EVA
Estaba a punto de irme cuando Patricia llamó a la puerta de mi despacho. Sin poder evitar que se notara el cansancio en mi voz, la invité a pasar.
—Hola, quería hablar contigo —dijo con expresión seria.
—Tú dirás —contesté, mientras una luz de alarma se encendía en mi cerebro.
—Aquí no; si no te importa, preferiría hablar fuera del trabajo. ¿Te parece bien que nos tomemos una copa más tarde en el Café de las Horas?
—Vale, yo ya he terminado por hoy —contesté intentando aparentar naturalidad, aunque los nervios comenzaron a atacar mi estómago.
—A mí me faltan todavía unos minutos, ¿me esperas allí? No tardaré en acudir —añadió yendo hacia la puerta.
—De acuerdo, iré pidiendo algo —le dije, como si el encuentro que iba a producirse fuera una reunión casual entre amigas.
En cuanto Patricia cerró la puerta me senté tras la mesa y, volviéndome hacia el ventanal, centré la vista en la plaza. El tráfico era intenso alrededor del monumento. Dirigí la mirada hacia el cielo reclamando ayuda con desesperación, pero este tan solo me devolvió su inoportuno azul radiante. Sabía lo que ella iba a decirme y no tenía ni la menor idea de cómo iba a escapar del atolladero. Estaba causando problemas en su vida, de eso estaba segura. Las horas a las que me había estado visitando no dejaban mucho margen para dar explicaciones. Además Patricia salía de mi casa sin ducharse, con lo que difícilmente podía ocultar a la persona que vivía con ella lo que había estado haciendo. Ordené con nerviosismo los documentos esparcidos por la mesa y agarré las llaves del coche y el móvil.
Abandonando el frescor del aire acondicionado del despacho, me sumergí en el calor pegajoso de la calle que me golpeó en la cara. Necesitaba pensar, despejar mi cabeza, por lo que decidí no coger el automóvil y dar un paseo hasta el lugar de la cita; al fin y al cabo el sitio en el que había quedado con ella no estaba demasiado lejos. Con paso firme dejé atrás la plaza y atravesé los jardines de la Glorieta caminando ofuscada entre los magnolios, los hibiscus y los ficus centenarios con sus enormes troncos retorcidos propios de un bosque de duendes. Los pensamientos que llenaban mi mente no me permitieron disfrutar del entorno que tantas veces había admirado; incluso durante mi deambular por la calle de la Paz no me entretuve, como otras veces, en admirar edificios, tiendas, o transeúntes, obsesionada por la magnitud del encuentro que iba a tener lugar. La catedral fue testigo de mis pasos meditabundos y dejando a mis espaldas la torre del Micalet, desemboqué por fin en la concurrida Plaza de la Virgen con el mismo ánimo con el que me hubiera internado en un callejón oscuro y gris. Ni siquiera alcé la cabeza para echar un vistazo a la Basílica de los Desamparados o al gentío que disfrutaba del sol y del ambiente en las terrazas. Mis pies ciegos sortearon de forma inconsciente palomas, jóvenes, niños, ancianos y demás seres errantes que se cruzaban siguiendo el rumbo indeterminado de un día ocioso. Caminando como una autómata, terminé de atravesar la plaza hasta alcanzar la callejuela desde la que vislumbré ya la entrada del Café de las Horas. Nada más empujar la puerta recibí con alivio la calma del lugar y me envolvió al instante la grave voz de Yves Montand proclamando «… mais la vie sépare ceux qui s’aiment, tout doucement, sans faire de bruit, et la mer efface sur le sable les pas des amants désunis…». Tan solo una pareja ocupaba una de las mesas centrales del local y de inmediato me sentí arrastrada por el ambiente embriagador derivado de la decoración ecléctica: antiguas mesas y sillas de madera oscura, espejos y marcos de todos los tamaños, bustos clásicos de piedra y, cubriendo los muros, ornamentos verdes y granas entremezclándose promiscuos con molduras doradas. Frente a la puerta, una pileta de piedra recibía un cantarín chorro de agua bajo un torrente de flores y frutas que se descolgaban desde el techo. Cortinas teatrales de oscuro carmesí pendían