CARLA
Cuando ella regresó a nuestro cuarto, la aguardaba despierta entre las sábanas. Alejandra dormía profundamente en la pequeña cama que habíamos traído de la habitación de mi madre. Después del largo día sin parar, había caído agotada en cuanto le di el beso de buenas noches. Esperaba con ansia poder hablar con Mel y hacerle olvidar el daño sufrido, aunque sabía que no iba a ser una tarea fácil. Echaba tanto de menos sus besos… Iba a necesitar grandes dosis de amor y tacto para que volviera a confiar en mí y borrara el infierno en el que había estado inmersa.
—¿Cómo está Eva? —le pregunté en cuanto entró.
—Bastante mal. Han disminuido los efectos del alcohol después de haber dormido, pero la veo muy deprimida. Mañana tendremos que arroparla para que no intente emborracharse y por supuesto evitar que se acerque a Patricia.
—Estoy deseando que me cuentes lo que ha pasado durante la comida.
—Imagino que Eva la arrinconó en el baño. Cuando llegué, la puerta estaba cerrada por dentro y no conseguí escuchar lo que decían, pero al rato salió Patricia con cara de pocos amigos. Eva tampoco me contó gran cosa; en cuanto entré a preguntarle se puso a vomitar.
—Pero María ya no estaba…
—Ya, pero ahora se ha obsesionado con Patricia. Ha estado acostándose con ella todo este tiempo y está totalmente confundida.
—Nunca pensé que diría esto, pero me da pena. Debe de estar desesperada.
—Lo está, y creo que tardará en recuperarse, pero Eva es fuerte y podrá rehacer su vida; dudo que tarde mucho en encontrar a alguien. Nunca será como María, pero te aseguro que no le van a faltar candidatas.
—Eso está claro… y ¿qué tal con Nicoletta? —le pregunté, aparentando que no me importaba el tema, aunque los celos me seguían corroyendo absurdamente cuando recordaba la expresión provocativa que le había dedicado.
—Es justo lo que me faltaba este fin de semana, una niñata con ganas de jugar, pero no te preocupes, que la he puesto en su sitio.
—¿Ha intentado algo…? —inquirí sin poder reprimirme.
—No le he dado oportunidad; le grité que se largara en cuanto la vi aparecer por el pasillo, y se dio la vuelta volando. Con lograr que Eva me abriera la puerta ya tenía bastante, no necesitaba más problemas añadidos —me contestó con cara de cansancio.
La observé callada mientras cogía el pijama y se metía en el baño. Me sentí un poco culpable por haberla interrogado con respecto a Nicoletta, ya que era imposible que hubiera pasado nada dado el breve lapso que había transcurrido desde que se fue de la mesa.
Cuando Mel regresó, mis ojos se negaban a despegarse de su cuerpo escasamente cubierto con la camisola de tirantes y el diminuto pantalón de raso blanco. No pude evitar sentir un latigazo de deseo al mirarla. Ya no era una jovencita, pero seguía luciendo un tipo perfecto. Sin embargo, no debía olvidar que había sufrido una agresión terrible; y lo peor de todo es que se la infligió un ser repugnante utilizándome como medio. Sería preciso que la tratara con un mimo exquisito y que me armara de paciencia si quería volver a recobrar a mi amante.
Contemplé cómo se introducía bajo las sábanas a mi lado y recibí dolorosamente el calor que desprendía. Pese al sufrimiento que me infligía la cercanía de su aroma, me obligué a esperar a que se volviera hacia mí sin tocarla.
—¿Puedo abrazarte? —le dije con cautela.
—Por favor, necesito que lo hagas —contestó ella con lágrimas en los ojos.
Mi corazón dio un brinco al ver su expresión de súplica. Le pasé el brazo por debajo del cuello atrayéndola hacia mí, manteniéndola acurrucada contra mi pecho. Acaricié lentamente su cabeza dejando que los dedos se enredaran juguetones entre las mechas. Mel intentaba relajarse, aunque podía palpar la tensión que transmitía. Deslicé con tiento la mano por su espalda y noté que se ponía rígida. Con delicadeza, me entretuve en dibujar formas sobre la tela de seda apenas insinuándome sobre su piel. Pretendía que absorbiera el placer de mis caricias sin sentirse amenazada. Mis yemas fueron captando paulatinamente la distensión que comenzaba a afectar a sus músculos, hasta que conseguí arrancarle un hondo suspiro. Aproximé entonces los labios a su frente, a sus párpados cerrados, construyendo un camino de besos que pudiera seguir para recobrar la confianza, para volver a recibir el amor que guardaba en mi interior. Anhelaba que pudiera hacerse eco de mi deseo sin que el peligro se asomara a su mente. Mel ronroneó a su pesar, alzando un poco la cabeza para venir al encuentro de mi boca. La besé con dulzura, rozándola tan solo, reteniendo las ansias de sumergirme en su sensualidad. Comencé a humedecer la comisura de los labios, recreándome en ellos, aguardando su respuesta. Sus ojos permanecían cerrados. Yo sabía que seguía luchando con imágenes oscuras, pero su boca respondió entreabriéndose dispuesta a acoger más caricias. Mi lengua se ofreció entonces despacio, paseándose con sutileza por el borde de los dientes, recorriendo la suavidad de las encías, su interior jugoso, hasta recibir como una claudicación el abrazo de la suya acudiendo a su encuentro. Se habían rendido las primeras defensas. Sintiendo que me abrasaba viva, evité hacer movimiento alguno que rompiera el equilibrio; ella debía llevar la iniciativa. Seguí demorándome en aquel juego ardiente que me estaba haciendo perder la cabeza, pero Mel tomó las riendas modificando su posición de manera gradual, deslizándose sobre mí hasta cubrirme completamente con su cuerpo. Cada vez me costaba más sujetar el potro desbocado de mi deseo. Sentía el ansia palpitante entre las piernas pero luché contra mi excitación para continuar manteniéndome pasiva, a la espera de un nuevo avance. Sin mover un solo músculo, podía oír con claridad los latidos desenfrenados de mi corazón. Mi organismo exigía de forma imperiosa una satisfacción que no llegaba. No obstante, conseguí dominar el instinto que me impelía a acoplarme a sus caderas y dejarme arrastrar por el placer que amenazaba con explotar sin pedir permiso. Ofuscada en mi control, no me esperaba el arranque de Mel. Introduciendo su mano entre mis piernas, pasó su dedo corazón por la tela empapada de mi tanga de raso. Acusé la caricia como si hubiera recibido una descarga eléctrica, y mi pelvis ascendió automáticamente buscando intensificar aquel roce doloroso; un espasmo involuntario contrajo las paredes de mi vagina obligándome a emitir un gemido ahogado, gutural.