EVA
El cuerpo de Patricia osciló y no tuve más remedio que agarrarla por la cintura para evitar que cayeraal suelo. Ella alzó la cabeza y me miró turbada mientras yo la sujetaba todavía temblando.
—Me parece que me he mareado —dijo con voz insegura.
—Eso me ha… parecido. Ven, vamos a sentarnos —contesté, procurando sobreponerme a lo sucedido mientras la acompañaba hasta el sofá con la mente corroída por las dudas y la excitación.
—No sé lo que me ha ocurrido. Estaba aquí sentada y de repente me encuentro de pie en medio del pasillo, y la verdad es que no recuerdo haberme levantado.
Eché un poco más de whisky en su vaso sin saber qué decirle y se lo bebió de un solo trago.
—Me has pedido que te enseñara el estudio de María, y cuando estábamos allí te ha dado un mareo —mentí, centrándome en la bebida. No era capaz de enfrentarme a sus ojos después de lo que acabábamos de hacer sin su consentimiento y de las sensaciones que todavía asaltaban mi cuerpo.
—No sé, ha tenido que ser una bajada de tensión.
—¿Ahora te encuentras bien? —le pregunté, atreviéndome a mirarla por fin. Era evidente que Patriciano recordaba nada.
—Sí, no te preocupes, pero tengo que volver a casa —dijo mirando impaciente su reloj—. ¡Ha pasado el tiempo volando!
Me levanté con ella para acompañarla hasta la puerta.
—¿Estás segura de que te encuentras bien?, ¿quieres que te lleve? —le pregunté, rogando para que no se me notara en la cara la culpabilidad que sentía.
—No, tranquila, de verdad. Tú eres la que tiene que cuidarse. Volveré otro día —contestó, besándome en la mejilla para alejarse rápidamente hacia el coche.
La seguí con la mirada hasta verla desaparecer dentro del automóvil. Luego cerré la puerta, apoyé la espalda en ella y estuve varios segundos sin moverme. Me negaba a admitir lo ocurrido, aunque mi cuerpo aún sufría las consecuencias de su visita. Todavía me temblaban las piernas. Bajo la camiseta sentía arder las zonas que sus manos habían recorrido con maestría sabiendo cómo acariciarme, provocando una añoranza y un deseo que no acertaba a arrancar de mi piel. «¡Maldita sea, no puedo con esto!», me dije, mientras me dirigía furiosa hacia el equipo de música y elegía un disco a conciencia.
Echada en el sofá con el vaso en la mano, esperé las primeras notas y en breves segundos me taladró el cerebro la voz de Simone: «Procuro olvidarte, pisando y contando las hojas caídas, procuro cansarme, llegar a la noche apenas sin vida, y al ver nuestra casa tan sola y callada no sé lo que haría…».
Mucho después de la visita turbadora que me había hecho Patricia, o María, o quién demonios hubiese sido, seguí bebiendo hasta conseguir caer anestesiada. Cuando desperté al cabo de ni se sabe cuánto tiempo, era casi de noche y tuve que obligar a mi organismo a levantarse para ir al baño. La sensación de pesadez en la cabeza y la angustia me mataban. Abrazada al inodoro, vomité sin cesar hasta que me noté vacía de todo. No quería volver a sentir. Me desnudé y abrí la ducha buscando la redención del agua fría que caía sobre mi pelo, que se deslizaba por mis miembros entumecidos proporcionándome un poco de paz. Al salir de allí, enfundada en el albornoz y algo más serena, me detuve ante la puerta del estudio. Sin darme tiempo a pensar en ello, me agaché de forma automática a recoger algo blanco que había en el suelo. En el mismo instante en que mis dedos rozaron aquella hoja, un calambre me recorrió la espina dorsal. ¡Oh, Dios mío, lo había olvidado!, me dije con horror al enfrentarme otra vez al rostro que parecía insultarme desde el papel. Por unos momentos había conseguido engañarme a mí misma diciéndome que todo había sido un sueño. Levanté la vista en un acto reflejo, encendí los focos del estudio, pues a aquellas horas la luz natural había descendido visiblemente, y observé con atención la tela blanca sujeta a la pared. Nuevas marcas de espuma sobre una ola verde esmeralda me saludaron desde el fondo de la habitación. Con la hoja medio arrugada en una mano retorné al salón y me senté otra vez en el sofá depositando el dibujo sobre la mesa. Tenía que hacer algo para no volverme loca: no podía seguir así. Tomé la decisión de regresar al despacho y buscar el expediente de aquel cabrón. Debía coger el toro por los cuernos, necesitaba encauzar la furia que me asaltaba, y una forma de hacerlo era proporcionarle la información necesaria a la policía.
