CARLA
Cuando volví con Mel a nuestra habitación, sentía una opresión agobiante en el pecho; los estímulos habían sido excesivos. En cuanto cerré la puerta la miré con el corazón en la boca y los ojos escocidos.
La experiencia anterior, en la que mi propia hija me había puesto en contacto con mi padre muerto, me había dejado una huella imborrable. Mi cerebro se debatía entre la negación total a lo que había sucedido y el mundo de posibilidades que se abría si todo aquello no fuese un espejismo. Mi mente estaba sobresaturada despejando las incógnitas que desde siempre habían presidido mi vida.
—Tú sabías lo que estaba pasando, ¿verdad? —pregunté a Mel, expectante por el ansia de conocer la verdad. Necesitaba su respuesta, su afirmación de que lo que había presenciado no era una locura.
Ella me contempló durante un instante y retiró sus ojos, como si le costara mantenerme la mirada. Se acercó a la cama, y se sentó en el borde antes de empezar a hablar.
—Desde el mismo día que ocurrió lo de María comenzaron a pasar cosas extrañas en nuestra propia casa, como te conté… —inició su relato, centrando la vista en sus manos—. Cosas de las que nuestra hija ha sido totalmente partícipe. Más tarde Eva me explicó lo que estaba sucediendo, me contó las visitas que le había hecho María en el cuerpo de Patricia y el ataque de su asesino utilizándola también como vehículo. Todo me parecía irreal, pero esta noche he sido plenamente consciente de la magnitud de lo que estaba pasando; desde el momento en que él entró en esta habitación dentro de tu cuerpo y… lo sufrí en propia carne.
—¡Dios mío, no soy capaz de asimilar todo esto! —dije, sentándome abatida junto a Mel.
Intenté ponerme en su lugar. No estaba segura de si soportaría que la tocara. Deseaba abrazarla, confortarla, pero su mirada esquiva me impedía dar un paso hacia ella. No quería imaginar lo que aquel ser le había hecho utilizando mi cuerpo; pensé que era inevitable que me viera con aprensión, incluso con odio.
—La vida no deja de sorprendernos. Tu padre os ha dejado un precioso regalo de despedida después de tantos años —dijo quedamente sin alzar los ojos del suelo.
Yo permanecí callada, observándola.
—Me gustaría que me lo contaras —le dije por fin. Necesitaba hablarlo con ella antes de que se convirtiera en un abismo entre las dos.
—¿Qué quieres que te cuente? —preguntó, observándome una décima de segundo para desviar inmediatamente la vista.
—Todo lo que pasó cuando estuvo ese ser dentro de mí. Mel guardó silencio y tragó saliva. Sin volver a levantar la mirada, empezó a hablar de nuevo.
—Saliste de la habitación diciendo que querías dar un beso a Alejandra.
—Eso lo recuerdo.
—Al cabo de un minuto regresaste con una cara extraña.
Yo seguí callada, aguardando a que continuara.
—Me dijiste que no podías esperar, parecías ansiosa, como enloquecida, y me tiraste sobre la cama besándome con violencia. Me sorprendió muchísimo que te comportaras así, pero estaba tan excitada que me dejé llevar, aunque entonces comenzaste a tratarme con brusquedad, a hacerme daño.
Se tomó un tiempo para reanudar su explicación. Mi mano, de forma involuntaria, aferró con fuerza el borde de la sábana. Una parte de mí no sabía si quería seguir escuchando.
—Me desnudaste con furia, solo tienes que ver cómo ha quedado mi camisa —apuntó Mel, señalando el rincón donde descansaba su ropa hecha un guiñapo—. Te separaste de mí para desprender los cordones del dosel de la cama y me inmovilizaste atándome con fuerza al cabezal; ya has comprobado lo que te costó soltar las ligaduras.
Mel se calló de repente. Sentí, como si fuera mío, el nudo en su estómago que le impedía continuar. No pude evitar asirla de la mano y apretársela cálidamente animándola a hablar, mientras observaba cómo ella se pasaba nerviosa los dedos por el pelo.
—Te desnudaste despacio, como tú sabes hacer, torturándome, y te echaste sobre mí —explicó, dándose un respiro para tomar aire—. Yo hubiera dejado que me hicieras cualquier cosa, te habías apropiado de mi cuerpo y de mi voluntad, y entonces…
Guardó silencio y cerró los ojos con fuerza.
—Sigue, cariño.
—Me revelaste que no eras tú. En ese instante comenzó a atronar en mi cabeza la música que oímos hace unos minutos con estruendo, mientras tú me agredías y… me violabas.
Cerré el puño que antes se había aferrado a la sábana, clavándome las uñas en mi propia carne.
—No me cuentes más —dije abrazándola—. ¡Ese cerdo podría haberte matado!
Dejó que la envolviera, pero seguía sin mirarme.
—Me desmayé —dijo al cabo de unos segundos—. Tuve suerte, porque supongo que se sintió frustrado cuando se dio cuenta de que no obtenía el placer que buscaba, y se marchó.
—¡Dios mío, Mel!, debió de ser terrible…
—Lo fue —contestó tajante, sin añadir nada más.
—Deberías dormir, intentar no pensar más en ello —le aconsejé acariciándole la mejilla con suavidad.
Ella se puso en pie bruscamente y se metió en el baño. Más tarde, entre las sábanas, me acoplé a su espalda rodeándola con los brazos. Creé una letanía hecha de ternura para conducirla hasta el sueño, rozando su pelo con mis besos, intentando borrar con los labios todo el daño recibido, hasta que conseguí por fin escuchar su respiración pausada. Se había rendido a Morfeo.