en distintos puntos y separaban los servicios de la parte central del café. Fui hasta el camarero que se encontraba atareado tras la barra y le encargué una jarra de Agua de Valencia para dos, dirigiendo después mis pasos hacia una sala semioculta a la izquierda del local; se trataba de una estancia pequeña y reservada, con asientos esculpidos en la misma piedra que posiblemente habría formado parte de una casa señorial del siglo XIX. Me senté al fondo, dejando atrás la erosionada escalera que comunicaba con una pequeña sala en la planta superior, y me entretuve en admirar el entorno mientras aguardaba el cóctel. Mis ojos se recrearon en las estrellas doradas del techo sobre fondo azul oscuro, las vigas de madera gastada, las urnas de cristal que, tenuemente iluminadas, exhibían diminutas figuras de piedra pretendidamente antiguas así como viejas vasijas de vidrio de colores. A mi espalda, en la repisa bajo la ventana, la pequeña figura pétrea de una mujer semidesnuda yacía reclinada tan cerca de mí que parecía susurrarme al oído. Al cabo de unos minutos, el joven camarero se acercó con la bandeja portando la jarra y dos copas anchas de cava. En cuanto hubo desaparecido, me serví y acerqué el cristal a mis labios; el sabor del zumo de naranja natural, adulterado con cava y una cantidad perceptible de alcohol blanco, quizás una mezcla de ginebra y vodka, alcanzó mis papilas gustativas. Se trataba de una combinación dulce y ácida a un tiempo y también peligrosamente fácil de absorber. Dejándome llevar por el agradable crescendo de calor en mi organismo, me apoyé contra el respaldo e intenté pensar en lo que iba a decirle a Patricia. No habían transcurrido ni cinco minutos cuando su cuerpo arrebatador, ahora tan familiar y cercano, atravesó la entrada del reservado y se sentó de forma decidida ante la mesa. Se había colocado tan próxima a mí que podía rozar su pierna con la rodilla.
—He pedido Agua de Valencia —dije, señalando la jarra casi llena que descansaba sobre la pequeña mesa redonda— pero si te apetece otra cosa…
—No, está bien —contestó, llenando su propia copa.
Llevándose el cóctel a los labios, dio un buen sorbo antes de levantar la vista y posarla inquisidora sobre mí.
—Tú dirás —dije tragándome el nerviosismo.
—¿Qué está pasando entre tú y yo? —preguntó directa.
—¿Qué quieres decir? —me evadí, removiéndome inquieta en el asiento.
—Lo sabes perfectamente —contestó sin apartar los acusadores ojos verdes de mi rostro.
—No sé de qué me hablas —defendí tajante, apurando la copa mientras volvía a servirme de la jarra.
—¿Estás segura? —La voz retadora acompañó la acción de su mano avanzando hasta mi cinturón con intenciones inconfundibles.
La frené instintivamente asiéndola por la muñeca mientras la contemplaba incrédula.
—Suéltame —exigió Patricia recalcando las sílabas.
Tragué saliva, confusa. Poco acostumbrada a recibir órdenes, y menos en aquel tono incontestable, me vi obligada a soltar su brazo y concentrar los sentidos, a mi pesar, en cómo comenzaba a desabrochar la hebilla y liberaba, uno a uno, los botones de mi pantalón. No podía apartar los ojos de su expresión dominadora, casi hiriente, al tiempo que la mayor parte de mi cerebro se entregaba a las sensaciones que las manos estaban transmitiéndole a mi piel. Prácticamente dejé de respirar cuando sus dedos suaves se internaron bajo mi ropa separando los labios cada vez más resbaladizos. Me di cuenta de que no podía sostener por más tiempo la mirada desafiante de Patricia; mis ojos se cerraron y eché la cabeza hacia atrás dejando escapar un gemido, rendida a sus caricias, mientras la música me iba envolviendo creando un sortilegio sensual.
—A esto me refería —dijo mientras retiraba bruscamente la mano.
Con la mirada nublada, observé atónita cómo se llevaba los dedos a la cara y aspiraba el aroma impregnado en ellos.
—Ya no me cabe ninguna duda: eres tú —dijo fríamente, como si estuviera acostumbrada a hacer cosas como aquella todos los días.
