EVA

El timbre comenzó a sonar con insistencia justo cuando comprendí que iba a perder el conocimiento sin remedio. Milagrosamente, la garra se aflojó de mi cuello y volví a tomar con dificultad una bocanada de aire.

—Ve a ver quién es, pero si dices algo te rompo la laringe en un segundo —amenazó Patricia en su nueva versión terrorífica.

Sufrí un acceso de tos hasta que por fin pude aclarar mi garganta, pero el corazón parecía a punto de explotarme en el pecho. Sin atreverme a mirar hacia Patricia, poseída ahora por un ser que me aterraba, alargué mi brazo hasta el videoportero sintiendo su presencia detrás de mí y pulsé la tecla, apareciendo en la pantalla la imagen de Mel sujetando de la mano a Alejandra. Un estremecimiento de pánico recorrió mi espalda. ¿Qué iba a hacer ahora?, pensé consternada. No me atrevía a abrir: aquel ente podía hacerles mucho daño. Sin embargo, tuve la impresión de que él leía mis pensamientos, pues enseguida intervino para obligarme a decidir.

—Abre, tu amiguita es muy guapa. Y no se te ocurra decirle nada de mí —añadió en tono lascivo mientras deslizaba un pulgar amenazante por mi garganta.

Una corriente helada se abrió paso en mis entrañas al recibir el tacto de aquel dedo. Sin encontrar otra salida, maldiciendo para mis adentros, apreté el botón que accionaba la puerta y las vi acercarse por el sendero del jardín con el estómago encogido. Tenía que alertarlas pero no se me ocurría cómo.

—Hola, pensaba que estabas sola. No sabía que ella había venido a verte —dijo Mel tras besarme.

Observé aterrorizada por el rabillo del ojo el brillo malvado que se materializó en las pupilas de Patricia. Sin saber qué hacer, advertí que Mel estaba aproximándose para besarla, pero providencialmente la manita firme de Alejandra tiró de ella hacia atrás obligándola a volverse hacia la pequeña.

—¿Qué pasa, cariño? —preguntó Mel extrañada, agachándose a la altura de la niña.

—Es el hombre malo… —la oí susurrar con una vocecita asustada, mientras tendía la otra mano hacia Mel ofreciéndole lo que llevaba fuertemente apretado entre los dedos. Las dos cruzamos una mirada aprensiva durante una décima de segundo. Mel reaccionó con rapidez agarrando lo que la pequeña le estaba dando y lo extendió con decisión ante la cara de Patricia, que retrocedió como si hubiera visto al diablo. Yo no entendía nada, pero abrí la boca perpleja al reconocer el objeto que mi amiga había enarbolado como defensa: su vieja camiseta negra con las letras blancas en el pecho proclamando NO VOY A DISCULPARME. Y sobre todo me quedé de piedra al darme cuenta del efecto que había producido en Patricia. Mientras huía hacia atrás, una especie de sacudida hizo tambalear su cuerpo y, apoyándose en la pared, comenzó a contemplarlo todo aturdida, como si no supiera dónde estaba.

—¿Qué… hago aquí? —preguntó con los ojos dilatados por el miedo.

—Llegaste hace un minuto, ni siquiera me ha dado tiempo a ofrecerte algo para beber. ¿Te encuentras bien?, estás blanca… —le dije disimulando lo más que pude mi estupor. Me volví un instante para mirar significativamente a Mel.

—No recuerdo nada del trayecto desde mi casa hasta aquí, de hecho… no recuerdo haber entrado. Perdona, Eva, pero tengo que irme —declaró visiblemente alterada.

Las tres seguimos con la vista a Patricia mientras desaparecía atravesando el jardín hacia la calle. Mel cerró despacio la puerta y fui consciente de que la niña todavía permanecía aferrada en silencio a su pierna.

—¿Me vas a contar qué ha pasado aquí? —me preguntó sin disimular su desconcierto. Aún sujetaba con fuerza en la mano derecha la mítica prenda.

—¿Y tú me vas a decir por qué coño has traído la camiseta y qué clase de sortilegio has hecho con ella? —repliqué excitada.

—Necesitaremos una copa —dijo adentrándose en el salón con Alejandra en brazos y el viejo talismán echado sobre un hombro—. ¿Tienes vino?

Fui hasta la cocina para sacar una botella y dos copas junto con un batido para la pequeña. Por fortuna la niña aparentaba estar mucho más tranquila. Al cabo de unos minutos salí con la bandeja y la deposité sobre la mesa de té. Pensé que debía de hacer algo para que Alejandra no escuchara lo que tenía que contarle a Mel. Desaparecí por el pasillo y regresé al momento con una pelota que puse entre sus manos.

—Ve a jugar al jardín, ¿vale? —le dije.

—Vale —contestó con su vocecita inocente mientras sujetaba el balón con fuerza. Pareciendo olvidarse por completo del batido y de todo lo que había ocurrido, salió a todo correr hacia la puerta abierta que conectaba con la parte trasera de la casa.

—Bueno, suéltalo —le dije tras abrir la botella y servir el vino, dejándome caer pesadamente en el sofá junto a Mel. Agarré de inmediato la copa y di un largo sorbo esperando su respuesta.

