EVA
Cuando la policía vino a mi casa y me contó lo sucedido dando por cerrado el caso de María, llamé a Mel y la puse en antecedentes. Tuve que insistir en que no viniera a verme, necesitaba estar sola.
Todavía resonaba en mi cabeza el relato del inspector.
—Llegamos a la urbanización que nos había indicado y llamamos repetidamente a la puerta de la vivienda del sospechoso. Al cabo de algunos segundos un hombre que encajaba con la descripción apareció en el umbral. Tras verificar que era la persona que buscábamos, le informamos del motivo de nuestra visita pidiéndole que nos acompañara a comisaría para hacerle algunas preguntas. Él nos dijo con suma tranquilidad que iba dentro a coger una chaqueta y que salía de inmediato. Por supuesto no le dejamos solo: le indiqué con un gesto al agente que iba conmigo que se internara con él en la casa. Yo esperé en el jardín, pero al momento oí una detonación y saqué la pistola, aunque reaccioné un segundo tarde, ya que el sospechoso salió como una bestia acorralada. A duras penas conseguí impactar en el obús humano que se me echó encima disparándome con su arma. Mientras yo caía hacia atrás con un ardor insoportable en el hombro izquierdo que fue atravesado por la bala, pude observar cómo mi agresor se desplomaba hacia delante de bruces contra el césped. Encontraron a mi compañero mal herido en el interior, aunque estaba consciente y pudo relatar lo ocurrido dentro de la casa. Contó cómo el sospechoso se había dirigido hacia la habitación con él pisándole los talones. Mientras lo vigilaba desde la puerta del dormitorio, el hombre agarró una chaqueta del armario y fue hasta la mesita de noche. Le dijo sin volverse que iba a coger la cartera, abrió el cajón inferior, y el agente perdió por un momento el contacto visual con las manos del sujeto. Todo fue muy rápido, ni siquiera le dio tiempo a reaccionar: el disparo a bocajarro le impactó en el abdomen. El lugar se fue llenando paulatinamente de grupos de vecinos que habían escuchado las detonaciones y se acercaban a la valla con la incredulidad pintada en las caras. Debíamos de estar representando una de las escenas más macabras que habían visto en su vida: desde la calle se podía contemplar con absoluta nitidez al hombre, que permanecía inerte a pocos metros de la puerta de la casa, y a mí, junto a él, hablando por teléfono con dificultad al tiempo que mostraba signos evidentes de dolor en el rostro y la ropa ensangrentada. El cuerpo, que seguramente ya habían reconocido como el de su vecino, estaba inmóvil boca abajo e iba tiñendo de rojo el césped del jardín…
Recuerdo que transmití con exhaustividad la información a Mel tal como me la había trasladado el inspector de policía y, a continuación y pese a sus protestas porque le impedí que viniera a verme, fui hasta la habitación y me tumbé en la cama mirando apática el techo. Me sentía extrañamente vacía. Intenté buscar en mi interior algún atisbo de la ira que me había consumido y que me empujó a seguir viviendo durante esos días negros, pero tan solo encontré un hueco inmenso que se iba llenando poco a poco de tristeza y nostalgia, de añoranza y dolor. Las lágrimas comenzaron a rodar por mi cara como ríos de lava que abrasaban mi cuello, mi camiseta, mi vida.
De forma repentina, en medio de mi desesperación, tomé consciencia de un ruido que no identifiqué en un primer momento al ser ahogado por mi propio llanto: el sonido del timbre de la calle. Volví la cabeza impulsivamente hacia la mesita de noche y miré el reloj. Eran casi las once. ¿Quién llamaba a semejantes horas?, me pregunté molesta. Salí de la cama con una sensación de debilidad y mareo similar a la que produce la gripe, me enjugué las lágrimas con el borde de la sábana y fui tambaleándome hasta el videoportero. La cara de Patricia apareció con nitidez en la pantalla. Ahora no, pensé. Apreté la frente contra la puerta y una tempestad de inquietudes estalló en mi cabeza. ¡Qué coño hacía allí a las once de la noche!, me dije. Y sobre todo, ¿quién era realmente la que estaba afuera? A pesar de mi desazón, sabía que no podía dejarla allí sin ningún motivo, tenía que abrir. Pulsé la tecla y la esperé apoyada en el marco con los brazos cruzados. Sin poderlo evitar, mis ojos se perdieron en el cuerpo atlético que avanzaba enfundado en un breve vestido mientras recorría la corta distancia que nos separaba desde el portón exterior. Patricia me sonrió con complicidad cuando llegó a mi altura y pasó ante mí sin decir una palabra, adentrándose en la casa. La observé en tensión, sin saber muy bien qué hacer.
—¿No vas a cerrar, cariño?
Empujé la puerta de forma inconsciente y me quedé sin habla al darme la vuelta. Aquella mujer sensual comenzó a desabrochar la cremallera de su ligero vestido con una lentitud mortificante, dejándolo caer al suelo para ofrecerse ante mí completamente desnuda. Noté que mis pulmones se negaban a funcionar.
—Creo que habíamos dejado algo pendiente, pastelito… —dijo con voz seductora al tiempo que se aproximaba a mí y me agarraba para conducirme con resolución hacia el dormitorio.