—¿Por qué haces esto? —pregunté con voz ronca.
—Porque quiero que me expliques cómo comenzó y por qué no recuerdo nada de lo que hemos hecho.
—No hay nada que recordar —contesté irritada, mientras me abrochaba atropelladamente el pantalón observando inquieta la entrada del reservado. Intentaba ganar tiempo para sobreponerme a la alteración que me había producido.
—Mira, Eva, me estoy volviendo loca y quiero saber si la causa vale la pena —añadió acusándome con la mirada.
—Te repito que no ha pasado nada —solté tozuda, luchando por controlar las hormonas desatadas en mi cuerpo.
—Como quieras, no te lo volveré a preguntar, pero voy a decirte algo: quiero a Sara, y lo que hayaestado sucediendo entre nosotras no debe volver a ocurrir. No lo voy a permitir, ¿me has entendido?
—Perfectamente —contesté categórica, centrando la vista en mi copa.
Patricia se levantó y noté que me observaba en silencio. Por mucho que sus ojos intentaran lacerarme, su mano me había herido mucho más; de hecho, y para mi consternación, aún la sentía entre mis piernas.
—Confío en que esta cita y todo lo ocurrido quede borrado en cuanto salga por la puerta. En un futuro me gustaría recuperar a mi amiga Eva —dijo como despedida, y desapareció del reservado.
Volví a llenar la copa, la vacié de golpe y me dejé caer hacia atrás tomando aire, sin poder evitar que mis dedos viajaran inconscientes hacia la entrepierna todavía palpitante.
—Joder… —dije en voz alta, mientras la mano derecha continuaba acariciando rítmicamente la parte de mi organismo que reclamaba a gritos una satisfacción. No la podía parar, parecía tener vida propia.
Patricia había provocado que traspasara una barrera desde la que era muy difícil volver atrás. Me levanté deprisa para salir de aquel espacio que se había vuelto claustrofóbico y, apartando de un manotazo impaciente las densas cortinas que separaban el local de la zona de los baños, entré y cerré el pestillo apoyando la espalda contra la puerta. Sin siquiera plantearme lo que estaba a punto de hacer, con el pensamiento volviendo una y otra vez a la escena que acababa de protagonizar, a los dedos de Patricia tocándome, a sus ojos observando mi reacción mientras me forzaba a rendirme, me desabroché el pantalón y comencé a frotar con frenesí la turgencia que crecía entre mis yemas. Estaba a punto de alcanzar el límite cuando unos fuertes golpes en la puerta interrumpieron mi frenética carrera hacia el orgasmo.
—¡Eva, abre!
Era la voz de Patricia.
Sin pensarlo dos veces, moví el pasador y abrí lo suficiente para agarrarla por la muñeca e introducirla de un tirón en el baño. Fue ella entonces quien tomó la iniciativa, empujándome con suavidad contra el lavabo. Se arrodilló y, sacando mi ropa por los pies, separó mis piernas para observar con deleite el manjar jugoso que se ofrecía ante sus ojos. Contemplé cómo se mojaba los labios, golosa, mientras yo respiraba entrecortadamente, ávida por culminar lo que había empezado. Obligándome a apoyarme contra el borde, Patricia me subió las piernas por encima de sus hombros. La hubiera dejado hacer cualquier cosa en ese momento.
—¿Creías que te iba a dejar resolver esto sola, pastelito?
—¡Dios mío, María…! —dije con voz ahogada, al tiempo que recibía la boca de mi amante arrastrándome hacia la meta.
Sentí cómo se apoderaba de mí la enajenación del clímax. Una ola tras otra fue rompiendo contra la arena de mi razón conduciéndome al placer, mientras los fuertes brazos de Patricia me sujetaban con firmeza. Ella me gobernaba a su antojo, tensando mi cuerpo como la cuerda de una guitarra para transformarlo un segundo después en la gelatina más dúctil.
Minutos más tarde, antes de abrir la puerta, recordé algo y me volví hacia atrás.
—Lávate la cara, cariño.