La mañana siguiente amaneció dolorosamente deslumbrante junto al mar. Conduje el coche con las ventanillas bajadas, dejando que el viento húmedo y salino jugara con mi pelo. A esas horas tempranas todavía podía aguantarse el calor sin el aire acondicionado. En el momento de cruzar el viejo cauce del Turia, mientras atravesaba el puente de Aragón con la lentitud habitual originada por el tráfico denso, mi mirada se perdió a lo lejos adentrándose en los jardines frondosos que ocupaban lo que, hacía algunos años, era un río impredecible durante las lluvias torrenciales de cada otoño. Lanzando la vista un poco más allá, divisé los perfiles fantasmagóricos de la Ciudad de las Artes y las Ciencias recortándose contra el cielo azul brillante como si de monstruos prehistóricos se tratase. La observación atenta de los escenarios que rutinariamente había recorrido durante años me reconfortaba, ayudándome a afrontar lo que al cabo de unos minutos iba a suceder. Momentos después, bordeando el monumento conocido como Porta de la Mar, que daba nombre a la plaza, apareció ante mis ojos el edificio donde estaba situado el bufete. Pasé de largo, como siempre, para tomar una calle contigua en la que tenía alquilada mi plaza de garaje.
En cuanto crucé la puerta del despacho, mis compañeros se lanzaron sobre mí echándome en cara el haber vuelto tan pronto al trabajo. Me di cuenta de que evitaban intencionadamente toda señal emotiva de arropamiento, porque sabían de sobra que prefería morir antes que dar muestras públicas de debilidad.
Por fin logré zafarme de ellos y me encerré en el despacho para dedicarme a saborear el café fuerte y aromático que había traído, como todas las mañanas, de una cafetería cercana. Tenía que centrarme en el objetivo. Sentada ante la mesa, no pude evitar recorrer con una visión distinta el entorno que siempre me había parecido acogedor: las estanterías abarrotadas de libros y códigos legales hasta el techo, el amplio ventanal de madera oscura desde donde se divisaba la plaza, en cuyo centro se erguía orgulloso el arco de triunfo que, en realidad, era un monumento a los caídos durante la Guerra Civil española. Cuando me incorporé al bufete me preocupé de recabar información sobre aquella construcción, ya que pensé que tendría que verla todos los días. Me sorprendí elucubrando sobre cuánta gente desconocería que la actual Porta de la Mar era una réplica de otra de las puertas de la muralla de la ciudad, la llamada del Real, que había estado ubicada en las cercanías. Observé el monumento como si lo viera por primera vez, paseando la mirada por el parterre sobre el que se encontraba erigido, con su césped brillante salpicado de macizos de flores rojas brotando entre los focos que lo iluminaban por la noche. En aquellos momentos todo me parecía nuevo y extraño. Sobre las cuatro esquinas sobresalían los relieves representando la Gloria, la Abnegación, la Paz y el Valor. El Valor…, pensé con un nudo en la garganta, algo que ahora no podía fallarme. Mis ojos se posaron en la pared frente al escritorio, analizando cada centímetro del cuadro que reproducía el paseo marítimo y la playa de la Malvarrosa, el paisaje que había pintado María para mí, para dar vida a mi despacho. Con la mirada borrosa por las lágrimas que acudían sin invitación, apretando la mandíbula, abrí el cajón de uno de los archivadores y revisé su contenido hasta encontrar el expediente de divorcio que estaba buscando. Lo ojeé despacio, repasando con recelo cada hoja hasta dar con el nombre y la dirección que necesitaba, y a continuación descolgué el teléfono. No había transcurrido ni una hora desde que terminé de hablar con el inspector que llevaba el caso de María, cuando este se personó en el bufete con un compañero. Me hicieron infinidad de preguntas, porque les resultaba extraño que se me hubiera ocurrido relacionar su muerte con aquel hombre, pero al final conseguí convencerles de que siguieran la pista explicando pormenorizadamente todas mis sospechas.
