FRAN
Iván no dejaba de moverse inquieto bajo las sábanas; su organismo parecía sufrir las consecuencias de la excitación a la que había sido sometido. Yo era consciente de que en ese estado le iba a ser imposible conciliar el sueño. Me esforcé en despejar de mi pensamiento las imágenes terribles de su rostro deformado por un rictus cruel, el recuerdo de sus palabras amenazadoras, para conseguir tranquilizarlo fundiéndome con su cuerpo todavía caliente y estimulado por las provocaciones del anterior inquilino. Le ofrecí certeramente lo que requería, puesto que de inmediato se enredó entre mis piernas. Sus manos buscaron mi piel y su aliento mi cuello, y yo me dejé llevar por el ansia de descubrir que no guardaba ningún resto de otra alma que no fuera la suya.