Yo me había negado a pisar el Beso de Luna desde la muerte de María, me resultaba impensable regresar a determinados lugares sin ella. Además, no sabía cómo ocultar mi situación con Patricia ante el resto de mis amigos. No obstante, Mel había conseguido al fin convencerme para que saliera a tomar algo con ellos. En plena explosión del verano, el local estaba repleto de gente relajada que deambulaba perezosamente por los jardines. Acompasando mis pies al ritmo marcado por el Mea Culpa de Enigma, me dirigí con cierta inquietud hacia la pérgola que dominaba nuestro lugar habitual y comprobé con alivio la presencia de Fran, Iván, Mel y Carla. Sara y Patricia no habían ido. Fran fue el primero en verme, se levantó con rapidez y acudió a mi encuentro.
—Me alegro de que hayas decidido venir —declaró, poniéndome un brazo protector sobre los hombros.
Llegué hasta el grupo arropada por mi amigo, los besé a todos y me senté junto a Mel.
—Habéis dejado a la niña con Álex, supongo —le dije a Carla.
—Claro, espera ansiosa los viernes para poder ejercer de abuela —señaló sonriendo—. Siempre se está quejando de que la ve poco.
—¿Habéis recibido la invitación? —pregunté.
—Sí, por eso teníamos interés en hablar contigo. ¿Vas a venir, verdad?, no puedes negarte… —insistió Carla.
—No creo, sabéis que no soy la mejor compañía en estos momentos.
—No digas estupideces —soltó Mel—. Además, aún no has disfrutado de tus vacaciones. Te va a venir de miedo una escapadita a Italia.
—No me presiones, Mel —le rogué.
—¿Cómo que no te presione?, ¡te obligaré si hace falta!
—Vale, de acuerdo, lo pensaré, pero déjame en paz.
—No podemos dejarte en paz, lo tenemos encima y a todos nos haría tanta ilusión que vinieras… —añadió Fran.
—¡Vale, iré, dejadlo ya! —dije por fin levantando las manos en señal de rendición.
—¡Esta es mi Eva! —exclamó Mel efusiva. Me cogió la cara y plantó un sonoro beso en mis labios.
—¿Qué celebramos?
Todos nos volvimos al unísono al escuchar la voz de Patricia. Yo no pude evitar que se me escapara una mirada furtiva a la camiseta blanca que ceñía su pecho, dejando adivinar sutilmente la forma de los pezones. Me maldije para mis adentros al sentir calor en las mejillas, ya que fui consciente de que me había ruborizado.
—¡Que Eva ha decidido ir a la boda! —exclamó Iván sonriente.
—Bueno, eso es estupendo —contestó Patricia poco efusiva, mientras se sentaba en el espacio libre junto a Iván arrastrando a Sara con ella.
—Voy a por una copa. ¿Qué queréis tomar? —pregunté poniéndome en pie, sin mirar hacia ningún lado en concreto. Necesitaba salir de allí cuanto antes.
—Te acompaño —dijo Sara con la suavidad habitual, dirigiéndose a continuación hacia su pareja—. ¿Qué quieres, Pat?
—Un bourbon con hielo.
—Muy bien, enseguida volvemos —dijo, levantándose para ir conmigo hacia el corazón del edificio.
Estupendo, pensé con nerviosismo, únicamente faltaba que Sara me hiciera un interrogatorio. Nos acercamos hasta la barra interior que, aunque ubicada más lejos, estaba menos saturada de gente que la del jardín, a tan solo unos metros del rincón en donde acostumbrábamos a reunirnos. Hicimos nuestro pedido a la camarera y esperamos apoyadas en el mostrador a que regresara con las bebidas. Sara se volvió de improviso hacia mí, poniéndome una mano reconfortante sobre el brazo.
—¿Cómo estás? —me preguntó con la expresión más noble que había visto en mi vida. En aquel momento me sentí como una traidora asquerosa.
—Intentando sobrevivir —contesté, forzando una sonrisa que se parecía más a una mueca.
—No había tenido oportunidad de hablar contigo desde…
—Ya, no te preocupes —la corté incómoda.
—Solo quería decirte que me tienes para lo que necesites. Si quieres hablar o lo que sea.
Observé su cara dulce y exótica, los ojos sin maldad, y me hizo sentirme aún peor.
—Gracias, Sara —le contesté, huyendo de su mirada para centrarme en la camarera que en aquel momento nos acercaba dos Besos de Luna y un bourbon.
