IVÁN
Eva estaba metiéndose con Fran por su insistencia en que saliera con nosotros como siempre habíamos hecho, y la verdad es que yo esperaba que se decidiera a hacerle caso, ya que la veía peligrosamente inclinada a beber sola. En ese momento, mientras escuchaba el cruce corrosivo de palabras, me eché hacia delante para alcanzar una trufa y di un respingo al sentir una corriente de aire gélido recorrer mi espalda.
—¿Has puesto el aire acondicionado? —pregunté con la piel de los brazos erizada.
—No, todavía no hace calor como para eso. ¡No me digas que tienes frío! —exclamó Eva fijándose en mi vello de punta.
—No, pero he sentido como un viento helado por detrás…
—Anda, bebe un poco de whisky y entrarás en calor. ¡A ver si te estás resfriando! —bromeó Fran, retomando al instante su conversación con Eva.
Le oí soltar una perorata a nuestra amiga recomendándole que saliera a distraerse, a ligar, a lo que fuera con tal de que no se quedara en aquella casa encerrada con sus recuerdos y un vaso en la mano. De repente me di cuenta de que sus voces se iban alejando y que todo sonido alrededor se iba convirtiendo en un ininteligible ruido de fondo. Pero lo más inquietante fue la imagen que apareció ante mis ojos junto al cuadro colgado en la pared. Me quedé sin respiración y el vello en mis brazos alcanzó una altura considerable al erguirse amenazador hacia el techo. El cuerpo traslúcido de María flotaba delante de mí como un espejismo macabro y me sonreía con la ternura que le era habitual como si nada hubiese ocurrido. Miré nervioso a Fran y luego a Eva, pero ambos seguían enzarzados en su combate dialéctico ignorantes de aquella presencia en el salón. ¿Solamente yo la veía y sufría aquel frío aterrador?, pensé intentando controlar el pánico. Tenía la garganta áspera como estopa hasta el punto de que me llevé el vaso a los labios y terminé mi bebida de golpe, para acabar centrando la vista en el fondo del vidrio sin atreverme a levantar la mirada de nuevo. Al cabo de unos segundos no pude remediar que mis ojos viajasen otra vez a la pared, y me quedé de piedra al ver la imagen vaporosa de María, que me hacía el gesto familiar de acercarse un dedo a los labios pidiéndome que guardara silencio. Estaba literalmente clavado al sofá. Sin embargo, algo me sacó por unos instantes de la conmoción: volvió a sonar el timbre de la calle.
—¿Quién será ahora? —dijo Eva levantándose hacia la puerta.
Fran se volvió hacia mí y me miró con extrañeza.
—¿Te pasa algo?, parece que hayas visto un fantasma. ¡Estás gris como la ceniza! —exclamó preocupado.
Iba a contestarle cuando oí a nuestras espaldas la voz de Mel. Fran se levantó y yo le imité, no sin antes echar un vistazo hacia el muro para comprobar que María seguía allí con su sonrisa perpetua.
—¿Os habéis puesto de acuerdo? —dijo Eva, que ya se acercaba con nuestra amiga llevando a Alejandra de la mano.
—Pues no, ¡vaya sorpresa! —contestó Mel, aproximándose para besarnos.
Fran se acercó a la pequeña agachándose para levantarla en brazos, y entonces pude ver su carita asomando tras el hombro de mi pareja, mientras recibía su abrazo. La mirada de la niña se encontraba centrada en la pared frente a ella delatando un brillo peculiar en los ojos; mostraba una gran sonrisa que hacía sobresalir sus pómulos. De repente una pequeña mano apareció junto a su rostro y, apoyando el dedo índice sobre los labios, repitió hacia allí el gesto de silencio que yo había visto realizar a la imagen traslúcida unos segundos antes. Me volví rápidamente para encontrarme con la expresión divertida de María, esta vez acompañada por un gesto de asentimiento. La estupefacción que reflejó mi cara cuando volví a mirar hacia Alejandra hizo que esta se soltara de los brazos de Fran y corriera para lanzarse a mi cuello.
—¡Tú también la ves! —dijo una vocecita susurrante junto a mi oído. La apreté contra mí intentando calmar los latidos de mi corazón.
—Es un secreto, ¿vale? —murmuré en su hombro.
—¡Vale! —dijo como si se tratara de un juego, y deshizo el abrazo plantándome un sonoro beso en la mejilla.
Estuve durante el resto de la tarde encerrado en mis pensamientos sin prestar demasiada atención a las conversaciones que iban sucediéndose. Mi mente ausente no dejaba de dar vueltas a lo que estaba ocurriendo en aquella casa: en el salón permanecíamos cinco personas, pero dos de nosotros sabíamos que realmente éramos seis. Hasta ahora había ocultado con éxito el don que tantos quebraderos de cabeza me había provocado en Cuba, mi tierra natal, ya que hacía mucho tiempo que aquello no me había vuelto a suceder. Rememoré la última vez, en el velatorio de mi abuelo, cuando su cuerpo etéreo sentado tranquilamente sobre la cama se empeñó en cantarme, con la voz cascada por el ron, un bolero que recordaba haber oído interpretar a la gran Celia Cruz: «… Te busco volando en el cielo, el viento te ha llevado como un pañuelo viejo…». Yo me limité a observar con impotencia cómo mis padres, mis hermanos y el resto de los familiares, ajenos al pequeño secreto entre mi abuelo y yo, lloraban desconsolados junto a su cadáver. Desde que me había instalado en España había conseguido dejar al margen aquella parte de mi vida, pero ahora mi maldito don había regresado para complicármela. Y encima compartía el secreto con una niña de poco más de dos años. «¡Dios mío! —pensé de pronto—, ¿cuál es mi papel en todo esto?, ¿María me estaba pidiendo ayuda?». Yo no tenía las respuestas a estas preguntas y pensé que difícilmente podría dármelas ninguna de las personas que me rodeaban en ese momento, así que decidí callar y esperar, como había hecho siempre.