La camiseta estaba extendida sobre el respaldo entre nosotras dos y la contemplé con desazón. Ella tardó unos instantes en contestar, tomándose su tiempo mientras saboreaba la bebida; después comenzó a hablar.

—Hace un rato me encontraba escribiendo en el ordenador; Alejandra se acercó, se subió sobre mis rodillas y me dijo como si tal cosa: «María quiere que le lleves tu camiseta a Eva». Como podrás comprender, me he quedado helada. —Se interrumpió para beber otra vez—. Entonces la niña me observó con cara de concentración y dijo despacio, como si estuviera recordando algo: «No voy a disculparme». Al darse cuenta de que yo la miraba estupefacta me cogió de la mano y estirándome para que me levantara, me gritó: «Rápido». No sabes lo que me ha costado encontrar la dichosa prenda, ya la había retirado de la circulación en el fondo del armario. Pero ahí la tienes, Alejandra se ha empeñado en traértela ella misma.

Yo me quedé callada sin saber qué pensar, observando lo que supuestamente me había salvado la vida.

—Pues no sabes lo oportunas que habéis sido —dije despacio, tomando un trago de vino después de frotarme de forma inconsciente el cuello dolorido. Noté que la mano que sujetaba mi copa temblaba de manera ostentosa.

—¿Qué ha querido decir Alejandra con lo del hombre malo?, ¿qué está pasando, Eva? —preguntó Mel con cautela.

—Patricia —carraspeé—, me ha visitado a menudo desde que ocurrió… aquello. Pero lo que ella no sabe es que María la ha estado utilizando de vehículo para estar conmigo.

—¿Qué me estás diciendo? —inquirió con el ceño fruncido, intentando procesar lo que acababa de oír.

—Que la que viene a verme es María dentro de su cuerpo —afirmé contundente.

—Eva, eso… —comenzó a replicar con los ojos como platos.

—Es una locura, lo sé, pero te aseguro que es verdad. Tú me conoces, ¡joder!, yo no juego con estas cosas, me dan terror.

—Pero ¿Patricia sabe…?

—No es consciente de lo que está pasando. Afortunadamente, cuando María sale de su cuerpo no se acuerda de nada.

—Debe de estar volviéndose loca con esta situación, se ha ido muy alterada.

—Ya lo sé, Mel, pero no puedo renunciar a ella —contesté, omitiendo lo lejos que habían llegado las visitas de mi amante, hasta qué punto habíamos utilizado ambas aquel vehículo.

—Eva, esto no es sano, debes seguir con tu vida. Y María… ha de ir donde le corresponda.

—¿Crees que no lo sé? Y sobre todo después de lo que ha pasado hoy —contesté, mientras vaciaba los restos de la botella en mi copa y la apuraba de un trago.

Mel esperó callada a que continuara.

—Ella me advirtió nada más llegar que no venía sola.

—¿Cómo? —preguntó confusa.

—María se esfumó de repente del cuerpo de Patricia y tomó su relevo un hijo de puta que en principio no reconocí —le dije retirándome el flequillo hacia atrás con un movimiento nervioso. Me entraban escalofríos tan solo de acordarme—. Al mismo tiempo comenzó a sonar en el salón una música horrible y Patricia, o mejor dicho el que estaba dentro de ella, me agarró del cuello. Me hubiera ahogado si no hubierais aparecido.

—Eva… —dijo cogiéndome de la mano. En ese momento yo temblaba de forma evidente.

—Al principio no sabía qué estaba pasando —continué—, quién se había apoderado de su cuerpo, pero después de lo que ha dicho la niña solo se me ocurre una persona: el cabrón que mató a María —solté con los puños apretados—. No nos va a dejar en paz ni después de muerto.

—Escúchame, Eva —dijo Mel poniendo la mano sobre mi hombro para intentar calmarme—. Si esta locura es cierta, al menos hemos encontrado la manera de mantenerlo a distancia. Quédate la camiseta y si Patricia aparece, te la pones antes de abrir la puerta; pero por tu bien te recomiendo que te despidas de María cuanto antes o esta historia va a acabar haciéndote mucho daño.

No me sentía capaz de contestarle. Me levanté y fui hasta la cocina volviendo con otra botella de vino y algo para picar. Llené las copas de nuevo y me dejé caer en el sofá. Alejandra asomó su cabecita en aquel instante por la puerta del jardín; con la pelota en la mano, entró trotando y fue hasta la mesa para dar un buen sorbo a su batido. Las dos la observamos con admiración. Era asombrosa la manera en que la niña vivía todos aquellos acontecimientos terribles y extraños intercalándolos de forma natural con sus juegos.

Más tarde, cuando ambas se fueron, permanecí encogida, abrazada a mis piernas sin poder apartar los ojos del improvisado amuleto protector. La camiseta, extendida sobre el respaldo, parecía sonreírme. De repente reaccioné empujada por la necesidad de sobrevivir a todo aquello y me acerqué hasta el aparato de música. El gran Freddy Mercury comenzó a llenar el salón gritando lo que martilleaba en mi cabeza en aquellos momentos, mientras yo me dedicaba a dar buena cuenta del resto de la botella: «… the show must go on, inside my heart is breaking, my make-up may be flaking, but my smile still stays on…». El espectáculo debía continuar.