Hicimos el camino de retorno en silencio, sorteando a la gente con cuidado para no derramar las bebidas. Cuando llegamos junto al grupo, Carla estaba hablando de la casa de Marcello.
—Bueno, digo casa por llamarla de alguna manera, pero por lo que me ha descrito mi madre es una villa enorme. ¡Nos va a encantar! Y las vistas sobre el lago deben de ser espectaculares.
Las dos dejamos las copas sobre la mesa, y nos volvimos a sentar en nuestros lugares respectivos. Patricia agarró al instante su bebida y dio un rápido sorbo, lanzándome una mirada analítica; imagino que con la intención de adivinar qué había podido contarle a Sara. No supe hacer otra cosa que bajar la vista como si me hubiera alcanzado un rayo. Aunque el resto parecía centrado en la disertación de Carla sobre el hogar de Marcello, me di cuenta de que a Mel no le había pasado desapercibida la escena. Unos minutos más tarde me pidió que la acompañara a pedir otra copa. Esta vez nos dirigimos hacia la barra más cercana, ubicada bajo un gran cenador en el mismo centro de aquella parte de los jardines. Aunque estaba atestada de personas charlando o reclamando su bebida, Mel me arrastró a propósito hasta aquel lugar para disponer de tiempo suficiente. Supuse que quería hablar conmigo a solas.
—Bueno, ¿me vas a explicar qué está pasando entre Patricia y tú? ¿Se ha enterado de algo?
—¡Joder, es la pregunta del verano…! —bufé, y di un gran trago a mi cóctel.
—Es tan clara la tensión entre vosotras que dudo mucho que no se haya dado cuenta nadie más. Ella no ha dado saltos de alegría precisamente al enterarse de que vas a ir a la boda; a continuación tú te levantas como una exhalación y te largas a por la copa. Y luego la mirada certera que te ha lanzado y que te ha hecho bajar los ojos. ¡A ti, la chica más dura del local! —exclamó riéndose—. Por no hablar del repaso que le has dado en cuanto ha aparecido… ¡Si hasta te has puesto roja! Ahora dime que son imaginaciones mías.
—No se te escapa una, ¿eh? —dije con sorna.
—Es un vicio que tengo, fijarme en las cosas evidentes.
—¿Qué quieres saber? —pregunté, centrando la mirada en el suelo. A ella no podía mentirle.
—Hasta dónde habéis llegado con el tema de la posesión y qué sabe Patricia. Porque espero que Sara no se haya enterado…
Suspiré y la miré a los ojos, meditando la respuesta.
—Estoy hecha un lío, Mel.
—Te has acostado con ella —afirmó Mel, casi esperando que yo lo negara.
Asentí con la cabeza volviendo a llevarme la copa a los labios.
—¡Joder, Eva!, ya te advertí que estabais jugando a algo muy peligroso. ¿Patricia lo sabe?
—Sospecha que algo ha ocurrido, pero no recuerda nada. Está muy mosqueada conmigo.
—¡Como para no estarlo! Lo que no entiendo es cómo puedes hacerlo. Quiero decir que, aunque en esos instantes sepas que es María, tendrás que mirarla en algún momento, digo yo.
—Ese es el problema, que creo que la estoy mirando demasiado… —confesé, y volví a centrarme en mi copa.
—No me digas que…
—¡Ya no sé con quién me estoy acostando! —casi grité, terminándome de golpe la bebida.
—Esto es una locura, Eva. Tienes que dejarlo ya.
—No es tan fácil, María me busca continuamente. Y cuando aparece Patricia por la puerta ya me da todo igual.
—Habla con ella, pídele que se vaya.
—Es lo único que me queda, Mel —contesté con la vista perdida en algún punto del suelo.
—Eso no es verdad, nos tienes a nosotros y te tienes a ti misma. Es hora de seguir adelante y lo sabes.
Te aconsejo que aproveches el viaje a Italia para despedirte de ella. La voz de Carla, que se abría paso con dificultad entre la gente, interrumpió bruscamente nuestra conversación.
—Creía que habíais desaparecido. ¡Ya veo que es casi imposible conseguir otra copa!