Asida a su mano, sentí que mi voluntad empezaba a derretirse al verme arrastrada por la dulce y acariciante voz de María proyectada desde la imagen excesiva de Patricia, que ahora podía admirar con todo detalle. Era incapaz de apartar los ojos de sus curvas. No podía pensar, sabía que estaba a punto de meterme en la cama con ella y era consciente de que las piernas me llevaban sin titubeos hacia la habitación. Me dejé quitar la ropa hipnotizada por su seguridad y me di cuenta de que hervían en mi interior demasiadas emociones confusas: el vacío después de la visita de la policía, el cansancio tras el llanto agotador, la pasión que me despertaban sus ojos dilatados por el ansia. Y por encima de todo, el embrujo de sus labios sensuales que emitían de manera incomprensible las palabras de mi amante. Mi cabeza dejó de funcionar. Abracé aquel cuerpo desconocido y me dejé caer en la cama envuelta en su olor distinto y estimulante. Sentí el peso de Patricia que me empujaba contra el colchón, los pechos firmes pegados a los míos, su vientre caliente presionando, los muslos separados que comenzaban a buscar una posición más íntima. Mi garganta emitió un gemido y cerré los ojos para no verla. Me sentía miserable anhelando su contacto con ansia aunque dentro de ella estuviera la mujer de mi vida. ¡Dios!, ¿estaba engañando a María?, gritó mi conciencia. Ya no sabía con exactitud a quién estaba deseando, a quién le iba a hacer el amor en breves segundos. Pareciendo adivinar mi tortura interior, la voz de María volvió a susurrarme al oído anulando mi voluntad.
—Date la vuelta, cariño, no me mires, déjate llevar…
Obedecí sin ser capaz de protestar con las terminaciones nerviosas al límite, colocándome boca abajo sobre las sábanas para sentir al instante dos pezones ardiendo que se pegaban a mi espalda, una boca que empezaba a dibujar con saliva el contorno de mi hombro, una mano que se deslizaba sinuosa por el borde de mi pelvis masajeando mis glúteos; me estaba abrasando. Ella conquistó por detrás la zona más sedosa de mi cuerpo arrancándome gemidos que no reconocía, que se estrellaban ahogados contra el almohadón, al que me aferraba como una posesa. Mis caderas se balancearon al ritmo que imponían los dedos de Patricia hasta que todo se hizo blanco y mordí con furia vehemente la tela caldeada por mi aliento.
—Cómo te añoraba, amor mío… —susurró hiriéndome en la nuca, posando sus labios sobre la piel sensibilizada de mi cuello—. Ven, quiero ver tu cara.
No tuve más remedio que darme la vuelta para enfrentarme a su ardor. Ella se acopló entre mis muslos empapados sin poder controlar el deseo por más tiempo y empezó a moverse enardecida sobre mi fuego aún palpitante. Volví a deshacerme una y otra vez bajo su cuerpo, anclada a los fascinantes ojos entornados de pestañas tupidas, a sus labios entreabiertos de los que escapaban frases entrecortadas por el placer.
—Eva… cariño… te… oh…
Se agarró con tal fuerza a mí en medio de sus espasmos que me provocó un dolor agudo. Por fin su abrazo cedió y se derrumbó colmada cortándome el aire, pero tan solo fui capaz de quejarme levemente bajo ese peso venerado que me asfixiaba.
—Perdona, mi amor, pero es que este cuerpo no es fácil de manejar —balbuceó, dejándose caer a mi lado.
Cerré los párpados buscando normalizar mi respiración, intentando asimilar lo que acababa de ocurrir.
—Escúchame… —comencé a decir sin mirarla.
—No digas nada. Sé que estás confundida, que esto es raro, pero es la única forma de continuar estando juntas.
—Esto se nos va a escapar de las manos, María —dije contemplando el techo. No podía hablar dirigiéndome al rostro congestionado de Patricia, que mostraba claros signos de haber disfrutado muchísimo conmigo—. Sara la estará esperando en casa, mira la hora que es.
El reloj marcaba más de medianoche.
—No te preocupes, lo arreglaré, pero no me pidas que me vaya para siempre porque no puedo.
—Yo tampoco quiero que te vayas. No podría soportarlo.
Ella se inclinó sobre mí obligándome a observar sus pupilas, que me miraban con un amor desbordante, y le respondí con un beso lento, profundo, que intentaba transmitir el torbellino de sentimientos que en esos momentos me atropellaba.
—Quisiera que te quedaras —le rogué.
—Yo también, cariño, pero debo irme. No tenemos derecho a causarles más problemas.
—¿Cuándo volverás?
—No lo sé, pero pronto, te lo prometo —contestó, rozándome levemente los labios como despedida.
Luego se levantó con desgana y salió en busca del vestido que había dejado caer de manera indolente junto a la entrada.
La vi desaparecer desnuda de la habitación sin intentar siquiera seguirla y escuché al poco tiempo el sonido de la puerta al cerrarse; su cuerpo hasta entonces desconocido me había vuelto loca unos segundos antes. Salí de la cama despacio y me puse otra vez el pijama. Al pasar ante el estudio de María no pude evitar encender la luz, centrando mi mirada en el cuadro sujeto al fondo. La cresta de la ola se mostraba manifiestamente real estrellándose impetuosa contra un atisbo de arena blanca. Serena de una forma extraña, apagué la luz y fui hasta el salón para elegir un CD que quería dedicarle. Al cabo de un momento la ambigua y racial voz de Tony Zenet me acompañó hasta la cocina: «… déjame esta noche soñar contigo… déjame que te espere aunque no vuelvas, déjame que te deje tenerme pena…». Con un vaso lleno en la mano regresé sobre mis pasos y me recosté en el sofá. El primer trago de whisky saturó mis papilas gustativas dando paso a la reconfortante sensación de calor. Necesitaba digerir las emociones que se agolpaban dentro de mí.