugadores —el shortstop y el catcher—, así como un sólido contingente de apoyo que no cometía muchos errores y que en seguida tomó la delantera por varios puntos. Era el tipo de partido que todo el mundo habría abandonado antes de tiempo si no fuera porque tenían que llevar a casa a alguno de los jugadores.
En el último lanzamiento, el entrenador hizo venir a Anthony. Michael, Rita y Mary se levantaron para aplaudirle y, por motivos que Michael no alcanzó a entender, mucha gente de las gradas los miró mal. Anthony también levantó la vista. Michael lo saludó y —a su pesar, sin duda— el muchacho sonrió y le devolvió el saludo de manera prácticamente imperceptible. Michael se sentó de nuevo.
—Ése es mi chaval —le dijo a nadie en particular. No lo gritó. No era más que una sencilla declaración de orgullo.
Anthony realizó tres lanzamientos muy fuertes.
Otro murmullo empezó a extenderse entre los padres de las gradas, mucho más pronunciado esta vez que el que Michael había percibido nada más llegar. Éste carecía de ambigüedad y no era producto de su imaginación. Casi como un reflejo, miró a su alrededor y, claro está, comprobó que Al Neri había salido del coche y caminaba hacia ellos. Al se detuvo y lo señaló con el dedo. Michael negó con la cabeza. Ahora no podía irse, no con Anthony a punto de lanzar. Al puso mala cara y siguió avanzando hacia ellos.
—¿Qué pasa? —preguntó Mary.
Michael no tenía ni idea. El murmullo no tenía nada que ver con Al, pues nadie más lo miraba. Las noticias de Al, intuía Michael, debían de estar relacionadas con Tom Hagen, lo cual no era de la incumbencia de nadie de los presentes. La cosa tenía que girar en torno a Anthony, pero eso tampoco lo entendía. ¿Cómo podía un jugador al final de un partido provocar algo así, fuera quien fuese su padre? Había sorpresa en algunos rostros, y lo que parecía ira en otros. Uno de los entrenadores llamó al árbitro, que no era más que un muchacho, un universitario que debía de estar pasando el verano con su familia. Michael lo oyó preguntarle al entrenador si estaba seguro, y éste asintió.
El rostro del árbitro estaba en llamas. Echó a correr hasta plantarse ante las gradas. Detrás de él, Anthony seguía subido al montículo, con el guante en la cadera y el entrecejo fruncido.
Rita y Michael intercambiaron miradas, pero él negó con la cabeza. No sabía qué estaba ocurriendo.
—Señoras y caballeros —dijo el árbitro—, hagan el favor de prestarme atención. Acaba de... Vamos a suspender el... —Y acto seguido dejó caer la cabeza, se echó a llorar y no se movió de donde se había colocado. Anthony bajó del montículo y fue hacia él.
Al Neri, que ya había llegado junto a Michael, se inclinó y le habló al oído, como si lo que iba a decirle pudiera mantenerse en secreto, como si él mismo no acabara de oírlo por la radio.
—Alguien le ha disparado al presidente —dijo—. Se lo han cargado. Está muerto.