Incluso les enseñé el retrato robot afirmando que lo había hecho yo misma. Mi mente todavía se negaba a creer que lo hubiera dibujado ella. Desde el mismo momento en que vi el rostro en el papel, mi cabeza comenzó a juntar las piezas. Había transcurrido escasísimo tiempo desde la presencia de aquel animal en el despacho hasta la muerte de María. ¡Cómo no se me había ocurrido antes!, me dije rabiosa. Debía de haberme seguido a la salida del trabajo para averiguar dónde vivíamos. El día en cuestión, asegurándose de que yo estaba trabajando, habría regresado hasta allí, y María, ante su aspecto de ejecutivo bien vestido y educado, le abrió la puerta sin dudarlo. Recordé que no había tocado nada de la casa. Aquel hijo de puta fue a hacer lo que tenía planeado y se marchó sin siquiera simular un robo. Quería dejarme claro que solo buscaba mi dolor, pensé con una furia ciega que iba creciendo en mi pecho como el vapor dentro de una olla a presión.
Afortunadamente mis negros pensamientos fueron interrumpidos de repente por el sonido de unos golpes. Sin esperar respuesta, la puerta se entreabrió y la cabeza de Patricia asomó por el hueco. No pude evitar que mi corazón se acelerara.
—¿Puedo pasar?
—Claro —contesté tragando saliva.
—Me acaban de decir que habías vuelto, estaba con un cliente.
—Sí, he decidido empezar a trabajar de nuevo, en casa me estaba volviendo loca —dije evitando mirarla a la cara.
—¿Estás segura de encontrarte en condiciones? —preguntó con preocupación.
—No lo sé, pero tengo que intentarlo —contesté levantando la vista por fin.
Patricia se quedó callada unos segundos, secuestró mis ojos, y entonces contemplé aturdida cómo cambiaba de expresión hasta dibujarse una sonrisa enigmática en su rostro. Sin decir ni una palabra, fue hasta la puerta, cerró el pestillo por dentro y se volvió hacia mí. Yo había seguido todos sus movimientos con la cara desencajada.
—Hola, pastelito. He estado escuchando lo que le has contado a la policía. Espero que le cojan —dijo con un tono de tristeza que duró tan solo un segundo—. Te prometí regresar. Ya no podía aguantar más sin volver a tocarte… —susurró melosa, mientras se acercaba con paso cimbreante y sensual.
Permanecí de pie sin mover un músculo, admirando a mi pesar el atractivo tremendo de Patricia, o de María… o de quienquiera que fuese el animal sexual que venía a mi encuentro.
—No tengas miedo, mi amor, sé que te resulta difícil identificarme con este cuerpo, pero tan solo cierra los ojos y siénteme —musitó junto a mi oído a la vez que unos dedos que me eran ajenos rozaban mi cintura. Me provocó un cosquilleo turbador al sacarme sin prisa la camisa fuera del pantalón para bajarme después la cremallera con lentitud exasperante. Me encontraba paralizada por una mezcla de terror y deseo. Aquella forma íntima de excitarme con las palabras era propia de María. María, repetí en mi cabeza. Cerré los párpados respirando hondo y su nombre me ocupó el cerebro como un eco; fuiconsciente de la mano grande y fuerte que me abría la ropa y se introducía en mi interior con precisión calculada, deslizándose con facilidad por la humedad que comenzaba a manar a raudales. Mi gemido ahogado fue de inmediato acallado por la boca sensual de Patricia cubriéndome entera. Mordisqueaba dolorosamente mis labios empujando su lengua con atrevimiento, al tiempo que los dedos se recreaban entre mis pliegues hinchados provocando que empezara a perder la cabeza. En aquel preciso instante la realidad se volcó bruscamente sobre mí. Alguien estaba intentando abrir la puerta desde fuera y, al no conseguirlo, comenzó a dar golpes y a llamarme por mi nombre. De un salto me aparté de ella y me parapeté tras la mesa intentando introducir torpemente los faldones de la camisa dentro del pantalón. Mis manos nerviosas parecían no responder. La auténtica Patricia volvió a aparecer en escena apoyándose con aspecto de estar mareada en el borde del escritorio y me miró con estupor. Por fortuna, el mueble ocultaba mi ropa todavía desabrochada.
—¿Qué…?
—Abre, están llamando. La has debido de cerrar sin darte cuenta —solté atropelladamente, apartando el flequillo de mi cara enrojecida.
Patricia fue hasta la puerta sin comprender nada y la abrió. El rostro bronceado de Luis, un compañero del bufete, apareció sonriente tras ella.
—Perdonad, no sabía que estabais reunidas.
—No te preocupes, ya hemos terminado —contesté recomponiéndome con rapidez, aunque todavía podía oír los acelerados latidos de mi corazón saliéndose del pecho.
—Bueno, yo me voy, ya hablaremos —dijo Patricia con una sonrisa impuesta, dejándome con una palpitación entre las piernas que me quemaba.